28 noviembre, 2013

Desprecio a la Justicia y al Estado de Derecho



   Con emoción inenarrable leo una noticia sobre los nuevos miembros elegidos por el Congreso y por el Senado para el Consejo General del Poder Judicial, el órgano constitucional de gobierno de los jueces. Diríase que el órgano constitucional del que en mayor grado dependen, a fin de cuentas, la integridad de los derechos y de las garantías constitucionales y legales de los ciudadanos. Se cuenta en tal noticia que una las personas que, en cuanto “jurista de reconocido prestigio”, ha sido elegida para tan elevada labor, doña Mercé Pigem, anunció que solicitará la suspensión de su militancia política en el partido CiU, para ejercer con independencia su función en el Consejo. Hasta hoy era diputada de ese partido. No ha dicho si también se va a divorciar de su marido, Consejero del Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña. Sí declara que es grande su interés por colaborar en la superación actual de la desafección de la ciudadanía respecto de la Justicia.

   Pues sí, la desafección ciudadana va a curarse muchísimo con estos nombramientos.

   Habrá de todo entre esos nuevos integrantes del CGPJ y seguro que alguno merece todos los parabienes. Pero la mujer del Cesar no se ha preocupado mucho de su higiene, pues hay tres ilustres consortes en el nuevo Consejo.

   Si a mí o a tantos nos pidieran ahora mismo cien nombres de juristas de altísimo y muy indudable prestigio en tanto que juristas, no llevaría más de unos pocos minutos hacer una lista indiscutible y en la que, además, estarían personas marcadamente independientes. Pero resulta que no es la independencia lo que persiguen los partidos que acuerdan los nombramientos, sino que cada uno busca meter a dependientes suyos. Y en cuanto al prestigio, válganme los dioses el prestigio que como gentes de leyes tienen algunos de los que desde ahora están.

   Con todo, lo interesante y lo más atroz está en el matiz. Que a estos partidos que cortan el bacalao les causa urticaria la independencia de quienes tengan cargo en los órganos constitucionales más importantes, como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial, es cosa sabida y creo que socialmente bastante asumida. Lo curioso y peculiar es lo del prestigio como juristas. Pues cualquiera de esos partidos podría buscar candidatos que reunieran las dos condiciones, que estuvieran dispuestos a acatar las consignas y a defender los intereses del partido a la hora de decidir en esos órganos y que gozaran por su obra o su trayectoria jurídica de un reconocimiento indiscutible. Pero en muchos casos no proceden así los partidos, sino que se recrean en la ostentación del puro poder, en la humillación de la ciudadanía y en el descrédito de la Constitución, cuyo espíritu y sentido convierten en agua de borrajas. Ya no se trata meramente de agenciarse la disciplina cuasimilitar de los nombrados, sino de mostrarnos a todos quién manda y que el que manda hace su santa voluntad sin reparos ni reservas, y que al ciudadano le toca ver y callar, acatar y someterse. Es la chulería de fondo lo que desazona y más ofende al que se quiera decente y demócrata, al que aspire a vivir en un Estado medianamente serio y que por lo menos guarde las formas. Pase, aunque pase mal, que Calígula nombrara a los senadores a su imperial antojo, per con lo del caballo se pasó. Pues, salvando las distancias...

   No es de recibo la arbitrariedad, claro que no, pero al menos cuando el arbitrario disimula no está todo perdido, ya que con ese disimulo reconoce que hace lo indebido. Mas cuando la arbitrariedad se ejecuta a calzón quitado y sonriendo, sin intentar justificarse ni un poquito, sin querer siquiera tapar un poco la ilegitimidad de la conducta, sólo caben dos explicaciones: o han perdido ellos la conciencia de lo que de deshonesto tiene su proceder o nos toman por tontos a los ciudadanos. Es posible que se estén dando, unidas, esas dos circunstancias, que no quede en esos partidos ni un resto de vergüenza y que no tengan a la gente por digna del más mínimo respeto.

   Una pequeña comparación, en lo que valga. Si un guardia nos pone una multa de manera perfectamente gratuita y arbitraria, ya es para lamentarse. Si, además, aprovecha para insultarnos o tocarnos las posaderas, al grito de no sabe usted con quién está hablando, es el colmo de la desfachatez suya y de la indefensión nuestra. Pues, mutatis mutandis, eso es lo que viene pasando, y cada vez más, con ciertos nombramientos para esos órganos constitucionales. No se molestan ni en fingir una miaja, no hacen ya como que creen que actúan debidamente, nos plantan a algunos lacayos suyos sin despeinarse y son capaces de llamar antidemócrata o desleal a la Constitución al que se queje o no trague con gusto. Podrían cumplir sus propósitos de espuria dominación sin el recochineo añadido, sin la soberbia del que se exhibe invulnerable y soberano. Pero no, no se privan del otro placer, de ensañarse con el pueblo cautivo y de mancillar la Constitución que han tomado de rehén. Además de autoritarios y desleales con las reglas del juego, con el Derecho y con nuestros derechos, son perversos, tienen su alta dosis de sadismo. Y saben que los seguirán votando quince o veinte millones de electores.

   Los objetivos están claros, se quiere acogotar a lo poco que de prensa libre pueda quedar y de reducir a los jueces que todavía se sientan independientes o atados nada más que a la ley y la Constitución. Quieren por todos los medios que no salga ya nunca más adelante judicialmente un caso Bárcenas o un caso de los ERE andaluces, por ejemplo. Ansían impunidad para los suyos y van camino de tenerla plena. Pero su impunidad es nuestra indefensión, su poder es nuestra impotencia, sus privilegios inatacables son nuestra reducción a plebe, a plebe inclinada ante los patricios.

   El Estado de Derecho nació, entre dolores y luchas, para poner límites a la arbitrariedad del poder político y a la impunidad de los gobernantes, para someterlos a la ley y que no siguieran por encima de ella o al margen de ella, para quitarles el privilegio y que el pueblo tuviera los controles últimos. Por eso, sin jueces independientes y sin un órgano independiente de control de constitucionalidad retornamos al despotismo, que ya no será ilustrado, para más inri. Las diferencias con la dictadura se van quedando en nada, en símbolos estériles y en vacíos procedimientos. Porque no hay democracia, la democracia consustancial al Estado de Derecho, cuando votar cada cuatro años no implica más que escoger al autócrata de turno o decidir quién preferimos que impunemente abuse y robe.

   Estamos instalados en una nueva transición, en la segunda transición, la transición de retorno a una nueva dictadura, esta vez más sutil y, por tanto, no menos peligrosa para los que aspiren a ser libres entre libres, decentes entre decentes y ciudadanos de un Estado gobernado por las leyes y no por señores feudales que pueden hacer de su capa un sayo y que se hacen unas enaguas con la capa nuestra.

