La muy reciente sentencia delTribunal Constitucional sobre la resolución del Parlamento de Cataluña de 23 de
enero de 2013 por la que se aprueba la Declaración de soberanía y del derecho a
decidir del pueblo de Cataluña ha vuelto a poner sobre la mesa y con renovados
bríos la posibilidad y conveniencia de una reforma de la Constitución, en
particular en lo referido a la organización territorial del Estado y, quizá,
para permitir desde la suprema norma consultas sobre el deseo de algún
territorio o parte del Estado para autodeterminarse políticamente o, incluso,
convertirse en nación independiente y soberana.
Aparecen comentarios bien
fundados tanto en contra de una reforma con tal propósito, como el de mi amigo
Francisco Sosa Wagner hoy en El Mundo
(también se puede ver aquí abajo), como a favor de un proceso concertado de
reforma en ese sentido y con amplitud de miras, tal como ayer opinaban en El País José María Ruiz Soroa y JosebaArregui.
Bien están todos los argumentos cuando
tienen esas calidades. Pero a uno no le abandona la sensación de melancolía. No
quiero exagerar con las imágenes o las analogías, pero todo esto me recuerda a
esos matrimonios en crisis malamente reparable a los que aconsejamos que se
pongan en manos de algún terapeuta especializado en parejas, o es como si la
comunidad de propietarios de un edificio que se cae se pusiera a analizar con
gran rigor la conveniencia de cambiar el ascensor o de poner una piscina en los
jardines comunes. En la pareja en cuestión, uno insiste en que está hasta el
moño y en que quiere irse y liquidar la comunidad de gananciales, mientras el
otro, en el fondo hastiado también, alega que por qué no prueban antes a
renovar un poco su vida sexual con nuevas experiencias o que tal vez teniendo
un hijo se arreglaría todo. O los del edificio ruinoso especulando con que puede
que las estructuras de la construcción aguantaran si los vecinos nadaran en la
piscina nueva en lugar de hacer gimnasia en sus casas y pasar todo el día en
saltos y carreras en los apartamentos.
Una constitución no es más que un
documento jurídico que contiene las normas jerárquicamente superiores del
sistema legal del respectivo Estado y que pone las reglas del juego que todos y
cada uno tienen que respetar para que tenga sentido y legitimidad la
convivencia. Una constitución tiene ese supremo valor jurídico y político
porque los ciudadanos se lo atribuyen y se lo creen, sean los ciudadanos
comunes, sean los que ocupan puestos de responsabilidad y mando en cualesquiera
instituciones. Una constitución, por tanto, tiene algo de mito, de fantasía
compartida. Las constituciones viven en el imaginario común y se nutren de la
fe de los ciudadanos, pero esa fe queda en agua de borrajas y se mustia la
norma constitucional cuando esos ciudadanos no obran en consonancia con tal fe,
cuando aplican el a la constitución rogando y con el mazo dando. Por eso causan
estupor y resquemores las actitudes de quienes no se la sacan de la boca a la
hora de justificar sus tácticas inconstitucionales o sus intenciones de
vulnerarla. Suenan como un ateo que invoca a Dios para que le traiga suerte
cuando apuesta o si juega su equipo, o como si viéramos al descreído meterse en
la iglesia a rogar por el alma de sus muertos.
Volvamos a las comparaciones, aun
con lo que siempre tienen de riesgo y de posibles inexactitudes. Un matrimonio
o una pareja lo son y funcionan como tal (definiciones legales aparte) en la
medida que las dos partes asuman o acuerden cierta pautas definitorias
compartidas, que comienzan en un sentir común de algún tipo y que siguen en
unas ciertas reglas de actuación, las que sean y trátese de las socialmente
establecidas o de unas que adaptan o para los dos se inventan. Sin ese sustrato
no hay pareja, quedarán simplemente dos personas que por azar o conveniencia
comparten algún interés (la casa en la que viven, la compra de la semana, algún
trato sexual...), pero que no se entienden de ningún modo particular vinculados
al otro y con el otro y que se ven libres para que cada uno haga lo que quiera
en cualquier momento, lo que no necesariamente está reñido ni con deslealtades
personales ni con descortesías. Bajo una constitución que lo sea no sólo
nominalmente o formalmente, los ciudadanos de un Estado se sienten entre sí “casados”
y con algo serio comprometidos, al margen de que, además, cada uno pueda
profesarle amor grande a su terruño, a sus antepasados propios, a sus amigos, a
su lengua, a su religión, a las costumbres de su pueblo, a las recetas de su
mamá, etc., etc.
