04 octubre, 2013

Un viaje muy sorprendente



                Voy a cometer una infidencia con quien acabó siendo un amigo. Llevo dos días dándole vueltas y no me resisto a narrar aquí lo acontecido. Muchos me tendrán por un traidor y por persona bien poco fiable, pero hay cosas que uno no debe guardar para sí, en parte porque revienta si no las comenta con otros y en parte porque también el mundo tiene derecho a determinadas informaciones.

                Anteayer viajé una vez más a Colombia, volé a mediodía de Madrid a Medellín. Agradable rutina académica, de nuevo unas cuantas clases en una maestría y conferencia en universidad acogedora. Tuve que madrugar para llegar a Madrid sin apuro y presagiaba que me pasaría dormido buena parte del vuelo, como casi siempre.

                Hice tiempo del modo habitual, comiendo bocadillos, bebiendo cocacolas, leyendo periódicos y consultando el correo electrónico en mi portátil. Me faltó el rato de pasear por las tiendas de la T4, pues está en obras esa parte en el sector de salidas internacionales. Ya en la puerta de embarque y a la espera, sonó mi nombre en los altavoces para que me acercara al mostrador. Lo de otras veces, soy un tipo con mucha suerte y un montón de puntos en mi tarjeta de Iberia, me explicaron que el avión iba lleno y que me pasaban a clase ejecutiva, a primera, como seguimos diciendo los de pueblo. Eso sí es viajar a gusto, como un señor auténtico. Las universidades que me invitan a Latinoamérica cuatro o cinco veces al año nunca me pagan un pasaje de ésos. Al principio creía que no había para nadie, pero luego supe que sí convidaban a volar con ese lujo a los profesores que se ponen más impertinentes o que se dan más ínfulas. Yo soy un proletario de la academia, infantería universitaria.

                Cuando voy cansado no suelo enterarme ni de los despegues. Me arrellané en el muy cómodo sillón, saqué mi libro, acepté la copita de cava que ofrecía un azafato sonriente y me quedé dormido como un tronco. No me di cuenta cuando se instaló a mi lado un pasajero más.

                Me despertó el trajín a la hora de servir la comida y apenas había abierto los ojos y me estiraba discretamente cuando la azafata ya me preguntaba si quería consomé y si tomaría salmón en papillote o solomillito con frutos rojos después de la ensalada de brotes con queso de cabra. Para beber elegí un Rioja tinto que me resultó un poquito más ácido de la cuenta, aunque poca atención le pude prestar a su buqué, como se verá.

                Con la bandeja ya sobre mi mesilla y mi conciencia aún a medio gas, fui reparando en el viajero de al lado. Lo primero que capté fue que llevaba una camisa idéntica a la mía, con rallas blancas, azules y negras. Otro al que le regalan camisas de Cristian Lay, pensé un poco divertido. También su americana era del color de la mía, azul, aunque yo iba con unos pantalones negros y él llevaba unos vaqueros azules de los de toda la vida. Tenía barba entrecana y estaba extrañándome de sus gafas oscuras, grandes, cuando me miró, se las quitó, se puso unas de las normales de ver, sonrió y con una voz gutural y un poco gangosa me dijo: hola, soy Mariano. Me tendió la mano y yo me quedé de una pieza, literalmente petrificado y convencido de que seguía dormido y me había venido un sueño de lo más tonto.

                - Mariano... ¿Mariano...? - No supe decir más por el momento.

                - El mismo.

                Sonreía como quien se está divirtiendo de verdad. Insistió:

                - Que sí, que sí, el Mariano que está usted pensando.

                - ¡Ahí va! -En eso, en exclamaciones y poco más había quedado mi acrisolada facilidad de palabra.

                Con mi turbación, el apretón de manos había durado bastante más de lo normal. Era fuerte su saludo. Caí en la cuenta de mi falta de cortesía y me presenté.

                - Yo soy Juan Antonio.

                - Encantado.

                Se había metido las gafas de sol en una funda que guardó en el bolsillo interior de su americana y se aprestaba a dar cuenta de la ensalada suya. Había pedido vino blanco y, señalándome la botella, dijo:

                - Albariño. ¿A usted no le gusta el blanco?