27 noviembre, 2013

Fenómenos paranormales en las universidades españolas



            Al amable lector que esté dispuesto a examinar los indicios y pruebas que voy a relatar le pediré que para sus adentros haga dos cosas. La primera, que juzgue si en todo digo verdad o describo bien, o si miento o exagero burdamente. A los que opinen que estoy en lo cierto les ruego que reflexionen sobre: (a) si en verdad son sucesos tan extraños y misteriosos, que más bien merecen ser etiquetados como fenómenos paranormales o resultantes de la conjunción de insondables fuerzas telúricas, de un Más Allá tenebroso y hostil; (b) si, con todo y con eso, tendremos nosotros, los ciudadanos en general y los universitarios en particular, alguna culpa de que en las universidades y en las administraciones de las que dependen se estén haciendo las cosas con eso que los colombianos llaman cola y los españoles denominamos culo.

            Mencionaré un puñado de tales desconcertantes datos, aunque la enumeración merecería ser mucho más larga. Son los que siguen.

            1. Los profesores universitarios de todo nivel y jerarquía cada vez escribimos y publicamos más, pero cada vez leemos menos. La escasísima lectura se debe, entre otras razones que aparecerán en los puntos siguientes, a que nos pasamos mucho tiempo escribiendo para publicar en vez de leyendo lo publicado. Esta situación llega al paroxismo cuando ya damos el salto a escribir de cualquier cosa sin haber leído casi nada sobre ella. Al menos en el campo de las ciencias humanas, sociales y jurídicas, el diálogo científico está desapareciendo y sólo queda una acumulación de monólogos despendolados. Consecuencia adicional es que muchos creemos que hemos descubierto la pólvora a base de pensar sin leer, y resulta que no hacemos más que repetir lo que ya dijeron otros hace unas cuantas décadas o siglos.

            2. A los profesores universitarios lo que publicamos nos lo evalúan (a efectos de ascensos, reconocimientos institucionales y recompensas variadas) sin que los evaluadores lo lean tampoco. Eso ya es rizar el rizo, el no va más del absurdo: quien juzga si tienen mérito o no tus publicaciones lo hace sin saber lo que hay dentro de tus publicaciones y sin tener noticia de si contienen buen trabajo o supinas tonterías impropias de un humano pensante. Por regla general, los evaluadores no tienen, cuando evalúan, acceso a esas publicaciones que valoran o sólo disponen de la primera y última página de las mismas. Podrían intentar conseguir esos textos por su cuenta, pero entonces no tendrían tiempo para evaluar a tantos como evalúan. El taylorismo se ha instalado en los sistemas de evaluación académica.

            3. En las ciencias naturales y similares dicen que funcionan bien los llamados índices de impacto. Pues será, pero sobre eso hay buen debate. En las ciencias jurídicas y humanas, y puede que en algunas ciencias sociales, el número de citas que un trabajo recibe o que tiene la revista donde ese trabajo se publica (de esas cuestiones dependen el famoso impacto y sus índices) está condicionado por factores tribales muy difícilmente desterrables, más que nada porque no queremos desterrarlos. Pues tenemos que: a) nadie lee casi nada, como ha quedado dicho; b) muchas de las citas se hacen sin haber leído lo citado; c) dentro de las escuelas, grupúsculos y sectas que abundan en la Academia, cada cual tiende a citar nada más que a los de su cuadra, que son, por este orden: el jefe de la escuela o camarilla, los que pueden estar llamados a suceder a ese jefe cuando se muera o se fugue con la becaria, la becaria misma (antes y después de la fuga y por si acaba ella ascendiendo rápido y heredando una parte del poder del capo erecto), los que le hacen la pelota al jefe, a los subjefes y a la becaria y los parientes cercanos de cada cual por consanguinidad y afinidad y puesto que la familia es célula básica de la sociedad.
            En cuanto a las revistas especializadas. Las de las ciencias “duras” son muy peculiares, pues en ellas el que publica no cobra, sino que paga, aunque ellas no paguen, sino que cobran para conseguir beneficio económico. Para publicar en revistas de alto impacto hay que escribir como escriben los que publican en las revistas de alto impacto, con lo cual el que tenga un estilo distinto o diga cosas que se salgan un pelín de la pauta gremial se va a quedar inédito, a no ser que pase por el aro después de que los evaluadores de la revista le digan que: a) le sobran tres líneas en al abstract; b) tiene que numerar las conclusiones; c) debería haber formulado las hipótesis al principio y en cursiva, y d) no cita alguna bibliografía fundamentalísima, que acaba siendo lo publicado por el evaluador, los de su escuela o sus becarias (o becarios, llegado el caso).

            Las revistas jurídicas y de humanidades (y algunas de las de las ciencias que se dicen sociales aunque sean asociales del todo) son diferentes, pues tienen el impacto más por la parte dorsal. En ellas a veces pasa (no siempre) que el artículo que ha tenido dos evaluaciones negativas de los correspondientes “árbitros” se publica igual, pues cómo no va a salir lo de Pepito, que es de “los nuestros”. También se acostumbra a cuidar mucho los detalles formales, como el anonimato del autor cuyo artículo se somete a dictamen confidencial. Así, el trabajo lo recibe el evaluador sin el nombre del autor, pero en la segunda página y en la nota dos se lee: “Sobre esto ya tuve oportunidad de extenderme en trabajos anteriores. Como muestra véase mi obra: Fulgencio Abrasante Limón, El acto administrativo impropio y sus propiedades, Soria, Diputación Provincial, 2005...”.

            4. Por cierto, ahí nos vamos a dar de bruces con uno de los fenómenos más rarísimos: los profesores siguen prefiriendo publicar sus trabajos en papel, en revistas que nadie lee o libros que carecen de toda distribución. Del libraco ése sobre “El acto administrativo impropio...” se han vendido exactamente siete ejemplares y se han regalado otros treinta a algún indefenso visitante del lugar. Pero ese libro puntúa, poco o mucho, pero puntúa. En cambio, si el autor lo hubiera puesto en una página web bien diseñada y promocionada desde las redes sociales, posiblemente lo habrían descargado unos cientos de personas y lo habrían ojeado o tendrían noticia de su existencia unos miles más. Ah, pero así no puntúa, no se considera merecedor de evaluación positiva. ¿Por qué? Por el impacto en el índice, o como se diga. O sea, que un artículo o libro con buen impacto real y citadísimo y comentado puede carecer de todo impacto, mientras que un engendro en papel citado sólo por los cuñados del autor ya tiene algo de impacto, aunque sea muy íntimo.