La constitución tiene ese fondo
de mito, pero cuando es desmitificada es muy difícilmente “remitificable”, pues
la gente acaba viéndole las entretelas, tal como si al santo que en un pueblo
se venera lo descubrieran un día en el prostíbulo y dándose a todos los vicios
y al maltrato del personal. O como si hubiera un recinto sagrado en el que se
creía que nadie puede entrar a hacer fiestas, pues le partirá un rayo vengador,
y poco a poco hay quien se va metiendo allí a montar unos guateques y no sólo
no pasa nada, sino que sale cada uno contando que el ambiente dentro es
estupendo para echarse unos bailes y tomarse unas buenas copas.
Una constitución, como una pareja, no es sólo
lo que está escrito, es también un ramillete de intenciones comunes. A esto último
es a lo que se puede llamar principios, y se puede llamar así sin caer en los
embustes metodológicos del principialismo constitucionalista hoy tan en boga
entre juristas. En una pareja, un principio bastante evidente es el de que no
puede cada uno dedicarse a perjudicar al otro o a hacerle la vida imposible o a
buscar su muerte como objetivo primero. Ese es un principio conceptual o
definitorio, aunque no sirva de mucho a la hora de solucionar ciertos
conflictos puntuales de pareja, como el de si es mejor comprarse a medias una
casa en la playa o un coche nuevo.
La Constitución nuestra se está
quedando en cueros y va perdiendo el apresto por la acción combinada de muchos
sujetos y estrategias: partidos que hacen dejación de la función que,
Constitución en mano y teoría democrática en mano, les da su sentido y razón de
ser, leyes electorales inicuas, órganos de control manipulados y sumisos al que
nombra a sus miembros, administraciones públicas que no cumplen las sentencias,
jueces no siempre imparciales o que no defienden su independencia,
instituciones costosas que se desvían de su papel y se convierten en simples
gestoras de intereses grupales, como las universidades públicas de hoy,
gobiernos que no gobiernan con las miras puestas en el interés general, sino en
las urnas, medios de comunicación públicos y privados que nada más que sirven
al vil metal y a la voz de su amo y que pervierten y degradan la opinión
pública, variadas demagogias y usos sesgados e hipócritas de los derechos
constitucionalmente reconocidos... Y, también, y mucho, nacionalismos cuya
actitud y finalidad es romper las reglas de juego constitucionalmente sentadas
y que para ello no reparan en gastos ni en manipulaciones. Ah, y no es moco de
pavo que a la Jefatura del Estado la descubramos poniéndole los cuernos a la
Constitución misma y a la confianza que en ella, la Jefatura del Estado, se
depositó un día, dilapidando un caudal simbólico que no era suyo, sino prestado
a interés y bajo condición.
Entre todos la mataron y ella
sola se murió. A burro muerto, la cebada al rabo. Sólo que ahora hay que
decidir qué hacer y tenemos que ver de dónde sacamos otro burro o cómo nos
arreglamos en adelante para trabajar la huerta, que ya se está llenando de
malezas.
Reformar o no reformar. Con
reforma o sin ella, poco solucionaremos si no hay más pauta que la de ir
tirando y arreglarse con un ten con ten, esperando a que escampe un día.