                - Sí, sí. Y me encanta el Albariño. Pero hoy se me antojó tinto, no sé...

                - A mí también me gusta el Rioja, siempre lo tomamos en las comidas..., ya sabe. A los extranjeros siempre les apetece Rioja, es lo que más han oído.

                - Ya.

                Comía él con mucho apetito y yo lo había perdido. Pichaba una hojita de rúcula y lo miraba de reojo. Es un doble, seguro. Eso pensé. Tranquilo en tal convencimiento, empecé a ansiar un poco de silencio y me propuse disfrutar la comida como en mí era habitual. En los vuelos transoceánicos detesto ir junto a individuos que me hablen y me lo paso muy bien devorando cualquier cosa que me sirvan. Para qué decir si viajo, de chiripa, en business y son viandas de esta calidad. Pero él tenía gana de más palique y volvió a la carga:

                - A ver si tenemos buen vuelo.

                - Sí, ojalá.

                - No me creerá, pero esta es la primera vez que viajo a Medellín. En Bogotá sí he estado varias veces ya.

                - Sí.

                - ¿Usted ya ha ido otras veces, verdad?

                - Sí, voy con cierta frecuencia a Medellín y Bogotá.

                - Eso me parecía.

                Decidí callarme, a ver si cundía el ejemplo.

                - No quisiera incomodarlo con mi charla, es que estoy un poco nervioso.

                Lo que yo pensaba, me dije, al doble le han dado unos días de vacaciones y se ha organizado un viajecillo.

                - No se preocupe.

                Así, educado pero cortés. Ya me había puesto con el solomillo e iba por la segunda copa de vino. Empezaba a sentirme bien conmigo mismo y cansado de la compañía. Pero él volvió a la carga:

                - Si le digo la verdad, ya estaba agotado. Para saber lo que es eso hay que vivirlo.

                Ladeé mi cabeza y me quedé mirándolo. Él también volvió la cara hacia mí. Son sonrisa era ahora un poco forzada, se lo veía un poco violento, tenso. Me dije que si había que hablar, hablaríamos a calzón quitado y nos dejaríamos de bromas y regates.

                - Lo que es qué.

                - Usted ya sabe. Me ha reconocido.

                ¿Este tipo de qué va?

                - He reconocido al personaje, claro que sí. Son clavados y hablan igual. Me imagino que a la coincidencia habrá sumado usted muchas horas de trabajo hasta lograr la imitación perfecta y el parecido total.

                Se rio de buena gana, amagó con dar una divertida patada en el suelo y casi se le cae la bandeja. Menos mal que tenía la copa vacía en ese instante, si no, me tira el Albariño encima.

                - Piensa que soy mi doble.

                - Bueno, nadie es el doble de sí mismo.

                Se iba a enterar de con quién se las gastaba, sutil iusfilósofo.

                - Ya me entiende. Pero se equivoca. Soy yo.

                ¿Le coloco una frase supuestamente graciosa sobre el ser en sí, el to ontos on, el Dasein o cualquier lindeza que lo desanime de una vez? Aunque, bien mirado, tampoco era mala idea entretenerse un rato con un doble tan competente, seguro que saco tema para una entrada del blog. No me dejó seguir con mis cavilaciones, y me soltó la frase definitiva.

                - El doble se ha quedado en Madrid, en mi puesto. Y eso que esta semana hay faena. Pero es muy bueno y ya sabe lo que tiene que decir. Ya sabe que no tiene que decir nada.

                Aquí no sólo le volvió la risa sino que me dio un codazo de complicidad y esta vez fue la copa mía la que, mediada, se tambaleó peligrosamente en mi bandeja. Se me habían quitado las ganas del postre, helado de turrón con sirope de arándanos. Maldición. Pues si quiere conversación la tendrá. Y me lancé.

                - Y cómo sé yo que usted es usted.

                En cuanto lo dije me di cuenta de que me había contaminado de su manera de expresarse. Suele ocurrirme con los gallegos. Traté de salvar mi imagen ante mí mismo:

                - Quiero decir que no es nada normal que viaje usted así y charlando conmigo como si tal cosa. Cualquiera apostaría a que es un doble o un graciosillo disfrazado. O a que estamos en un programa de cámara oculta y han decidido tomarme como víctima.

