08 diciembre, 2016

De nuevo sobre el mito de la ponderación judicial



(Fragmento de publicación en prensa)
(...)
            X. La teoría de la ponderación, tal como se expresa en autores como Alexy y tantos otros, está indisolublemente unida a la concepción del derecho que niega la separación entre derecho y moral, porque entiende que la naturaleza esencial o última del derecho es moral, que el razonamiento jurídico es un caso especial del razonamiento práctico general y que siempre pueden y deben las razones para la decisión resultantes de la norma jurídico-positiva cotejarse o ponderase con las razones morales en general. Caiga quien caiga. Unas veces servirá ese expediente para ampliar algún derecho del ciudadano o para exonerarlo de alguna obligación frente al Estado, pero en otras oportunidades el resultado podrá ser el inverso, el de que al ciudadano se le inaplique alguna garantía legal o constitucionalmente establecida o el de que al ciudadano se le imponga, frente al Estado, alguna obligación no jurídico-positivamente sentada. Un día, del ponderar con razones morales saldrá que bien está que yo no pague el impuesto al que legalmente se me obligaba, ya que en mi caso es una injusticia ese pago y así resulta al pesar mi obligación tributaria contra mi derecho a educar a mis hijos o a darles la mejor atención sanitaria; pero otro día me encontraré con que la suma de los pesos del principio de solidaridad, del principio de Estado social y del principio de justa distribución de la riqueza vence al principio de legalidad en materia impositiva y resulta que debo yo tributar en mayor medida de la que la ley me reclama o por conceptos que la ley no me reclama. Ejemplos de este estilo hay ya a cientos en la actual jurisprudencia de los países y tribunales más dados a la ponderación y el ordeño de principios en detrimento de eso que se dice fría legalidad o estéril formalismo.
            XI. En la teoría jurídica y constitucional actualmente dominante, el principialismo y la ponderación van de la mano con la insistencia en que son las propias constituciones las que imponen esa deriva del razonamiento jurídico como razonamiento moral. Ya no es que haya fuertes razones morales para justificar los contenidos de las normas constitucionales. Eso es difícilmente discutible, igual que difícil será poner en duda que hay fuertes razones morales detrás o por debajo de las normas del Código Civil o del Código Penal. Esas razones morales de fondo, que siempre en mayor o menor medida están presentes debido a que las normas jurídicas ni caen del cielo ni las hace un legislador sin convicciones morales o ajeno a las de su medio, han sido normalmente vistas como base importante para la atribución de sentido a los enunciados jurídicos y como guía relevante para su interpretación, en primer lugar como interpretación teleológica.
            No es eso. Lo que sostiene el actual constitucionalismo antipositivista, a menudo  denominado neoconstitucionalismo, son tres cosas. Una, que, en su esencia o núcleo sustantivo, la Constitución es un orden objetivo de valores[1] o un catálogo de objetivos morales, de modo que hasta las reglas constitucionales más elementales o precisas (pensemos en la norma constitucional que fija la mayoría de edad o la capitalidad del Estado) han de verse como enteramente subordinadas a y condicionadas por esos objetivos morales supremos, y hasta derrotables por ellos.
            La segunda, que ese catálogo de supremos objetivos morales en que la Constitución en su esencia consiste proviene o es reflejo de la moral objetivamente verdadera, no de la histórica o coyuntural moral de esa sociedad o del poder constituyente o de la clase económica o políticamente dominante, etc. Es más, este nuevo constitucionalismo ha conseguido liberar a los sistemas jurídicos de toda sospecha de clasismo o de ser herramientas de las clases dominantes para asegurar su poder económico y político. Al contrario, si las constituciones son esencialmente morales y expresión de la moral objetivamente correcta, el derecho consuma el viejo sueño racionalista y se libra de las garras de Marx y los suyos. Los anhelos que el movimiento codificador puso en los códigos civiles, que se querían suma expresión de la razón jurídica y que fueron ridiculizados y desenmascarados por Marx, entre otros, son las ensoñaciones del constitucionalismo actual, que ve en las constituciones de hoy la expresión de una razón indeleble, pero que ya no se quiere mera razón jurídica, sino sublime razón moral. A quién se le va a ocurrir hacer la revolución contra unos sistemas jurídico-políticos y económicos que tienen en su cúspide nada menos que la moral objetivamente verdadera y que, como guardianes de esas esencias moral-constitucionales, disfrutan de unos tribunales que manejan el certero instrumento de la ponderación, sin el riesgo ínsito en la malhadada y felizmente superada discrecionalidad a la que los positivistas del siglo XX, tan descreídos, se resignaban.
