18 septiembre, 2006

La Guerra Civil y sus causas

En El País viene hoy un artículo de Enrique Moradiellos, historiador académico que se las ha tenido tiesas con Pío Moa, sobre "La evitable Guerra Civil española de 1936". Me parece sumamente equilibrado, ecuánime, no maniqueo, y aquí abajo lo copio, ya que por aquí hemos tenido algún amistoso rifirrafe sobre las cosas de aquel tiempo.
Enrique Moradiellos, La evitable Guerra Civil española de 1936.
Para la dictadura militar que venció en el conflicto fratricida librado en España entre el 17 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939 la cuestión no admitía duda: "La Guerra Civil fue inevitable", porque quienes se negaron "a entregar a España como una presa al satanismo de Rusia" tuvieron que luchar contra quienes estaban "decididos a instaurar la dictadura soviética". Paradójicamente, para muchos de sus enemigos en aquella contienda, ésta también había sido una guerra "inevitable" por análogas razones: la resistencia ante "la sublevación de las castas reaccionarias, dirigidas por los generales traidores", que pretendía frenar la modernización democrática emprendida por la República desde 1931. Con posterioridad a su conclusión, muchos analistas suscribieron ese juicio sobre "la inevitabilidad de la Guerra Civil" por razones de tipo "estructural", "coyuntural" o meramente "antropológico": el problema del latifundismo agrario y la miseria de las masas jornaleras; la tensión entre autoridades civiles y tentaciones pretorianas militares; el pulso entre la inercia centralista y los desafíos autonomistas; la escisión religioso-cultural entre clericales y anticlericales; el impacto de la Gran Depresión de 1929; el intrínseco carácter nacional violento de los españoles, etcétera.
Una de las principales virtudes de la reciente historiografía sobre el conflicto español ha sido la puesta en cuestión de esa vieja tesis sobre la naturaleza "inevitable" de la guerra. Ante todo, porque los historiadores, por oficio acostumbrados al análisis retrospectivo del cambio histórico (con sus componentes azarosos y fortuitos), son más propicios a considerar los fenómenos históricos como contingentes, configurados en el transcurso del tiempo por concatenación, hic et nunc, de causas y circunstancias diversas. Y, por tanto, asumen que el despliegue del curso histórico no recorre un camino de sentido único y determinado sino que fluye entre senderos disponibles y más o menos transitables en distintas direcciones. En otras palabras: la Guerra Civil no fue el producto exigido por ninguna prescripción inmanente del pasado ni tampoco fue la derivación de ninguna finalidad teleológica. El supuesto "peso de las estructuras" deja sin resolver la incógnita de por qué la contienda estalló en julio de 1936 y no antes. La apelación a la "coyuntura" socio-económica depresiva orilla la incomodidad de que median siete años entre su inicio y el conflicto. Y el recurso a la innata violencia nacional nos deja huérfanos ante una evidencia incontestable: el tránsito pacífico de la Monarquía a la República en abril de 1931.
Sin embargo, la afirmación historiográfica de que la Guerra Civil no fue "inevitable" (pudo no haber sucedido), no excusa, sino que demanda, la explicación de por qué se convirtió en realidad sangrante e irreversible. Y a este respecto, con las debidas cautelas, la mayoría de los historiadores se inclinan a suscribir la idea de que fue el resultado del fracaso de la política como arte de resolución de los conflictos inherentes a toda sociedad sin el recurso abierto a las armas y a la violencia generalizada. La guerra fue, por consiguiente, la resultante de acciones y de omisiones por parte de agentes políticos y sociales de carne y hueso, que fracasaron en su tarea de resolver de modo pacífico unas tensiones graves y crecientes en la coyuntura histórica de 1936.
Por supuesto, la remisión a las conductas políticas como metafóricas "chispas" (causas detonadoras) que encienden la "mecha" (causas estructurales y coyunturales) de la guerra significa atribuir una responsabilidad prioritaria en su desencadenamiento a los líderes y mandatarios más representativos y decisorios de la época, capaces de impartir órdenes o de dictar consignas susceptibles de ser secundadas por muchos otros hombres bajo su mando o influencia. Y esa atribución y gradación de responsabilidades no deja de ser un ejercicio subjetivo sometido a las preferencias político-ideológicas de cada analista. Sin embargo, asumiendo ese irreductible componente interpretativo, la historiografía ha llegado a un acuerdo mínimo. A saber: para que la Guerra Civil dejara de ser mera contingencia y deviniera flagrante realidad fueron inexcusables dos fenómenos que constituyeron verdaderas condiciones de posibilidad del conflicto.