                Esto último se me acababa de ocurrir. No me hizo ninguna gracia. Así que amenacé:

                - Si es un programa de cámara oculta y bromazos, ya pueden tentarse la ropa antes de sacar ni una sola imagen de un servidor sin mi permiso.

                Se había quedado pensativo.

                - Pues el caso es que a ver cómo le demuestro que soy el auténtico. Aunque, bah, qué tontería. Mire, mire.

                Había sacado su pasaporte de la chaqueta y me lo tendía. Como no me animaba a tomarlo, lo abrió por la segunda página, donde figuran los datos personales y la foto, y me lo puso delante.

                Pues sí. O era un documento falsificado o era él. Me pregunté cómo podría uno, así, a simple vista, detectar si un pasaporte es falso. Adivinó mi pensamiento.

                - Y mire estas fotos que llevo en el móvil. Ésta es Elvirita, mi mujer, aquí estamos los dos y aquí véanos con nuestros hijos. Ah, y espere, verá. Fíjese, aquí estamos con Ruiz Gallardón y su  señora y mire, mire, llevo esta misma camisa.

                Nueva risotada.

                - Bien, se lo acepto como hipótesis probable.

                - Qué hipótesis ni qué carallo, que soy yo, hombre.

                - Vale, y me va a decir que viaja así, tranquilamente, solo y sin seguridad ni nada. ¡Anda ya!

                - ¿Quién le ha dicho que no llevo seguridad? ¿Ve aquel de allí? -me señaló un puesto dos filas más adelante, en diagonal a nosotros- Es un escolta.

                - Claro, y aquella rubia de la primera fila es mi secretaria, ya te digo.

                - Es incrédulo usted. ¿De dónde es?

                - Asturiano. De Gijón.

                - Será por eso. Gallegos y asturianos primos hermanos, ya se sabe. Se lo voy a demostrar.

                Levantó un poco la voz y llamó al hombre que me había indicado.

                - ¡Bergantiños! ¡Bergantiños! Atienda para acá, hombre.

                 Bergantiños no había comido y estaba dando una cabezadita en ese instante. Tenía toda la pinta de no ser un gran partidario de los aviones. Se levantó y vino hacia nosotros.

                - A la orden.

                - Bergantiños, enséñale la placa a este hombre.

                Cuando Bergantiños metió la mano en el interior de su chaqueta no me dio buena espina.

                - ¿Algún problema, señor?

                - Ningún problema, Bergantiños, estoy aquí en unas apuestas con el amigo y necesito que le demuestre usted que es policía.

                - Guardia civil, señor.

                - Coño, Bertantiños, venga hombre, lo que sea, pero sáquele una placa y puede volver a su asiento a meditar.

                Bergantiños sacó al fin la mano con una cartera y de la cartera extrajo una placa que me enseñó y que ponía algo de servicio de no sé qué. A una seña de mi compañero de asiento, volvió al suyo.

                - ¿Ya da su brazo a torcer?

                - Sí, no importa. Pero usted sí me admitirá que es raro esto. Póngase en mi lugar.

                - Y póngase usted en el mío. ¿No puedo acaso hacer un viaje privado?

                - ¿Solo?

                - Ya ve que traigo seguridad. De eso no he podido librarme.

                - Quiero decir sin más séquito, sin familia...

                - Es que es muy privado.

                Volvió a darme un golpecito en las costillas y cuando lo miré me guiñó un ojo.

                - Privadísimo -insistió, y volvió a reír.

                No tuve valor para preguntar nada. O me estaban gastando un bromazo elaboradísimo o me ocurría lo más extraño que hubiera podido imaginar. Más me valía ir con pies de plomo y hablar lo mínimo, por si acaso. Mi interlocutor también se quedó callado un buen rato, sacó el ABC y se puso a leerlo, creo que un editorial. Pero con un movimiento muy resuelto lo cerró, lo recogió de nuevo en el receptáculo correspondiente del asiento de delante, se ladeó y quedó mirándome:

                - Pues se lo voy a contar, porque sé que puedo.

                - Usted dirá, discúlpeme si ando bastante perplejo.

