Este texto que a continuación incluyo aquí lo redacté en 2008 para un foro en una Universidad española y nunca lo publiqué, a no ser un pequeño fragmento en este mismo blog. Reencontré hoy por casualidad este escrito, lo acabo de releer y creo, que pese a probables excesos y errores, merece publicarse y ser sometido a la crítica.
Evidentemente, han pasado dieciséis años, nada menos, y algunos de los ejemplos o datos que se citan han quedado desfasados. Pero me parece que ciertas cosas que denuncio han empeorado, no veo que, más allá de lo simbólico y propagandístico, haya habido una mejoría en muchos lugares. Y, desde luego, el populismo que entonces se intuía se ha hecho manifiesto por obra y (des)gracia de los herederos actuales de Arturo Ui.
Va el texto:
1. Observaciones preliminares. Para poner este escrito en su lugar.
Este texto nace con vocación polémica y con el claro propósito de servir para la discusión en el acto en que será presentado. Su espíritu se pretende retador, y hasta provocativo. Queden los probables excesos compensados, en lo posible, por tanto escrito que sobre este tema no contiene más que enumeración de tópicos al uso, lanzada a moro muerto, hipócrita compasión con víctimas y muy selectivo tratamiento de verdugos y explotadores.
Lo que aquí ha de decirse tiene el siguiente sustento: algunas lecturas sobre teoría e historia de los derechos humanos, información general y no especializada sobre la situación de la mayoría de los países latinoamericanos y, muy en particular, más de cincuenta viajes de quien suscribe a países como Colombia, los más, Argentina, Brasil, México, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, Guatemala y El Salvador.
Sobre esa base, en lo que aquí se exponga no pretenderemos tanto enmendar las habituales explicaciones sobre las carencias de los derechos humanos en Latinoamérica, como subrayar su insuficiencia. Es común que la causa de dicha situación lamentable de los derechos humanos se ponga en factores externos, exógenos, en manejos económicos ajenos y en determinismos de estructuras financieras. Con ello, sistemáticamente se dejan de lado aspectos que también poseen una relevancia grande como factores explicativos de la situación.
En primer lugar, los elementos internos o endógenos, comenzando por una fragmentación social que contrapone masas paupérrimas y élites económicas cuya calidad de vida y grado de ostentación escandaliza en la propia Europa, con nula o muy escasa presencia de clases medias, y con actitudes, en los grupos económicamente privilegiados, más propias de una oligarquía hedonista y exhibicionista que de una burguesía inversora y dinamizadora del sistema económico. Esas élites económicas operan como herederas de señoríos y privilegios propios de la era colonial, pero, desde su férreo control del las instituciones educativas de mayor prestigio y de los medios de comunicación más influyentes, se especializan en desviar la atención hacia designios ajenos y conspiraciones exteriores como causantes de las desigualdades y las injusticias, así como en promover, en los momentos de crisis o riesgo, sentimientos nacionalistas que orienten contra “enemigos” externos toda la energía que, en otro caso, podría traducirse en movimientos de reformismo social o de seria reconsideración de la situación de los países y de sus causas.
En segundo lugar, la insistencia en que son los manejos de la economía internacional, con las multinacionales como hacedoras de todos los entuertos y la globalización como misterioso contexto que propicia todos los padecimientos de los más menesterosos, oculta algunas verdades y deja sin explicación determinados datos. Desde tales planteamientos no es fácil explicar por qué la situación de los derechos humanos, muy especialmente en lo que tiene que ver con la pobreza radical, es más dramática en aquellos países con menor presencia inversora y productiva del capital internacional. Por otra parte, resulta una curiosa paradoja el hecho de que muchos de los gobiernos que se dicen críticos con imperios y capitalismos se acomoden a tener como fuente fundamentalísima de ingresos las remesas que sus emigrantes remiten desde Europa o los Estados Unidos. Y, ante todo, el excesivo economicismo de las explicaciones deja en un interesado segundo plano uno de los elementos que mejor pueden dar cuenta de la muy deficiente situación de los derechos humanos dentro de muchos de esos Estados: la mentalidad social imperante, muy en particular la mentalidad de las élites intelectuales, políticas y económicas.
Estos planteamientos no pretenden exactamente negar que sobre los derechos humanos dentro de cada país de Latinoamérica también influyen aspectos de política internacional y componentes de un capitalismo globalizado y de tintes muy poco humanistas, pero intentan subrayar, por un lado, que como factores explicativos de la situación deben esos dos aspectos ser complementados con otros que no se mencionan tan frecuentemente, y, por otro, que tales silencios teóricos y ese desvío de la atención hacia las causas exteriores y ajenas operan como elementos de manipulación de la ciudadanía y como instrumentos para la perpetuación de una situación que se tiñe de inevitable al ser así presentada, como no susceptible de manejo o reforma eficiente desde la política interna o desde la propia sociedad, convertida ésta en pura víctima, en mero sujeto pasivo de un destino insoslayable en manos de “potencias” tan lejanas como inasibles.
Así puestas las cosas, a continuación haremos mención de algunas cuestiones y actitudes que, a nuestro parecer, algo tienen que ver con la perpetua crisis de los derechos humanos en América Latina.
