Con emoción inenarrable leo una noticia sobre los nuevos miembros
elegidos por el Congreso y por el Senado para el Consejo General del Poder
Judicial, el órgano constitucional de gobierno de los jueces. Diríase que el
órgano constitucional del que en mayor grado dependen, a fin de cuentas, la
integridad de los derechos y de las garantías constitucionales y legales de los
ciudadanos. Se cuenta en tal noticia que una las personas que, en cuanto
“jurista de reconocido prestigio”, ha sido elegida para tan elevada labor, doña
Mercé Pigem, anunció que solicitará la suspensión de su militancia política en
el partido CiU, para ejercer con independencia su función en el Consejo. Hasta
hoy era diputada de ese partido. No ha dicho si también se va a divorciar de su
marido, Consejero del Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña. Sí declara
que es grande su interés por colaborar en la superación actual de la
desafección de la ciudadanía respecto de la Justicia.
Pues sí, la desafección ciudadana va a curarse muchísimo con estos
nombramientos.
Habrá de todo entre esos nuevos integrantes del CGPJ y seguro que alguno
merece todos los parabienes. Pero la mujer del Cesar no se ha preocupado mucho
de su higiene, pues hay tres ilustres consortes en el nuevo Consejo.
Si a mí o a tantos nos pidieran ahora mismo cien nombres de juristas de
altísimo y muy indudable prestigio en tanto que juristas, no llevaría más de
unos pocos minutos hacer una lista indiscutible y en la que, además, estarían
personas marcadamente independientes. Pero resulta que no es la independencia
lo que persiguen los partidos que acuerdan los nombramientos, sino que cada uno
busca meter a dependientes suyos. Y en cuanto al prestigio, válganme los dioses
el prestigio que como gentes de leyes tienen algunos de los que desde ahora
están.
Con todo, lo interesante y lo más atroz está en el matiz. Que a estos
partidos que cortan el bacalao les causa urticaria la independencia de quienes
tengan cargo en los órganos constitucionales más importantes, como el Tribunal
Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial, es cosa sabida y creo
que socialmente bastante asumida. Lo curioso y peculiar es lo del prestigio
como juristas. Pues cualquiera de esos partidos podría buscar candidatos que
reunieran las dos condiciones, que estuvieran dispuestos a acatar las consignas
y a defender los intereses del partido a la hora de decidir en esos órganos y
que gozaran por su obra o su trayectoria jurídica de un reconocimiento indiscutible.
Pero en muchos casos no proceden así los partidos, sino que se recrean en la
ostentación del puro poder, en la humillación de la ciudadanía y en el descrédito
de la Constitución, cuyo espíritu y sentido convierten en agua de borrajas. Ya
no se trata meramente de agenciarse la disciplina cuasimilitar de los
nombrados, sino de mostrarnos a todos quién manda y que el que manda hace su
santa voluntad sin reparos ni reservas, y que al ciudadano le toca ver y
callar, acatar y someterse. Es la chulería de fondo lo que desazona y más
ofende al que se quiera decente y demócrata, al que aspire a vivir en un Estado
medianamente serio y que por lo menos guarde las formas. Pase, aunque pase mal, que Calígula nombrara a los senadores a su imperial antojo, per con lo del caballo se pasó. Pues, salvando las distancias...
No es de recibo la arbitrariedad, claro que no, pero al menos cuando el
arbitrario disimula no está todo perdido, ya que con ese disimulo reconoce que
hace lo indebido. Mas cuando la arbitrariedad se ejecuta a calzón quitado y
sonriendo, sin intentar justificarse ni un poquito, sin querer siquiera tapar
un poco la ilegitimidad de la conducta, sólo caben dos explicaciones: o han
perdido ellos la conciencia de lo que de deshonesto tiene su proceder o nos
toman por tontos a los ciudadanos. Es posible que se estén dando, unidas, esas
dos circunstancias, que no quede en esos partidos ni un resto de vergüenza y
que no tengan a la gente por digna del más mínimo respeto.
Una pequeña comparación, en lo que valga. Si un guardia nos pone una
multa de manera perfectamente gratuita y arbitraria, ya es para lamentarse. Si,
además, aprovecha para insultarnos o tocarnos las posaderas, al grito de no
sabe usted con quién está hablando, es el colmo de la desfachatez suya y de la
indefensión nuestra. Pues, mutatis
mutandis, eso es lo que viene pasando, y cada vez más, con ciertos
nombramientos para esos órganos constitucionales. No se molestan ni en fingir una
miaja, no hacen ya como que creen que actúan debidamente, nos plantan a algunos
lacayos suyos sin despeinarse y son capaces de llamar antidemócrata o desleal a
la Constitución al que se queje o no trague con gusto. Podrían cumplir sus
propósitos de espuria dominación sin el recochineo añadido, sin la soberbia del
que se exhibe invulnerable y soberano. Pero no, no se privan del otro placer,
de ensañarse con el pueblo cautivo y de mancillar la Constitución que han
tomado de rehén. Además de autoritarios y desleales con las reglas del juego,
con el Derecho y con nuestros derechos, son perversos, tienen su alta dosis de
sadismo. Y saben que los seguirán votando quince o veinte millones de
electores.
Los objetivos están claros, se quiere acogotar a lo poco que de prensa
libre pueda quedar y de reducir a los jueces que todavía se sientan
independientes o atados nada más que a la ley y la Constitución. Quieren por
todos los medios que no salga ya nunca más adelante judicialmente un caso
Bárcenas o un caso de los ERE andaluces, por ejemplo. Ansían impunidad para los
suyos y van camino de tenerla plena. Pero su impunidad es nuestra indefensión,
su poder es nuestra impotencia, sus privilegios inatacables son nuestra reducción
a plebe, a plebe inclinada ante los patricios.
El Estado de Derecho nació, entre dolores y luchas, para poner límites a
la arbitrariedad del poder político y a la impunidad de los gobernantes, para
someterlos a la ley y que no siguieran por encima de ella o al margen de ella,
para quitarles el privilegio y que el pueblo tuviera los controles últimos. Por
eso, sin jueces independientes y sin un órgano independiente de control de
constitucionalidad retornamos al despotismo, que ya no será ilustrado, para más
inri. Las diferencias con la dictadura se van quedando en nada, en símbolos
estériles y en vacíos procedimientos. Porque no hay democracia, la democracia
consustancial al Estado de Derecho, cuando votar cada cuatro años no implica más
que escoger al autócrata de turno o decidir quién preferimos que impunemente
abuse y robe.
Estamos instalados en una nueva transición, en la segunda transición, la
transición de retorno a una nueva dictadura, esta vez más sutil y, por tanto,
no menos peligrosa para los que aspiren a ser libres entre libres, decentes
entre decentes y ciudadanos de un Estado gobernado por las leyes y no por
señores feudales que pueden hacer de su capa un sayo y que se hacen unas
enaguas con la capa nuestra.