                - Más perplejo lo voy a dejar ahora.

                - ¿Más?

                - Voy a Medellín por una mujer.

                - Por una mujer...

                - Sí, qué le parece.

                Yo estaba ganando tiempo. Mejor dicho, se me acumulaban las razones para quedarme callado. Que me cuente lo que le dé la gana y que salga el sol por Antequera, pero quién era yo para preguntar nada.

                - A usted en el fondo no le parecerá tan raro, ¿eh, pillín?

                ¿Y ese atrevimiento? Lo interpreté lo mejor que pude.

                - En verdad no es la primera vez que se me sienta al lado alguien que viaja a Latinoamérica por una cuestión de faldas - ¿Me había pasado?- Bueno, perdón, ya me entiende.

                - Claro, claro, no se preocupe. La mía se llama Erika Lucía.

                - Erika Lucía.

                - Sí, le voy a enseñar una foto suya.

                Revolvió en el móvil, murmurando algo por lo bajo.

                - Es que tengo sus fotos en una carpeta con clave.... Aquí está. Qué me dice.

                Me tendió el móvil. Plano cercano de una morenaza de ojos negros y más bien pequeños, busto alto, collar de perlas en el cuello y pendientes a juego, labios finos y sonrientes.

                - Muy guapa, sí.

                - Yo normalmente no hablo tanto, no se crea. Bueno, ya lo sabe -esta vez su sonrisa tenía un toque melancólico-. Es que estoy nervioso, es la primera vez que vamos a vernos Erika Lucía y yo.

                - No se conocen personalmente.

                - Personalmente sí, pero por Internet. Ya sabe, no le resultará extraño ese mundo - ¿Otra vez con ésas?- Hay tantas páginas...

                Pues me lanzo y me lanzo y que sea lo que tenga que ser. Así me dije y allá me fui.

                - Bien, le agradezco la confianza o la simpatía o las dos cosas. Ya sé seguro que este vuelo no se me va a olvidar jamás. Pero ahora en serio. ¿Pretende que me crea que usted, usted, ha dejado su cargo en manos de un doble y se va a Medellín a ver a una chavala con la que ha contactado por internet? ¿Usted?

                - No soy tan distinto de los demás, ¿cuántos de este avión piensa usted que irán por las mismas razones?

                - No lo sé y no me importa mucho. Usted será como tantos, vale, pero ¿qué hay de su mujer? ¿Elvira, no?

                - Elvira, sí. Elvirita. Nosotros somos liberales, eso ya se lo podría imaginar usted.

                - ¿Liberales? ¿Pareja liberal? ¿Quiere decir que ella lo sabe y está de acuerdo?

                - Eh, cuidado, yo no he dicho eso. Digo liberales como Esperanza y así. De lo otro nada. Si Elvira se entera, me mata. A buena parte ha ido usted a dar.

                - Entonces se ha buscado usted una aventura a distancia y va a consumar...

                - Hombre, a consumar, no sé. Veremos lo que da de sí el encuentro. Por mí...

                - Erika Lucía sabe quién es usted.

                - No, ¿cree que estoy loco? Me he hecho pasar por empresario. Fabricante de paneles solares.

                - Paneles solares, vaya.

                - En Colombia hace buen sol.

                - Ya, ya.

                - ¿Hace calor en Medellín?

                - Bastante.

                - Además llevo a Bergantiños para la seguridad.

                - ¿Es de confianza Bergantiños? ¿De tanta confianza?

                - Toda. Él va a lo mismo.

                - De empresario de paneles.

                - No, quiero decir que también tiene una cita con una buena moza.

                - ¿Bergantiños?

                - Sí, sí, contactó a través de la misma página. Él me metió a mí, en realidad. Vudú o algo así creo que se llama.

                - Badoo.

                - Eso. Mire cómo lo sabe.

                - No doy crédito. No salgo de mi asombro.

                - Se lo voy a demostrar, ya puestos, qué diantre. Para que vea. ¡Bergantiños! ¡Bergantiños!

                Bergantiños se había tomado dos copas de brandy del bueno y se había quedado dormido otra vez.

                - Señorita, señorita, llámeme a ese joven de ahí, hágame el favor.