El primer fenómeno responde a un proceso crucial: la extensión durante la Segunda República de lo que se ha dado en llamar "la ideología de la violencia" (cuya génesis es anterior). El quinquenio republicano fue escenario de la creciente expansión de dicha ideología al compás de la dura pugna triangular entre los tres modelos socio-políticos entonces imperantes en toda Europa: el reformismo democrático; la reacción autoritaria; y la revolución social. La idea de que era moralmente legítimo el uso de la violencia más brutal para imponer el triunfo de un determinado orden no quedó reducido a los extremos del espectro político donde siempre había anidado: el carlismo y el falangismo, entre los reaccionarios; el comunismo y el anarquismo, entre los revolucionarios. En su caso, la violencia armada habría de ser la partera necesaria tanto del mundo pretérito que soñaba restaurar la reacción como del mundo futuro que anhelaba construir la revolución.
Para infortunio de los contemporáneos, entre 1931 y 1936 esa ideología llegó a impregnar a otros sectores más numerosos de la política y la sociedad, hasta entonces menos propensos a recurrir a las armas para dirimir un equilibrio de fuerzas inestable. En particular, llegó a afectar a dos movimientos inexcusables para la estabilidad del sistema democrático: el socialismo organizado (dividido entre facciones reformistas y revolucionarias) y el catolicismo político (escindido entre la mayoría integrista y la minoría demócrata-cristiana). Es significativo que los dos máximos dirigentes de ambos movimientos, ya a fines de 1933, hicieran declaraciones de mero compromiso accidental con la democracia: "El Partido Socialista va a la conquista del Poder, y va a la conquista, como digo, legalmente si puede ser. Nosotros deseamos que pueda ser con arreglo a la Constitución" (Largo Caballero); "La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer" (Gil Robles).
El segundo fenómeno concierne al contexto histórico que hizo posible en 1936 la operatividad de esa ideología. Porque para desencadenar y sostener una guerra civil no hubiera bastado el propósito beligerante de unos pocos, más o menos numerosos, capaces de promover algaradas, huelgas o incluso insurrecciones contra unas autoridades decididas y en condiciones de utilizar disciplinadamente los amplios recursos coactivos del Estado. Así lo demostró el fiasco del golpe militar reaccionario encabezado por el general Sanjurjo en agosto de 1932 y el fracaso de la huelga e insurrección socialista y catalanista de octubre de 1934. Para precipitar ese tipo de conflicto era inexcusable que las divisiones en la sociedad se hubieran extendido a las Fuerzas Armadas hasta el punto de escindir su unidad y disciplina.
De hecho, fue la división en las filas del Ejército, en su calidad de corporación burocrática jerarquizada con el monopolio legítimo del uso de las armas, lo que hizo posible la contingencia de la Guerra Civil. Si el Ejército hubiera actuado unido a la hora de protagonizar un golpe militar, nada se hubiera interpuesto en su camino: ni la legalidad constitucional de las autoridades civiles, ni la movilización de milicias improvisadas y mal armadas. También lo contrario es cierto: si el Ejército hubiera permanecido leal en su integridad a las autoridades civiles constituidas, no hubiera triunfado ningún golpe militar.
Pero no sucedió ni una cosa ni otra: hubo un golpe militar faccional. El hecho de que la insurrección fuera muy amplia, pero no unánimemente secundada, permitió que otra facción de las fuerzas armadas se opusiera a la misma y consiguiera aplastarla en casi la mitad de España. El resultado de ese fracaso parcial y éxito limitado de la sublevación faccional fue la Guerra Civil. Lo recordaba hace ya tiempo el general Salas Larrazábal, un ilustre historiador que también fue combatiente franquista: "En general, los conspiradores pecaron de superficialidad y optimismo; subestimaron al adversario y supervaloraron su propia influencia en las filas militares". Y lo revalidaba el hijo del general Cabanellas, el más veterano de los líderes sublevados: la lucha "fue el resultado de la división interna del país; pero, al mismo tiempo, de la del Ejército. Desunido, quebrantado en su disciplina, tiene en él origen la guerra de España".

