Hay personas que por parecer modernas no creen en la
resurrección de los cuerpos. Debo confesar que yo mismo he pasado a lo largo de
mi vida momentos de duda, cortos episodios o intervalos de vacilaciones pero
siempre hay un acontecimiento que me devuelve a la verdad que no es sino que el
cuerpo resucita y que se muestra de nuevo en su imponente esplendor y con toda
su gloria intacta. Con su gracia, con su música, con su virtud venenosa y con su
pecado salutífero. Puro misterio el que vivo o acaso fantasía exaltada.
¡Bah, usted es víctima de una indigestión! ¡La
tortilla de patatas que ha cenado era demasiado grande! Ya estoy oyendo a algún
aguafiestas intentando privarme de la
visión y del disfrute redivivo cuya realidad palpo
como una vivencia inequívoca, no como un símbolo ni como una alegoría ficticia.
Así me ha sucedido hace unos días cuando he leído en
un periódico una entrevista con María José Cantudo. ¿Cuántos años he vivido sin
saber nada de ella? Para mí, para mi consciencia de ser adulto y para el rijoso
que llevo dentro la Cantudo era una muerta, una bienaventurada que alegraría
con sus encantos las pelmadas en que debe consistir la vida de los
bienaventurados, siempre entre angelitos, santos, nubes y obispos leprosos.
Y de pronto, he aquí que reaparece la Cantudo en
carne mortal, pletórica de vida llevando entre sus caderas el ánfora de sus
malicias. Y recuerda ¿cómo no? su protagonismo en la película La trastienda en la que un médico anda
verriondo detrás de ella y cómo lucha el pobre galeno contra las tentaciones
para no cometer adulterio porque él está casado pero ya su mujer legítima ha
dejado de ser el destello de placer y de sexo que un día, ay, fue.
Y, evocando La
trastienda, se me aparece como en un sueño pegajoso el espejo. Sí, aquel
espejo ilustrado, lleno de cortesía y de buen gusto que acogió la efigie de
María José completamente desnuda, aderezada con toda su ternura y tocada de
toda su picardía. ¿Quién puede olvidar aquel espejo? ¿Quién no le guarda eterno
reconocimiento? ¿Quién no está dispuesto a buscarlo en el aposento de los
trastos viejos y bruñirlo y bruñirlo hasta caer exhausto?
¡Ah, aquel espejo, que nos mostró por unos segundos
de oro los miembros de aquella diosa, sus muslos apretados, sus pechos como
tortolitas ateridas y al cabo el lugar vedado donde la alegría goza y el placer
retoza, aquello por lo que el hombre muere y pena y aquello por donde el hombre
nace precisamente para sufrir.
Hoy, ella, la diosa del espejo, la Venus de La trastienda, recuerda que no llevaba
el pubis “arreglado” y que aquello parecía una selva virgen. Selva, sí, María
José, pero virgen... Por favor dime que no, que era terreno ya visitado, paraje
hollado, espacio de impureza, carne de luces temblorosas y de tropezones en la
oscuridad.
Desnudo hechicero y hechizo de un vientre. Labio
anhelante.
¡Ah, María José, para mí has resucitado y me has
traído todas las evocaciones lascivas de mi adolescencia! ¿Para qué quiero la
insípida magdalena de Proust si tengo en el recuerdo tu valle hondo, anhelo de
la naturaleza, estrofa de voluptuosidad?