En estos años y en España, un
doble fenómeno está sumiendo a los ciudadanos en la perplejidad y el enfado.
Por un lado, crecen y crecen los casos de corrupción política y administrativa
que se van conociendo, fundamentalmente por obra de los medios de comunicación
y por el buen trabajo de ciertas unidades de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad
del Estado y pese a la reticencia y el obstruccionismo de gobernantes y grandes
partidos y sindicatos. Por otro lado, son proporcionalmente muy escasas las
condenas o las sanciones en general para los corruptos, o son percibidas como
muy leves, como desproporcionadamente leves. La sensación generalizada es,
pues, que corromperse compensa, bien porque la persecución legal y judicial es
escasa y muchos se van de rositas, bien porque aun para los procesados y
condenados acaban en muchos casos siendo mayores las ganancias acumuladas que
las desventajas padecidas.
Esta situación da pie a una
reacción social un tanto perniciosa y de doble faz. Por una parte, se produce
una reacción punitivista, se reclama que se tipifiquen nuevos delitos y, sobre
todo, que se aumenten las penas de los delitos de este tipo. Con esto se
desconoce que la disfuncionalidad existente no tiene tanto que ver con la
legalidad penal vigente, como con defectos estructurales en el sistema de
Justicia y, más que nada, de organización de la persecución del delito. Las
taras de nuestro sistema jurídico o jurídico-político son, a estos efectos, de
tres tipos, y se requerirían reformas serias y bienintencionadas en tres
ámbitos:
a)
Normativa procesal. Hay que acotar mejor determinados poderes del juez que hace
las instrucción penal, para evitar, por ejemplo, que una dilación de años y
años en la instrucción equivalga, a efectos prácticos, a una situación de bloqueo
sin fin, de prolongación prácticamente ilimitada de la falta de consecuencias
para situaciones en las que a todas luces hay indicios más que razonables de
delito. Un juez que, por las razones políticas o personales que sean, no quiera
imputar y hacer que se pase al proceso penal, que se abra la fase de juicio
oral, puede sobreseer (lo cual será muchas veces muy descarado), pero puede
también alargar la instrucción sine die,
infinitamente, años y años y más años.
b)
De la normativa estatutaria. Aquí, obviamente y para empezar, plantea grandes
problemas el estatuto del Ministerio Fiscal, fuertemente dependiente. Y vienen
al caso en este apartado todas las normas relacionadas con la independencia
judicial, cada día más relativizada, matizada y acosada.
c)
De medios materiales y personales. Hay una manera fácil de bloquear los
resultados de una instrucción muy compleja: dejar al juez abandonado a su
suerte, sin medios materiales y personales suficientes para procesar y manejar
la enorme información y el tremendo trabajo requerido. Esas fotos de la juez
Alaya arrastrando un maletín con ruedas valen más que mil palabras.
Por otra parte, la gente acaba
sintiendo que hay una tensión irresoluble entre garantías procesales,
especialmente en el ámbito penal, y justicia efectiva. Esto es, que el debido
respeto a las garantías procesales y el juego de las correspondientes
presunciones, empezando por la presunción de inocencia, acarrean un
insoslayable efecto de impunidad para muchos de los que poca duda cabe que son
culpables de graves corrupciones y de delitos económicos de gran relevancia. No
puede durdarse de que se han cometido delitos, pero es muy complicado a veces
probar tanto la autoría como la culpabilidad de personas concretas. Súmese el
juego de cosas tales como los plazos de prescripción de muchos de estos tipos
de delitos y tendremos el cuadro completo que explica el descontento y la
desconfianza ciudadana frente al sistema de Justicia en casos graves de
corrupción: o el delito ha prescrito cuando se denuncia o se descubre o la
instrucción se alarga y se enreda eternamente o las sentencias acaban en
absoluciones por falta de prueba suficiente de la autoría y culpabilidad de
personas concretas.
Buscar solución por el lado del
punitivismo a ultranza o de una merma general de las garantías procesales y
penales es una salida con más riesgos que ventajas y que puede acabar en más
daños globales que beneficios. Entonces, ¿qué se puede hacer? Propongo,
tentativamente, dos vías. Una, que se termine el efecto pantalla del Derecho
penal. Lo que, en sentido amplio, podemos llamar el derecho sancionatorio no se
agota en el Derecho penal. Otra, que se analice la posibilidad de restringir un
tanto ciertas garantías penales, pero nada más que para determinados y muy
concretos delitos y en situaciones bien particulares.
