Gracias a la generosidad de mi amigo Pedro Grández, la editorial Palestra va publicar una nueva edición de mi primer libro, "Teorías de la tópica jurídica". A petición del editor, he escrito una nota para abrir esta edición nueva, nota que provisionalmente comparto aquí.
NOTA PARA LA NUEVA EDICIÓN.
Juan Antonio García Amado
La primera
edición de este libro fue en 1988, de la mano de la editorial Civitas y el
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, mi Universidad de origen
y, en muchos sentidos, mi Universidad de siempre. Agradezco de corazón a la
Editorial Palestra y a Pedro Grández esta iniciativa para que la obra vuelva a
ver la luz.
Este escrito
fue mi tesis doctoral y, pasado tanto tiempo, es difícil sustraerse a la
tentación del recuerdo. Ya por aquellos años jóvenes me gustaban los temas
relacionados con la metodología de la interpretación del Derecho y el
razonamiento jurídico. Por eso había comenzado a leer con entusiasmo a Ch.
Perelman y me imaginaba dedicando a su pensamiento mi doctorado. Llegó entonces
una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) y terminé en
Múnich, tan desorientado como feliz, sin dirección española ni tutela alemana
efectiva, en parte por mi timidez de entonces, pero rodeado allá de compañeros
entrañables que compartían sueños académicos e ideales de vida. No tenía
sentido trabajar en Alemania en una tesis sobre un autor de origen polaco que
enseñaba en Bélgica y escribía en francés, de modo que busqué una doctrina
germana que se le pareciera y fui a dar con Viehweg y su tópica jurídica.
Muchas veces
he dicho, con obvio ánimo de broma, que la tesis doctoral es como el primer
matrimonio, empresa que se inicia con entusiasmo y muchas ilusiones y que suele
terminar en hartazgo y en ganas de buscar nuevo tema. Pero no sé si propiamente
ha sido así en mi caso y respecto de la tópica jurídica. El tema no da mucho de
sí, esa es la verdad o a esa conclusión llegué ya antes de culminar el trabajo,
pero me permitió sumergirme en las teorías de la argumentación jurídica, y esa
afición no se me ha pasado. Si se me permite seguir con la analogía
matrimonial, vendría a ser como si el cónyuge de uno no fuera la persona más
atractiva del mundo, pero tuviera una familia bien interesante. Tantos años
después, no ha quedado un mal recuerdo y hay que hacer justicia a lo bueno que
se aprendió gracias a esos comienzos.
Pasé dos
años en Alemania y regresé a España, a Oviedo, para rematar la tesis. Todavía
antes de ponerle punto final regresé algún mes más a Alemania, esta vez a Mainz
(en español, Maguncia), donde enseñaba uno de los discípulos predilectos de
Theodor Viehweg, Ottmar Ballweg. Era Ballweg un personaje entrañable y ameno,
maestro a la antigua usanza, que me recibía en su biblioteca, en su casa, e iba
repasando libro a libro, comentando cada uno y contándome mil y una historias.
Con él visité una única vez a un Theodor Viehweg ya mayor que, junto con su esposa,
me agasajó con café y deliciosa repostería de la zona. Murió pocos años después.
No ha pasado
tanto tiempo, pero eran otros tiempos, lo mismo en España que en Alemania. Por
entonces, muchos de los viejos profesores tenían un sello o carácter que se ha
ido perdiendo, un especial carisma, un aura de amable pero imponente autoridad.
Hoy, quizá también en Alemania y, desde luego, en España, el profesor
universitario gasta más aires de burócrata escasamente vocacional y ha
descubierto que del carisma académico no se vive bien por estos lares y que tienen
mayor rendimiento la conspiración o la vulgar acumulación de pedestres méritos
curriculares, que evalúan, cuando toca, colegas igual de alienados e
idénticamente bajitos.