            La tercera tesis o asunción del nuevo constitucionalismo es la de la armonía. Esos valores constitucionales, que son valores morales y que por igual inspiran los principios y las reglas presentes en la Constitución, están en el fondo en armonía, no en dialéctica tensión o en una contradicción que nos aboque a la decisión política por obra de las mayorías democráticas. Toda antítesis entre tan variopintos valores y principios constitucionales es solamente superficial, pues, en su fondo, el sistema se articula con plena coherencia y del cimiento moral congruente nace para cada caso y cada conflicto de derechos, obligaciones o principios una decisión correcta que es decisión correcta única y que nos libra de la dichosa discrecionalidad de los jueces. Esa decisión correcta única, de raigambre moral, a simple vista no se capta y el legislador suele desconocerla, pero ni se le escaparía el dworkiniano juez Hércules ni deja de aparecérsele al alexyano tribunal que pondera como Dios manda. La decisión correcta, porque la suponemos, la hay; porque la hay, la hallaría siempre un juez plenamente sabio; y porque los jueces de carne y hueso tan perfectamente sabios no son, tienen que ayudarse de un buen método que haga su decisión tan objetiva como una medición o un pesaje: la ponderación. Mano de santo.
(…)
            XII. Para los principialistas al estilo de Alexy, un sistema jurídico se compone de reglas, que son mandatos taxativos que o se cumplen o no se cumplen, y principios, que son mandatos de optimización que ordenan que algo se haga (o no se haga) en la mayor medida posible, teniendo en cuenta que la medida de lo posible viene marcada en cada tiempo y ocasión por las posibilidades fácticas y por la colisión con otras normas del sistema. Las colisiones con principios se resuelven ponderando a la luz tanto del peso abstracto de las normas, como de su peso en razón de las circunstancias peculiares de cada caso. Importa mucho también destacar que lo mismo se pondera principios contra principios que principios contra reglas. Lo que quiere decir que cualquier principio o cualquier regla puede en algún caso perder en la ponderación ante un principio opuesto, que en esa oportunidad haya tenido más peso. No hay, pues, norma que no pueda ser derrotada por otra norma alguna vez. Si a esto añadimos que los principios constitucionales tanto pueden ser expresos como implícitos y que la cualidad última de los principios es moral, la conclusión es aplastante: siempre habrá una norma moral que, traducida a principio constitucional a efectos de que sea con todas las de la ley derecho, puede derrotar a cualquier otra norma, constitucional o infraconstitucional, en algún caso.
            ¿Ciertamente el derecho funciona así? Funciona así si se quiere que así funcione. Cuando así se plantea, el razonamiento jurídico pierde casi toda su especificidad y tiene la estructura y caracteres del razonamiento moral ordinario. Si acaso, queda solamente el detalle diferenciador de que las normas legisladas, que generalmente van a ser vistas como reglas y no como principios, tienen una preferencia prima facie frente a los puros principios, sean expresos o implícitos. Esa preferencia prima facie significa que se les supone inicialmente más peso, y así se explica que las más de las veces deban ser aplicadas y no derrotadas en el caso; pero eso no impide que en ciertas ocasiones pueda asignarse mayor peso al principio en su contra concurrente y, de esa manera, la decisión contra legem es presentada como decisión perfectamente acorde con el ius y con la Constitución misma.
            Así vista con su esencia moral, la norma suprema de la Constitución vendría a prescribir que no haya decisiones de casos que sean injustas, o marcadamente injustas. Lo que, a su vez, es tanto como mantener que las decisiones jurídicas y constitucionales de casos serían las mismas aunque la Constitución no tuviera más que una sola norma que dijera “Ninguna decisión judicial de un caso debe ser inmoral, injusta”. Pues si lo que caracteriza a las normas constitucionales es el ser transcripción de los preceptos de la moral objetivamente correcta, va de suyo que ni siquiera hace falta el articulado de la constitución para que podamos suponer existentes las normas fundamentales que deben regir la solución de los casos. Serian sencillamente las normas de la moral objetivamente correcta. La constitución no lo es por ser decisión del poder constituyente, sino por ser decisión del poder constituyente que recoge los mandamientos de la moral objetivamente verdadera. Pero, ya que se niega la separación conceptual entre derecho y moral y puesto que, en consecuencia, la moral verdadera es parte constitutiva de cualquier autentico derecho, las supremas normas del sistema jurídico son tales por ser supremas normas morales, no por ser normas de la constitución; y la constitución merece su respeto no por razones de jerarquía formal ni de legitimidad de la decisión constituyente, sino porque su contenido es el que debe ser para que la constitución sea jurídica. En otras palabras, un sistema jurídico que formal o positivamente no tuviera constitución tendría materialmente la misma constitución, compuesta por las supremas normas morales objetivas y verdaderas. Lo mismo que el iusnaturalismo de toda la vida pretendía, con la única diferencia importante de que lo que el iusnaturalismo llamaba derecho natural ahora se llama constitución, y que las que eran denominadas normas de derecho natural ahora se denominan principios constitucionales. Habrán cambiado más de cuatro contenidos y se ha modificado la terminología, pero estructuralmente hay identidad entre aquel iusnaturalismo de antes y este constitucionalismo antipositivista de ahora.