2. A cada uno lo suyo. Sobre causas endógenas de los padecimientos de los derechos humanos en las sociedades latinoamericanas.
2.1. ¿Qué derechos? El problema mayor que cada vez se oculta mejor: la miseria.
En el papel lo cuentan las cifras y las estadísticas. Al viajero lo impresiona la visión a distancia de tantos barrios míseros, de tantas aldeas donde la vida transcurre sin los más elementales medios. Millones y millones de seres humanos sumidos en la carencia más absoluta, abandonados a su suerte, sin servicios públicos que merezcan tal nombre, sin más asistencia social que la visita del político de turno en tiempo de elecciones, cargado de bocadillos o de botellas de leche. Niños descalzos jugando entre perros famélicos, regueros de orines por las calles, adultos con la mirada perdida, pandillas organizándose para una supervivencia que sólo puede ser delictiva, adolescentes embarazadas, niños aspirando bolsas con pegamento... Miseria a raudales, pobreza extrema, vidas invivibles. Son la mayoría de la población. Y, frente a ellos, minorías exquisitas que se esponjan al enseñarle al visitante sus colecciones de porcelanas, de libros, de cuadros, de joyas, de pieles, que hacen gala de sus estudios y sus títulos, todos con la firma de las universidades más rimbombantes, que empequeñecen al viajero europeo al hacerle la cuenta de las capitales visitadas en la vieja Europa, de los hoteles frecuentados, de las amistades cultivadas, de todo lo carísimo consumido y que queda fuera de los alcances de ese europeo de clase media y mirada atónita.
El más elemental de los razonamientos llevaría a asumir sin duda que urge repartir la riqueza y que los Estados deben meter mano en una buena parte de los bienes de esa clase tan económicamente pudiente como, por lo general, ociosa e improductiva, y redistribuir oportunidades a base de asegurar derechos mínimos a todos y cada un de sus nacionales. Pero no. Si echamos un vistazo a publicaciones de hoy y a teorías a la moda, parece que urge más que el Estado se ocupe de otro tipo de derechos, derechos con los que ni se come ni se curan las enfermedades ni se pone al individuo en condiciones de luchar por una vida digna en esta sociedad global, pero que, al parecer, son los más importantes, pues se relacionan con la identidad de cada sujeto y su manera de ser y percibirse en el mundo: los derechos culturales colectivos. Retornan las reservas indias, pero con la mejor conciencia de los blancos capitalinos, cobran nueva legitimación los viejos resguardos. Se aplica a los grupos humanos el patrón ecológico de las especies animales o vegetales y se concluye que se debe preservar la prístina identidad de los grupos aborígenes, salvar sus lenguas, proteger sus costumbres, asegurar su perpetuación intemporal e incontaminada, allá y así. Con las tribus lejanas y pobres se extasían antropólogos nacionales con máster estadounidense y paternalismo de colonizador sin remordimientos; en favelas y poblados de miseria los teóricos del Derecho y de la Política afinan sus doctrinas sobre el pluralismo jurídico, para convencernos de que este Derecho positivo, oficial y estatal que a nosotros tan bien nos defiende, no es ni tan Derecho ni el único Derecho ni el más auténtico, puesto que nace del artificio y los procedimientos formales y no de la vida espontánea de los pobladores.
Con la misma conciencia tranquila con que antaño se repartían limosnas y se le explicaba al pobre cuán feliz era en el fondo, sin tanto negocio que atender ni tanta hacienda que administrar, se siembran ahora derechos de nuevo cuño, el derecho de cada cual a seguir cazando como sus tatarabuelos, a hablar en exclusiva la lengua con la que no se entenderá con nadie que no sea de su territorio, a practicar sus ritos, aunque a nosotros nos parezcan crueles, a usar la medicina natural que lo salvará mejor que esos hospitales públicos de medicina pervertida e inhumana y que nunca tendrá a menos de cien, quinientos o mil kilómetros, y todo como sentido homenaje a autenticidades intocadas, a identidades cristalinas, a raíces profundas en tradiciones y mitos fundantes, a la feliz simpleza de lo primitivo; no como nosotros, que fíjese usted qué mal estamos y qué mala vida nos damos por abandonarnos al bienestar, al cosmopolitismo, al mercado y a una permanente crisis de valores que sólo nos permite disfrutar y disfrutar de bienes y ocasiones.
Retornan esquemas medievales y los derechos primeros de cada cual son los que le tocan por razón de su grupo. Sólo que ahora, al menos en primera instancia o al primer golpe de vista, ya no son derechos de casta o derechos marcados por razón de oficio; pero siguen siendo derechos por razón de nacimiento y su función continúa la misma: encasillar a cada individuo en su grupo, pues no es supremo destino de cada cual el realizar su personal autonomía por encima de raíces y tradiciones, sino el de perpetuar el ser grupal haciendo lo que nació para hacer, viviendo donde por cuna le corresponde y manteniéndose ajeno a mundos, grupos y formas de vida que no son los suyos. Vidas pobres, sí, pero dignas, con esa suprema dignidad de ser fieles a las raíces y saberse parte de una historia milenaria; no como nosotros, tan desarraigados, tan infelices en medio de tantísima dicha y semejantes oportunidades de gobernar nuestro destino.