Trabajemos un rato con un
ejemplo, una versión ampliada o exagerada del tema reciente del Tribunal de
Cuentas. Ha quedado demostrado que aproximadamente cien de los setecientos
funcionario contratados que componen el personal del Tribunal de Cuentas son
parientes o “allegados” de consejeros pasados o de ahora y de dirigentes
sindicales dentro de la institución. ¿A alguien le puede caber duda de que se
han cometido muchos y sucesivos delitos de prevaricación, entre otros? Pego
hagamos una versión todavía más clara y supongamos que el Tribunal de Cuentas
tiene mil empleados y que, de esos mil, novecientos (90%) son parientes cercanos
de consejeros de antes o de ahora. Es absolutamente imposible, radicalmente
imposible, que una plantilla así se haya formado sin amaños en los concursos y
los procesos de selección.
Que habría habido delitos es
indiscutible. Que se pueda probar la culpabilidad
en concreto de alguien puede resultar más dudoso. Añádanse, en nuestro ejemplo,
otras circunstancias, como que ningún “arrepentido” confiese y que documentos
capitales hubieran desaparecido misteriosamente o con ayuda de alguna oportuna
inundación o un providencial incendio. Sabemos que tuvo que haber “delincuentes”,
pero no se consigue probar quiénes en particular lo han sido. ¿Nos resignamos a
la impunidad, sin más? ¿Prescindimos de garantías y presunciones y pedimos
castigo penal para todos los consejeros, o todos los consejeros con pariente
colocado o todas las personas que han intervenido en procesos de selección? Y
si resulta que alguno en verdad es perfectamente inocente, ¿lo condenamos
también, ante la imposibilidad de localizar a los auténticos culpables?
¿Aplicamos una presunción general de culpabilidad? Son alternativas dramáticas
y muy poco aconsejables. Así que ensayemos alguna propuesta más matizada.
1. Empecemos por el lado penal, el
más arriesgado y sutil. No debemos renunciar ni a la presunción de inocencia ni
a la exigencia de prueba suficiente y más allá de toda duda razonable, ni al
principio de culpabilidad. ¿Quedan, pues, todas las puertas cerradas en una
situación como la descrita y estamos abocados a asumir estrepitosas
impunidades? Veamos y maticemos.
En ciertos supuestos, del estilo
del descrito en el ejemplo, tendría sentido atenuar un tanto la presunción de
inocencia, de la mano, por un lado, de una cierta inversión de la carga de la
prueba, y, por otro lado, se aplicar un principio probatorio bien conocido de
penalistas y procesalistas, el llamado res
ipsa loquitur. Supongamos el siguiente escenario. Yo soy consejero de ese
Tribunal de Cuentas del ejemplo extremo mencionado, hace cuatro años que estoy
en el cargo. En esos cuatro años han obtenido plaza de funcionarios en el
Tribunal tres hijos míos, mi actual esposa, una nuera y un sobrino. Ninguno de
ésos tiene una especial formación académica o una gran cualificación técnica y
sus plazas las han ganado en competencia con personas de grandes estudios. Los
ejercicios del concurso en cuestión se conservan y ahí resulta que, en efecto,
mis parientes han respondido acertadamente más preguntas que los otros y han
sacado mejor número en el concurso. Para condenarme habrá que probar que o bien
yo tuve acceso a las preguntas de la prueba y se las pasé por anticipado, o
bien que corrompí a alguien para que me hiciera el favor de darles tales
preguntas o de dejarlos copiar en el examen, o cosa por el estilo. Yo lo niego
todo y cada uno de los que organizaron y juzgaron el concurso declara que ni de
lejos tuvo constancia ninguna de la más mínima irregularidad. No hay pruebas
directas y claras que me incriminen.
¿No hay pruebas? Naturalmente que
las hay, hay una terminante y definitiva: ningún cálculo de probabilidades y
ningún azar puede llevar a que de diez plazas sacadas a concurso en ese tiempo,
pongamos, seis las hayan limpiamente y en buena lid conseguido familiares míos
que, además, por su menor cualificación jugaban en fuerte desventaja frente a
otros aspirantes. La situación habla por
sí misma y no cabe en cabeza humana mi inocencia, aun cuando ninguna otra
prueba precisa y concreta concurra.
En una tesitura como la descrita,
¿se vulnera la presunción de inocencia si se me condena por el delito que pueda
venir al caso? Yo diría que no, pues no
cabe duda razonable de que no puedo ser inocente. Mi inocencia, en el marco
de esos hechos, sólo sería posible como efecto de un azar perfectamente
descartable o de resultas de la maniobra de otra persona. Veamos esto último.
