29 septiembre, 2006

Política y políticos

¿Qué es la política hoy en día? ¿Quiénes son los políticos? En nuestra cultura occidental, de los griegos para acá, se han ido superponiendo, o, mejor, reemplazando, distintas maneras de entender lo político y sus protagonistas, hasta llegar a esta mixtura de hoy en que se junta lo peor de cada cosa y de cada casa.
No hace falta recordar que “política” viene de “polis”, nombre de la ciudad-Estado griega. Para los griegos de la época clásica el hombre se realiza en su más alta vocación y destino cuando, en tanto que libre, participa en la discusión y dirección de los asuntos públicos, allá en la plaza, en el “ágora”. Tiempo aquel en que mucho se encomia la facundia, el arte de aquellos oradores que con sabiduría y pasión arrastraban a los reunidos y vencían en las disputas sobre las ideas y las acciones. Cuando a las ciudades aquellas se les acaba su tiempo y la política pasa a regir en espacios más grandes, el sabio se retira a su estoica contemplación y el epicúreo a su distante disfrute y queda la política para emperadores y tiranos. Siempre la misma secuencia. La Roma republicana será también flor de pocos siglos y volverán después emperadores, bien equilibrados los unos, degenerados y sanguinarios los otros. Hasta que el Imperio Romano de Occidente termine y, con él, los rastros de una civilización que tardará siglos y oscuridades en renacer.
Vinieron luego los tiempos de la horda, de los pueblos sin escritura, del hambre como motor de las guerras y de la sed de territorio como acicate de las empresas políticas. Los viejos dioses se habían retirado y, de tan humana, la tierra era gobernada como se gobiernan las manadas, por los más fuertes, por los más valientes, por los más atroces. Al fin, se van asentando otra vez emperadores, monarcas y señores y de nuevo regresa la religión a cubrir de trascendencia el humano dominio. Al Dios cristiano se le asigna la tarea de señalar a los que, para bien de su Creación y dirección justa de su pueblo, hayan de gobernar las sociedades. Se legitiman en la fe y con la fe imperios, monarquías y señoríos.
Lutero trajo, sin quererlo, libertad y sangre y competencia entre las iglesias por ver cuál de ellas tenía el Dios de designio más certero. Tendrá que llegar, como fruta madura, la Ilustración, tendrá la confianza en la ciencia que arrinconar el pesimismo de la religión, deberá la razón ganarle territorio a la oscura fe, habrá de imponerse el optimismo del progreso frente a la convicción atávica de que toda vida social es decadencia y bajeza. Y acontecerá el prodigio: ya no se piensa que el poder les llegue desde arriba a los súbditos y a las sociedades; ya no es Dios quien elige al rey que, con el poder absoluto que corresponde a tan alta fuente, mande sobre los habitantes de su Estado. Ahora las cosas se ven al revés: son tantas las confesiones religiosas que mejor no fiar el origen del poder al Dios de ninguna. Y puesto que, en cuanto humanos todos, la razón nos iguala, nadie posee por nacimiento título que lo legitime para imperar sobre los otros. El poder viene de abajo, del pueblo, de la sociedad, de los individuos que, así, se hacen ciudadanos pues se quieren soberanos. Las doctrinas del contrato social revisten de teoría política este nuevo dictado, propio de los tiempos de optimismo, de las épocas en que la política regresa como labor de todos y suprema responsabilidad de cada uno.
Vino el Estado de Derecho y se sometió todo poder a ley; llegó el Estado constitucional y fue suprema ley ésa, la Constitución, que todo poder crea y regula y que a ninguno se somete, ya que todos nacen de ella, salvo el poder constituyente, que se pretende siempre el pueblo soberano. Llegó el Estado democrático y fue la sociedad la que se organizó para que los elegidos para hacer las leyes no fueran los por ella meramente consentidos, sino sus verdaderos representantes. Y con el Estado social, desde la cúspide misma del ordenamiento jurídico, desde la Constitución, se impuso al poder una obligación nueva, la de procurar entre los ciudadanos una igualdad mínima que les permita competir por puestos y cargos bajo igualdad de oportunidades.
Todo esto, contemplado desde ahora mismo, da un poco de risa; o, si no, honda melancolía. Debemos defenderlo pues otra cosa no nos queda, ni se nos ocurre, que no sea infinitamente peor. Pero da pena. Hoy la política es vocación de truhanes, refugio de malandrines, pasión de cabezas huecas. Sin más ideal que el de perpetuarse en cargos y prebendas, por tener algo que hacer que no sea duro trabajo y porque la familia también coma, sin principios a los que no se ponga precio y para los que no se admita trueque, sin convicciones personales arraigadas que sean algo más que eslóganes y frases hechas, sin conocimientos ni de la historia del pueblo que se gobierna ni de la filosofía que iluminó la época que se vive ni de la ética que marca límites e impone respetos, el político de hoy es un sujeto fungible, diseñado por especialistas en imagen y mercadeo, salido de la inanidad para quedarse en ella, ansioso comensal en las mesas de los ricos de siempre, orador truculento y mañoso, acusica de patio de colegio, eterno quejumbroso, alérgico a asumir las responsabilidades y propenso a echar a otros las culpas propias. Una mierdecilla. Miren alrederor, abran por cualquier página el periódico de hoy, vean al azar un informativo de televisión. Son legión.
Lo que corresponde, ni más ni menos, a sociedades narcisistas, que esconden la cabeza debajo del ala cada vez que presienten un peligro, que culpan a sus pastores de las maniobras de los lobos, que se fingen solidarias para sentirse exclusivas, que se han tornado maniqueas para evitar la fatiga del matiz, que se entregan a los divertimentos más soeces con aires de intelectual suficiencia, que abominan del esfuerzo pues nunca se imaginaron tan prósperas y piensan que así han de seguir con sólo no moverse.
Lo decían los abuelos y razón tenían, aunque haya que calibrar rectamente sus porqués: debería venir una guerra. Entiéndaseme.

¿Le echamos cuento?

No, hombre, cuando decía hace un par de días que siento el blog en crisis no es porque piense dejar de dar la matraca con mis cosas ni de disfrutar con los comentarios de los amigos de aquí. Es porque la realidad tan prosaica nos agosta el espíritu si le damos tanto espacio. Así que algo habrá que intentar para evadirse juntos un rato.
¿Qué tal si le damos a la literatura un poquillo? Propongo que los fines de semana de este blog tengan tono literario y que sábado y domingo pongamos aquí algún relato breve, algún poema quizá. Pero cosas nuestras, que para eso hacemos lo que queremos con este espacio.
Yo me esmeraré lo que pueda y ruego desde ahora benevolencia. Pero pido también un poco de ayuda. El que sienta el gusanillo literario, aunque sea pura larva, que mande a este su bloguero alguna cosilla y yo la cuelgo aquí los fines de semana a nada que sea mínimamente presentable, que lo será. O bien la coloca como comentario a algún post o me la envía a esta dirección electrónica:
Con nombre real o seudónimo, allá cada cual.
Ahí os espero.

27 septiembre, 2006

Las cosas de aquí

Tengo el blog en crisis. Al principio me apetecía bastante pontificar sobre las cosas de la política y así. Pero, a estas horas, uno ya no sabe qué decir. Para qué. Criticar al gobierno o a la oposición es como pegarle a un tonto, queda feíto, escasamente estético. Si es por echar bilis con unos o con otros, pase; pero razonar, para qué y con qué. La realidad se explica sola y no amerita muchas vueltas: un gobierno sin chapeta presuntamente sometido al acoso de una oposición de sainete. Y en las otras cosas, las que quizás a la larga importan más, la realidad es profundamente OPAca. Que me cuenten quién entiende bien todo ese tejemaneje de acciones eléctricas entre dimes y diretes. Esto ya no se sabe si es un mercado o una casa de masajes, tailandés incluido.
Al repasar los periódicos estos días vemos al gobierno en pleno donde dije digo digo Diego. Que si los inmigrantes, que si E.on. Parece que se les tambalea la vocación bolivariana. Éste pensaba que todo el mundo es como el mercado de Colón los domingos en León y que todo es puro chalaneo y echarle morro.
Por lo que se ve, Europa y el planeta todo le van cogiendo gusto a eso de atizarle broncas a España, supongo que por el gustillo de ver cómo el Sonrisas se la envaina sin mover las cejas. Y como tampoco tenemos paz pacífica en el proceso pacífico de paz, pues a consolarnos como Estado, nación, pueblo y lo que sea, con el épico renacer de Raúl, ya ven qué cosa. Consuelo de profesores de derecho serán los muchos dictámenes que se esperan sobre las normas retroactivas y la retroactividad real, ahora que la Leti y su man han vuelto a embarazarse sin encomendarse a la conveniencia política y constitucional. Es que van como locos, debe de ser la única parte del Estado que funciona tal cual. Ultraactividad.
¿Y la oposición? Ay, la graciosa oposición. El clan de la quijada sigue en sus trece. Atapuerca 5, Galicia 0. Cuando uno se pone tan destructivo es porque busca su propia destrucción. No cabe explicación mejor. Que el eros de Acebes acaba en tanatos lo saben hasta los negros (expresión, por cierto, que también va tocando suprimir). Cuándo parirán una idea nueva, cuándo propondrán algo distinto, cuándo dejarán de berrear. No se dan cuenta, no quieren darse cuenta de que esta ciudadanía de nuevos ricos y entendidos en vinos y salazones se amedrenta fácil ante el mínimo rastro del gran simio, por muchos derechos que en abstracto le reconozca.
Mira uno esta temporada los periódicos de la derecha y no sale de su asombro. Se están batiendo a muerte, supuestamente por el 11-M; en el fondo, por el tipo de política conservadora que cada uno quiere para el futuro. Un futuro que tienen bien lejano, por cierto, como no suelten lastre, mucho lastre. Seguramente nunca un gobierno tan torpe tuvo enfrente una oposición tan boba. Así estamos. Y lo que nos quedará por ver.
Para colmo de sustos y despistes, un día de éstos me puse, somnoliento, a leer todo el lío sobre el dichoso ácido bórico y entendí ácido fólico. Que es cosa bien distinta. Ya no sabe uno dónde tiene la cabeza. Y el país tampoco.