Nunca fue tan superestructural la cultura, ahora en términos de derechos culturales. Con suma habilidad, el burgués bien viajado exalta las virtudes de lo autóctono, el capitalino de sofisticada cultura alaba las ventajas de la vida sencilla y el académico curtido en títulos, lenguas y universidades de medio mundo insiste en que no hay nada como la raíz comunitaria y su visión de las cosas, monolítica, única y primaria. Cómo articular las convivencia entre culturas es debate que sustituye al de cómo repartir bienes tangibles y oportunidades reales para los individuos; cómo preservar incólumes las culturas que, al parecer, encarnan las esencias nacionales que proclaman los tataranietos de los conquistadores europeos es tema que nos ayuda a no ocuparnos de por qué siguen mandando, dominando y, ante todo, enriqueciéndose esos descendientes de las viejas oligarquías. Maniobra de despiste, hábiles artificios para que el discriminado se conforme y hasta se sienta envidiado por quienes lo oprimen, lo explotan e, incluso, lo utilizan como cobaya en supuestos trabajos de campo en traje de Coronel Tapioca y con abstract en inglés.
En Latinoamérica se seguirá haciendo escarnio de los derechos humanos mientras no existan Estados suficientemente fuertes como para expropiar de una buena parte de sus privilegios económicos a sus élites más improductivas, al tiempo que sean capaces de atraer capitales extranjeros que inviertan en los países con la misma confianza con que pueden hacerlo en Europa, por ejemplo; Estados que, al tiempo, deben estar en condiciones de poner en práctica unas políticas educativas y de información que contrapesen la fuerza alienante de esas “iglesias” de los nuevos derechos allí donde todavía no se han respetado jamás los derechos primeros.
2.2. Nosotros pensamos tus derechos: el paternalismo interesado de las élites intelectuales y académicas.
Es el drama de la mayoría de las políticas de liberación: que los oprimidos no se liberan por sí, sino por obra y gracia, sobre todo gracia, de una parte de los opresores, imbuidos de una improbable conciencia de la clase que no es la suya. Comenzó con los misioneros católicos y para salvar primeramente las almas de los afligidos por las penas de este mundo, pero al menos esos misioneros se iban a las aldeas y compartían choza y alimento, aun cuando los hilos los movieran orondos obispos desde episcopales palacios. Luego, en Latinoamérica, la independencia la gestaron criollos bien orgullosos de sus ancestros hispánicos y con las ideas convenientemente afrancesadas, aunque con el fin de liberar a los de sus pueblos de toda obediencia que no fuera a los de siempre, aunque cambiando el pasaporte o el documento de ciudadanía. Cundió incluso el hábito de que las libertades las defendieran los generales, la vida se salvaguardara a base de ejecuciones masivas y la revolución la encabezaran burgueses y propietarios. El principio de no contradicción fue perdiendo peso en el razonamiento político y la lógica de las relaciones sociales se tornó peculiar, aunque el tercero siga estando excluido.
La crisis del marxismo, difícilmente evitable desde que fuera colonizado por partidos que se llamaban vanguardia dizque del proletariado, nos dejó sin herramientas teóricas suficientemente potentes para dar cuenta de las contradicciones sociales y de los viles artificios de la ideología como falsa conciencia. El clímax semiológico sirvió para que viéramos en toda realidad mero signo y en cualquier signo la única realidad, y nos embarcamos en construir y deconstruir discursos para no tener que salir de la universidad y volver al barrio. Es esa hermeneusis que se muerde la cola, que ve en todo texto pura servidumbre en pro de un contexto de poder y que al aplicarse a sí misma, a sus propios textos, se hace narcisista y se queda intelectualmente estéril y socialmente inútil. En sociedades premodernas, la aristocracia económica y académica recibe con alborozo la filosofía posmoderna. Los logros son notables, pues se consiguen cosas tales como discursos bien construidos sobre la deconstrucción o, más meritorio aún, una exégesis de Foucault que lo expurga de toda capacidad para explicar la microfísica de los poderes locales, de los que con frecuencia el crítico de turno es cómplice, portavoz y excelso beneficiario.
A este propósito, lo que ahora mismo está sucediendo en España puede resultar aleccionador y premonitorio de la senda que habrán de seguir esos países que con la boca pequeña llamamos hermanos. La teoría social ha pasado de los viejos esquemas marxistas, según los cuales era la estructura económica la que determinaba toda una superestructura de ideologías, símbolos, formas de comunicación y doctrinas, a la consideración de que toda dominación ilegítima y todo abuso se explican nada más que por la acción de las imágenes socialmente vigentes y de determinadas maneras de hablar y comunicarse. Del imperio de la economía hemos ido a parar al de la semiología. Allá por los años setenta del siglo XX se empezó a resaltar lo que de ideológico y alienante había en muchos productos intelectuales, educativos y de entretenimiento, todos al servicio de los viejos prejuicios y las estructuras sociales de dominación. Pero hemos ido a dar con el convencimiento de que bastará cambiar los discursos para que la realidad se transforme.