                A la azafata le costaba despertar a Bergantiños. Miró a mi compañero y éste le hizo seña de que insistiera. Ella lo sacudió y Bergantiños reaccionó al fin, con sobresalto.

                - Bergantiños, véngase para acá, hombre -Bergantiños llegó con la mirada legañosa-. A ver, dígale a este buen amigo cómo se llama su chica.

                - Señor.

                - Que le diga cómo se llama su chica, no sea usted tímido, hombre.

                - Señor...

                - ¿Hablo vasco, Bergantiños?

                - No, señor, es que no sé a qué chica se refiere.

                - A la de Medellín, a la de Medellín. A la que vamos a conocer. A la que va a conocer usted, vaya.

                - Se llama Yendy Alejandra.

                - Yendy Alejandra, ahí está. ¿Lo ve usted? - me indicaba con su mano hacia Bergantiños, como si fuera a éste al que yo tuviera dificultades para ver- Bueno, pues ahora saque una foto de la chica y enséñesela a este amigo asturiano, ande. La que comentamos ayer, ésa en la que está con bikini azul.

                - Señor...

                - ...

                - Bueno, es ésta.

                Rubia de bote hasta cerca de la cintura, rolliza, boca grande con bonitos dientes blancos, muslos poderosos, pecho pequeño y realzado con refuerzos.

                - Puede retirarse, Bergantiños, luego hablamos. Échese otra cabezadita, que aún falta.

                Demasiada trama para tratarse de una tomadura de pelo y demasiado largo para guion de un programa de la tele con incautos como yo. Seguí a lo mío y dispuesto a llegar hasta el final o dar con el apaño.

                - De acuerdo, Bergantiños y usted vuelan juntos a ver a unas novias que se han echado en la red. Genial. Y usted, nada menos que usted, va y me lo cuenta a mí, uno que se ha encontrado en el asiento de al lado.

                - Está todo bajo control, tenemos Estado en condiciones.

                - Qué bien, todo bajo control. ¿Y si yo me bajo del avión y me pongo a chivarle el caso al primero que me encuentre? ¿Y si llamo a unos periodistas y les doy la primicia? ¿Y si resulta que soy yo mismo periodista y hasta le he hecho a la chita callando ya varias fotos con una mini cámara que tengo en este botón o le he grabado la conversación con el móvil que llevo en el bolsillo?

                - Todo controlado, ya le digo.

                - Controlado. ¿Puedo saber cómo?

                - Usted no es periodista.

                - ¿No?

                - Usted es profesor.

                - No me diga.

                - ¿Creía que el Servicio Secreto no iba a averiguar al lado de quién me buscaban la plaza? Sabemos a qué viene usted también. Pero no seré yo quien se lo reproche. Ya ve que somos colegas. Lo que no recuerdo es cómo me han dicho que se llama la suya.

                - Qué me dice, hombre, qué atrevimiento. ¿Pero sabe de verdad quién soy yo?

                - Profesor Díaz, de León, de Derecho.

                - Pues no, de León y de Derecho sí, pero García.

                - Sí, sí, Díaz García, de Derecho Penal.

                - No, no, mire. - Le tendí el pasaporte- García Amado, de Filosofía del Derecho.

                - ¡Me cago en la puta! ¡Velázquez! ¡Velázquez!

Nadie se movió, ningún pasajero cercano se dio por aludido, pese a que las llamadas habían sonado casi como gritos. Se acercó Bergantiños.

                - Señor...

                - Llame a Velázquez, hombre, Bergantiños, que tengo que hablar con él.

                - ¿Velázquez?

                - ¿Cómo se llama el del Servicio Secreto?

                - ¿El chico o la chica?

                - El chico, coño, el chico.

                - Gómez, creo que se llama Kevin Gómez.

                - Pues dígale a Gómez que venga acá ahora mismo.

                Bergantiños se fue tres asientos más adelante y tocó el hombro de un joven, como treintañero, que iba muy acaramelado con una mujer de parecida edad. Estaban tomados de la mano y se decían cosas en el oído, ya los había observado yo hace rato, cuando se levantaron al baño y desaparecieron los dos un rato. Bergantíños y Gómez hablaron treinta segundos, creo que el primero estaba poniendo al otro en antecedentes de cómo andaban las cosas.