            5. Entre lo que, al menos en España, cuenta positivamente para la evaluación de un profesor está el haberse ausentado de su puesto de trabajo, aunque conste que a cambio no se ha hecho nada útil ni serio. Es el mito de lo extranjero y el entusiasmo del viaje, en un país, España, que siempre ha tenido complejo ante otros y en el que tradicionalmente no se viajaba más que al pueblo de al lado el día de la fiesta patronal, y eso para tirarse piedras con los de allí. Usted presenta como mérito que ha pasado tres meses en tal o cual universidad de Estados Unidos o en Cambridge u Oxford, y a los evaluadores y la Administración se les cae la ropa íntima de tanto gusto, les viene un sofocón de I+D+I. Puntito al canto. ¿Y si no consta que haya laborado nada de nada ni hecho un simple contacto allá y, para colmo, volvió bronceadísimo? No importa, puntito al camto. Como se dice por estos pagos, “es que hay que salir”. Y así andan muchos, salidos. En cambio, ese mismo tiempo, pasado en su despacho de su universidad de aquí y trabajando como un mulo, no le cuenta para nada. Queda usted como un desaboría por estar ahí metido dejándose los ojos y pensando en teorías. Moraleja: mejor ir a descansar al extranjero que quedarse a trabajar aquí. Por cierto, entre las cosas que no se comprueban al evaluar a los que se han marchado a Gran Bretaña o Estados Unidos una temporadita está el dominio básico del inglés.

            Por la rezón expuesta, el más oscuro objeto del deseo del académico español es el primo de fuera. El primo de fuera es el que está en tal universidad o centro investigador de un país de postín y te puede mandar él mismo o gestionarte una invitación para ir y una certificación de que has estado. A veces el viaje ni siquiera se hace, pues el primo o su jefe de allí te certifican que fuiste y que estuviste, aunque esos meses te los pasaras en un chiringuito de la playa de al lado de tu casa española. Pero puntúa la estancia porque no se comprueba si fue productiva y si laboraste o te aplicaste con saña al turismo. Yo muchos sábados me encuentro en el Carrefour a profes universitarios que ya llevan lo menos seis meses en Berlín o San Diego o Toronto y que allí siguen.

            6. Igual de incomprensible es que cuente como mérito evaluable el desempeño de cargos académicos. A tanto el cargo y el año en el cargo. ¿Conclusión? Hay muchos pegándose por cargos en los que hacer el zángano (otros habrá que los ejerzan rectamente, por supuesto que sí). Valorar el puro estar en el cargo y con total independencia de si se desempeñó bien o mal, de si se trabajó en él y se aportó algo a la institución o si se vegetó placenteramente o, incluso, se contribuyó a la ruina y el descrédito de la entidad es una estupenda manera de invitar a la picaresca y la desfachatez. Al que tuvo un cargo y se esmeró fuertemente en él y al que no hizo más que escaquearse todo ese tiempo se les va a evaluar igual de bien. Moraleja: pilla cargo y no te esfuerces ni te compliques la vida; y el que venga detrás, que arree.

            7. Se podría seguir con esa serie. Para ser bien evaluado en ciertos ámbitos es necesario haber asistido a cursos de actualización pedagógica y similares. Hay que presentar un ramillete de certificados. No importa nada que los cursos hayan sido impartidos por indocumentados sin vergüenza y por chorlitos cantarines o que hayan versado sobre materias tan sesudas y trascendentales como “Alimentación del docente emocionalmente equilibrado”, “Vestuario para el cuatrimestre de invierno”, “Motivación gestual para el alumno incierto”, “Actividades de tiempo libre del profesorado con estrés didáctico”, “Dieta hipocalórica para las ciencias humanas”, “Acotaciones al lenguaje sexista en los estadios deportivos” o “Transporte urbano sostenible”. Con cinco o seis certificados de patochadas de ese jaez o peores, pasas por un profesor innovador, consciente e interesado en tus estudiantes. Sin ellos, eres un mindundi y no te acreditas ni para conserje. Conclusión: el que no ha hecho el idiota o no ha tolerado idioteces a su costa y sin decir ni mu, no medra. Así que ahí tiene usted treinta o cuarenta apuntándose al nuevo curso que se oferte, el que sea y aunque se titule “Tú también tienes agujeritos”.

            Ah, y a lo mejor te preguntan también, en la aplicación para acreditarte de algo, si usas medios audiovisuales y nuevas tecnologías en el aula. La misma explicación con powerpoint queda más tonta, pero se valora más. Y no olvides acabar tus presentaciones con un paisaje nevado o una puesta de sol con palmeras. También pueden servir unos cachorrillos perrunos, pero de raza. En las universidades se lleva lo cursi y ya casi todos tenemos corazoncitos pintados en las neuronas.

            8. Lo más inexplicable es lo directamente referido a la enseñanza y la actitud con tus estudiantes. Cuanto menos les enseñe el profesor, mejor profesor; cuanto más, peor. Porque no conviene que ni profesor ni estudiantes anden cansados ni abrumados de tareas. Gran mérito se reconoce al profesor que organiza clases participativas: que sean los estudiantes los que le den las clases mientras él sonríe o pone caras de estar pensando en inglés.
            Y la evaluación de los estudiantes, asunto capital. Suspender es ser mal profesor. El profesor que suspende estudiantes recibe un suspenso de su universidad y de los que controlan la calidad de la enseñanza. Se enseña para que todos aprueben, lo cual requiere enseñar poco y exigir menos. Hay que evitar el fracaso escolar. La evitación del fracaso escolar es el éxito de los memos, empezando por los profesores memos. El estudiante paga para que se le enseñe, usted, profesor, cobra por enseñar y... es mejor profesor y más valorado si no enseña nada o se pasa las horas en el aula jugando al pilla-pilla, según lo que aprendió en aquel curso de actualización pedagógica titulado “Los juegos infantiles como recurso didáctico: pilla-pilla, cuatro esquinas y escondite inglés como instrumentos para la adquisición de competencias sostenibles por el estudiante con beca. Un enfoque psico-fractal y meta-evolutivo”. Sobre tema tan ofensivo para las mentes racionales había hecho la tesis doctoral, por cierto, la torda que daba el curso.

            Llegamos a la pregunta que, para acabar, quería plantearle al paciente lector. Señale cuál o cuáles de las siguientes son respuestas válidas para esta cuestión: ¿cómo hemos podido llegar a este grado de absurdo, disfuncionalidad e incompetencia?
            a) Una perversa civilización extraterrestre se ha hecho con el control de las universidades y pretende destruirlas.
            b) Hemos dejado vivir y crecer a los pedagogos, olvidando la sabiduría popular y los refranes.
            c) En el fondo a los profesores nos va bien así y sarna con gusto no pica; y después de mí, el diluvio.
            d) Los rectores no tienen pilila (y a las rectoras les falta lo que corresponda por razón de género).
            e) Los gobiernos de derechas y de izquierdas tienen un pacto secreto para acabar con las universidades públicas y que todas las universidades del futuro sean tan buenísimas como son las universidades privadas españolas de ahora mismo.
            f) A la sociedad en general le importan un pimiento la universidad, la investigación y la ciencia.