Otra vez Barajas

Otra vez Barajas, otra vez la T-4. A mi alrededor, mientras espero que llegue la hora del último avión, hablan a voces ejecutivos de veras o ejecutivos de pega, vaya usted a saber, todos móvil en ristre. Uno: yo pagué por esa parcela y ahora no puedo quedarme esperando. Otro: si las remesas no me llegan a tiempo yo no puedo enfrentarme con esa gente. Otro: no, no, los de primera son los de Mérida y Monfragüe, los otros... Gesticulan y los hay que ponen cara de auténtica fiereza. La frase top, la más oída, esta: "os he dicho cuarenta veces que...". Hija, qué carácter.
Como tantas veces, ya ni sé cuántas horas hace que salí de mi hotel. Cuarenta y cinco minutos de Medellín a Río Negro, aeropuerto José María Córdova. Poco más de media hora de vuelo a Bogotá. Cambio del puente aéreo al aeropuerto El Dorado. La buena noticia, en el mostrador de embarque, de que otra vez me meten en primera. Bendita Iberia Plus plata, no tengo tarjeta que más me rinda. Alguna hora más de espera y paso un rato en la librería del aeropuerto. Acabo comprando un libro de John Searle, hay que ver, además de la inevitable novela, esta vez de Rubem Fonseca. Me decepciona hondamente su Diario de un libertino. Semejante chorrada la escribe cualquiera, francamente.
Paso cómodamente las diez horas que cuesta el salto del charco. Me sigo preguntando a qué edad se jubilarán las azafatas de Iberia, son casi todas abuelitas menesterosas. Esta vez no veo ningún cura en primera. Es raro.
Siempre ando en el intento de comprobar si se reconoce al que va allí porque pagó el sillón y al que, como yo tantas veces, acaba en tal clase por la acción combinada del overbooking y la tarjeta de la suerte. Una buena pista se saca al ver si el pasajero de turno sabe o no manejarse con toda la parafernalia de pantalla personal, selección de película, auriculares buenos, etc. El que no acierta es novato y seguramente favorecido por primera vez por la fortuna. Aunque hay afortunados veteranos, como un servidor. También se me ha ocurrido que el que va por rico y no por potra no se abalanza con tan exagerado entusiasmo y semejante sonrisa sobre la copa de cava que nos ofrecen al inicio del vuelo; incluso es probable que muchos de los ricos tomen zumo y se queden tan panchos. Y observé otro posible indicio. A los que viajan en esa clase les regalan siempre un neceser muy mono con cosas de aseo personal. Yo siempre lo guardo con mimo y al llegar a casa lo enseño como si fuera un trofeo, tan paleto me conservo, Gott sei Dank. Por eso me quedé un instante perplejo esta mañana, tras el aterrizaje, cuando vi que algunos pasajeros privilegiados dejaban ese regalo abandonado en su asiento. Esos son los ricos de verdad, pensé. Lo que les fastidiará que unos cuantos pringaos viajemos a su lado y, para colmo, guardemos el neceser en la mochila con esta carea de ir a regalárselo próximamente a algún pariente. Criaturas.

26 septiembre, 2006

La sonrisa del profesor F.

He estado simultáneamente en dos congresos jurídicos en Medellín, organizados por dos universidades, con ponencias y esas cosas. No quiero repetir las razones de mi extasiada admiración. En uno de esos congresos, setecientos inscritos, pagando cada uno su cuota, que no es pequeña para las posibilidades locales. El ochenta por ciento de los inscritos, estudiantes. En el otro congreso, algún ciento menos, pero masivo de todos modos. Como en España, igualito. Con todos esos estudiantes, profesores y profesionales varios sacrificándose para no perder conferencia, haciendo preguntas, comprando libros. Para los profesores europeos que por ahí coincidíamos, irreal, como siempre, cosas de otro mundo inimaginables por nuestros lares.
Figura muy estelar en uno de los congresos, el profesor F., italiano de renombre universal. Había que ver las colas de estudiantes al acabar su sesión, con su Derecho y razón para que se lo dedicara, libro que aquí cuesta como el sueldo de medio mes de un trabajador regular. ¿Qué serían estudiantes ricos? Me da igual. A ver cuántos de los ricos estudiantes nuestros se gastarían su propina del fin de semana en comprar un libro así. Vade retro. Es más, hágase una encuesta sobre cuántos de los nuestros saben quién es F. o si simplemente les suena el nombre. Depresión asegurada. Y la parte de la culpa nuestra que no falta. Parece que en algunas disciplinas jurídicas los que dirigen la escritura de manuales colectivos imponen que no se citen ni en el texto ni a pie de página autores ni teorías, y jurisprudencia poca. Exégesis pedestre de la ley y fuera pendejadas teóricas. Como dijo aquel francés del XIX, yo no sé lo que es el Dercho Civil, yo enseño el Código de Napoleón. Ahí seguimos. La letra con dogma entra.
Hay empujones también para hacerse fotos con el profesor F. Es más, el profesor F. está muy entrado en años y no es precisamente el acabose de las artes mundanas ni un Adonis de escaparate. Va a lo suyo y es de lo más tímido. No importa. Muchas estudiantes se empeñan en abrazarlo. Desde sus bancos le lanzan besos con la mano durante su exposición. Yo tenía el gustazo de estar a su lado en la mesa y las pasaba canutas para aguantarme la risa.
El evento acaba en cena de clausura en grupo reducido, con ponentes, organizadores y decano. Y, oh sorpresa. Uno ha coincidido por ahí en varias ocasiones con el profesor F. Sabe de su fama en los eventos sociales y la ha comprobado varias veces en vivo y en directo: es una persona educadísima, pero que nunca dice ni pío y a todo contesta con monosílabos, está todo el rato a su bola y con sus pensamientos. Pero en esta cena no. Ríe todo el rato y no para de hablar. Habla y habla, está pletórico. Caray, no damos crétito ninguno, qué le pasó, nos lo han cambiado.
Concluimos que, si se queda una semana más en Colombia, pare seguro mil páginas de un nuevo tratado: Derecho y sinrazón. Como pa no.

¿Qué les pasa a los gringos?

Alguien escribirá algún día la historia universal de la torpeza y tendrá que dedicar un capítulo especial a la esta Administración estadounidense. Es difícil imaginar una mayor cadena de despropósitos. No dan una. Sus estrategias, tácticas y concretas acciones se las diseña el enemigo. Un día se descubrirá que tienen infiltrados en las altas esferas varios agentes "enemigos" haciéndoles la cusca y llevándoles a la metedura de pata sistemática, y nos partiremos de risa. Porque cuesta creer que sea todo mérito del cantamañanas de su Presidente.
Este que escribe no tiene ni un pelo de antinorteamericano. Cree bastante en la que venía siendo sólida democracia gringa, con todas las carencias que se quiera, pero ejemplar en mucho. Cree que Europa debe bastante al sacrificio norteamericano en momentos dramáticos de nuestra historia, que la libertad de este lado subsistió gracias a ellos en buena parte. Lo que queramos. Pero esto que está ocurriendo no tiene presentación, como dirían en Colombia. No puede ser. Los errores garrafales en su agresiva y errática política exterior son constantes, evidentes, sangrantes. Están haciendo del mundo un avispero sin solución, están ayudando a cavar la tumba de toda una civilización, tal cual. Pero no se quedan contentos con eso, tienen que hundirse también con las bobadas, tienen que dilapidar su crédito hasta en los más pequeños detalles.
Lo del canciller venezolano es de esperpento. Dicen que así se las ponían a Felipe II, que ahora será Chávez I. Cómo es posible que, si no quieren a Chávez, le den argumentos tan buenos. Chávez a mí me parece un sujeto lamentable. Si esa es la esperanza de la izquierda latinoamericana, apaga y vámonos. La esperanza, en lo que valga, la representan Lula, Bachelet y algún otro. Chávez no, me parece. Pero, caramba, que no le den más alas si están en su contra, por las razones que sean, y aunque no sean las nuestras.
Llueve sobre mojado, la cosa no es de ahora. Vamos a las pequeñas anécdotas de uno. En mis primeros viajes a Centroamérica, hace todavía pocos años, viajaba vía Miami. Cada vez que ahora mi invitan pongo a los anfitriones que me gestionan el billete aéreo una condición innegociable: yo no vuelo más por Miami. Uno, a estas edades, ya no está para aguantar humillaciones gratuitas. Admito con el mejor talante que me hagan en cualquier parte abrir la maleta, que me obliguen a quitarme los zapatos, que me pregunten cosas razonables. Ningún problema. Pero vejaciones morales porque sí, no. La última vez, y última por mucho tiempo, el policía de aduanas me tuvo cinco minutos retenido en su ventanilla, preguntándome con insistencia si tenía antecedentes policiales en Estados Unidos. Y yo erre que erre en la verdad, que no, que jamás de los jamases había pisado más tierra de ese Estado que el aeropuerto de Miami en alguna escala anterior. Como si nada, vuelta a empezar, una y otra vez. Cómo se lo diría yo, carajo. Y todo eso después de cuatro horas haciendo colas. Le dan a uno un impreso complejísimo, uno lo rellena esmerándose en la buena letra. Cuando lleva una hora en la fila, llega una funcionaria que dice a ver el impreso. Y, vaya, resulta que una de las aspas en una de las casillas se sale un pelín del cuadradito correspondiente. Que rellene otro impreso, que eso no vale, y que al final de la cola otra vez. Y de nuevo se me sale del renglón el palote de la te. Mierda. A empezar de nuevo. Cuando cada letra encaja al fin en su casilla y llego al control final, la historia referida, que si tengo antecedentes. A la porra. Y con toda la angustia de que estoy a punto de perder el enlace. Qué he hecho yo para merecer esto. Algún masoca se pondrá contentísimo. La gente normal se cisca hasta en los padres de esa patria. Y todo por una puñetera escala sin salir del aeropuerto.
En esa ocasión viajaba a El Salvador. Y allá me entero de que lo mío no había sido nada, modestísimo mortal al fin. En una recepción en la embajada de España descubro unos días después, por boca de nuestro embajador, lo que le había ocurrido a éste, que, por lo visto iba en mi mismo vuelo, la mar de tranquilo con su pasaporte diplomático. Resulta que el buen hombre salía con gafas en su foto del pasaporte y recientemente se había operado de miopía. Ya no llevaba gafas. Pecado mortal. Un montón de horas retenido, hasta que perdió el avión a San Salvador. De qué me quejo, ciudadano de a pie sin más atributos que mi honor exangüe.
Ese país grandioso se ha convertido en unos pocos años de nada en un Estado gilipollas. Tal cual. Se impone enriquecer el léxico de la Ciencia Política con nuevas categorías de este tipo. No hay tu tía. Lo que es, es.