Permítaseme una pequeña caricatura. En aquel famoso libro titulado Para leer al Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, se nos aleccionaba sobre la sutil manera en que la factoría Disney reproducía y reforzaba los estereotipos más convenientes para el sistema social en curso. Pero se ha alcanzado un punto en que ya talmente parece que el culpable es el propio Pato Donald y que bastará reescribir las narraciones y cambiar las formas de comunicarnos para que, sin más, la realidad se transforme. Como si el cultivo del lenguaje políticamente correcto y la pura reconfiguración de los textos y los cuentos bastara para atajar las causas de la injusticia social. Hábil maniobra para esconder que por debajo de la injusticia entre los sexos, las razas, las opciones sexuales o las naciones, se halla siempre la causa mayor: la injusticia económica, el más infame reparto de la riqueza y, con ello, de las oportunidades vitales de los seres humanos. Como si a los cambios necesarios en la distribución de la riqueza se pudiera llegar nada más que con la reforma de los textos y la censura de los diálogos.
Va llegando a Latinoamérica ese convencimiento de que la función de leyes y constituciones es primeramente educativa y de que en tales documentos se ha de hacer ante todo proclama de la correcta manera de relacionarse las personas. Más que normas aplicables, se quiere ver en leyes y constituciones catecismos en los que se alecciona sobre la mejor manera de comprender y tratar a las mujeres, a los indígenas, a los discapacitados, a los enfermos, etc. Como si con meras apelaciones a la buena voluntad de las gentes bastara para que las hirientes desigualdades se curen por sí solas.
Por de pronto, unos cuantos países han descubierto el potencial liberador de las constituciones. De nuevo el pensamiento reformista da un salto mortal sin red. Ya se olvidó lo que a propósito, entonces, de los códigos civiles tan flamantes e igualitarios dijera Marx en La cuestión judía: que una norma que proclama igualdades jurídicas e identidad de derechos allí donde no se dan unas mínimas condiciones objetivas para que las oportunidades de todos y cada uno sean similares, es una norma que se hace cómplice del abuso por ocultar su fuente y servir de disfraz y coartada al grupo o clase dominante. Y en ésas estamos, pero ahora con las constituciones.
Dibujemos con brevedad las notas principales de este proceso. Se comienza por elaborar una constitución o remozar la vigente desde los patrones del más excelso constitucionalismo europeo. Se infla bien el documento constitucional a base de valores superiores, principios generalísimos, declaraciones de Estado de Derecho de los más social y avanzado y cláusulas de derechos fundamentales, a ser posible con el matiz de que haber, hay muchos más derechos fundamentales en la Constitución de los que a mero título de ejemplo se explicitan en sus artículos. Un extraterrestre que leyera alguna de esas constituciones las creería propias de algún paraíso social escandinavo y no de sociedades tan desiguales como las que presuntamente gobiernan.
Seguidamente, la academia, bien surtida de doctores y doctorandos con título europeo real o futuro y aderezada con unas pizcas de sociólogos y politólogos que han visitado universidades norteamericanas, importa el neoconstitucionalismo propio de esas sociedades europeas en las que la garantía judicial de los derechos fundamentales y la salvaguarda judicial de la cláusula de Estado social son la culminación de un proceso histórico de realización sucesiva de las etapas del Estado de Derecho, no artificio para dejar en nada los derechos políticos de los ciudadanos, y hasta algunas de sus libertades individuales, en nombre nada más que de los derechos sociales y la moral constitucional. Pero en algunos Estados latinoamericanos las cosas funcionan de otro modo. La doctrina considera que el legislador vive en una crisis de la que no puede recuperarse, que la soberanía popular es más un mito y un estorbo que un principio constitucional que pueda, en este caso, tener visos de realidad alguna, y que la Constitución y su denso contenido de justicia y valores de toda laya únicamente puede realizarse por el camino del activismo judicial y a golpe de casuismo. Se ha pasado del golpe de Estado al golpe de estrado.
Excelentes intenciones, pero hay un pequeño problema: no suele existir carrera judicial propiamente dicha. A los jueces por lo general los elige ese mismo poder político del que provienen los malhadados legisladores. Peor aún, los magistrados constitucionales acostumbran a ser propuestos por esas mismas cámaras legislativas que, al parecer, han perdido toda legitimidad por causa de sus múltiples contaminaciones. Sin embargo, la doctrina local a menudo da por supuesto que en algún momento de ese proceso se produce una transmutación esencial y que el juez que el nefasto sistema político señala acaba poseído por el puro celo constitucional, insobornable, incorruptible, íntegro. Y, cómo no, ¿de dónde se nutre o se pretende que se nutra esa altísima judicatura con tan elevadas responsabilidades históricas?, ¿de dónde provienen muchos de los magistrados titulares y casi todos los magistrados auxiliares? De la misma academia que con sus doctrinas importadas legitima el activismo de tales cámaras y con sus títulos foráneos se arroga la suprema virtud de los intérpretes constitucionales. Queda constituido el complejo académico-judicial que se apropia de la Constitución al erigirse en su único guardián e intérprete exclusivo, que halla así la manera de hacer política sin someterse a las servidumbres de los partidos ni a los vaivenes de los electores y que puede disfrazar de ciencia la ideología y de mandato constitucional la mera opinión particular sobre lo justo.
