15 septiembre, 2024

Pobres constituciones. Ninguno las quería y entre todos las mataron

 

Una hipótesis mía que, por supuesto, habría que someter a serio escrutinio: ha habido en unos cuantos países iberoamericanos un doble proceso de desfiguración constitucional (uso esa expresión para no comprometerme aquí con ninguna de las versiones de la llamada teoría de la mutación constitucional). La primera la realizaron ciertas cortes constitucionales al extralimitarse flagrantemente en sus competencias y en el propio papel que la respectiva constitución les encomendaba y al añadir y quitar a su gusto normas de la constitución. Fue cuando los guardianes de la constitución pensaron que podrían ser para siempre sus dueños. Les pudo la vanidad, se vieron de talla mayor que en la que en verdad tenían, se soñaron caudillos con toga y están quedando en sacristanes de parroquia pobre.

La segunda desfiguración se produce cuando ciertos partidos o gobiernos se dan cuenta de que la constitución puede literalmente ser suya y subordinarse por completo a sus intereses, con solo conseguir que los integrantes de las cortes constitucionales ya consagradas como activistas cumplan tres condiciones:

a) Que sean políticamente serviles con tal partido o grupo y moralmente anómicos o cínicos; en suma, gentes poseídas por el fanatismo partidista o abiertamente venales.

b) Que usen ese activismo de estilo principialista y aroma neoconstitucionalista siempre que sea necesario para aumentar el poder del partido o aligerar los controles sobre tal gobierno.

c) Que nunca utilicen tal activismo ni ponderaciones ni cuentos contra ese partido y su gobierno.

Evidentemente b) y c) son posibles una vez que se ha logrado a), y ello porque la teoría jurídica y constitucional de las últimas décadas se ha encargado de convertir el Derecho en vaporoso, inasible, mistérico y oracular, al hilo de afirmaciones tan frívolas como que hay que evitar el formalismo jurídico, que los principios constitucionales y los derechos fundamentales son mandatos de optimización, que ya no vivimos en el Estado de la legalidad y que cualquier forma de resolver conflictos sociales es mejor que la resolución judicial basada en normas firmes y de la mano de jueces independientes, imparciales y bien expertos, etc., etc. Ahora que ya ha mostrado el lobo sus colmillos, llega el llanto y cunden los lamentos. Que cada palo aguante su vela y que cada uno asuma su responsabilidad por lo que anduvo enseñando en sus maestrías.

La elección popular de los tribunales, y particularmente de los que ejercen el control de constitucionalidad, se presenta como la mejor y más segura vía para convertir la constitución en papel de baño con que el partido o grupo dominante se limpia las vergüenzas o las encubre. Entre otras ventajas, la dizque legitimación democrática del poder judicial y del poder de control de constitucionalidad y de garantía de los derechos fundamentales elimina una de las críticas más comunes y fundadas, la de que los partidos y gobiernos de vocación autoritaria y alma de patanes estaban eligiendo para los más altos puestos en el poder judicial a esbirros sin luces y a secuaces sin los debidos conocimientos. Pero como, para el populismo, el voto del pueblo todo lo sana, en cuanto el pueblo vote al sicario jurídico del partido, este se convierte en autoridad judicial supremamente legitimada y en fuente prístina del Derecho más puro. Mano de santo.

Pues bien, de todo esto entiendo el enredo y las intenciones, en medio de mi depresión y mi enfado, pero solo un misterio me consume: hay académicos, supuestamente leídos y reflexivos, que se compran tales cuentos y que no captan la trampa de las cuentas.

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