6 comentarios:

Burnout. dijo...

He metido la caña y no toco fondo: Demasiado profundo y exigente para mí. Pero aún me atrevo a decir que por lo menos, es lo más racional que he leido ultimamente acerca de este tema. No recuerdo quien dijo que "la política se sostiene en las puntas de los fusiles" (algo parecido), pero sí, la imágen es esa: Es imprecindible una escisión del ejército para llevar a cabo un golpe, es de cajón cerrado.
Por eso cierto comentario de cierto alto mando hace relativamente poco dió tanto miedo.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Supongo que para esto es para lo que aún sigue sirviendo la academia. Para intervenir así.
También supongo que por eso se ha intentado vender que la historiografía es pura doxa y que los historiógrafos académicos no valen más que los meros pinchaúvas que hacen gala de su amateurismo radical. "Turistas", que diría mi querido Pallahniuk, que necesitan desacreditar el rigor académico (donde lo haya) para que todos parezcan chapotear en el mismo charco...

"Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor,
ignorante, sabio, chorro,
generoso, estafador.
Todo es igual, nada es mejor:
lo mismo un burro que un gran profesor.
No hay aplazaos ni escalafon;
los inmorales nos han igualao (...)
Que falta de respeto,
que atropello a la razon;
cualquiera es un señor,
cualquiera es un ladron (...)
No pienses mas,
echate a un lao,
que a nadie importa si naciste honrao.
Que es lo mismo el que labura
noche y día como un buey
que el que vive de las minas,
que el que mata o el que cura
o esta fuera de la ley".


Grande, Discepolín, grandísimo.

Juan Antonio García Amado dijo...

ATMC: Grande Discépolo, sí señor. Pero me había quedado pendiente contestarle a una cosa que no tiene que ver con el contenido de este post ni -espero- con el tango: que me sentiría muy honrado, naturalmente que sí, de recibir alguno de esos "tochos" que usted escribe y ver dónde hay manera de criticarlo un poco, jeje.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

De 1014 amores. En un parto dizque portentoso, lleva tres meses saliendo de la editorial un tocho de aúpa, cuasi-milhoja. Dogmengeschichte para sedar búfalos furiosos. En cuanto salga, se lo mando para que se lo chute una noche de insomnio. A algún conocido suyo (un pervertido, como es evidente) le ha gustado...
Le mando en cualquier caso un pequeño avance a su dirección de correo a la voz de ya; sobre un tema que usted también ha tratado hace quince años (la-pu-ta, 15 años... y yo lo leí casi recién publicado); un capítulo que, según me dijo un catedrático susceptible, "termina con una amenaza". Veintipico paginillas de ná. Cuénteme cuando pueda qué le parece, y critique, critique a placer, porque me meto en predio ajeno...
Un fuerte abrazo,
ATMC

Anónimo dijo...

Capitulus tochi iactum est. Si no le llega, es que he puesto mal la dirección...
Un abrazo,
ATMC

Anónimo dijo...

Para desdramatizar la gran victoria del ejército rebelde que mandó a tomar por culo la legalidad y motivado por lo escuchado hoy antes de dormirme la siesta en la radio, le comentaré algo profesor.
De la radio escuché, que se estaba poniendo de moda marchar de los sitios simpa (abreviatura de sin pagar). Y rememoré las carreras que nos pegábamos por Torremolinos, Benidorm y costeras zonas, unos amigos míos de antaño y yo; las modas deben de ser cíclicas.
Pero el simpa , como le llaman ahora al marchar corriendo, más caro que recuerdo protagonicé, ocurrió hará más de 24 años.
Nos encontrábamos mi querido ex-amigo Jony Santoro y mensas (yo)en la discoteca Velvet, lo que es hoy el Gabbanna, con unas ganas de merendar de la ostia y sin un pavo y claro, para evitar el desmayo había que comer, cuando vimos a 2 gordas peso pesado que nos miraban como con la lujuria y tal.
Bueno, fuímos para allí con la labia de la educación y tal a presentarnos y cuándo nos preguntaron que qué hacíamos por allí, dice el Jony, que nada especial, que haciendo un poco de tiempo para ir a hacer merienda cena que era su cumpleaños, que si querían acompañarnos que nos habían caído muy bien ¿verdad Anónimo?, son majísimas contesté.
Nos fuímos al Cantábrico ahí en la Plaza de la Inmaculada y con la gusa, pedimos a matar y ellas con el panzón también, eran de estas gordas que según andan van metiendo ruido con los pantys al rozarse los muslazos. Las llevamos del brazo para que se estiraran un poquitín, ya sabe que me gusta ir con el pecho como pafuera campaneándome, pues imagínese de joven, un enterao.
La verdad sea dicha que fueron un par de horas fabulosas, chocolate, tortitas de nata, tarta casera, champán, pastas, más champán ... y se lo hicimos pasar bien a las jambas, por mi libertad que lo pasaron bien, vimos la vida ese rato de color de rosa los 4 pero hete aquí que vimos por la cristalera del bar que pasaba por la acera de enfrente un chino de esos con el manojo de rosas, nos miramos con los ojines como achampañaos y salta el tronco mío con la voz engolada a lo Pepe Blanco : disculpar pero voy a comprar una rosa para esta chica tan guapa y yo no iba a ser menos claro, marchamos corriendo dirección al barrio húmedo, mientras las damas supongo harían frente a la piazo cuenta.
O tempora o mores que diría Cicerón, yo dije mientras corría : no tengo tiempo para amores.