Ay, aquellas
historias, tantas, que sobre su maestro me narraba el afable y brillante
Ballweg. Theodor Viehweg había sido un caso excepcional entre los iusfilósofos
alemanes, pues en aquellas tierras la cátedra de Filosofía del Derecho nunca va
sola, sino que el Professor de tal
materia ha de serlo también de otra disciplina jurídica. La combinación más
frecuente había sido la de Derecho Penal y Filosofía del Derecho, y cómo no
pensar en Gustav Radbruch, ante todo, o en Welzel, Engisch, Klug y tantos
otros, o en Arthur Kaufmann, a cuyos seminarios pude asistir discretamente
durante mis años en Múnich. Desde finales del siglo XX, creo que viene siendo
más común ya la asociación entre Filosofía del Derecho y Derecho Público, y
bástenos recordar la figura señera de Robert Alexy, probablemente el último
gran iusfilósofo alemán, a la espera de nuevas cosechas, no muy probables. Tal
vez habría que estudiar lo que para los temas y los enfoques metodológicos de
la teoría del Derecho y la iusfilosofía germanas ha significado esa mutación.
Contaba
Balllweg que Viehweg se había habilitado primero como catedrático de Filosofía
del Derecho y que concurrió luego para la habilitación en Derecho Privado, con
énfasis den Derecho Civil, pero que no le aprobó esa habilitación el tribunal,
en el que Josef Esser llevaba la voz cantante. Curiosamente, al cabo de los
años Esser citaría entre alabanzas el Topik
und Jurisprudenz de Viehweg y decidió visitarlo en su casa pasado un tiempo.
Viehweg se negó a recibirlo y le cerró la puerta en sus mismas narices. Así se
me contó y así lo recuerdo aquí, como testimonio de aquellos caracteres que
adornaban a los maestros de antaño. Genio y figura Viehweg, genio y figura
Esser, como tantos.
Viehweg
había nacido en Leipzig en 1907. Estudió Derecho en las universidades de
Múnich, Leipzig y Berlín, se doctoró en Leipzig en 1934 y empezó a trabajar en
la Academia de Derecho Alemán, en Múnich. Pero tiene un mérito enorme Viehweg,
por comparación con la gran mayoría de sus contemporáneos, aquellos jóvenes
profesores de Derecho desmedidamente ambiciosos, arribistas, a medio camino
entre el conservadurismo consciente y la simple falta de escrúpulos. Es un
mérito moral de Viehweg: su silencio. Hasta donde sé y he podido averiguar,
nunca escribió una sola palabra a favor de Hitler y sus secuaces, y seguramente
por eso hubo de esperar hasta 1953 para habilitarse en Mainz. De 1953 es la
primera edición de su Topik und
Jurisprudenz. Mientras los muy jóvenes Larenz, Maunz, Forsthoff, Henkel,
Lange, Wieacker y tantísimos más cantaban sus loas al nazismo y se abalanzaban
sobre las plazas que dejaban vacantes los judíos expulsados, unos pocos, muy
pocos, no se avenían a medrar a ese precio.
Pocas veces
un libro corto y relativamente sencillo de un filósofo del Derecho habrá tenido
un éxito tan grande como el de Tópica y
Jurisprudencia, de Viehweg. Además, la edición española, de 1964, iba con
traducción de Luis Díez-Picazo y prólogo de Eduardo García de Enterría, dos
grandes figuras del pensamiento jurídico español, quizá las más grandes de su
tiempo. En aquella España de Franco, a más de cuatro les sonaría a aire fresco
y novedad desconcertante la obra, por contraste por la rancia dogmática y la
sumisa iusfilosofía iusnaturalista y rastrera que por entonces se cultivaba en
las universidades de la dictadura. Y puede que no fuera muy distinta la
impresión en Alemania, allá por 1953, cuando todavía estaban abiertas las
heridas de una doctrina jurídica que había sido mayoritariamente obsequiosa con
Hitler y el nazismo y que a toda prisa trataba luego de camuflarse como
iusnaturalista de hondo empaque moral y echaba, otra vez, la culpa a los
judíos, empezando por el judío Kelsen.