¿Y dónde quedan los derechos humanos? Al albur del caso concreto. Con el descrédito de la ley y la mala fama del legislador, se desprecia la ley como cauce para la protección y realización de derechos con alcance general y se fía todo a la justicia del caso. Y en ese instante entra en juego un nuevo elemento de autolegitimación, que podemos llamar jurisprudencia simbólica, por analogía con la conocida noción de legislación simbólica. Así como se llama legislación simbólica a aquellas normas que el legislador dicta sin propósito real de que lleguen a ser aplicadas y eficaces y nada más que con un fin propagandístico y de recaudación de votos, podemos denominar jurisprudencia simbólica a aquellas sentencias de enorme brillo mediático, pero con escaso efecto práctico y que, desde luego, para nada conmueven los cimientos de los poderes establecidos, aunque puedan escandalizar a algún beato de viejas esencias nominales.
Tiende a cumplirse aquí una probable ley que formularé como mera hipótesis de trabajo: en tales lugares donde se quiere elevar a los jueces a supremos hacedores de los derechos fundamentales y se ve el activismo judicial como el único camino transitable para la transformación positiva del Estado, los altos tribunales suelen ser tanto más innovadores y rupturistas cuanto menos afecta el asunto que se dirime a los poderes políticos y económicos asentados en el país, y tanto más conservadores en el caso inverso. Se lleva a cabo una explotación exhaustiva de los símbolos, comenzando por lo que los derechos fundamentales simbolizan, y éstos acaban volviéndose la excusa perfecta para el ascenso social, profesional, económico y político de grupos siempre vinculados a las viejas oligarquías que, so pretexto de entregarse a la causa de tales derechos, no cambian en el fondo nada más que algún barniz de la realidad, pero aseguran un futuro esplendoroso a los antiguos magistrados, unos como candidatos políticos y merced a la demagogia hecha desde las sentencias, otros en embajadas o ministerios por obra y gracia de su mucha complacencia con los poderes, y más allá de las apariencias y las sentencias para la galería. Y conste que en España algo vamos sabiendo también de estas cosas.
2.3. Todo por la sociedad, pero sin la sociedad.
Acabamos de aludir al fuerte paternalismo que se respira en muchas de las sociedades, cuyos grupos dirigentes están acostumbrados a contemplar al pueblo llano con la conmiseración que se presta al menor, al incapaz o al que se piensa que nació para ser siempre dirigido y llevado de la mano, buen vasallo solamente si tiene un buen señor. La actitud de esas jerarquías sociales suele ser condescendiente y gustan de recrearse en la loa de las virtudes populares, la alabanza de sus formas tradicionales de vida, la antigüedad de sus ritos, la riqueza de sus ritmos o los sabores de sus platos, pero..., pero vienen luego las observaciones bien puntuales sobre su nula capacidad de autogobierno y su vocacional sumisión al primero que los seduzca o los engañe con cuatro baratijas o unos bocadillos.
En numerosas sociedades latinoamericanas no ha penetrado aún la filosofía moderna de la autonomía individual y la igualdad esencial de cada ser humano en cuanto portador de unos derechos básicos. Pesan los siglos de sumisión a la casta dominante, aunque cambien progresivamente los titulares del privilegio, se incorporen unos pocos nuevos ricos a las familias que siempre han dominado y se reinventen los pretextos para perpetuar la jerarquía de los de siempre. Esa jerarquización social de fondo, heredada de la colonia y mantenida por muchos de los descendientes actuales de los colonizadores, abarca transversalmente todas las relaciones sociales, permea la convivencia y reduce el alcance liberador e igualitario de los derechos fundamentales. El patrón, el doctor, el ingeniero, el señor son más que las personas que detentan un cargo o una posición relativa: son superiores al pueblo y el pueblo les debe respeto y acatamiento. En muchos de tales países, los tratamientos no son cortesía o deferencia, son sustancia social auténtica, signo de jerarquías tenidas por naturales.
Es un asunto de mentalidades y, en muy buena medida, ajeno a intenciones e ideologías. El extranjero lo capta cuando, acompañado de profesionales o colegas nada sospechosos de cultivar el pensamiento reaccionario y bien comprometidos con la teoría de los derechos fundamentales y del Estado social, los ve dirigirse al camarero, dar órdenes al que aparca los coches o, simplemente, vivir la peculiar presencia del servicio doméstico en sus casas. Hay un fragmento de Gringo Viejo, la novela de Carlos Fuentes, en el que queda magníficamente retratada esa sensación de que los sirvientes de la casa son transparentes, parte del mobiliario, adornos que sólo se perciben en su ocasional utilidad, pero que no requieren más atención. En semejante contexto, ¿será raro que hasta al más avanzado de los doctrinantes le parezca natural que su criada trabaje todo el día por la comida y cuatro monedas más? Se las pagan y, acto seguido, se encierra el buen hombre –o la buena mujer- a redactar una monografía sobre la eficacia necesaria de los derechos sociales o a traducir un libro alemán sobre la Drittwirkung.