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            XV. No hay caso judicial que no pueda recomponerse como de conflicto entre principios o, las más de las veces, como de conflicto entre derechos. Si eso es así, y lo es, resultará que las normas que son principios y las que, como normas de principio protegen derechos, más que para resolver conflictos sirven para provocarlos a un nuevo nivel o en una nueva escala. La norma penal que castiga el homicidio sienta que el que mate debe ser penado, si no concurre una de las excepciones tasadas, una eximente. Pero resulta que quien mato realizó su libertad al matar y, sobre todo, la pena con que se le amenaza limita un bien tan básico y un derecho tan fundamentalísimo como la libertad misma. Hay por ahí unas buenas razones para no castigarlo, contra lo que la norma estipula. Pero por el otro lado están el derecho a la vida que a la víctima se le vulneró, más los derechos a la vida y a la seguridad de los ciudadanos en general, víctimas potenciales del mismo homicida que ya mató una vez. Se nos insiste desde la teoría jurídica principialista en que debemos huir de los fríos formalismos y las ciegas subsunciones. Entonces, ¿ponderamos en cada caso de homicidio para ver si, en razón de las circunstancias y de su calificación moral y por encima de lo que diga la ley, debemos condenar al homicida o no debemos condenar al homicida, según que en el caso pesen más sus derechos o los principios que respaldan a la víctima, al ciudadano en general o al Estado[2]?
            No se me ocurre cómo puede el principialista sugerir que ahí no ponderemos, sin contradecir sus tesis más básicas. Pero si a ponderar nos disponemos, el Derecho penal se nos disuelve como vía para solucionar conflictos y fijar con carácter general consecuencias jurídicas, penas, para ciertas (clases de) acciones. No, cada homicidio ya no sería un caso típico al que hay que dar la solución típica legalmente tasada, sino un conflicto moral en el que a cada homicida se le debe brindar el trato que moralmente merezca, siendo el juez el que averigua cuál es ese trato merecido, con ayuda de la ponderación.
            Pero las cosas ni deben funcionar así, ni funcionan así de hecho, ni quiere hasta el mismísimo principialista que así funcionen. Y recuérdese que no vale decir que la clave está en que la norma que castiga el homicidio o cualquier otro delito es una regla y no un principio, ya que insisten Alexy y sus compañeros de doctrina en que también contra las reglas es posible ponderar principios y que los principios pueden derrotar a cualquier regla. Así que la regla que tipifica cualquier delito y su pena puede alguna vez ser derrotada por algún principio. Igual que, según esa misma teoría, por algún principio opuesto puede en alguna ocasión ser derrotada la norma que estipula el principio de legalidad penal y prohíbe castigar como delito lo que no esté tipificado en ley anterior. Sea ese que llamamos “principio” de legalidad una regla o sea un principio genuino, es por definición derrotable por principios que con intención opuesta puedan venir al caso.
            Las cosas no suceden así, por suerte. El juez no está autorizado por el sistema jurídico a absolver, sin concurrencia de eximente, al delincuente que se ha probado tal, por mucho que condenarlo parezca inmoral o pueda presentarse como fuertemente afrentoso para un principio constitucional expreso o tácito. Y el juez no está autorizado a condenar al que no haya cometido delito típico y establecido en norma anterior a la acción reprochable, por mucho que mil y un principios se confabulen a favor de esa condena y pesen más que el de legalidad penal. El juez que haga lo uno o lo otro prevarica. Y esto que raramente se discutirá cuando de Derecho penal hablamos, es así para cualquier otro ámbito jurídico. La diferencia es que en el Derecho penal se ve más claro el juego del sistema jurídico de un Estado de Derecho que en verdad lo sea, y que respecto del Derecho penal se captan mejor los riesgos generales del principialismo y la ponderación, tanto como riesgos para la función misma que justifica el Derecho como para las garantías y los más básicos derechos de los ciudadanos.