Portugueses y españoles. Por Francisco Sosa Wagner

Muchos portugueses -casi un treinta por ciento- estarían encantados si Portugal y España se unieran como en los tiempos de Felipe II, época en la que ambos reinos vivieron en relativa buena armonía hasta que la deshizo la política del cuarto Felipe y del conde-duque de Olivares que acabó por echar al monte al personal luso. ¿Son conscientes estos ilusos de lo que les espera con España? Yo creo que, para hacer el trato en términos de corrección comercial, habría que explicar previamente a nuestros vecinos con qué se van a encontrar. Para que se vayan preparando, mayormente. Hay que aclararles por ejemplo que aquí no se habla más que de la mochila de Vallecas y de las lenguas atropelladas por el centralismo, a veces de la opa de Endesa y, como eterno runrún de fondo, de una pasarela por donde desfilan unas señoritas con su belleza atrapada en unas caderas escurridas y un busto de escasas ambiciones.

Documentarse en estos graves asuntos no es fácil pero se podría pensar en unos cursos de iniciación acelerados, organizados por los sindicatos, para que los portugueses pudieran meter baza en las conversaciones de las cenas y no quedar como unos paletos.

Más trabajo tendrían para aprender algunos hallazgos hispanos como es el caso de las martingalas urbanísticas porque allí la costa todavía sigue pareciendo costa, con su mar y todo, una cosa antigua que ya no se lleva en los países progresistas con buen PIB e índice Nikkei a tono con el color de la corbata de seda. Aquí, la costa lleva camino de trocarse en un mar de cemento con altas olas de encofrados, que es el mejor destino que puede tener la costa. Porque ya está bien de soportarla, tan altiva ella con sus azules, sus cursis gaviotas y sus barcos en la lontananza, a la espera de que los pinte un artista engreído que no aspira más que a la flor natural de su pueblo. Para que no se impacientaran los lusos, les explicaríamos que la destrucción de las costas como las de los pueblos y los paisajes no ha sido cosa de un día, que ha sido necesario promulgar varias decenas de leyes del suelo y miles de planes generales y parciales para conseguirlo, y que los tribunales se han tenido que empeñar en resolver miles de pleitos al respecto. Tarea no fácil, un festival de papel timbrado pero que ha acabado por dar sus frutos: ¿qué se había creído el Mediterráneo con esas sus culturas que crujen de antiguas, o el Cantábrico que eleva a diario sus copas de espuma en una borrachera de altanería?

Al horizonte claro hay que rodearlo y cercarlo con edificios, para borrar su futuro.

Nosotros, sin embargo, no tendríamos más que ventajas. Porque sépase que nuestros vecinos hablan inglés con soltura y gustan de los libros. Esto último tiene mérito porque de jóvenes les obligaron a leer “Os Lusiadas”, una obra concebida como canto pero cuya utilidad como elemento de tortura fue pronto descubierta y empleada con éxito contra aquellos que se negaban a confesar sus crímenes ante las fuerzas y cuerpos.

Y, sin embargo, pese a estos retorcidos comienzos, cuando le dieron a la pluma lo hicieron con galanura excelsa. Eça de Queiroz es un dios victorioso de las letras, “Los Maias”, “El crimen del padre Amaro”, ... Con su amigo Ramalho Ortigao escribieron “As Farpas”, a las que estas modestas “soserías” tanto deben, y de ahí a Castelo Branco, a Antero de Quental, los suicidas más estéticos de Portugal, no hay más que un paso, que se completa con Pessoa, conocido en España probablemente porque su apellido recuerda a las siglas de un poderoso partido político.

Ahora bien, todo no son delicias en las letras portuguesas pues, para compensar, ahí están los libros de Saramago, terapia contra insomnes, nidos abandonados por los vencejos y las aves alegres. Únicamente, me quedo con su Viaje a Portugal porque leer esta obra tiene algo de la compra de un billete en un tren juguetón con las memorias y avanzar en él abriendo galerías en el paisaje sorprendido.

Estupenda pues la unión. Prometemos, si se portan bien, no colocarles ningún estatuto de autonomía.

23 septiembre, 2006

Revisar el sistema electoral. Por Francisco Sosa Wagner.

De vez en cuando es preciso renovar los sistemas políticos. El democrático ha vivido a lo largo de ciento y pico de años mutaciones trascendentales: desde el sufragio censitario, en el que solo votaban quienes disponían de una determinada renta o estudios acreditados, al sufragio universal de hombres y, después, de hombres y mujeres. Ha sido una larga serpiente de conquistas protagonizadas por ciudadanos audaces que salían a la calle y se manifestaban, como fue el caso de aquellas sufragistas de principios del XX que no pararon de enarbolar pancartas hasta que se les reconoció el derecho de acercarse a las urnas y depositar en ellas su recado político.
Hoy, con la experiencia que cargamos a nuestras espaldas, empezamos a ver los feos costurones de los sistemas electorales por lo que se impone volver a meditar sobre ellos. Como no es cuestión de formulara quí un tratado de ciencia política (dos palabras que acaso encierren un oxímoron), me conformaré con formular algunas propuestas para que la autoridad competente adopte la resolución adecuada.
La primera es la de sustituir lisa y llanamente el sistema costosísimo de las elecciones por el de sorteo de los ciudadanos llamados a ocupar un escaño de diputado o una poltrona de ministro. El día señalado, cada antiguo elector tendría un número -como el de la lotería- y si sale se calza la representación de la provincia de Logroño. Por un período corto para que no pueda desatender la farmacia de que es titular o la panadería, como aquella que tenía Pío Baroja en Madrid. Ya estoy adivinando más de una sonrisa y ya oigo a algún lector ceñudo que me llama frívolo. Pues a estos atrevidos les diré que así, justamente así, es decir, por sorteo, se elige a los miembros de un jurado que pueden enviar a un prójimo treinta años a la cárcel. Y lo consideramos el colmo del progresismo procesal y leguleyesco.
Otro sistema que se me ocurre es el que explica excelentemente el Profesor César Rascón en su reciente“Síntesis de historia e instituciones de derecho romano”. Se trataría de copiar las magistraturas de la época republicana, aprovechando que ahora la república hace tanto tilín. Entonces, el cargo de magistrado -más o menos elegidos en asambleas populares- no era retribuido y en ocasiones incluso resultaba oneroso para quienes lo desempeñaban. Además, con el fin de que las personas no se perpetuaran en ellas, se prohibió que se ocuparan más de un año, al cabo del cual, expiraba sin más el mandato y el preboste a casa, al atrio, a ver las colinas, leer algunos rollos de Sófocles y degustar de vez en cuando un bocado de pastel de cordero. Había además un “cursus” de manera que era obligado el ascenso paulatino: de cuestor a edil, de edil a pretor y así sucesivamente. Y, atención, lo más importante: las magistraturas romanas eran colegiadas, lo que permitía que el magistrado con superior potestad pudiera oponer el veto (“intercessio”) a las resoluciones adoptadas por sus colegas en el ejercicio del cargo, con suspensión de sus efectos. ¿Se imagina alguien esta maravilla? Nada menos que la posibilidad de paralizar los disparates del colega. Traducido a la actualidad: que el ministro de trabajo pudiera impedir que el de cultura llevara acabo sus desatinados designios. Por último, el delito de concusión impedía que los magistrados se adueñaran de los bienes de las personas sobre las que ejercían su autoridad. ¿Alguien dá más?
Por más vueltas que le doy no veo más que ventajas a esta experiencia romana. Excepto que queramos instaurar el sistema de pasarela, es decir, que desfilen los aspirantes al cargo y se lo lleva quien rebose mejores hechuras.

22 septiembre, 2006

Una recomendación.

No se pierdan, amigos, la entrada de hoy, 22 de septiembre, en el blog del Capitán Achab (http://www.elcapitanachab.blogspot.com/).
A mí me parece tan equilibrado como apabullante, salvo mejor opinión.

De cómo conseguir que el Estado social de Derecho deje de ser de Derecho sin llegar a ser social.