                - ¿Ése hombre es del Servicio Secreto?

                - Sí.

                - No me diga más, también ha ligado por Internet y viene a pasar unos días con su enamorada.

                - No, éste trae pareja. La que va con él es su novia. Los dos son del CNI. Me los recomendó... éste..., el de Interior..., Jorge, Jorge. De los más competentes, al parecer.

                En esto ya teníamos a Gómez delante, con cara de preocupación.

                - Gómez, ustedes habían estudiado el pasaje y habían organizado todo para que me tocase en primera al lado de una persona apropiada, ¿sí o no?

                - Sí, señor, Fariñas y yo hicimos ese trabajo minuciosamente.

                - ¿Quién es Fariñas, si puede saberse?

                - Mi novia, señor. Ahí está, ¿quiere que la llame?

                - Sepa usted, Gómez, que la han cagado bien cagada.

                - ¿Cómo dice?

                - A ver, cómo se supone que se tenía que llamar mi compañero de silla, aquí presente.

                Gómez sacó una pequeña libreta del bolsillo de su camisa y empezó a pasar páginas. Allá más adelante, Bergantiños y la agente Fariñas cuchicheaban.

                - Díaz, señor.

                - Díaz qué.

                - Díaz García, señor.

                - Oficio.

                - Catedrático de Derecho Penal.

                - Con qué aficiones.

                - ¿Aficiones?

                - Ya me entiende Gómez, carallo.

                - Pues, las suyas, señor, creo.

                - Muy viajado y comprensivo, ¿no?

                - Así es, señor.

                - Pues ahora pregúntele aquí al amigo cuál es su filiación

                - ¿Su filiación?

                - Los apellidos, Gómez, pregúntele por sus apellidos o mírele el pasaporte.

                Me adelanté a la pregunta de Gómez, que parecía cada vez más turbado y que no dejaba de observar por el rabillo del ojo el diálogo que por lo bajo se traían Bergantiños y Fariñas.

                - Me llamo Juan Antonio García Amado.

                - ¿Y Díaz? - Sonaba muy tímida la voz de Gómez.

                - No, Díaz no. Díaz García es un colega mío al que profeso grandísimo aprecio.

                - El oficio, pregúntele el oficio, Gómez.

                Gómez me miraba con ojos implorantes, como si deseara pedirme una mentira piadosa. No esperé y di el dato:

                - Soy catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de León.

                Gómez intentó ganar tiempo.

                - En León estudió Derecho uno compañero nuestro en el Servicio Secreto, Montejón Ardura, ¿lo conoció?

                - Gómez, no joda, eso será secreto, digo yo. Y no me cambie de tema. ¿De dónde es usted, por cierto?

                - De Verín, señor.

                - Ya me parecía. Pues ya lo ha oído, de Fi-lo-so-fía-del-de-re-cho. ¿Su García de qué iba a ser?

                - De Derecho Penal, señor.

                - Pues ya lo ve. Creí que estábamos entre iguales y he estado contándole confidencia tras confidencia a este buen hombre que no es el que me habían dicho. ¿Ahora qué hacemos?

                Gómez, muy serio, hizo un extraño movimiento horizontal con la mano, como de apartar algo con brusquedad o de cortar con un machete. Me sobresalté.

                - No sea burro, Gómez, no sea burro. El señor Juan Antonio es buena gente y digo yo que será tan discreto como su amigo Díaz. ¿Ha dicho que son amigos, eh?

                No sé por qué, pero me urgía aclararles que mi amigo Miguel Díaz y yo somos como dos gotas de agua, almas gemelas el todo, y que nos consideramos poco menos que hermanos.

                - Somos una piña, no los hay en nuestra Facultad que más se aprecien. Fíjense que nos conocimos en Alemania en el ochenta y tres y desde entonces, inseparables, inseparables. Y claro que nos guardamos los secretos, como tumbas.

                Habían empezado a sudarme las manos. Ignoro por qué razón me estaba dirigiendo a los dos, y más desde que Gómez había dejado de prestarme cualquier atención y estaba solamente pendiente de Fariñas y Bergantiños, que ahora se morían de risa. Él se había sentado en el sillón que había dejado libre Gómez.