26 noviembre, 2013

Filosofía del Derecho útil y Filosofía del Derecho perjudicial



  Lo que sigue expresa ideas que se me han ido asentando a lo largo de treinta años de enseñar materias y asignaturas relacionadas con la Filosofía del Derecho. Naturalmente, es perfectamente discutible mucho de lo que ahora expondré, por grande que sea mi convicción.
  Para empezar, si de utilidad hablamos, bueno será distinguir utilidad para la ciencia (en sentido muy amplio de la expresión) y utilidad en la enseñanza. Y dentro de la utilidad para la ciencia, convendrá diferenciar entre utilidad para la iusfilosofía misma y utilidad para las disciplinas jurídicas en general.
  Vaya por delante mi convencimiento de que mucho de lo que bajo el rótulo de Filosofía del Derecho se publica y se enseña por los que somos de este gremio no vale apenas nada ni para lo uno ni para lo otro, ya que no es más que moralina fácil o retórica huera. Así, sobre derechos humanos se pueden hacer buenos e importantes trabajos, cómo no, pero abunda la morralla. Acumular páginas y páginas para sostener, como única tesis y exclusivo contenido, que está fatal torturar a la gente o que es mejor que todo el mundo tenga para comer y no que muchos padezcan hambre es una manera fácil de pasar el rato y de rellenar un currículum, sin más valor ni particular mérito.
  Esto nos lleva a una cuestión de fronteras disciplinares. Un filósofo del Derecho podrá escribir un artículo sobre Ética, pero será un artículo de Ética, bueno o malo. Por las mismas, cabe que un iusfilósofo de profesión redacte un buen estudio sobre Estética o Teoría del Arte, pero será un buen estudio de esas materias, no de Filosofía del Derecho. Del mismo modo que un catedrático de Ética podría presentar un trabajo sobre el usufructo vidual, en cuyo caso se trataría de Derecho Civil, no de Ética. Lo curioso es que será rarísimo este último caso, mientras que los de Filosofía del Derecho sí nos damos a menudo a la Ética. ¿Por qué? Porque es fácil escribir sobre algo que parezca de Ética. ¿Quiere esto decir que el cultivo de la Ética como disciplina filosófica sea sencillo? En modo alguno. Lo que sucede es que muchos iusfilósofos hacemos pasar por escritos de Ética refritos insustanciales, igual que sería insustancial que expusiéramos sobre Física con el simple argumento de que el agua por debajo de cero grados se congela o que lo que pesa menos que el agua flota en el agua. ¿Podríamos con semejantes simplezas colgarnos ya la vitola de físicos? No. Pues tampoco nos corresponde la de filósofos morales si nos dedicamos a contar que despellejar un animal vivo es una crueldad o que dar menos derechos a los bajitos es discriminarlos.
  ¿Estoy con eso defendiendo la rigidez de las fronteras entre disciplinas académicas? Para nada, lejos de mi tal intención. Defiendo la seriedad de las disciplinas académicas y que hay que protegerlas, a todas, de frívolos y paracaidistas. Un investigador asignado institucionalmente a una disciplina puede de modo perfectamente legítimo escribir de otra, siempre y cuando que se dé una de estas condiciones, o las dos: a) que se maneje en esa otra materia con la destreza técnica y el conocimiento que es propio de sus cultivadores serios; b) que desde la disciplina suya aporte algo interesante para esa materia en la que hace incursiones, fomentando un diálogo útil entre las dos y un mutuo enriquecimiento de las mismas. Lo que no parece de recibo es decirse investigador de una cosa cuando no se tiene ni puñetera idea de esa cosa ni ganas de estudiarla con rigor.
  La desgracia es que los filósofos del Derecho lo tenemos muy fácil, o nos lo ponemos muy fácil para vivir del cuento y aparentar lo que no somos. Un penalista que no haya estudiado y no sepa bastante Derecho penal queda en evidencia enseguida, sea ante los colegas o ante los alumnos. Uno de Filosofía del Derecho que no dé palo al agua y que ni sepa Derecho ni sepa de Filosofía pasa por profundo pensador con sólo decir cuatro trivialidades o con soltar unas frases incomprensibles y que parezcan profundas a los legos y los incautos. Ahí es donde le duele. Hay en el mercado manuales de Filosofía del Derecho que no sirven ni para envolver el bocadillo con su papel, tan vacuos y ociosos, tan estériles y fofos son sus contenidos, palabrería sin ton ni son, dislate diarreico y bobalicón, pamplinas con guarnición. No me hagan enseñarles ejemplos. A veces, andando por ahí, hay quien, al conocer mi oficio, me dice: ah, Filosofía del Derecho; pues a mí esa materia me la enseñó Fulano y estudié por su manual. Y yo respondo: oiga, no me confunda, yo seré bueno o malo en lo mío, pero con las memeces que Fulano escribía y decía no tengo ni la más mínima relación. Así que un respeto y no vaya a ser que lo compare yo a usted con el violador del ascensor o con Epi o Blas o con Dora la Exploradora.
  Si pensamos en posibles utilidades de la producción iusfilosófica, pueden ser o para la Filosofía general o para las materias llamadas de dogmática jurídica, o para la Filosofía del Derecho misma, abarcando en ella y como eje central la Teoría del Derecho.
  Para la Filosofía en general y sus diversas partes, la Filosofía del Derecho tendrá algún valor cuando, sobre la base del previo conocimiento del estado de la cuestión filosófica de que se trate por parte del iusfilósofo, éste le arrime alguna perspectiva o aspecto que enriquezca aquella materia. Por ejemplo, la Ontología puede ser enriquecida con un buen tratamiento de cuestiones de ontología jurídica, la Lógica con buenos trabajos sobre lógica de los enunciados jurídicos como enunciados normativos, la Ética con adecuadas conribuciones sobre el significado moral de las normas jurídicas, etc.