En estas queridas tierras colombianas siempre acabo en las mismas discusiones. Hoy otra vez, y ya no sé cuántas van. Viven la mayoría de los profesores y juristas en general de aquí profundamente convencidos de que el Estado social se realiza prioritariamente por vía judicial. Es más, invocan la cláusula de Estado social, presente en el artículo 2 de su Constitución, para justificar todo tipo de ampliación de las competencias judiciales. Por ejemplo, hoy discutíamos qué pasa si la ley en el proceso penal o el civil no permite al juez disponer la práctica de más pruebas que las propuestas por las partes. El argumento, creo, era que sí debe el juez ir más allá de esas limitaciones, por dos razones. Una, porque el proceso, y por extensión el juez, está al servicio de la verdad, pues es la verdad componente esencial de la justicia. Aquí se nota la escuela del bueno de Taruffo llevada al paroxismo, pues lo fundamentan en que la Constitución también recoge el principio de justicia. Así que si, por imperativo constitucional, la justicia es valor supremo y, al tiempo, el componente primero de la justicia es la verdad, ya tenemos todo dispuesto para que el juez en nombre de ese supremo principio haga lo que quiera con tal de que sea justo (es decir, se lo parezca a él, que ésa es otra), sin parar mientes en que la ley diga so o arre. El eterno truco, propio de neoconstitucionalistas radicales, de que si el juez está sometido a la Constitución y más alto valor que ésta proclama es la justicia, la suprema obediencia del juez al Derecho se traduce en su obligación de desconocer la norma legal que tenga por injusta. Acabarán sobrándoles, a este paso, el legislador y toda su obra y se están cargando, de paso, el principio democrático, la soberanía popular y todos esos otros principios constitucionales que tienen por peccata minuta. Derecho es igual a justicia del caso concreto. Y el juez disfruta de un curioso privilegio epistémico, al parecer por designio constitucional también; o divino, no sé: él, y sólo él, sabe cuál es para cada caso el contenido de la verdadera justicia. Puede, pues, quedar todo el ordenamiento jurídico reducido a un único precepto, tan constitucinal, sí, como solitario: el juez decidirá en cada caso qué sea lo justo, basándose en su conocimiento de la verdad. Bueno, y a otro precepto más, el que dice quién nombra a los jueces; y más donde no hay mucha carrera judicial que digamos y de independencia así así. Y sin embargo admiten las exclusionary rules, la prohibición de prueba ilícita. ¿No es eso un obstáculo para el establecimiento de la verdad verdadera sin la que no hay justicia?
Un servidor contrataacó, modestamente y con algún apoyo argentino presente, que si importa más la verdad, sinónimo de justicia, que la regulación legal del proceso, a ver cómo resolvemos el pequeño problema del in dubio pro reo y la presunción de inocencia. Pues si ha de imperar la justicia y ésta, según definición tradicional que aquí nos basta, es dar a cada uno lo suyo, lo suyo del acusado penal es que pague si en verdad es culpable y que no pague si en verdad no lo es. Con lo que será injusta por definición toda absolución del que en la verdad de los hechos -no de los hechos probados, de los hechos reales- sea culpable, absolución basada en la ausencia de suficiente prueba incriminatoria. No les gustó mayormente y me parece que pensaron lo de ya está aquí otro decadente formalista, normativista eurocéntricliberal de las narices y todo eso. En cualquier caso, los amables oponentes, enemigos también de que haya el juez de atenerse a presunciones, por ser éstas poco aliadas de la verdad, no me dijeron si están de acuerdo o no en eliminar la de inocencia.
La otra razón que para lo mismo invocan es la citada referencia al Estado social. El juez tiene que comprobar si entre las partes en el proceso existe alguna desigualdad y, en tal caso, ha de decretar las medidas probatorias, o procesales en general, que compensen esa desigualdad. No dicen que tenga que haber justicia gratuita con garantías, defensa de oficio competente o cosa así, no; que disponga el juez, que para eso es Estado social. ¿Lo será también de Derecho? Sí, pero sólo porque el Derecho es la justicia y para qué más. Aduje que el Estado social se construye prioritariamente, si es que no en exclusiva, por vía legislativa, mediante leyes generales que, con ese carácter precisamente general, otorguen derechos sociales y, con ello, avancen en la redistribución social de la riqueza y las oportunidades. Que por muchos fallos individuales que reconozcan a la parte reclamante su derecho a esta o aquella prestación social, eso es el chocolate del loro, arregla la situación de los mil o los cien mil que reclamaron y toparon con un juez sensible, pero deja a los otros millones como estaban, sin derechos sociales ni gaitas. Pero el legislador no les cae simpático y no hay tu tía. Prefieren un sistema jurídico que sea una gran laguna en la que el juez nade a sus anchas y chapoteen los justiciables implorando que los salve. Porque si hay ley tendrá el juez que vulnerarla para darle la razón a quien a su juicio la merezca; juicio fundado en la verdad que a él se le alcance, eso sí. Y yo comiéndome el tarro ante ellos, con la inestimable ayuda de ATMC, sobre la relación entre prueba y verdad empírico-causal en los delitos de omisión. Abstruso me hallo.
Nunca vi gentes más capaces de alabar la Constitución con un espíritu más inconstitucional. Sociedades que se sienten huérfanas y andan a la búsqueda del padre padrone. Sociedades desvertebradas al acecho de caudillos. Unos los quieren políticos y votan lo que votan; los otros los quieren con toga y no quieren ni votar.
Cuándo planteé que de dónde sacan ellos esos jueces tan sabios e imparciales, tan ajenos a las influencias de las oligarquías, las iglesias, los partidos, la corrupción y hasta del mismo legislador abominable que los nombra, les dio mucha risa y siguieron a lo suyo.
Debe de ser que se me ha formado a mí un lío en la cabeza por andar en el mismo día escuchando alabanzas al garantismo y, al tiempo, llamadas al activismo judicial, servidor de la justicia sin detenerse ante normas ni sustanciales ni procesales. A lo mejor todo encaja y es que yo no lo veo. Porca miseria.
E piove
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21 septiembre, 2006

Un día más.

Otro día ajetreado en que sólo me queda comentar impresiones y anécdotas puntuales. Al final de la tarde, homenaje en el Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia a Luigi Ferrajoli y Perfecto Andrés Ibáñez. Nada menos. Acto cordial y con todo el protocolo que le echa esta gente, muy bien llevado. Como siempre ocurre en muchos de estos países, al principio del acto el himno de Colombia y todos en pie, cantándolo. Al final del acto, el himno de Antioquia, el Departamento en el que nos encontramos, con capital en Medellín. Y otra vez que la gente se levanta y canta. Comentario inevitable con mi buen amigo Luis Prieto Sanchís, que está al lado en primera fila: inimaginable en España. A ellos les sale, y punto.
Siguen haciéndose lenguas aquí del caso del Fiscal General y el brujo de plantilla. Me cuentan que en una entrevista le preguntaron al tal Fiscal que si creía que le debía su nombramiento a las artes del brujo. El respondió que no, que se lo debía a Dios. Toma castaña. Paranormal la causa del nombramiento, en cualquier caso.
En el breve vistazo de esta mañana a los periódicos locales no ganaba uno para sustos. El primero, con la noticia de que Naomi Campbell había sido excluida de la pasarela Cibeles o cosa así por falta de masa corporal. ¡Cielo santo! ¿Y no cuenta la distribución corporal de la masa? Pero bien está, en el fondo. A ver cuándo los varones nos animamos a pasar al contraataque y a llamar a las cosas por su nombre. Que mucha guasa nos traemos con las gordas, pero, a la hora de ser sinceros, las flacuchas y esmirriadas nos gustan bastante menos. Pero tal vez no solemos decirlo mucho porque estamos sometidos al mismo imperio del gusto oficial y la clandestinidad del gusto auténtico.
No sé qué pasaba hoy en los diarios, pues tenían el tema femenino a pleno rendimiento. En el periódico El Colombiano venía un recuadro con el título "Ley de defensa masculina". Hombre, al fin, pensé. Pero no. Recogía el texto de una ley inglesa de 1700, que rezaba así: "Toda mujer, cualquiera que sea su edad o posición, sea soltera o viuda, que seduzca y traicione llevando al estado de matrimonio a un súbdito de Su Majestad, por medio de perfumes, pinturas, dientes postizos, cabello falso, miriñaques, tacones altos o caderas rellenadas, será rea de las penalidades impuestas por la ley y actualmente en vigor contra brujería y otras contravenciones, y el tal matrimonio, probada su causa, será declarado nulo". O sea, que el wonderbra sería delito en ciertos casos, ahí queda eso. El articulista se pregunta si habrá sido o no derogada tal norma por allá. Yo me limito a transcribirla y ni pongo ni quito rey ni me importa mayormente lo de Su Graciosa Majestad.

20 septiembre, 2006

Impresiones agradables

El ritmo de este país, Colombia, desquicia a muchos de los extranjeros que por aquí llegamos con compromisos académicos, nosotros, tan acostumbrados la mayoría a un ritmo pausado que se nos hace agotador, a cómodas rutinas que pensamos expresión de la máxima laboriosidad. Esta gente no para de ir de un lado para otro, hace tres cosas a la vez y, sobre todo, le pone a cada iniciativa un entusiasmo que se compagina mal con nuestro hastío vital. Y qué decir, aunque sea a costa de repetirme, de esos salones atestados de gente -estudiantes, profesores, profesionales-, gente que paga para asistir a congresos, jornadas, seminarios... Pero nada de eso me resulta ya novedad aquí.
Sí me he topado ayer mismo con alguien peculiar, un prestigiosísimo profesor europeo, un gran procesalista italiano, que se sale de los muy manidos hábitos del extranjero que viene a estas cosas. Lo común es quedarse en el hotel encerrado todo el tiempo posible, muerto de miedo y atiborrado de prejuicios; y no moverse a ningún lado si no es bajo custodia de varios colegas de aquí que a uno lo protejan, lo agasajen y, para colmo, le den conversación y se desvivan en cortesías variadas. Y lo hacen maravillosamente todo eso los colombianos, el problema no está en ellos, sino en nosotros. Yo mismo, que presumo de no amilanarme por estos pagos y que tengo mi buen repertorio de experiencias algo atípicas -entre otras, alguna vez me sacaron de un coche a punta de fusil-, me he quitado el sombrero desde ayer ante este profesor al que me refiero.
¿Cuál fue su hazaña? Muchos no darían un ochavo por emularlo, pero a mí me crecen a una la admiración y la sana envidia. El hombre, que peina ya canas abundantes, se fue solo y por su cuenta y riesgo al Amazonas. Luego, hablando con él durante todo el día de hoy, he sabido que es un consumado experto en viajes de riesgo en solitario y me contó algunos ciertamente peculiares y de muchos bemoles. Yo, modestia aparte, también estuve hace unos cuantos años en el Amazonas colombiano, con base en la ciudad de Leticia. Pero, ah, amigo, no de la misma manera, lo mío fue de turista convencional. Este señor se marchó por su cuenta, buscó un guía local, indígena, y se aventuró cuatro días selva adentro, a pelo. Y, para colmo de las emociones, se fue con tres indígenas una noche a cazar caimanes desde una barca y a puro arpón. Luego se lo comieron. Había que ver la cara de todos, colombianos incluidos, por supuesto, cuando narraba los pormenores de la expedición.
En fin, que no tengo ni una idea particular que contar aquí y por eso toca compartir algunas buenas sensaciones. Y que está bien, de vez en cuando, hablar bien de la gente, vaya.