                - Pues tendrá que ser discreto, no le digo más. Si quiere, y para que todo encaje como es debido, le pregunto a Erika Lucía si tiene alguna amiga. Creo que me escribió el otro día que había estado en la fiesta de cumpleaños de una compañera muy simpática, de Cali. Dicen que son bonitas las de Cali, yo no lo sé. Erika Lucía me insiste en que las más guapas y agradables son las de Medellín. No me acuerdo como las llaman.

                - Paisas. A los de Medellín se les dice paisas.

                - Así  me firma Erika Lucía: tu paisita. Es más rica...

                Seguimos hablando y hablando. Ambos nos habíamos relajado ya.  Se interesó mucho por mis viajes colombianos y lo que conocía del país. Le dije lo que pienso en verdad, que es un país maravilloso con gente fantástica, pero le aconsejé que tuviera cuidado con las bromas que les hacía. Le conté por encima lo que me sucedió una vez que escribí una coña sobre Colombia en mi blog, y se rio bastante. También mi insistió mucho en que tenía ganas de conocer a mi compadre Miguel y que éste le contara, aunque yo le apunté que mucho me temía que pudiera haber otra equivocación ahí, una equivocación bien grande.

                Al final del vuelo nos adormilamos un ratito, ya después de tomar el tentempié de poco antes de la llegada. Nos despertó el aterrizaje. En el aeropuerto de Río Negro me hizo pasar con él el control de pasaportes, sin espera y por una puerta medio secreta, y nuestros equipajes nos los acercaron rápidamente unos empleados de la compañía aérea. Concluí de esta manera que los servicios de seguridad colombianos debían de estar al tanto de la visita privada de tan ilustre personaje.

                Insistió en que me quería presentar a Erika Lucía y en que a lo mejor podían acercarme en su coche a mi hotel. Le dije que de ninguna manera y muchas gracias, que a mí me recogería alguien de la universidad anfitriona. Pero que con gusto saludaría a Erika Lucía.

                Había mucha gente esperando a los pasajeros de nuestro vuelo. Mi amigo había vuelto a colocarse las grandes gafas oscuras. Apenas aparecimos, juntos, en la gran sala de llegadas, oímos una voz de mujer que gritaba Mariano, Mariano. Fue visto y no visto, vino corriendo y se echó en los brazos de él, se achuchaban, se decían algo al oído. Yo, violento, trataba de apartarme un poco, pero fui casi a chocar con Bergantiños y su Yendy Alejandra, que se estaban comiendo a besos. Mariano logró desasir un brazo y me hizo señales para que me acercara.

                - Mira, Erika Lucía, quiero presentarte a un buen amigo, el profesor...

                - Doctor Juan Antonio, qué alegría, ¿se acuerda de mí?

                Me quedé helado y en primer tiempo de saludo. Mariano, ya completamente abandonado por los brazos de la mujer, me miraba confundido. Gómez y Fariñas, que discutían a unos cinco metros, se aproximaron discretamente a ver qué pasaba.

                Erika Lucía seguía con su entusiasmo.

                - Eh avemaría, doctor, qué berraquera que sea amigo de Mariano, vea, el mundo es un pañuelo. ¿De verdad que no se acuerda de mí? No puedo creerlo.

                Mariano ya estaba serio, Gómez y Fariñas se acercaban más, Bergantiños no se había movido de su lugar, pero había dejado de besar a Yendy Alejandra y le hacía señas a ella para que se callara un momento.

                - Bueno, a lo mejor la recuerdo vagamente, no sé, son tantos estudiantes cada año en unos lados y en otros...

                - Ay, mi doctor, de la Universidad de Medellín, de la maestría de la doctora Ramírez. Usted nos recomendó que leyéramos a Kelsen y a mí ese hombre me cambió la vida. De ahí a la fiscalía y aquí me tiene, mi doctor. No sabe qué alegría me da verlo y que además sea tan amigo de Mariano.

                Mariano era todo sonrisa en la parte que no le tapaban las gafas negras, Gómez y Fariñas habían perdido interés y Bergantiños usaba su lengua a modo de taladro en la boca de Yendy Alejandra.