En ese
ambiente, de antiguos nazis que ahora se decían fervientes defensores de los
derechos humanos, de profesores más ansiosos que decentes que ocultaban su
pasado lleno de miseria moral y volvían a ejercer de miserables al culpar a
aquel positivismo que siempre creyeron propio de liberales decadentes y judíos
perversos, en ese ambiente, aparece la obra de un profesor que no estaba
manchado, que busca nuevas referencias y abre nuevos caminos, que apunta que el
Derecho no es ciencia de académicos inmaculados ni fe de moralistas de tres al
cuarto, sino práctica que hace uso de resortes y habilidades que bien
conocieron los griegos y los romanos y que fueron olvidados luego, cuando la
razón se puso a soñar mundos perfectos y acabó pariendo estados monstruosos
entregados a la voluntad de personajes tan siniestros como ridículos,
ignorantes y degenerados, Mussolini, Hitler, Stalin, Franco y tanto dictador de
pacotilla que siempre llevaba a su vera a una corte de antipositivistas escasamente
ilustrados y a una cuadrilla de dogmáticos que se fingían virginales para
avalar cualquier crimen a cambio de un módico salario.
No sé si la
ya muy gastada idea kuhniana de las revoluciones científicas y los cambios de
paradigma será aplicable al cambio en la teoría jurídica, pero, si cabe,
podríamos decir que con autores como Viehweg y Perelman o, entre nosotros,
Recaséns Siches, comenzó una mutación de paradigma, el que ha conducido a las
llamadas teorías de la argumentación jurídica. El que muchos de los que se
dicen cultivadores de tales teorías hayan acabado retornando a donde se solía,
al viejo sueño de la razón jurídica perfecta, de la ciencia jurídica pura (aunque
ahora moralmente pura y curada del pecado original de la fe en la ley
vulgarmente humana), a la única respuesta correcta en derecho, a las certezas
pretendidas de un método que ahora no se dice lógico, sino aritmético y que
pondera con el mismo ingenuo entusiasmo con que antes se subsumía, no es óbice
para reconocer que algo o mucho de lo que con Viehweg y Perelman comenzó
perdurará por largo tiempo y se mantendrá cuando los nuevos sacerdotes del
moralismo jurídico hayan sido otra vez desenmascarados. Volveremos a Viehweg
para constatar que no son, al fin y al cabo, más que tópicos, con su
correspondiente valor persuasivo, esos principios o valores que ahora exalta
una jurisprudencia nuevamente oracular, para redescubrir que no cultivan otra
habilidad que la retórica los que una vez más nos aseguran que han llegado
hasta las entrañas morales de las constituciones y allá adentro han visto la
luz y nos la irradian al común de los mortales.
Porque Viehweg
era ante todo un escéptico amable, un realista elegante, un escarmentado
tranquilo. No sé cómo escribiría yo esta obra hoy, si tuviera que hacerlo de
nuevo y fuera capaz, pero creo que resaltaría esos dos elementos: que ahí
comienza la teoría de la argumentación jurídica y que la argumentación jurídica
nace, así, de la mano de un fuerte escepticismo frente a cuantos han querido
convertir la práctica de lo jurídico en empresa científica o en sacerdocio al
servicio de afanes de justicia que acaban siempre en profesión de cínicos y
ganancia de correveidiles. Viehweg, que ya bien joven había visto lo que había
visto, que sabía cómo eran y qué hacían aquellos jueces y aquellos profesores
alemanes, que había llegado a tiempo para conocer su retórica cuando Hitler y
sus tópicos de después, nos enseña que el rey está desnudo, que el derecho es
práctica social que mucho tiene que ver con poderes y que se hace con palabras,
que suele vencer el más habilidoso en la oratoria y que acostumbra a ganar el
que mejor argumenta y quien más tiene de esos tópicos o lugares comunes y mejor
los usa, ya que, a la postre, el derecho es práctica y esa práctica es lucha
sublimada, batalla de imágenes, torneo de gestos, certamen de figuras.
No sé cómo
escribiría hoy este libro, pero creo que pondría más énfasis en el contexto en
el que nace la obra de Viehweg, resaltaría las fuentes de su escepticismo
sosegado y lo contrastaría con los derroteros que acabó tomando la teoría de la
argumentación jurídica cuando la religión volvió a adueñarse, embozada, de la
teoría del derecho y trasmutó sus mandamientos presuntamente eternos en
preceptos constitucionales, generalmente implícitos. Lo haría así porque no
puedo evitar imaginarme a Herr Viehweg sonriente mientras escucha a quienes hoy
lo citan como precursor y se toma su café y su trozo de Kuchen y concluye que nihil
novum sub sole y que ese no deja de ser un tópico más.
León,
26 de junio de 2018