19 septiembre, 2006

Tariego de Riopisuerga. Por Francisco Sosa Wagner

Así como la música puede ser interpretada por una gran orquesta, un grupo de cámara o un solista que exprime todas las posibilidades a un instrumento, así la historia puede explicarse, bien montando un dilatado escenario, con generales, batallas y tratados, o instalando un pequeño tenderete que acoge unas pocas figuras que se mueven en un paisaje limitado. Con la literatura pasa lo mismo: es gran literatura “Guerra y paz”, pero es gran literatura también la minucia proustiana que da vueltas en torno a una magdalena y una taza de té. Con un solo personaje se recrea un mundo: Aviraneta -ya que estamos en el cincuentenario barojiano- o el Franz Biberkopf de Döblin -si queremos conocer el Berlín de entreguerras-.

Por la modalidad de la aparente minucia histórica se han decidido María del Carmen Nieto y Alejandro Nieto a la hora de escribir la historia de Tariego de Riopisuerga (1751-1799, ediciones de la Junta de Castilla y León), libro que subtitulan expresivamente “microhistoria de una villa castellana”. A partir de la minucia, entramos en el espacio de la historia del XVIII de la misma manera que el científico entra en el gran enigma a través de algo diminuto que solo alcanza a ver en el microscopio. La historia pequeña y la grande caminan como dos hermanas siempre cogidas de la mano.

Irrumpimos en la segunda mitad del XVIII para conocer cómo se desarrollaba la existencia de quienes habitaban la pequeña localidad de Tariego, de qué vivían, cómo se relacionaban, cómo se casaban, cómo se morían, como se gobernaban, qué tributos pagaban... También cómo reñían entre ellos, en qué disputas se veían envueltos. En el libro de los Nieto, bien escrito, se huele la hoja de la vid, la yerba fresca de los prados, los sotos y las eras; vemos asimismo a los pastores ordeñar las ovejas, hacer queso, a los asnos entregados a las faenas agrícolas, a las abejas libando y fabricando bienes de lujo, la miel y la cera; oímos a las yeguas parir...

Y, al paso que evocamos un mundo desaparecido, nos enteramos de que muchos de los tópicos que manejamos han de ser corregidos. Lo cual es satisfactorio porque ningún destino mejor para un tópico que ser enterrado en un lugar común. Así, por ejemplo, hasta ahora los historiadores nos han explicado que la autonomía y la democracia concejiles originarias se fueron degradando como consecuencia de la agresión de las oligarquías locales y el centralismo autoritario real. Los Nieto nos explican que esta afirmación vale para los municipios castellanos grandes y medianos pero no para los pequeños municipios que eran la mayoría. “La historiografía moderna es présbita, incapaz de ver lo pequeño que tiene más cerca, obsesionada por los lucidos análisis de lo grande y lejano”. En Tariego -villa de señorío- la comunidad vecinal estaba viva, los oficios no eran de propiedad privada ni estaban interferidos por el rey o el señor y tampoco el intendente o el corregidor enredaban porque no se acercaban por el pueblo. A partir de estas afirmaciones, es de sumo interés observar el funcionamiento real del concejo, de los alcaldes ordinarios, de los regidores, y todo ello los autores lo explican recurriendo a expedientes que han desmenuzado y a los que han puesto títulos regocijantes: “la causa de los mozos relinchantes”, la d “la invitación impertinente”, la “del cordero hurtado”...

Desde la “España ilustrada de la segunda mitad del VIII” de Sarrailh, fuente de mil destellos, a esta istoria de Tariego, toda huella y memoria, hay un gran espacio en el que caben muchas investigaciones, pero nadie como los Nieto para resucitar con su pluma un pueblo castellano y aventar las cenizas que dejaron los rezos, los llantos y los gozos.

18 septiembre, 2006

La Guerra Civil y sus causas

En El País viene hoy un artículo de Enrique Moradiellos, historiador académico que se las ha tenido tiesas con Pío Moa, sobre "La evitable Guerra Civil española de 1936". Me parece sumamente equilibrado, ecuánime, no maniqueo, y aquí abajo lo copio, ya que por aquí hemos tenido algún amistoso rifirrafe sobre las cosas de aquel tiempo.
Enrique Moradiellos, La evitable Guerra Civil española de 1936.
Para la dictadura militar que venció en el conflicto fratricida librado en España entre el 17 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939 la cuestión no admitía duda: "La Guerra Civil fue inevitable", porque quienes se negaron "a entregar a España como una presa al satanismo de Rusia" tuvieron que luchar contra quienes estaban "decididos a instaurar la dictadura soviética". Paradójicamente, para muchos de sus enemigos en aquella contienda, ésta también había sido una guerra "inevitable" por análogas razones: la resistencia ante "la sublevación de las castas reaccionarias, dirigidas por los generales traidores", que pretendía frenar la modernización democrática emprendida por la República desde 1931. Con posterioridad a su conclusión, muchos analistas suscribieron ese juicio sobre "la inevitabilidad de la Guerra Civil" por razones de tipo "estructural", "coyuntural" o meramente "antropológico": el problema del latifundismo agrario y la miseria de las masas jornaleras; la tensión entre autoridades civiles y tentaciones pretorianas militares; el pulso entre la inercia centralista y los desafíos autonomistas; la escisión religioso-cultural entre clericales y anticlericales; el impacto de la Gran Depresión de 1929; el intrínseco carácter nacional violento de los españoles, etcétera.
Una de las principales virtudes de la reciente historiografía sobre el conflicto español ha sido la puesta en cuestión de esa vieja tesis sobre la naturaleza "inevitable" de la guerra. Ante todo, porque los historiadores, por oficio acostumbrados al análisis retrospectivo del cambio histórico (con sus componentes azarosos y fortuitos), son más propicios a considerar los fenómenos históricos como contingentes, configurados en el transcurso del tiempo por concatenación, hic et nunc, de causas y circunstancias diversas. Y, por tanto, asumen que el despliegue del curso histórico no recorre un camino de sentido único y determinado sino que fluye entre senderos disponibles y más o menos transitables en distintas direcciones. En otras palabras: la Guerra Civil no fue el producto exigido por ninguna prescripción inmanente del pasado ni tampoco fue la derivación de ninguna finalidad teleológica. El supuesto "peso de las estructuras" deja sin resolver la incógnita de por qué la contienda estalló en julio de 1936 y no antes. La apelación a la "coyuntura" socio-económica depresiva orilla la incomodidad de que median siete años entre su inicio y el conflicto. Y el recurso a la innata violencia nacional nos deja huérfanos ante una evidencia incontestable: el tránsito pacífico de la Monarquía a la República en abril de 1931.
Sin embargo, la afirmación historiográfica de que la Guerra Civil no fue "inevitable" (pudo no haber sucedido), no excusa, sino que demanda, la explicación de por qué se convirtió en realidad sangrante e irreversible. Y a este respecto, con las debidas cautelas, la mayoría de los historiadores se inclinan a suscribir la idea de que fue el resultado del fracaso de la política como arte de resolución de los conflictos inherentes a toda sociedad sin el recurso abierto a las armas y a la violencia generalizada. La guerra fue, por consiguiente, la resultante de acciones y de omisiones por parte de agentes políticos y sociales de carne y hueso, que fracasaron en su tarea de resolver de modo pacífico unas tensiones graves y crecientes en la coyuntura histórica de 1936.
Por supuesto, la remisión a las conductas políticas como metafóricas "chispas" (causas detonadoras) que encienden la "mecha" (causas estructurales y coyunturales) de la guerra significa atribuir una responsabilidad prioritaria en su desencadenamiento a los líderes y mandatarios más representativos y decisorios de la época, capaces de impartir órdenes o de dictar consignas susceptibles de ser secundadas por muchos otros hombres bajo su mando o influencia. Y esa atribución y gradación de responsabilidades no deja de ser un ejercicio subjetivo sometido a las preferencias político-ideológicas de cada analista. Sin embargo, asumiendo ese irreductible componente interpretativo, la historiografía ha llegado a un acuerdo mínimo. A saber: para que la Guerra Civil dejara de ser mera contingencia y deviniera flagrante realidad fueron inexcusables dos fenómenos que constituyeron verdaderas condiciones de posibilidad del conflicto.
El primer fenómeno responde a un proceso crucial: la extensión durante la Segunda República de lo que se ha dado en llamar "la ideología de la violencia" (cuya génesis es anterior). El quinquenio republicano fue escenario de la creciente expansión de dicha ideología al compás de la dura pugna triangular entre los tres modelos socio-políticos entonces imperantes en toda Europa: el reformismo democrático; la reacción autoritaria; y la revolución social. La idea de que era moralmente legítimo el uso de la violencia más brutal para imponer el triunfo de un determinado orden no quedó reducido a los extremos del espectro político donde siempre había anidado: el carlismo y el falangismo, entre los reaccionarios; el comunismo y el anarquismo, entre los revolucionarios. En su caso, la violencia armada habría de ser la partera necesaria tanto del mundo pretérito que soñaba restaurar la reacción como del mundo futuro que anhelaba construir la revolución.
Para infortunio de los contemporáneos, entre 1931 y 1936 esa ideología llegó a impregnar a otros sectores más numerosos de la política y la sociedad, hasta entonces menos propensos a recurrir a las armas para dirimir un equilibrio de fuerzas inestable. En particular, llegó a afectar a dos movimientos inexcusables para la estabilidad del sistema democrático: el socialismo organizado (dividido entre facciones reformistas y revolucionarias) y el catolicismo político (escindido entre la mayoría integrista y la minoría demócrata-cristiana). Es significativo que los dos máximos dirigentes de ambos movimientos, ya a fines de 1933, hicieran declaraciones de mero compromiso accidental con la democracia: "El Partido Socialista va a la conquista del Poder, y va a la conquista, como digo, legalmente si puede ser. Nosotros deseamos que pueda ser con arreglo a la Constitución" (Largo Caballero); "La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer" (Gil Robles).
El segundo fenómeno concierne al contexto histórico que hizo posible en 1936 la operatividad de esa ideología. Porque para desencadenar y sostener una guerra civil no hubiera bastado el propósito beligerante de unos pocos, más o menos numerosos, capaces de promover algaradas, huelgas o incluso insurrecciones contra unas autoridades decididas y en condiciones de utilizar disciplinadamente los amplios recursos coactivos del Estado. Así lo demostró el fiasco del golpe militar reaccionario encabezado por el general Sanjurjo en agosto de 1932 y el fracaso de la huelga e insurrección socialista y catalanista de octubre de 1934. Para precipitar ese tipo de conflicto era inexcusable que las divisiones en la sociedad se hubieran extendido a las Fuerzas Armadas hasta el punto de escindir su unidad y disciplina.
De hecho, fue la división en las filas del Ejército, en su calidad de corporación burocrática jerarquizada con el monopolio legítimo del uso de las armas, lo que hizo posible la contingencia de la Guerra Civil. Si el Ejército hubiera actuado unido a la hora de protagonizar un golpe militar, nada se hubiera interpuesto en su camino: ni la legalidad constitucional de las autoridades civiles, ni la movilización de milicias improvisadas y mal armadas. También lo contrario es cierto: si el Ejército hubiera permanecido leal en su integridad a las autoridades civiles constituidas, no hubiera triunfado ningún golpe militar.
Pero no sucedió ni una cosa ni otra: hubo un golpe militar faccional. El hecho de que la insurrección fuera muy amplia, pero no unánimemente secundada, permitió que otra facción de las fuerzas armadas se opusiera a la misma y consiguiera aplastarla en casi la mitad de España. El resultado de ese fracaso parcial y éxito limitado de la sublevación faccional fue la Guerra Civil. Lo recordaba hace ya tiempo el general Salas Larrazábal, un ilustre historiador que también fue combatiente franquista: "En general, los conspiradores pecaron de superficialidad y optimismo; subestimaron al adversario y supervaloraron su propia influencia en las filas militares". Y lo revalidaba el hijo del general Cabanellas, el más veterano de los líderes sublevados: la lucha "fue el resultado de la división interna del país; pero, al mismo tiempo, de la del Ejército. Desunido, quebrantado en su disciplina, tiene en él origen la guerra de España".