            XVI. Tomemos una vez más uno de esos ejemplos trillados, un caso en que supuestamente compiten la libertad de expresión y el derecho al honor. Alguien ha dicho públicamente que yo soy un X, siendo ese un calificativo fuertemente peyorativo. Ante mi demanda de compensación porque se ha dañado mi derecho al honor, la otra parte alegará su derecho a la libertad de expresión. Pero ese no es propiamente un conflicto entre derecho al honor y libertad de expresión, salvo en el sentido de que cada una de las partes invoca a su favor uno de esos derechos. Es un conflicto entre partes que invocan derechos distintos, no es estructuralmente y según el diseño del sistema jurídico, un conflicto entre esos dos derechos. Explicaré a continuación por qué.
            La Constitución dice que todos tenemos derecho al honor, no que todos tenemos derecho a la mayor protección posible de nuestro honor. Es un precepto normal y corriente, con la peculiaridad de que su consecuencia jurídica tendrá que ser concretada o bien en otra norma, o bien jurisprudencialmente. Por ejemplo, en España la LO 1/1982 concreta la consecuencia jurídica de la vulneración del derecho al honor al decir que toda intromisión ilegítima en el mismo da lugar a indemnización. Y en la vía penal otro tanto hacen aquellas normas que tipifican los delitos contra el honor y sus penas, como sucede con los delitos de calumnia e injuria. De que una norma que establece la licitud o ilicitud de una conducta no fije una consecuencia jurídica precisa para su vulneración para nada se sigue que dicha norma haya de aplicarse ponderando y no subsumiendo, generalmente previa interpretación. Si está prohibido dañarme el honor a mí, la norma que tal prohíbe se viola cuando a mí se me daña el honor. Cuestión diferente, que en alguna otra parte o de alguna otra manera habrá que solucionar, es la de qué consecuencia jurídica se impone al vulnerador una vez que se ha probado y establecido que existió esa conducta suya ilícita.
            Cuando un ciudadano ha dicho públicamente que yo soy un X y yo demando a ese ciudadano porque me ha dañado el honor, o me querello porque me ha injuriado o calumniado, lo único que corresponde es ver si en la acción que se juzga se dan los elementos de la calumnia o la injuria o si se da la intromisión ilegítima en mi honor que fundamenta la indemnización civil por daño. Ni más ni menos.
            Por supuesto que el otro se ha expresado al decir que soy un X y que al expresarse libremente ejerció su libertad de expresión. Eso es poco menos que una trivialidad. Si no hubiera actuado libremente al expresarse, no habría caso contra él, ni penal ni, tal vez, civil. Pero que él haya ejercido su libertad de expresión ni cuenta ni se pondera ni nada de nada. Es obvio que solo expresándose de alguna forma (oralmente, por escrito, mediante dibujos o algún tipo de imágenes…) se puede dañar mi honor. Si resulta absuelto del delito no es porque, concurriendo los elementos de la calumnia o la injuria, su libertad de expresión haya pesado más a la luz de las circunstancias del caso. En modo alguno es así. Si se le absuelve será porque estima el juez que no concurren los elementos del delito, que falta la acción típica, que falta el dolo o animus requerido, que concurre una causa de justificación, etc. Nunca he visto (y espero que no veamos) una sentencia en la que el juez diga que habiendo sido dañado el honor de la víctima del modo que corresponde al delito de injuria o calumnia y dándose todos los requisitos para la condena, se absuelve al acusado porque en sus circunstancias pesa más un principio contrario a la condena.