Más allá de lo atinente a esas viejas mentalidades no desterradas en sociedades escasamente modernas, con la consecuencia de que parece natural que unos pocos piensen y gobiernen por todos, algo se ha de decir también de la escasa densidad de la sociedad civil. Es muy curioso leer a los teóricos norteamericanos del republicanismo, tipo Robert Putnam, cuando se extrañan y se lamentan de cómo en las sociedades de capitalismo individualista se han ido disolviendo los vínculos societarios y la sensación de pertenencia compartida, lo cual repercute negativamente en el sistema político, falto de ese cemento aglutinador que componen las lealtades y los compromisos íntimamente sentidos. Será cierto, pero, entonces, ¿cómo explicamos la fragilidad de la sociedad civil en muchos países de Latinoamérica que no están precisamente instalados en el capitalismo avanzado ni en el individualismo satisfecho de las sociedades opulentas? Abundan las tradiciones, los ritos colectivos, los momentos de encuentro y celebración, el sentimiento nacional, el orgullo de las glorias patrias, pero entre el ciudadano individual y ese poder político distante, de apariencia tan ajena, no se interpone apenas nada. Sindicatos débiles o descaradamente corruptos, movimientos asociativos apenas incipientes, reducidísimo uso de derechos constitucionales como los de asociación, reunión o manifestación, ausencia de canales para la libre expresión de los ciudadanos.
Las causas sin duda son complejas y habría que detallar su análisis país por país. No olvidemos, en primer lugar, que en algunos, como Colombia, se ha practicado con sindicalistas y líderes sociales el más meticuloso y exhaustivo exterminio, el asesinato sistemático e implacable. En otros muchos lugares se paga todavía la factura de la masacre por las dictaduras más fascistas y brutales de todo pensamiento crítico y toda acción social colectiva. Países hay también donde el sindicalismo y los movimientos sociales tienen tradición, pero vinculados a oscuros partidos originiariamente protofascistas y volcados en la búsqueda compulsiva de líderes políticos de corte mesiánico y maneras burdamente populistas.
Cómo no pensar en la larga sombra de Perón y Evita, por ejemplo. Y qué decir de los afanes de cierta izquierda por poseer la exclusiva de todo movimiento social, para ponerlo al servicio de revoluciones que anuncian la redención general y definitiva para pasado mañana, pero que no permiten a la sociedad expresarse libremente dentro del sistema, sino sólo contra él y bajo la mano férrea de la vanguardia de turno. Consumidores, mujeres, pacifistas, ecologistas, homosexuales, estudiantes, trabajadores, vecinos, todos atrapados en ese dilema de someterse a lo de siempre y salvar el pellejo o de jugárselo por la revolución, pero con grandes dificultades para operar como portavoces de intereses concretos y para proponer las reformas del día a día; y, en suma, para hacer valer esos derechos que se quedan en meras proclamas constitucionales, tan grandilocuentes como vacías de efectividad y contenido tangible. Sin canales intermedios entre la ciudadanía inerme y el sistema político que reproduce las viejas estructuras sociales y perpetúa la dominación de las élites tradicionales, el sistema político nominalmente democrático y el autoproclamado Estado de Derecho quedan en puro cascarón propagandístico, en herramientas para la nueva legitimación de los arcaicos esquemas sociales.
En la mayor parte de las ciudades no hay ágora ni equivalente funcional ninguno. La inseguridad es la razón; o el pretexto. En las ciudades no se camina y el único lugar de encuentro son los centros comerciales o los estadios. Cada quien se mueve en coche todo el rato, a ser posible con cristales tintados, y cada uno se encuentra nada más que con sus iguales en los sitios reservados al efecto: sus restaurantes, sus clubes, sus urbanizaciones. Cada gran ciudad es un bien estudiado entramado de mundos inconexos, donde al pobre se le hurta hasta la visión de la riqueza y el rico se guarda de cruzarse con la pobreza. Cada sociedad es un puzzle de sociedades incomunicadas. No quedan espacios para la deliberación y tanto escrito sobre democracia deliberativa suena a escarnio o a divertimento de ociosos.
2.4. Un arsenal de excusas.
Resultaría de lo más interesante un estudio sistemático y pormenorizado de la producción intelectual de un buen puñado de las universidades de mayor prestigio e influencia, sobre todo privadas. Convendría, en primer lugar, catalogar el origen social de los profesores, su dedicación profesional y los puestos y cargos que acaban desempeñando en el sistema político y económico del respectivo país. Mi hipótesis es que en su gran mayoría esas universidades se nutren de las viejas y nuevas oligarquías y son el vivero privilegiado de futuros gobernantes, altos magistrados y representantes y defensores de las grandes empresas nacionales e internacionales.