  La dogmática jurídica, en sus múltiples ramas, puede beneficiarse grandemente, en primer lugar, de una buena teoría de las normas jurídicas y de los sistemas jurídicos, base ineludible de cualquier trabajo denso y completo sobre cualquier tema de los llamados de derecho positivo. Ahí es donde más deberíamos dar y donde menos contribuimos, mal que nos pese y con las excepciones de rigor siempre. Cueste lo que cueste, hay que romper la desconexión entre Filosofía del Derecho y dogmática jurídica, pero no para convertir a los estudiosos del Derecho positivo en banales expositores de simplezas morales, sino para que se beneficien de lo que, en teoría, nosotros debemos tener y a ellos puede faltarles: la visión estructural y omniabarcadora de los sistemas jurídicos y de sus claves operativas. A nosotros nos corresponde, si cumplimos, brindar una buena teoría de las normas, de sus tipos y relaciones, de las fuentes de producción jurídica y sus claves de funcionamiento e interrelación, de la interpretación jurídica y de los presupuestos y contenidos de conceptos capitales, como derecho subjetivo, obligación jurídica, nulidad, validez y aplicabilidad de las normas del Derecho, etc.
  En segundo lugar, el filósofo del Derecho puede útilmente abordar cualquier cuestión de dogmática jurídica para, desde su teoría general de lo jurídico y sus componentes, plantear una visión crítica del estado de la cuestión de marras. Aquí la ventaja será mutua, pues el dogmático será ayudado a salir de los estrechos límites disciplinares y de los prejuicios y lugares comunes heredados en su disciplina, y el iusfilósofo tendrá temas con los que poner a prueba sus enfoques generales y buenos ejemplos prácticos y “de derecho positivo” con los que aterrizar en lo concreto, en el Derecho real de los juristas con toma a tierra. Pues creo que hay una tesis que difícilmente admite discusión: no se puede ser filósofo del Derecho sin saber Derecho, de la misma manera que no es imaginable un auténtico filósofo de la ciencia que no sepa de ciencia o uno del arte que no sepa distinguir un Picasso de un Rembrandt ni nombrar cinco ejemplos de escultores importantes de cualquier época. El iusfilósofo ajeno al Derecho es como el sordo de nacimiento que se diga músico: un impostor.
  En cuanto a la utilidad de los escritos iusfilosóficos para la propia Filosofía del Derecho, el asunto es muy claro: sólo vale lo que agrega algo a lo ya sabido o lo que, al menos, explica lo sabido de mejor forma o con mejores matices o tomando partido con argumentos valiosos en cuestiones especializadas y bien complicadas. Lo demás, filfa. Aunque, seamos justos, filfa es gran parte de lo que en Derecho en general se publica en estos tiempos en que todo quisque se ve obligado tener currículos de engorde para acreditaciones, sexenios y otras humanas tentaciones. Pues no olvidemos que cuando se evalúa no se lee, sino que se puntúa a tanto alzado y por la pinta externa. Es impresionante cómo, al hilo de la exaltación de la calidad académica y sus controles, se ha conseguido desvincular por completo la evaluación académica de la calidad de la producción académica. Mérito de pedabobos y economistas pijos. Es, permítaseme la comparación, como si para evaluar amantes se tomara en consideración nada más que los polvos que cada uno echó (o dice que echó) y en dónde, no lo que de disfrute o padecimiento se aportó a la contraparte; y, para colmo, como si los polvos que más contaran fueran los de pago. Pero dejemos este reiterado tema para otras ocasiones.
  ¿Y la enseñanza? ¿Y los pobres estudiantes? Poner a los alumnos de uno a debatir en clase sobre la eutanasia o la pena de muerte nada más que para concluir que vaya bien o vaya mal, según lo que prefiera el profesor de turno, o que hay diversos puntos de vista y que eso es el pluralismo y la multiculturalidad, es dar gato por liebre con descaro supino, pasar el rato para no tener que hacer otras cosas en serio. Claro que se puede tratar de temas así, pero en el marco de alguna teoría seria y para aprender algo, no para que el estudiante llegue a la conclusión de que unos piensan unas cosas y otros otras o que vaya majo el profesor y qué progre o qué persona tan de orden y ya somos todos filósofos del Derecho porque podemos hablar de cualquier cosa como si de algo supiéramos sin haber estudiado. El ejemplo vale como ejemplo de la teoría, pero no hay teoría con el solo ejemplo. Después de debatir un rato sobre la pena de muerte se puede presentar datos de Derecho comparado o de Historia del Derecho o de teoría de la pena o de relación entre normas constitucionales o de unas cuantas cosas más. Pero quedarse en que jo, qué crueldad matar y que ya se ve en las películas americanas, es como ir a explicar Física y llevar a los chavales a tocar la nieve para que vean que es fría y que si la calientas se pone líquida. Pasatiempo para lelos.
  El iusfilósofo ideal es el que sabe mucho Derecho y del Derecho y conoce también lo suyo de Filosofía. El ideal es inalcanzable, como todos los ideales, una mera referencia orientadora. Pero es claro que quien no domina ni de lo uno ni de lo otro, el que no tiene nunca un mal ejemplo jurídico de aquí mismo que llevarse a la clase, con sus normas y sus sentencias, y el que no es capaz de decir ni tres palabritas sobre diferencias entre Kant y Hegel, pongamos por caso, debería dedicarse al cultivo de cebollino o a la construcción de barquitos con palillos. Ése daña todo lo que toca, la enseñanza y la Filosofía del Derecho misma. Ese es un bluf, aunque vaya con muchas ínfulas y se vista de elevadísimo intelectual. Es una mona académica vestida de seda.