Realismo mágico

Vean esta noticia que viene hoy, domingo, en El Tiempo, periódico colombiano. Hace días que se habla del asunto y es el hazmerreír de media Colombia.
Resumo con brevedad. En Colombia la Fiscalía General del Estado es una de las instituciones más poderosas y el puesto de Fiscal General uno de los más buscados. Se ha descubierto que entre el personal con contrato en la Fiscalía General figura lo que aquí llaman un síquico. En España tal vez lo denominarían muchos un parapsicólogo o cosa así. De los que te ayudan para tu autoayuda. Uno de esos jetas que lo mismo te hipnotizan para saber por qué te salen granos en salva sea la parte, te hacen la carta astral o te colocan en determinado orden los lápices de tu escritorio para que fluyan las buenas vibraciones y se alejen los malos espíritus. Conozco mucha gente en Latinoamérica que se desmelena con semejantes pendejadas y se gasta los cuartos en charlatanes de tamaño calibre.
Lo insólito es que este sujeto de la Fiscalía había conseguido introducirse en el círculo más íntimo del Fiscal General y, por consiguiente, en las esferas de mayor poder e influencia de tan alta institución. Allí tenía acceso a datos muy delicados del Estado y, so pretexto de hacer estudios psicológicos del personal de la Fiscalía, dominaba todas las intimidades, cotilleos y líos, incluidos los de cama, de aquella gente tan supuestamente sesuda y responsable. Le habían dado hasta pistola, por la importancia y el riesgo de su cargo en la cúpula del Estado. El Fiscal General dice que él no tenía ni noticia y que ya va a ver qué pasó. Siempre es lo mismo, al final se la cargará el botones.
Me preguntaba estos días cómo demonios habría podido semejante sujeto picar tan alto, pero el artículo de El Tiempo me lo aclara hoy de sobra y no me sorprende ya nada el caso. Pues parece que contactó con un señora que era jefa de algo allí adentro, le lavó el cerebro con esas tonterías suyas, metió cabeza un poquito y luego sólo tuvo que ir ascendiendo por el escalafón, de idiota en idiota y casi no se me nota. Y viene en la referida noticia de hoy una palabra absolutamente determinante, clave: halago. Así que esta historia, que parecía tan original y estrambótica, acaba siendo más de lo mismo, el cuento de siempre. Cantamañanas con cargo público y cabeza de chorlito y un listillo con habilidad sobrada para ver de qué pie cojean y darles coba hasta que sientan en la vanidad un gustillo cuasiorgásmico y una enorme simpatía por ése que les cuenta lo maravillosos, listos, guapos e interesantes que son. Felación espiritual se debería llamar eso.
Me pongo a recordar casos que conozco en España, o en León mismo, y ya no me parece tan mágico el realismo colombiano. Es la vulgaridad acostumbrada, con el agravante de que antes al menos -y muy mal estaba, que conste- se ascendía a quien se dejaba echar un buen polvo o que le magrearan las posaderas, y ahora basta con que le soben a algún jefecillo la autoestima.
El otro día me contaron que hubo en mi Universidad una reunión muy importante con representantes de la Junta de Castilla y León y que allí apareció de supersheriff un síquico local que los tiene a todos hechizados, pese a su innegable fealdad. Qué les dará, cielo santo, qué les dará.

16 septiembre, 2006

El placer de prohibir

¿Nos damos cuenta de que los gobiernos están cada día más poseídos por la pasión de prohibir y el vicio de castigar? Andan como locos buscando donde ponernos un nuevo límite, una traba añadida, un aumento de pena. Y la sociedad entra el trapo y, mal que bien, vamos convirtiéndonos todos en censores del comportamiento ajeno. Ni el lenguaje se libra y no dice uno tres frases seguidas en público sin cogérsela con papel de fumar (expresión que supongo que se debe ir abandonando), no se vaya a ofender a una minoría, una mayoría, un género, una especie, los nacionales de alguna nación vieja o nueva, la grey de una religión... Por cierto, tiene una guasa guapa lo del Papa y los musulmanes. Ya andan quemando alguna iglesia por el mundo por soltar el Papa que era mala cosa la violencia religiosa en el Islam. Como se nos ponga gagá el pontífice va a ser cosa de mucha risa. Despendole verbal en lugar de la acrisolada diplomacia vaticana. Pero la próxima vez que algún allatolah suelte que el occidente cristiano es un atajo de pervertidos violentos ya veo yo a los católicos -o a los occidentales en general- saliendo de manifestación a exigir un respeto y que se metan en sus cosas. Si uno no quiere, dos no conviven en plan multicultural. Estamos todos locos, Papa incluido. Porque anda que en violencia religiosa no hay por aquí un pasado caliente también, aunque algún perdón ya se ha perdido; pero sólo alguno. Vuelven, si alguna vez se habían ido, las guerras de religión, modelo otoño-invierno.
Pero sigamos con la pregunta de por qué ese celo en el prohibir que se gastan los gobiernos. Lo de fumar es de lo último y más claro, pero los ejemplos abundan. Puede que en algo dependa de dos razones que se me ocurren. Una, el puro placer legislativo, el morbo de mandar y el disfrute al acoquinar al personal. A lo mejor la vocación política no es más que eso, en estos tiempos en que las reformas de fondo y largo alcance brillan por su ausencia. Ya que no vamos a construir una sociedad más justa ni nos atrevemos a meterles mano a los que de verdad cortan el bacalao, entretengámonos puteando a la gente común. Más plusvalía pero menos nicotina. Progresamos. Se acaba por dar más importancia política y social a la legislación sobre el uso del tabaco que a la legislación laboral, pongamos por caso. Pueden parecer todas esas normas, que nos coartan más y más en nuestro diario vivir, expresión de paternalismo estatal. Te pego porque te quiero, y ahora a ver ese culete. Menudo padre, oiga. Tiene más de amo que de protector, más afición al látigo que a la pedagogía y esa enfermiza obsesión por ver a los hijos incapaces e inmaduros. En fin, que me parece que debe de ser un gustazo sentarse en el Consejo de Ministros y preguntarse qué prohibimos hoy a la ciudadanía, compañeros y compañeras. ¿Qué tal si penalizamos el consumo de cerveza en ayunas? ¿Los dónuts de chocolate? ¿Las patatas fritas con ketchup? ¿El piropo callejero? ¿Las puertas giratorias? ¿Los calzoncillos marianos? Todo para ir construyendo una sociedad más sana y responsable, por supuesto, más madura, y para que la ciudadanía corra menos riesgos y se lo pase mejor ante el televisor.
La otra explicación que imagino tiene aún peor cara. Los mandamases que más mandan disfrutan de privilegios exclusivos y espacios de libertad muy particulares. Que el pueblo no pueda hacer esto o lo otro los afecta poco, subidos ellos en la impunidad, y ahítos de caprichos, hastiados de privilegios, estragados los cinco sentidos. Se apasionan tanto más por las reglas cuanto más se sienten como excepción. Quien puede elegir entre más y mayores placeres poco lamentará, más bien al contrario, que el vulgo vea cada día más limitados y controlados los suyos.
No les bastamos obedientes, sólo les pone vernos sumisos. A este paso, y sin revoluciones que en lontananza, sólo nos queda fumar. Y poner la cama.