Supongamos que entre los que en
ese imaginario Tribunal de Cuentas
del ejemplo organizan y controlan los concursos para la selección de personal
hay alguien que está platónicamente enamorado de mí y que, además, me debe
grandes favores. Sabe que soy persona recta que no admitiría corruptelas y, por
tanto, sin consultarme ni hacerme partícipe de sus maniobras, prepara todo para
que sean los parientes míos los que indebidamente logren aquellas plazas. Por
ejemplo, les da a ellos las preguntas de la prueba sin que yo me entere. En tal
situación, condenarme a mí implica castigar a un inocente. ¿Qué decimos a esto?
Que no cuela.
Primero, porque es altamente
inverosímil un contubernio así a mis espaldas. Segundo, porque tonto a más no
poder tengo que ser si creo que el azar ha hecho que, contra todo pronóstico, venzan
en el concurso esos parientes míos que son bastante lerdos y, desde luego, más
burros que los otros competidores. Tercero, porque a ver a cuento de qué no
puedo yo oponerme a que toda mi familia, tan capaz, se presente para ser
funcionario o contratado precisamente de la institución en la que yo tengo mi
cargo, cuando, de ser tan competentes, podrían obtener plaza en otros lugares.
No, no, “la cosa habla por sí misma”,
res ipta loquitur. Condenarme con
nada más que esa prueba evidente no supone más riesgo de castigo al inocente
del que se asume en un gran número de procesos penales; si acaso, menos.
Pero bastaría añadir un matiz de
seguridad, una garantía adicional: la inversión de la carga de la prueba. Si yo
pruebo fehacientemente que fue todo una conspiración completamente a mis
espaldas y que soy más tonto que una infanta enamorada, que se me absuelva.
Pero eso tengo que probarlo de modo claro y rotundo y, además, supone desvelar
quién es el verdadero culpable. Y luego, por supuesto, si soy así de honrado
debo dimitir de mi cargo, pues es evidente que malamente cumplirá en él alguien
a quien, como a mí, se la dan tan fácilmente con queso. El listo culpable,
castigado; el inocente taradito, dimitido.
Una última precisión. Esa
condicionada y peculiar suavización de la presunción de inocencia o ese
relativo juego con la carga probatoria sólo debería admitirse para determinados
delitos económicos y administrativos. Y tal regulación tendría un buen efecto
disuasivo y preventivo: que sepa usted que, si los hechos “cantan” por sí
mismos, no le va a servir para salir bien librado la argucia de que no se le ha
probado del todo el dolo o de que no está del todo claro que usted conociera
que su primo era primo suyo y, además, tonto de baba cuando obtuvo puesto de
gerente.
2. Pero el mundo no se acaba en
el Derecho penal. Las sanciones o las consecuencias negativas tampoco se
terminan en el Derecho penal. Ése es un campo proceloso. Las garantías penales
son máximas, y así debe ser, pero la paradoja está en que existen sanciones
administrativas más graves que algunas penas y, sin embargo, las garantías y
requisitos para su imposición son menores. El principio de culpabilidad y el
juego de ciertas presunciones se atenúan para las sanciones administrativas.
Esto es algo doctrinalmente muy discutido, pero así funciona en verdad. Cuando
a mí me imponen una multa administrativa por la comisión de alguna infracción
al conducir mi coche, no se me presume inocente ni opera una exigencia
probatoria del mismo grado que si se trata de aplicarme una pena.
Veamos esto más de cerca y con
algún ejemplo. Un radar en carretera o una máquina en una vía urbana toma una
foto de mi coche rebasando los límites de velocidad permitidos o saltándose un
semáforo en rojo. Me llega la correspondiente multa y yo alego que el coche
ciertamente es el mío, pero que no era yo quien conducía. ¿Puedo librarme de la
multa? Sí, si indico quién iba al volante de mi auto en ese momento. ¿Y si esa
persona lo niega? La multa es para mí, a no ser que pruebe o bien que era ella
o bien que no pude ser yo. O sea, respondo si no pruebo que no soy el
responsable de la correspondiente acción. Y, además, ahí no jugarán algunas de
las atenuantes o eximentes que sí cabrían si de una condena penal se tratara.
Llevado eso a nuestro asunto,
supone que cabría sentar un régimen bien estricto de sanciones administrativas
para casos como el descrito en el ejemplo de antes. Quedarían excluidas, por
imperativo constitucional, las sanciones privativas de libertad, pero serían
perfectamente posibles sanciones pecuniarias o atinentes al ejercicio del
cargo. Solamente se requeriría una adecuada regulación legal y reglamentaria.