25 noviembre, 2013

Invasiones



Riiiiiiiing, riiiiiiiing, riiiiiiiing…
- Diga.
- Hola, Juan, soy Florindo.
- Qué pasa, Floro.
- ¿Te pillo en mal momento?
- Estoy en la cama, con mi mujer.
- ¿A estas horas?
- Bueno, es la hora de la siesta. Acabamos de estar los dos de viaje por separado, diez días, y nos hemos reencontrado hace un rato...
- Vaya, pues mira no te molesto más que un minuto.
- ¿No podrías llamar más tarde? Ya te he dicho que estamos…
- No, si son sólo treinta segundos, no te preocupes.
- A ver, dime.
- ¿Te acuerdas de cuando nos vimos hace un par de semanas en la estación de Renfe, que yo me iba para Granada a una reunión de lo de la asociación de mi disciplina?
- Me acuerdo vagamente, pero dime.
(La mujer de Juan ya se ha levantado. Ruido de agua en el bidé).
- Pues no te lo vas a creer, pero…
- Oye, Floro, joder, ¿no podríamos hablar dentro de media hora? Te llamo yo.
- No, es que dentro de media hora estaré con mi mujer, tengo que llevarla a Carrefour. Por cierto, ¿has visto la oferta que tienen de portátiles de última generación?
(La mujer de Juan reaparece en la habitación, pero ya vestida. Sale con un enigmático portazo)
- No he visto nada, pero dime, qué era lo de Soria o no sé qué.
- Pues, chico, que la plaza de Cáceres se la han dado a Balmaseda.
- No sé quién es Balmaseda.
- Sí, hombre, aquel que hizo la tesis con Cifuentes y luego estuvo tres años en Chicago, el que tiene un ojo a la virulé.
(La mujer de Juan se asoma a la habitación, ya arreglada de calle, con bolso y gafas de sol. Le hace un gesto de despedida con la mano, seria).
- Bueno, y qué pasa con él.
- Pues ya te digo, que le dieron la plaza. No me digas que no es una putada. Se presentaba Verónica, que tiene muchos más méritos.
- Verónica, la que es bastante amiga tuya.
- Sí, ésa. Es intolerable, ya no hay ni justicia ni ética ni nada.
(Juan sale de la cama. Va al baño. Orina sentado. Mientras, suena el otro teléfono, ahora es el fijo).
- Mecachis, Floro, me están llamando por el fijo. Oye, nada, ya comentaremos lo del Balmaseda ése y lo de Verónica. Es que me llaman por el otro…
- Espera, espera, es un segundito nada más. Yo en realidad te buscaba por otra cosa más urgente.
- Bueno, pues entonces no cuelgues, voy a ver quién llama por el otro lado y ahora te digo.
(Juan sale apresuradamente del baño, sin tirar de la cadena. Sin soltar el móvil, coge el terminal con la otra mano).
- Diga.
- Juan, cuando termines de hablar desenchufa la cafetera, que se me ha olvidado enchufada.
- Pero, Inés, cómo te has marchado así.
- Tú sigue hablando, sigue; sigue con el móvil. Pero no te olvides de lo de la cafetera, ya sabes que se le quema el fusible.
- Inés…
(Inés ha colgado. Juan, con el móvil en la mano, vuelve al baño y suelta la cisterna. Retoma la conversación).
- Floro…
- Joder, ya creía que te habías ido y me habías dejado plantado con el móvil en la oreja.
-Es que Inés…
- Lo que te decía, que Balmaseda se lo ha montado a base de hacerle la rosca a Ramoncito López, no sé si lo conoces, el que se casó con…
(Juan se ha calzado unas zapatillas de cuadros y va hacia la cocina, pero no llega hasta allá)
- … que es una que estuvo aquí hace un par de años, cuando el congreso aquel de Industriales que fuimos tú y yo al vino de clausura, ¿te das cuenta?
(Suena el timbre de la entrada. Juan echa a andar hacia la puerta, pero se da cuenta de que está en pelota. Vuelve a la habitación y se pone el calzoncillo con una sola mano. Otra vez se oye el timbre)
- … Pues cien mil euros que le han dado por su cara bonita y nada más que porque cuando presentó la solicitud…
(Se viste encima de los calzoncillos una bata gris, cambiándose el teléfono de mano para meter cada brazo por su manga. El timbre suena por tercera vez).
- Eso no lo sabías, ¿a que no?
- ¿Que no sabía qué?
- Lo de Lucas y Sofía.
- Espera un segundo, que tengo que abrir la puerta.
- Bueno, pero no te enrolles, que tengo un asunto urgente que tratar contigo.
(Juan abre la puerta. Un empleado de empresa de mensajería le pasa un paquete y le tiende una hoja para que firme. Juan, sin soltar el móvil y con el paquete debajo del codo, firma, apoyando el papel en la pared, momento en que se le abre la bata y se queda medio en calzoncillos. Se despide con un gesto de disculpa y cierra la puerta).
- A ver, Floro, cojones, qué es eso tan urgente que me tenías que decir.
- Ah, sí, que si tienes el teléfono de Pachi.
- ¿Pachi? ¿Qué Pachi?
- Pachi, hombre, Francisco Mendoza, el que fue vicedecano de Biológicas. Es que los de confianza lo llamamos Pachi. ¿Sabes que nos criamos en el mismo barrio y fuimos a la misma escuela hasta los quince años?
- No tengo el teléfono del Pachi ese. Apenas lo conozco de vista.
- ¿Pero no me habías dicho una vez que era cuñado de tu cuñado?
- No.
(De la cocina llega una pequeña explosión. Se va la luz).
- ¡Mierdaa, la cafetera!
- ¿Qué cafetera?
- Floro, que tengo que dejarte.
- Bueno, pues nada. Oye, ¿y tú no sabes quién puede tener el teléfono de Pachi? Es que me han dicho…
- Floro, mecagoendiez, que tengo que colgar, ya nos vemos.
(Juan le da a la tecla de finalizar la llamada y sale hacia la cocina. Pita el móvil de nuevo en el instante en que cruza la puerta).
- ¿Te acordaste de desconectar la cafetera?
Fin de la historia, historia atrozmente realista.
                No creo que mi caso y mi casa sean peores que otras casas y casos, estoy seguro de que en el fondo soy afortunado, pues mi vida social no es muy activa, e igual la de mi mujer, y porque soy parco en conversaciones telefónicas. Pero doy mi palabra de que todos los días, todos, el teléfono en casa suena varias veces entre las tres y las cuatro. Probabilidades: a) que sea mi suegra que ya comió y le va a preguntar algo a su hija o a contarle que han abierto una nueva zapatería; b) que sean los de una compañía telefónica para hacerme sin compromiso una oferta de cinco móviles y ADSL por doscientos euros al mes, pero con sólo seis meses de permanencia y un cepo en los testículos; c) que sean los del banco para ofrecerme la tarjeta VISA que ya tengo, pero por si me apetece otra; d) que sea uno que se equivocó y que se mosquea porque respondo con esta voz viril desde la casa que él cree que es la de su novia; e) que sea Floro.
                Eso sí, mucho criticar usted y yo, pero a que no tenemos bemoles para desconectar el móvil. Ni siquiera cuando pintan copas y hay un arrechuchón siestero con la santa. Ni por esas. A lo único que llegan los más osados es a poner el aparatejo en silencio, con lo cual no sale la musiquita, pero vibra sobre la mesilla, se va deslizando sobre el cristal, cae al suelo, se le sale la batería y acabas perdiendo el hilo y cuando terminas de rearmar el cacharro, reconectarlo y meterle el pin, tu mujer ya se está duchando y te va a mirar torcido todo el día, al menos hasta que la llamen al teléfono suyo y se distraiga un buen rato porque la avisan de que mañana le traen las alfombras que compró por internet.
                Es un horror esta vida moderna. ¿Alguien se acuerda de cuando uno podía echar una cabezadita después de comer y se oía el trinar de los pájaros o, a lo más, el transistor del vecino con Manolo Escobar cantando? Esto no es progreso; no, no lo es.

20 noviembre, 2013

Rectores y reptores*



            Se publicaba ayer en El Mundo de Andalucía la noticia de que la rectora de la Universidad de Málaga tiene en plantilla y para su servicio dos camareros y tres conductores. De paso, también se recordaba la vieja noticia de que la rectora y el gerente hanbían colocado en la Universidad a sus respectivos yernos, en puestos a los que me parece recordar que no se accede por oposición. Igualmente se da la cifra de liberados sindicales de algún sindicato que defiende denodadamente a la rectora cuando salen este tipo de noticias. Los liberados sindicales desempeñan un importantísimo papel en las universidades, eso es sabido.

            Con muchos rectores hay el mismo tipo de problemas que con buen número de cargos públicos, y la reflexión que sigue valdría para unos y para otros. Pero ciñámonos al ejemplo de los rectores y de los cargos de gobierno de cualquier nivel en las universidades.