Pero, al tiempo, muchos de los más exitosos profesores se vuelcan en la escritura de dos tipos de obras. En unas se limitan a importar doctrina constitucional, jurídica y politológica europea y norteamericana, sin especial atención a la difícil aplicación de semejantes teorías en contextos sociales tan distintos de los originarios. Se acaba así en el cultivo de un Derecho y de una teoría del Estado con tintes fuertemente irreales, y se asienta, al menos entre las élites, el convencimiento de que el país real es ese país doctrinal y fantasmagórico en el que la Constitución parece efectiva porque son potentes sus bases teóricas, y en el que los derechos fundamentales cobran visos de eficacia porque las garantías se administran con un muy paternalista voluntarismo. El país de papel reemplaza al país de verdad en el imaginario común de mucho académico y de esa alta burguesía que compra en Miami y veranea en alguna tranquila isla del Caribe.
Muchos libros se dedican también a la crítica de la globalización o al denuesto del capitalismo multinacional, sin parar mientes en que con frecuencia el modo de producción vigente en la respetiva nación tiene más de feudal que de capitalista y en que globalizadas están solamente esas élites políglotas, viajeras y repletas de títulos. Nueva manera de emplear la doctrina para ponerse de espaldas a la realidad circundante y para desactivar las potencialidades críticas y transformadoras de una teoría que sólo puede ser útil, más allá de las fronteras académicas y grupales y de los intereses personales de sus cultivadores, si se ciñe a las especificidades de la respectiva sociedad y se propone en verdad transformarla, sin quedarse en el juego de la legislación simbólica y del constitucionalismo de salón.
No se debe hacer categoría de lo anecdótico, ciertamente, pero deja una sensación de sospecha tropezarse con tanto intelectual “comprometido” y bien situado que explica las lacras del país a base de echar las culpas de antes a los conquistadores españoles o lusos y las de ahora al capitalismo norteamericano y a las malas artes de Bush y sus secuaces. Su parte de razón habrá en tales argumentos, pero, puestos a diagnosticar y a administrar tratamientos efectivos contra tanta miseria y tanto abuso, no estaría de más alguna dosis de autocrítica nacional. La tan desigual distribución de la riqueza y de las oportunidades vitales es antes que nada un problema interno del Estado y de cuya responsabilidad no pueden desembarazarse tan fácilmente los grupos dirigentes. La existencia de espantosas bolsas de miseria es en primer lugar un problema interno del correspondiente Estado, del que se evade la responsabilidad tanto cuando se las presenta como fatalidades históricas sin solución, como cuando se imputan a la cuenta exclusiva del imperialismo internacional.
Sorprende la cortedad de miras de tanto oligarca, confeso o no, que, nada más que por mantener privilegios de estilo antiguo y sensaciones de viejo señorío, no acierta a ver que países con más justicia social serían países también con mayor seguridad personal y jurídica, y que, en condiciones así, podrían esos estados convertirse en imán para la riqueza, desde el turismo extranjero hasta la inversión productiva exterior. Las reformas posibles, que podrían y deberían impulsarse desde la política y la economía, se bloquean por la obcecación de la casta dominante, empeñada en defender contra viento y marea sus privilegios y en perpetuar dominaciones atávicas y prejuicios seculares. Se crea la sensación de que no hay más salida que la utopía, como si la utopía fuera salida. Y vemos al pensamiento que se quiere crítico perderse en quimeras que, a la postre, sólo sirven para el mantenimiento de los esquemas establecidos. Unos, fiando la transformación social a la teología, aunque sea una bien intencionada teología de la liberación; otros, soñando, a estas alturas, con quiméricas revoluciones armadas que sistemáticamente hacen de los oprimidos sus primeras víctimas. Como si la pobreza de la gran mayoría de la población pudiera superarse construyendo aquí y allá nuevos falansterios o como si en verdad cupiera transformar las estructuras del Estado exterminando campesinos carentes de conciencia de clase o disparando contra policías mal pagados e hijos de ese mismo pueblo que supuestamente se pretende liberar.
Y siempre el recurso a la última excusa, el nacionalismo. Al fin y al cabo, qué mejor medio para aglutinar a los habitantes de esas sociedades desestructuradas, para mantener leales a quienes no poseen otra razón de peso para plegarse al Estado y aceptar a sus dirigentes. Echemos las culpas al opresor extranjero, a los malvados imperios. Forcemos conflictos con las naciones vecinas, expliquemos cualquier desajuste interno como resultado de maniobras ajenas, y, sobre todo, convenzamos al pueblo de que sus penurias son la consecuencia de la riqueza de norteamericanos o europeos. Excelente disculpa para que nuevos ricos medren dentro, subidos a las faldas del Estado, y para que cualquier reforma social de fondo siga viéndose como imposible mientras el mundo entero no cambie.
2.5. Estados con poco Estado y políticas sin política.
Una de las grandes paradojas de muchos países de Latinoamérica está en que, mientras la teoría proclama las excelencias de las constituciones que hablan de Estado social de Derecho, no se ponen las bases para que haya, antes que nada, un Estado moderno propiamente dicho. La burocracia estatal es endeble en grado sumo, pues apenas existe funcionariado profesional. Cada nuevo gobierno rellena la Administración pública con su gente y pone la maquinaria administrativa al servicio exclusivo de sus designios electorales. La carrera administrativa es carrera en pos del favor político, donde debería haber funcionarios se colocan meros esbirros y, con ello, los servicios públicos suelen ser nada más que pretextos para consolidar viejas dominaciones. Las técnicas del buen gobierno quedan en tácticas electorales y de la lealtad al Estado no hay más rastro que el apego cuasifeudal a quienes proponen cargos y regalan encomiendas. Los profesionales de la Administración son encubiertos mercenarios de la política, entendida al modo local, es decir, como vía de acceso a poderes mejores y más rentables y como arte para mantenerse en ese reducto de familias que gestionan lo público como si fuera su hacienda particular, con tintes aún de los viejos esquemas absolutistas.