Alguien podrá replicar que por
qué no va a poder un hijo mío obtener plaza de, por ejemplo, auxiliar
administrativo o letrado mayor en el Tribunal de Cuentas del que yo soy
consejero en activo, por vía de concurso perfectamente lícito y limpio, y si no
será discriminatorio impedírselo. La contestación parece fácil: y por qué sí.
Por qué, de entre los mil y un lugares en los que se ofertan puestos de ese
tipo en la Administración Pública, va a tener que presentarse precisamente a
ése donde yo tengo poder, influencia y responsabilidad. Nada hay de
discriminatorio en un estricto régimen de incompatibilidades. Si jugamos a
ponderar, pesa mucho más el prestigio y la garantía de limpieza en las
instituciones que el muy forzado derecho a no ser discriminado de ese pariente
mío.
3. Pero el Derecho a veces viene
a tapar agujeros causados por el descuido y la negligencia de la ciudadanía,
del pueblo en su modo de vivir y actuar. Y la utilidad del tiempo para coser lo
que desgarran los ciudadanos con su incuria es limitada. Quiero decir que a
ninguna norma ni reforma legislativa tendríamos que apelar si por cada corrupto
sabido y con cargo el partido que lo propuso o lo nombró perdiera medio millón
de votos en las próximas elecciones generales. Qué digo medio millón, bastaría
que por cada choricete de ésos se quedara sin diez mil votos el partido que lo
ampara y lo promociona para que en un pispás se acabara el atraco. Calcule el
amable lector cuántos votos restaría el actual Tribunal de Cuentas, solamente
el actual Tribunal de Cuentas, órgano de control en manos de desaprensivos e
indecentes (salvo prueba en contrario por parte de alguno; y téngase en cuenta
que el que calla y consiente mientras otros enchufan a sus amantes y “allegado”
es responsable también, por mamporrero y soplagaitas). Pues eso.
Cada día es más difícil ser
inocente; al menos moralmente inocente. Casi hace falta ser medio tonto para no
compartir alguna culpabilidad y unos pocos beneficios del general expolio.
2 comentarios:
Con respecto a combatir el enchufismo y otros males habituales, nada tan sencillo como vincular el desempeño de cualquier cargo al rendimiento objetivo al frente del mismo. Tan sencillo y tan imposible. Evaluar a alguien...siquiera a un cualquieralumno ya es tarea titánica, cómo será evaluar a un líder, a un faro de occidente, a un mesías encarnado o a un catedrático con despacho personalizado...
Nada tan sencillo como exigir que se haga algo y que ese algo legitime la permanencia. Busquemos en lo prosaico, en lo terrenal, en las matemáticas de la suma, el justo título del que ostenta lo público. Des-sacralicemos lo público, aunque en el camino debamos abandonar cómodas leyendas artúricas o babeantes ungimientos cuasidivinos tetranuales papeletarios.
Ah, pero claro, quién quiere título que requiera esfuerzo y valía pudiendo sacar pechopaloma de carné, pudiendo tirar de librillo de familia o, peor, (im)pudiendo hacer pasar la Constitución como un código mercantil al bies.
A quién contenta la mundana evaluación de méritos y capacidades, lejana ya, o la retribución por objetivos si con lucir sonrisa perfecta sobra.
Estamos en manos de genios del mal que urden retorcidos y sofisticados planes frente a los que no cabe esperanza alguna...espera...no. En realidad son burdos y chapuceros amiguetes de lo públicamente ajeno, no se esconden ni se amilanan pero nadie hace nada, todo lo más algún frotamiento(de manos) mientras esperan, mansos, su turno de canonjía al frente del negociado mirando fijamente un teléfono que no suena o no acaba de sonar, carrusel deportivo de tantas ilusiones en cenas familiares (Ay, señor, y mi trompetista, cuándo llegará...)
Debo de ser un superdotado (quizá lo sea de cuello para arriba) y por eso veo fácil lo que no es sino imposible. O, igual es que, simplemente, no me sé callar.
Pues por ahí todo o mismamente éso.
Un saludo.
Las medidas que se proponen me parecen también legalmente encajables, sencillas de implantar y sin duda eficaces. La forma de explicarlas con ejemplos reales y bien elocuentes, facilita la comprensión de cualquiera. Y el guiño final crítico a la complicidad pasiva colectiva, una triste realidad.
Sin embargo, con desánimo, acudo a otra entra de este blog de 13 de marzo de 2010, al hilo de la financiación de los partidos políticos, donde recoges una cita de Adán Nieto Martín: el legislador que habría de adoptar esas medidas resulta ser el sujeto activo principal de las mismas...
José Manuel Martínez
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