            Y otro tanto en el plano del juicio no penal. Si el juez condena a indemnizar es porque considera acreditado que ha habido atentado contra el derecho al honor, daño al honor, una vez definido e interpretado lo que por honor se pueda o se deba entender, etc., no porque le parezca que el honor pesó ahí más que la libertad de expresión. Y si el juez absuelve no es porque estime que la libertad de expresión fue el derecho que venció en la contienda de los pesajes, sino porque no hubo daño al honor. Siempre que el juez siente que hubo daño al honor (y no concurriendo una causa tasada de justificación o de exoneración de la responsabilidad) va a condenar, trátese de un juicio penal o de responsabilidad civil por daño. Y siempre que no condena (y si no se trata de que concurra una causa de justificación o de exoneración de responsabilidad) va a ser porque no hubo daño al honor, no porque sea mayor en esa oportunidad el peso de la libertad de expresión. La libertad de expresión, que es un derecho de esos que podríamos llamar por defecto[3], justifica y hace jurídicamente permisible toda expresión que no dañe ciertos derechos, como el derecho al honor en primer lugar. Cuando los daña, cede. Cuando no los daña, no tiene por qué ceder. Y si se trata de lo uno o de lo otro no se decide ponderando cuál derecho (o su principio) pesa más en el caso, sino qué significa honor y si bajo la norma que lo ampara y veda su merma se subsume o no la expresión que se enjuicia.
            Pues bien, igual que este caso, todos. A no ser que queramos que ningún derecho tengamos firmemente protegido, ninguno de esos que operan como garantías del ciudadano (por ejemplo, que no se dañe su honor, su intimidad, su derecho a la propia imagen…) o como expectativas del ciudadano jurídicamente respaldadas, como la de que el Estado le deba hacer o no hacer algo. Pues, por seguir con el ejemplo del honor, si el que lo tengamos protegido no depende de que se sobrepase o no cierto límite, sino de que pese más o pese menos el principio que justifica que ese límite se traspase, aviados estamos y nuestros derechos quedan a merced de la báscula y de la pericia y sana intención del que la maneje. Ya no se trata sin más de que se haga dúctil el derecho o que se licue un poquito; es que se vuelve gaseoso, se nos evapora.



[1] La caracterización de la Constitución como “orden objetivo de valores” apareció en 1958 en el comentario de Günter Dürig al parágrafo 1 de la Ley Fundamental de Bonn y fue inmediatamente reproducida por el Tribunal Constitucional Alemán en la sentencia del caso Lüth. Véase la “Sonderdruck” que la editorial Beck ha realizado del comentario de Dürig a los artículos 1 y 2 de la Ley Fundamental de Bonn en el tratado Maunz-Dürig (Günter Dürig, Kommentierung der Artikel 1 und 2 Grundgesetz, München, Beck, s.a. -2003-. Dice Uwe Wesel que Dürig es el “inventor del <> (Wertsystem) de los derechos fundamentales, noción de la que en adelante se sirvió el Tribunal Constitucional, a partir del caso Lüth (Cfr. U. Wesel, Der Gang nach Karlsruhe. Das Bundesverfassungsgericht in der Geschichte der Bundesrepublik, München, Karl Blessing, 2004, p. 131). En la doctrina en castellano se encuentra una excelente exposición a este respecto en el libro de Luis M. Cruz de Landázuri, La Constitución como orden de valores, Granada, Comares, 2005. Véase también mi artículo “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”, en Juan A. García Amado, El Derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2010, especialmente pp. 144ss.
[2] No anda muy alejada de ahí la propuesta de Heiner Chrstian Schmidt, que plantea que en todo juicio penal se aplique la ponderación que atienda al principio de proporcionalidad y que se constituya así una causa autónoma de exclusión de la antijuridicidad cuando un derecho del acusado pese más que el interés o bien con la pena defendido. Véase Heiner Christian Schmidt, Grundrechte als verfassungsunmittelbare Strafbefreiungsgründe, Baden-Baden: Nomos, 2008.
[3] Para la clasificación de los derechos y la tipología de sus relaciones véase mi estudio “Sobre los derechos fundamentales y sus conflictos y sobre ponderaciones en la resolución de sus casos”, en C. Hermida, J.A. Santos (coords.), Una filosofía del derecho en acción. Homenaje al profesor Andrés Ollero, Madrid, Congreso de los Diputados, 2015, pp. 1355-1378.

1 comentario:

ajch dijo...

Muy interesante su texto, una vez más demuestra que la ponderación es una instrumento de interpretación que conduce ´necesariamente a la inseguridad jurídica y la arbitrariedad judicial.
A raíz de la lectura de este texto me surgió la siguiente reflexión, si en una futura reforma del CP el artículo 20 fuese derogado, es decir, si desaparecieran de nuestras normas escritas las eximentes, o si están no hubiesen sido nunca recopiladas en normas escritas, ¿se podría justificar una conducta típica?,¿ se podría exculpar a un sujeto que ha cometido una conducta típica y antijurídica?.
Espero su respuesta.