No se deja espacio para la política como gran debate social en el que se proponen programas para el público debate y se cotejan modelos alternativos de reforma social. Al pueblo supuestamente soberano se le tiene por incapaz, precisamente por su situación de necesidad y dependencia, y se impone un paternalismo que, con buena conciencia, fía cualquier democracia real a un futuro menos opresivo, al mismo tiempo que con tal actitud se bloquea toda posibilidad de que el futuro sea en algo distinto de este presente desigual de gobernantes ricos y electores míseros.
Con Estados carentes de las estructuras mínimas para acometer con solvencia cualquier política redistributiva exigente y efectiva, con gobernantes que han descubierto en los procedimientos democráticos constitucionalmente sentados la excusa perfecta para que no haya más alternancia política que un muy estudiado reparto de papeles entre las familias y los grupos sociales que siempre han predominado, con una población abocada al escepticismo y acostumbrada a desconfiar de poderes e instituciones, semejantes sistemas no pueden hacer nada más que reproducirse en perpetua repetición, mover símbolos que oculten la parálisis de las estructuras de fondo. Los grupos económicamente pudientes ven en la política el aliado que los libra de los riesgos de la competencia y el mercado, los oprimidos aprenden que han de procurarse por sus propios medios los servicios y la seguridad que habría de brindarles un Estado que en estos tiempos mereciera con propiedad tal nombre. Bajo un denso entramado de normas constitucionales, legales y reglamentarias, y de instituciones que se superponen en promiscua amalgama, se convive de maneras más próximas al estado de naturaleza o a sociedades muy débilmente estatalizadas. O, como máximo, un tardío feudalismo se disfraza con los trajes del Estado moderno y se recubre con discursos teóricos que ni pueden ni quieren dar cuenta de la verdadera situación social ni, mucho menos, pretenden sinceramente alterarla.
3. Conclusiones.
El autor de estas páginas es consciente de algunos reproches que pueden provocar. El primero tal vez tenga que ver con la sabida reacción de los locales que se sentirán incomprendidos y que pueden echar mano de los viejos lugares comunes: que se trata de la típica perspectiva del europeo (o, peor, español) que no es capaz de comprender la dinámica ni los valores de otras culturas y que hace gala del habitual etnocentrismo y hasta es cómplice de todo género de imperialismos. Al menos no era esa la intención, pero en el aire quedará la pregunta de cómo puede formular sus críticas, en lo que sea menester, el extranjero que no quiera caer en fáciles complacencias ni ser enésimo rehén de los tópicos con los que, a la postre, acaba por reforzarse la injusticia.
La otra objeción puede aludir al excesivo énfasis en los factores internos como causantes de la crítica situación de los derechos humanos en gran parte de Latinoamérica. Reitero que ni pretendo negar la parte de responsabilidad que corresponda a las políticas del llamado primer mundo ni la que se desprenda de las estrategias del capitalismo internacional que se aprovecha de las carencias de esos países para hacer impunemente su agosto en ellos. Sólo se quería resaltar que difícilmente se acometerán las reformas imprescindibles para una mínima efectividad de los derechos humanos en Latinoamérica, si no se tienen también en cuenta los factores internos, especialmente los ligados a viejas estructuras de dominación y a mentalidades en las que la filosofía de los derechos humanos sólo prende como discurso consolador y mecanismo para la construcción de nuevos refuerzos de la desigualdad y las diferencias sociales.
En ese orden de cosas, aquí se ha tratado de subrayar los siguientes puntos.
a) Los derechos humanos sólo se hacen realidad allí donde hay un Estado moderno y donde se dan las condiciones para una política participativa, con un papel de la ciudadanía en condiciones de actuar en el control de los asuntos públicos, lejos de paternalismos, de populismos manipuladores y de victimismos que cumplen un papel paralizante a base de desviar la responsabilidad a estructuras inmanejables o a conspiraciones foráneas.
b) El conocimiento y la teoría sólo cumplen una misión liberadora cuando los académicos e investigadores están en condiciones de suficiente independencia de los poderes locales y cuando son capaces de sustraerse a coartadas, manipulaciones e intereses gremiales y parciales, de manera que sus modelos y esquemas sirven, en primer lugar, para explicar adecuadamente la realidad circundante y, en segundo lugar, para proponer reformas viables.
c) La causa primera y esencial de la crisis de los derechos humanos en Latinoamética está en la miseria bajo la que viven amplísimas capas de la población. Toda política de derechos que no sea capaz de enfrentar dicha situación mediante medidas legales que propicien una mejor distribución de la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos tendrá un valor puramente cosmético y acabará sirviendo más al mantenimiento del statu quo que a la real liberación de los oprimidos.
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