Podemos sacar en procesión el santo a ver si llega la primavera al fin o si nos
caen unas dosis de maná nuevamente. Pero ya se puede poner soleado el clima y
ya pueden estar las tierras en su punto de humedad, de nada vale si los
labradores no están dispuestos a ir al tajo. Sin atacar con seriedad la
corrupción económica e institucional, sin partidos que no estén dispuestos a
rendirse a los imperativos democráticos, sin instituciones reguladas para
asegurar su función y sus buenos rendimientos, sin territorios y gentes que no
se vean solidarios de los otros, perdemos el tiempo y aplazamos la debacle.
El tipo de reforma constitucional
que se requiere para tratar de solucionar el llamado problema catalán, reforma
agravada y sumamente compleja, es difícilmente viable. Enquistados los
prejuicios y contaminadas de indignación las razones de unos y de otros,
difícilmente cabe imaginar ni las mayorías parlamentarias requeridas ni la
aprobación de los cambios en referéndum. Cuando tantos, de una parte o de otra,
están o estamos convencidos de que nuestros compañeros de viaje son unos
pelmazos y unos cínicos, malamente podremos reanudar las conversaciones si no
es para mentarnos la madre.
Además, está pariendo la abuela. No
hace mucho, a un empresario mediterráneo, bien razonable por lo demás, lo oí
decir que entre el empresariado catalán y levantino cundía la convicción de que
desde hace muchos años el servicio secreto español maniobraba para evitar el
progreso económico del arco mediterráneo. No se me había ocurrido, la verdad,
que a lo mejor por lo mismo mi tierra asturiana está hecha unos zorros y ni nos
llega el AVE ni nos dan respiro. Otros, en Castilla por ejemplo, andarán
convencidos de que Cataluña sigue recibiendo los favores que Franco le hace
desde el Más Allá. El paso ya nos lo marcan los fantasmas.
¿Reformar o no reformar? Ya
puestos a defender quimeras, habría que refundar, tendríamos que hacer una
constitución nueva. ¿Que eso sería destapar la caja de los truenos y poner la
casa común patas arriba? A ver, es que ya lleva tiempo tronando y lo que se
avecina es la madre de todas las tormentas o the big one. Que no nos coja con cara de tontos.
Refundar es hacer una nueva
constitución, esta vez en serio y sin ataduras a herencia ninguna. Con buena
pedagogía social, expertos que asesoren como es debido y ofrezcan datos fiables
relacionados con todas las alternativas en juego y un poco de buena fe de todos
los llamados actores políticos, no habría tanto que temer. Se tendría que planear
con tranquilidad un proceso de transición y no partir de más axioma o idea
preconcebida que ésta: démonos una nueva norma suprema los que queramos seguir
conviviendo bajo una misma organización política. Aprendamos de los errores en
el contenido y en la aplicación de la Constitución de 1978, que fue una buena
Constitución antes de que la averiáramos. Lo único intocable para tal cambio
constitucional habría de ser el Estado social y democrático de Derecho, pero de
verdad y con sus controles y garantías en su sitio. Y un pacto constitutivo de
lo constituyente: de lo que acordemos no se cambia nada esencial en un buen puñado
de años.
¿Y los nacionalismos? Eso habría
de encauzarse durante el periodo de transición. En toda Comunidad Autónoma en
la que su parlamento apruebe con mayoría cualificada una solicitud de
referéndum de autodeterminación, se organiza en libertad y con garantías de que
cada uno pueda decir lo que le plazca, sin discriminaciones. Allí donde la
mayoría del electorado se incline por la soberanía de ese territorio, se
entiende que la van a tener desde el instante en que entre en vigor la
constitución nueva y la participación de sus representantes en los trabajos de
tal constitución queda reducida. Elaborada esa nueva constitución, se tiene que
aprobar en toda España, menos en tales territorios que se quieren soberanos. Si
es aprobada, en aquellas comunidades se hace también un referéndum definitivo
en el que los electores decidan si se quedan en España bajo esa constitución o
si se van. Y se acabó el asunto. Nuestros hijos nos lo agradecerían.