Los pueblos y la historia

De nuevo me sorprende la relación de los colombianos con su historia. Es impresionante el conocimiento con que manejan los datos de su pasado. Así es, al menos, en el ambiente académico y estudiantil en que me muevo en este país. Se me dirá que son las élites universitarias y que cómo no van a saber. Y la réplica es sencilla, pues cuántos de nuestros profesores españoles son capaces de contar algo medianamente preciso sobre los eventos de nuestro pasado reciente, pongamos la Primera República (alguno pensaría: ah, ahora entiendo por qué la Segunda es segunda), o la dictadura de Primo de Rivera, por buscar ejemplos cercanos y muy relevantes. Y para qué hablar de los estudiantes universitarios, dejémoslo.
En Colombia no se sabe muy bien qué Estado existe, si es que propiamente se puede decir que hay uno, la sociedad civil está absolutamente fragmentada, desintegrada, la violencia forma parte de los hábitos sociales y atraviesa como un puñal la biografía de todas las familias, la pobreza de gran parte de la población es sangrante. Pero uno tiene la sensación de que, a pesar de tantos pesares, pervive una nación, sobre la base exclusiva de unos cuantos detalles menores (la rumba, el trago, el desenfado) y, sobre todo, de un manejo común de la historia. No hay universidad que no tenga su salón con los presidentes de la República que de ella salieron, los datos de la historia constitucional son de todos conocidos, cualquier persona sitúa en su momento y en su contexto los sucesos que marcaron hasta hoy el destino, muchas veces trágico de esta tierra.
Es muy fuerte la tentación de dibujar comparaciones y puede que por ese camino hallemos más de una pista sobre la crisis del sentimiento nacional español. Fuera de Cataluña y el País Vasco, y tal vez ahora en Galicia, no hay una conciencia arraigada de nación porque nadie se reconoce en la historia común. Y no me refiero a ninguna mistificación de esa historia como testimonio de un destino metafísico ni como aprehensión de esencias inmutables ni zarandajas por el estilo. Aludo simplemente a la capacidad de explicar lo que somos y cómo estamos, desde la conciencia de los sucesos pretéritos. Parece que muchos creyeran que antes del franquismo comienza la noche de los tiempos, todo oscuridad y misterio, todo indiferencia. Ahora muchos caen en la cuenta de que hubo antes una República y nos peleamos por teñirla de tintes maniqueos, conformes con un vocerío que nos ahorra el esfuerzo de estudiar un poco. Pero ahí acaba todo, somos como marcianos amnésicos recién aterrizados. Es más, da la impresión de que lo que nos aúna como pueblo no es una conciencia, sino un complejo, el complejo de que no hay más pasado español que una retahíla de vergüenzas y bochornos de los que más vale no enterarse. No se trata de un juicio fundado, es un prejuicio. Algo parecido a la actitud de esos nuevos ricos que no quieren reconocerse en sus orígenes plebeyos y que reniegan de sus abuelos campesinos o sus menesterosos padres, que no regresan al pueblo si no es para exhibir el coche nuevo. Y, si queremos parecer cultos, sacamos a relucir lecturas de Joyce o de Proust, pero nos abochornaría un poco citar a Galdós o Palacio Valdés.
Nada más lógico, entonces, que borrar la historia, nuestra historia, de los libros de texto y las aulas. Si acaso, alguna leccioncilla sobre los orígenes de algún rito local o sobre los modos de la trilla en los tiempos de maricastaña, pequeños barnices de antropología barata y más aprecio al folklore que a las causas de nuestro presente.
El lugar de la historia en la construcción de un sentimiento aglutinador lo han comprendido muy bien, en cambio, los nacionalismos periféricos. Donde los otros padecemos una vergüenza gratuita, camuflada de indiferencia, ponen ellos manos a la obra en la reescritura de su historia, ya sea cierta o adulterada de despecho y culpas ajenas. Y, curiosamente, acaba siendo esa historia de ellos, hecha a su manera, la que termina por ocupar nuestro vacío, colonizando nuestra conciencia. Ya no es sólo que nos parezca oscuro y pobretón nuestro pasado, sin conocerlo, sino que lo creemos ruin y canallesco, pues nuestra conciencia acaba condicionada por sus imputaciones, justificadas alguna vez, gratuitas las más. Ne es meramente que nos avergüence ese abuelo con boina, es que, para colmo, lo tememos violento opresor de libertades ajenas y cómplice de la desdicha de otros pueblos que ya entonces vivían mejor, casi siempre. Sin raíces conscientes -que no quiere decir necesariamente orgullosos del pasado, ni mucho menos; pero para juzgar se ha de empezar por conocer-, estamos a merced de los vientos, presa fácil de charlatanes y buscavidas, espejo para las simples consignas de los simples.
Y se me dirá que si no existe acaso un nacionalismo español, o españolista si se quiere, que muchos verán encarnado en el PP y sus voceros más cerriles. Concedamos eso sin esfuerzo, pero precisemos lo obvio, que es un nacionalismo incapaz de hacer nación, compuesto de mero culto a los símbolos, teñido de obscenas metafísicas -igualito en esto al de los otros- y perfectamente temeroso de enfrentarse con rigor al pasado y de ponderar ecuánimemente sus luces y sus sombras. Allí donde, desde el prejuicio, el español común se avergüenza de la historia que desconoce, el político rancio, desde una ignorancia pareja, lo teme y piensa siempre que va a encontrar cadáveres en su armario y que mejor no menearlo. Se conforma con decir que Franco no fue tan malo, pero de ahí no pasa o, todo lo más, saca a relucir cuatro tópicos sobre los reyes católicos y su "empresa unificadora".
La historia en España acaba reducida a una contienda entre propagandas y a consigna manipuladora con ánimo puramente electoralista. Deberíamos aprender de estos pueblos que apenas tienen Estado, como el colombiano, nosotros que lo tenemos hermoso y aparentón, pero con los pies de barro, con nuestros pies de barro.

14 septiembre, 2006

Las cosas de los viajes.

Bueno, pues ya estoy en Bogotá, cómodamente alojado desde hace una hora, pero con la cabeza vacía de toda idea potable, como corresponde al madrugón, las horas de vuelos y esperas y el desconcierto habitual en estos casos. Así que sólo puedo contar un par de anécdotas sin mucha sustancia.
Llegué a la agotadora T4 de Barajas a las 08:30. En cuanto me puse a buscar en los paneles informativos la lejana sale de mi embarque para Bogotá, se me acercó una señora pidiendo ayuda. Hablaba y hablaba e intentaba contarme de una vez toda su vida. Conseguí frenar su verborrea y me fui enterando de lo que le ocurría: era bilbaína, de 84 años muy bien llevados, acababa de llegar de Caracas, donde vive desde hace un montón de años, y había perdido el enlace para Bilbao. Le dije que bueno, que yo le echaba una mano y la guiaba. Comenzó a seguirme por pasillos kilométricos, al tiempo que echaba pestes de todo: los aviones, los aeropuertos, esta nueva terminal, que tanto lujo para qué, ya ve usted, mucha fachada y llega una señora como yo y se pierde. Empezó también a largar contra los españoles, tan desagradables al parecer. Así que le dije: mire, buena mujer, yo la voy a ayudar a conseguir un nuevo vuelo a Bilbao y la voy a dejar sentadita en su sala de embarque, aunque me cueste una hora y varios kilómetros de terminal, pero no me vuelva loco y no critique tanto, caramba. No conseguí que se callara ni tanto así, pero cambió de tercio y me fue contando su vida y milagros, que tenía dos hijos en Venezuela, que uno era médico y otro ingeniero, que vivían en casas muy bonitas..., la intemerata de cosas. Y yo pensando que otra vez me iba a salir caro lo de ponerme caritativo y que qué me estará pasando estos días, si será que me estoy volviendo un vejete blando.
Pasamos un control de seguridad y la señora se olvida el bolso. Cae en la cuenta siete pasillos más allá y vuelta para atrás, aunque la señora insiste en que no lo dejó allí, sino vaya usted a saber dónde. La arrastro hasta el control, intento preguntarle al guardia si han visto un bolso abandonado y ella aprovecha para intentar explicarle lo de sus hijos y que tienen casas preciosas y que ella viene a ver su hermana. El guardia me mira con cara de pedirme socorro, ¡a mi!, y yo veo asomar el bolso debajo de una mesa. Así que nos vamos a buscar un mostrador de Iberia para lo del billete y la señora camina que se las pela, sin dejar de hablar ni fatigarse por ello. Llegamos al mostrador y, cuando la identifican en el ordenador le dicen que andan no sé cuantos operarios buscándola con la silla de ruedas que ella había pedido. ¿Silla de ruedas?, les pregunto, pero si camina mejor que yo. Conseguimos el billete para un vuelo que sale pronto, la arrastro a su puerta de embarque y se la endilgo a una buena mujer que estaba allí sentada esperando el mismo vuelo. Me da dos besos la viejecilla, intenta regalarme unos bombones, dice que rezará por mí y comienza a soltarle sus historias a la buena mujer de al lado. Yo me largo con la sensación de que ya voy servido de buenas obras para un mes.
Me arrimo a uno de esos horribles bares donde para comer un bocadillo de nada hay que hacer cola con una bandeja y mucha paciencia. Delante de mí, dos azafatas gringas, creo que de la American. Y, sorpresa, veo como una de ellas se mete un par de bolsas de patatas fritas en su maletín, con evidente dolo y cara de traviesa. Se da cuenta de que la miro y farfulla no sé qué cosa en un inglés del que no entiendo ni palabra. Me encojo de hombros y le pongo cara de que no va conmigo su hurto, que allá se las componga. Y, efectivamente, no paga las patatas cuando llega su turno. Edificante.
Llega mi hora, me siento en el avión y allí al lado llora un niño como de seis o siete años. La gente se interesa -yo ya iba con cuidado, tenía mi cupo de solidaridad humana agotado- y cuenta el chaval, entre hipos y sollozos, que su mamá lo dejó en el avión, que lo manda con su papá a Colombia, que vuela solo y que teme no volver a verla. Cáspita, otro drama. Y resulta, por lo que sigo oyendo, que la casa de la mamá del niño está en Bilbao. Vaya, debe de ser el día de las tragedias bilbaínas. Se van concentrando las azafatas y los azafatos -por cierto, que deteriorados/as los tiene Iberia últimamente- y continúa el interrogatorio al pequeño. Hasta que aparece el comandante y dice que a él le tiene que decir la verdad, que si le cuenta mentiras se va a enfadar mucho. Uno con mano para los niños, ya se ve. Y se lo lleva con él a la cabina. Me quedo pensando qué averiguaciones intentarán y dónde acabará el niño. Pero regresa a su asiento a los diez minutos, portando en su cabeza la gorra del comandante, que no apeó en todo el vuelo.
Esta vez apenas consigo dormir en las diez horas de vuelo. Viajan en el mismo avión dos colegas muy queridos y echamos alguna parrafada para pasar el rato. También aprovecho para leerme casi todo un tocho de un prestigioso procesalista, sobre la prueba en el proceso civil. Hay que ver cómo escriben estos dogmáticos tan dogmáticos, ni una cita, ni una fuente, todo palabra de catedrático antiguo, las cosas son así y punto. Concluyo, una vez más, que se ahorra tiempo y esfuerzo y se aprende lo mismo leyendo a pelo todas las leyes de enjuiciamiento que vengan al caso. ¿Cómo es posible que no me haya dormido apenas con semejante ladrillo en la mano? Definitivamente, me pasan cosas raras esta temporada.