            Una persona puede querer hacerse con el cargo de rector o con otro inferior, como decano, por dos motivos principales, uno presentable y otro problemático. Un profesor universitario tal vez quiera ser rector porque tiene una idea de la Universidad que pretende hacer valer y porque se siente capacitado para ese propósito. La ambición del cargo, entonces, obedece a ideales sobre el buen funcionamiento y la adecuada organización de la universidad, sobre sus objetivos y logros debidos. Quien así vaya andará presto a batirse por sus ideas y a superar obstáculos de todo tipo para alcanzar el modelo de universidad ansiado. Es de temer, hoy en día, que si el modelo es bueno y grande el progreso académico o institucional que suponga, las zancadillas y las traiciones sean muchas, fuerte la oposición interna.

            El segundo tipo de móvil para querer ser rector tiene que ver, sin más, con satisfacciones puramente personales y desvinculadas de todo ideal institucional o de servicio a la buena marcha de la institución. Unas veces será únicamente vanidad del sujeto, homenaje a su narcisismo y afán por darse pote y sentirse importante y distinguido. A los profesores más bobalicones les gustan los cargos más que un azucarillo a un caballo o un puñado de hierba fresca a un burro hambriento. También puede ser que lo que con el cargo se intente sea barrer para casa, ya arrimando el ascua a la serdina de uno, ya favoreciendo a los cercanos, que podrán ser los de su escuela, su materia, su Departamento, sus parientes o amantes, sus preferidos o su tribu. Dentro de este apartado segundo no son raros tampoco los rectores que, además, van a la caza de una carrerilla política y que ponen todo su esfuerzo en el cargo para quedar bien con los mandamases de la política local o nacional, ansiando que les regalen otro carguete, ahora de libre designación, al terminar el mandato rectoral. Cuanto mayores la idiocia y el egoísmo de un rector, más pánico le tendrá al retorno a su cátedra y a la labor ordinaria del profesorado. Con su ego hinchado con hormonas de la estupidez y anabolizantes de los que estiran la soberbia, lloran al imaginarse un día sin conductor y secretarias (sí, secretarias; no me digan por qué, pero los rectores y las rectoras prefieren el PAS con faldas. No me consta que ningún “colectivo” haya protestado por esas políticas de género).

            Sería interesantísimo hacer un buen estudio para catalogar rectores en uno u otro de esos dos grupos, el de los rectores propiamente dichos y el de los reptores o cantamañanas magníficos. No me cabe duda de que habrá de unos y de otros y desconozco la proporción de unos y otros. Mis sospechas, sin embargo, no me dejan ser optimista sobre el particular.

            Pongámonos en el pellejo de los reptores. Si usted ha sido elegido rector y resulta que como universitario y catedrático es de una perfecta mediocridad y, de propina, no va usted movido por altos ideales de excelencia académica y buen rendimiento para la institución que gobierna, ¿qué buscará a cambio de eso que le importa un pito? Está muy claro, andará tras el personal disfrute con las cosas con las que más disfrutan los lerdos y egocéntricos: lujillos, privilegios, sumisión ajena, homenajes y agasajos, sensación de poderío, atributos de marquesón con ínfulas, que le hagan la rosca y lo sirvan como si en verdad fuera un ser importante. Por eso los de tal género, los reptores, prefieren eliminar gastos de enseñanza o investigación que perder camareros o variados tiralevitas a sueldo, suprimir plazas de profesorado antes que prescindir de carguetes que ante ellos se inclinen y les deban el favor, amueblar con primor sus aposentos mejor que preocuparse de que el personal investigador y docente cumpla con los trabajos por los que cobra.

            Ah, pero los elegimos nosotros, los elige el personal de su universidad. Y pocas veces cabe el engaño. En ellos quedamos retratados. Dime qué rector tiene cada universidad y te diré cómo es la mayor parte de la plantilla. Entre pocos, nos conocemos todos lo suficiente para saber con quiénes nos la jugamos y para qué. Los que prefieren a los que se deleitan mandando para su propio placer son los que posiblemente tampoco andan sobrados de ideales académicos y de ética profesional. Son los que tienen que servir. Papelón.

 * El concepto de "reptor", tan útil y de tanto uso ya en la literatura actual sobre las universidades, se debe a mi muy querido amigo Luis Rull, catedrático sevillano y hombre de bien.