                - ¿Seguro que no quieres que te acerquemos a tu hotel?

                - No, Mariano, mil gracias. No tardarán en aparecer a buscarme. El avión se ha adelantado un poco. Me fumaré un cigarrillo mientras espero.

                - En qué hotel se aloja, doctor.

                - En el Sheraton, creo.

                - No nos pilla mal, nosotros vamos para Envigado. - Y dirigiéndose a Mariano- Mi amorcito, te hemos preparado una gran fiesta con toda la familia en casa de mis tíos. Te va a encantar. -Ahora a mí- Doctor, qué gusto verlo, para lo que se le ofrezca le dejo mis señas- Y me tendió su tarjeta- A Mariano y a una servidora nos encantaría pasar a buscarlo un día para tomar un aguardientico. ¿Le gusta el tango, doctor?

                - Sí, mucho. Pero anden, vayan, vayan, ya nos veremos cualquier día.

                Se metieron en el coche de ella y partieron. A la carrera, Gómez y Fariñas pararon un taxi y salieron detrás al rato.

                Prendí un cigarrillo e inhalé fuerte. No daba crédito a lo que me había pasado. El ligero mareo me hizo bien. Me sobresaltó la voz de Bergantiños a mi lado.

                - Es un gran hombre.

                - Sí, parece majo.

                - Muy humano.

                - Eso, lo que más.

                - Profesor, quiero presentarle a Yendy Alejandra.

                Me puse un poco tenso, pero esta vez no hubo novedad. Nos saludamos a la colombiana, un solo beso en la mejilla. Siguió hablando Bergantiños:

                - Profesor, que aquí mi Yendy tiene interés en hacer en España un máster o un doctorado o algo y a lo mejor usted puede asesorarnos. Ella está en segundo de diseño de modas.

                Les tendí a  cada uno una tarjeta mía.

                - Ahí me localizáis, en lo que os pueda servir.

                - Gracias, doctor, a la orden. - Lo había dicho Yendy Alejandra, Bergantiños se quedó mirándola y yo me sentí en la obligación de traducirle al buen hombre.

                - Aquí a la orden es una fórmula de cortesía. Ya irás conociendo el país, Bergantiños.

                - Lástima que sólo vengamos con tres días. Don Mariano tiene estado de la nación la semana que viene. Esto es un sinvivir.

                Alguien caminaba hacia mí apresuradamente y me hacía señas. Era Juan Oberto Sotomayor, penalista de los buenos y hombre cabal. Nos dimos un abrazo recio de viejos amigos.

                - Qué tal estuvo el viaje.

                - No vas a creer lo que me ha pasado.

                Desde su coche, al rato, divisamos Medelllín, allá al fondo del valle, apoteosis de luces, llena de magia buena. En el audio del auto, vallenato, cómo no, Poncho Zuleta y Colacho Mendoza cantaban Fortuna y desdicha:

                Qué fortuna la del hombre enamorado

                cuando vive apasionado

                de un amor correspondido,

                qué dichoso entre amigos y parrandas,

                tiene música en el alma

                y alegría en el corazón.

                Al acabar mi relato, noté que Juan Oberto no me había creído. No importa, me dije, yo en su lugar también pensaría que esa historia es alucinación de jet lag. Cerré los ojos y recordé a Mariano, en la tele, diciendo que hay cosas que nunca se podrán probar. Pues eso. Que tiene razón.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo también tuve un viaje sorprendente; y vaya que me sorprendió¡

Carmen dijo...

jajajajajaj muy bueno.

Si nos permitieran utilizar los mismos argumentos y mecanismos de esta escoria para delinquir...ayyy
Qué gozada efectuar pagos en diferido, desgravar dinero en b, tener cuentas en paraísos fiscales, ser aforado, ver como prescriben los delitos (uno tras otro), subvencionar empresas para asegurarme un silloncito de asesor cuando me salga (de ahí mismo, sí), decidir mi sueldo y privilegio...ayyy, qué bonito.
Y reír, reír-se de todo/s.

Un cordial saludo.

IuRiSPRuDeNT dijo...

Acabo de ver "Lucia y el sexo" y ahora me encuentro con este relato... en fin, paradojas....