17 noviembre, 2013

La indignación de los consentidores



                Si le pasara nada más que a un servidor, sería un problema que yo tengo, simplemente, y en mí estaría resolverlo o quedarme así de tonto para siempre. Pero no es rasgo peculiar de la personalidad mía, soy uno más de los millones de españoles que así obran de continuo. Pues lo más característico de esta sociedad española de ahora es que todos nos indignamos muchísimo con lo que mansamente consentimos. Nos enfadamos tanto y tan en el cielo ponemos el grito, que nos olvidamos de que si no fuera por nuestro dejar hacer, nuestras sonrisas y alguna puntual complicidad no habría tanto malandrín ni estarían tan podridas las instituciones públicas y las privadas. Resulta que puede que ésa sea la función del cabreo, taparnos a nosotros mismos las vergüenzas, ayudarnos a olvidar que sin nuestra domesticada aquiescencia los otros no harían su agosto ni seguirían con sus felonías y felices en el abuso.
                Recalcando que no soy caso especial sino del montón grandísimo, me voy a poner como ejemplo o representante de la nación entera, me disculparán ustedes y lo comprenderán.
                Donde yo trabajo hay buena gente y profesionales muy esmerados o sencillamente dignos, un buen puñado de ellos, esto que vaya por delante. Pero también tenemos sinvergüenzas de libro, zánganos redomados y personajes con una naturaleza moral que parece más propia de lombrices. En cualesquiera coyunturas, sean encuentros en las escaleras, coincidencia en las reuniones, cruces en las calles o ante la barra de una cafetería, yo a todos saludo con una cortesía digna de mejor causa. Qué digo saludar; si, como a menudo ocurre, ellos andan dicharacheros y propicios, entablo conversación cordial y les sigo la corriente cuando se duelen de maltratos y escaso sueldo o si me señalan la enorme afrenta de que no los asciendan ni los agasajen como, en su muy personal opinión, ellos merecen. ¿Que uno de ésos que no da golpe me explica que no deberíamos trabajar tanto puesto que no nos suben la paga? Pues le digo que sí y que mucha injusticia. Otro me narra que está en vías de gestionar un premio para sí mismo y que por qué no le echo una mano para que su prodigiosa carrera tenga ese lucido reconocimiento y yo, débil de carácter, le contesto que bueno, que cuente con mi firma y mi apoyo en lo que le puedan valer. Alguno que tiene al año cuatro clasecillas de nada y que otra cosa de valor no hace, amén de que la mitad de su docencia se la salta a base de variados trucos y pretextos, me dice que es agotadora la enseñanza y que está hasta el moño de sacrificarse por los estudiantes y yo, idiota, pongo expresión de solidaridad con su sufrimiento laboral y su profesional agotamiento. Y así todo el rato. Cuando me consta que alguien es capaz de vender a su propia madre por una ventajilla de veinte euros al mes o por mantener un carguete a las órdenes de cualquier pazguato sin escrúpulo ni seso y porque a lo mejor el puestecillo en cuestión puntúa dos décimas para promoción y ascenso, no soy capaz de soltarle cuatro frescas y dejarlo con la palabra en la boca si en tal o cual evento me viene sonriente a fingirse amigo y colega de pro, aunque yo sepa que si yo fuera judío y su jefe se llamara Goebbels dejaría de inmediato de hablarme y se movería en la sombra para quedarse con mi piano y con la casa de mis hijos.
                Pero no queda en eso mi particular idiocia. Pues los hay que, soberbios y ofendidos, me niegan el saludo porque nada más que los saludo, en lugar de ponerme a sus órdenes o cuadrarme ante su impostura, y todavía así sigo dándoles los buenos días para sentirme señor o para que no se diga. Tan bajo caigo. Algún cretino de los que tuercen el morro cuando nos cruzamos, se hace pasar por amiguísimo cuando coincidimos en reuniones y entonces, ante los compañeros, me habla como si fuéramos íntimos, y Juan Antonio para arriba y Juan Antonio para abajo y se pensaría que me aprecia y me trata con consideración principesca, sin que a mí me salgan arrestos para ciscarme públicamente en sus maneras de sabandija o para preguntarle al menos, ante los demás, a qué se debe que hoy me reconozca y si será que se ha metido unas bolas chinas en salva sea la parte y por eso se ve al fin dichoso y tan educado.
                Ah, pero eso sí. Cuando me junto con la gente de mi real confianza arde Troya. Qué críticas feroces vertemos contra los bellacos, aprovechando que no están presentes, qué furibundas puyas se nos ocurren, cómo nos solazamos en el desprecio y cuánto placer al imaginar para los malos castigos y desplantes. Aparece allí de pronto uno de los otros y, oh milagro, se nos pone otra vez la pía sonrisa, lo convidamos a unos vinos si se tercia y le preguntamos que cómo va lo suyo y, llegado el caso, le reiteramos nuestra comprensión y camaradería mientras nos cuenta que fíjate que son malvados los alumnos que le protestan o que no hay justicia en el país pues no le han dado a él todavía el título de hijo predilecto de la Comunidad Autónoma y que si no conoceremos a alguien en la Consejería que le pueda echar un cable para el ascenso a procónsul.
                Es inapelable la conclusión, aunque duela y no cicatrice: los pérfidos y ladinos viven de los que se quieren honrados, los perezosos trepan y cabalgan a lomos de los cumplidores, los cínicos traban con los productivos relaciones de parasitismo cruel. Tú no te atreves ni a castigarlos con tu silencio o tu gesto serio o tu distancia, aun sabedor de que a ellos nada les costaría condenarte a la muerte o el destierro en cuanto sacaran de su gesto el más somero beneficio. Tú no sabes quitártelos de encima ni en el bar ni en la sala de reuniones ni aunque estés convencido de que se pasan por el arco del triunfo toda esa caballerosidad que les regalas como quien echa margaritas a los cerdos. Porque en el fondo tú y ellos sabéis y reconocéis que son socialmente superiores e institucionalmente supremos, y porque los sabes torcidos y peligrosos, en el fondo temes su perfidia y sus planes. Te reconoces judío y quieres aplazar la noche de los cristales rotos, al sonreír y repartirles parabienes no abrigas más aspiración que la de conservar el estatus que todavía tienes, mantenerte en lo tuyo en medio de tanta iniquidad.
                Es el mundo al revés, aunque haya en el fondo que quitarse el sombrero ante la pericia social y política de los menos. Porque en verdad son menos, pero se unen y se amparan entre sí y consiguen que los más y los normales los teman y les bailen el agua. Pero sería tan fácil acabar con ellos y que ellos fueran los aislado y fracasados… Bastaría que los bobos como yo les dijéramos lo que en el fuero interno pensamos o lo que de ellos hablamos los débiles cuando nos reunimos para desahogarnos, alcanzaría con que no diéramos nuestra firma cuando nos la piden para que les mejoren el sueldo o los pongan de directores de la orquesta, con que los echáramos con cajas destempladas de nuestro despacho cuando, ronroneantes, vienen para rogarnos la recomendación y el enchufe o el favor para sus parientes y paniaguados, que cuando alguno por ellos seriamente perjudicado nos los denuncie no saliéramos con evasivas de mal pagador.
                A gran escala, a escala del país entero, es exactamente lo mismo. No tendríamos que ir corriendo y con el rabo entre las patas a saludar sumisos a los de aquella mesa que nos consta que son ladrones, promotores corruptos y concejales vendidos, no habríamos de palmearle la espalda al juez que sabemos prevaricador ni al político que ayer veíamos sin un duro y que ahora encontramos cargado de oro y enseñando billetera repleta. Tampoco es presentable que los votemos, y menos si es con la esperanza de que no nos cierren el chiringuito nuestro o de que nos den el estanco que nos andan prometiendo.
                La cuestión de fondo no hemos de soslayarla. Por qué nos quejamos tanto para nuestros adentros o con los otros impotentes, si no sólo no hacemos nada para que las cosas cambien, sino que hasta damos lo que nos piden y sonreímos y marcamos posturitas ante los violadores del alma nuestra y le guiñamos el ojo al que nos usa y nos desprecia a partes iguales. Habrá que plantearse la hipótesis más desasosegante, por mucho que escueza: pudiera ser que no fuéramos mejores y que en el fondo admiremos, nosotros, tan apocados, al ladrón que roba con descaro, al pícaro que vive del cuento, al descarado que usa a los demás como material de desecho, al verdugo que se recrea con la condena que ha de venirnos. Será por eso que volvemos a votarlos para lo que sea y cuando sea, aunque después nos rasguemos las vestiduras en casa o con los amiguitos, será por eso que ni pedimos la palabra ni salvamos nuestro voto cuando toca aprobar una nueva arbitrariedad o ratificar un abuso, que achantamos cuando nos quitan lo nuestro, con la esperanza de que nos dejen algo o, al menos, que nos permitan algo de comodidad en el gueto. Enfadadísimos, sí, enfadadísimos siempre de puertas adentro, pero con pánico al martirio y hasta temor del perjuicio más leve. Nacidos para la humillación pública y el consuelo casero, condescendientes alevosos y conejillos entusiasmados cuando los cuidadores se acercan con un poquito de comida y nos tocan el lomo para ver si estaremos listos para el banquete de navidad. Luego, de nuevo a solas en la jaula y en la sobremesa, disertamos sobre los derechos de los animales y concluimos que no hay derecho.
                O no somos mejores o somos masoquistas.