12 septiembre, 2006

Otra de medicina.

No, todavía no me he ido. Mañana por la mañana. Antes, voy a contar lo que me acaba de ocurrir, por desahogo y tal.
Resulta que tenía que hacerme una ecografía de la vejiga. El médico dijo que por ver, que no hay preocupación. Así que pido hora, para esta tarde, me tomo una hora antes mi litro y medio de agua y me voy para una prestigiosa clínica con el recipiente interno bien repleto. Naturalmente, de puntualidad ni rastro. Pasan treinta minutos sobre la hora asignada y voy notando le presión. Al lado hay un señor que brama con la enfermera y con su esposa -o lo que fuere-, se lamenta de que no puede ser y de que está muy incómodo. Llega mi turno y la enfermera me pregunta si voy muy apurado o si puedo dejar que pase antes ese hombre, al que le tocaba después. Calculo la resisencia que me queda, me lo monto mentalmente de asturiano fortachón y digo que bueno, que pase él. Maldita la hora. El sujeto, pequeñajo y con maneras, vestuario y lenguaje de constructor acostumbrado a pisotear currantes, ni me mira ni me da las gracias, convencido tal vez de que le tocaba a él por lo de las cuotas para enanos. Empiezo a arrepentirme, otra vez, de ir por la vida de generoso. Los quince minutos posteriores se me hacen largos y me aflojo un agujero del cinturón, a ver si se alivia un poco aquella pujanza.
Al fin llega mi turno, que era en verdad el del otro, quien había salido todo sonriente y nada compasivo con mis quebraderos de vejiga, y entro a la sala. Me indican que me quite la camisa y me tumbe en la camilla. Diablos, en horizontal es peor. Paciencia. Me dejan solo allí un par de minutos más. Entra una enfermera -o lo que sea-, toda silenciosa. Debe de ser que no da las buenas tarde para que no aumente mi incomodidad si contesto. Al lado de la camilla hay un ordenador conectado a unos chismes. La mujer toca una tecla y sale del ordenador el siguiente sonido desalentador: plof. Llama a otra señora y comentan las dos, cariacontecidas, que aquello se ha estropeado. Llega el radiólogo -o lo que sea- y les grita que qué diablos han hecho. Ellas aseguran, aterradas, que nada. Yo sigo en mi camilla y medito sobre las revueltas obreras. El radiólogo toca teclas y más teclas y ya no suena ni plof ni nada. Expeditivo, desenchufa el aparato y vuelve a enchufarlo. Mira, lo mismo que hago yo en estos casos, pienso, no somos tan diferentes los humanos ante los misterios.
Han pasado casi diez minutos y el de la bata blanca no me ha dicho ni pío ni moa. Tampoco había saludado al entrar, para qué, si en mi estado debo parecer una pieza de la camilla. En esto aparece otro con pinta de técnico y empieza a decir cosas del sistema y del software. Ahora sí que estamos jodidos, me digo, llegó el experto. Y, efectivamente, procede de inmediato, él también, a desenchufar y enchufar todo seguido. Nones, aquello no chinfla. Se miran los dos varones y concluyen que tal vez sea buena cosa hacer un nuevo intento de desenchufar. Tan sencillos ellos, tan naturales, oye.
Pugno por que me salga la voz del cuerpo y digo que qué tal si meo sólo un poquito, que empieza a ser dolorosa mi sensación. Me dice el radiólogo, reparando sin duda en mi presencia, que espere un nuevo intento. Y desenchufan otra vez. Palabra que no exagero nada. Así que aguardo. Como el aparato -quiero decir el ordenador- sigue en sus trece, me sugiere que orine un poco, pero poco. Obedezco y me siento extraño tras la meada interrupta, placer apenas insinuado. Retorno al garito y me ordena el galeno que espere en una silla que hay allí detrás. Sigue frenética su actividad desenchufadora y enchufadora. Al cabo, me dice que salga y que aguarde en la sala de espera quince o veinte minutos, que van a llamar a otro experto. Y yo me largo, claro. Se me ha hinchado ya todo lo hinchable, no sólo la vejiga.
Supongo que allá seguirán todos con su metesaca en el enchufe. Tiempos modernos, ay.

Hasta pronto, camino de Colombia.

Hora otra vez de hacer maletas y tomar aviones, nueva escapada a mi querida Colombia. Trataré de contar qué se cuece por allí.
Hasta muy pronto.

Campo

¿Qué va a pasar con el campo? Esta temporada he vuelto bastante por mi pueblo, en Asturias. El paisaje está cambiando y el poder mete sus manos para regular el uso de los espacios. Antes los campesinos explotaban el terreno, lo cuidaban y lo mantenían para sus propósitos productivos. Ahora ya apenas quedan campesinos. Les anticipan las jubilaciones para que dejen de producir leche. Antes pagaban por explotar la hierba de los prados ajenos. Ahora a los pocos que quedan les sobra donde segar y sembrar. Van quedando fincas abandonadas, que se come la maleza. El monte salvaje se adueñará dentro de poco de más y más espacios.
La alternativa para quien no puede o no quiere cuidar sus propias tierras es venderlas, pero no quedan más compradores que los urbanitas que quieren hacerse el chalé. Y vienen los ayuntamientos y tratan de poner coto al caos de construcciones reglamentando en qué espacios se puede edificar una casa y en cuáles no. No les falta razón, pues el paisaje se deteriora irremisiblemente si cada cual levanta lo que quiere como le da la gana, aquí una hermosa residencia, a cien metros un cobertizo infame, más allá una chabola con tejado de uralita. Pero donde no se pueda construir irá la maleza, el matorral, ganando terreno. Llegarán también los incendios y nuevos problemas. En toda mi infancia no se vio un jabalí en mi pueblo, ahora, al parecer, hay muchos. Dañan los pocos sembrados que quedan y los escasos labradores retornan a la caza furtiva, se toman la justicia por su mano. Tiene difícil arreglo la situación.
Creo que sería más razonable que los ayuntamientos regularan estrictamente las maneras de construir, pero dejando que el mercado decida el uso de la tierra. Bien está que se impidan los desmanes constructivos o ciertas obsesiones de los recién llegados, como el afán por talar los árboles o por convertir en llanura lo que eran cuestas y colinas. Pero una naturaleza en abandono y sin gentes tampoco parece la solución.
A propósito de incendios, me encontré un viejo bosque completamente quemado. Pregunté a los lugareños qué había pasado y me contaron la siguiente historia chusca. Resulta que en la zona hay un conocido pirómano, vaya por Dios. No está en sus cabales y parece que anda obsesionado con que son mala cosa los árboles y el monte bajo. Así que les pega fuego. Ha estado encerrado varias veces, pero vuelve y retoma las cerillas. Parece que después del último incendio alguien lo denunció otra vez y llegó a su casa la pareja de la guardia civil a buscarlo. Los recibió cuchillo en ristre y pusieron pies en polvorosa. Unas horas después vinieron los GEO, según dice la gente del pueblo. Supongo que sería algún cuerpo especial de la guardia civil. Él volvió a tomar su cuchillo y salió corriendo. Parece que lo persiguieron mucho rato, disparándole pelotas de goma. Pero se ve que él corría más y no lo alcanzaban. En su camino se topó con una paisana, que le dijo algo así como dónde vas tú con ese cuchillo. Él le respondió, arrimándose a ella, ay, Maruja, que me quieren matar, ayúdame. Ella le dijo que o tiraba el cuchillo o le daba ella dos hostias allí mismo. Así que el hombre volvió a escapar a la carrera. Cuando se cansó, se metió en un bar de la carretera, pidió un cubalibre y esperó tranquilamente. Allí lo encontraron sus perseguidores y se lo llevaron sin más altercado.
Me pareció gracioso y por eso lo cuento. Simplemente.

Santiago Rusiñol. Por Francisco Sosa Wagner.

Cuando se cumplen los setenta y cinco años de la muerte del pintor Santiago Rusiñol vale la pena evocarle y recordarle. Ya sé que muchos me han precedido con más medios y saberes pero a uno le gusta hacerlo por su cuenta, por libre y sin acogimiento aguión alguno. Como a tantos otros lugares de la geografía cultural, yo llegué a Rusiñol de la mano de Josep Pla, de su obra dedicada al pintor y a su época. Josep Pla, para mí, es una flecha que siempre señala en la dirección adecuada y, cuando recomienda leer algo, ver algún paisaje, comer algún concreto plato de pescado o unas verduras finas, se impone seguir su consejo y no perderse en pamplinas. Nunca falla ni defrauda porque Pla es sello de calidad, no de esos que ponen ahora a cualquier bazofia intercultural e intertextual, sino sello contrastado: ¡ah, el Pla de los adjetivos! ¿Sabríamos poner adjetivos los españoles si no hubiéramos aprendido esta disciplina en el catalán Pla, en sus descripciones minuciosas, en sus morosas reflexiones tras las que el lector adivina la mirada burlona y lúcida del ampurdanés? En buena medida, mis pasiones literarias son las de Pla, y mis odios son los odios de Pla. Buena compañía, la de Pla.
Pero vayamos a Rusiñol, me refiero sobre todo al Rusiñol escritor porque aunaba las dos condiciones, como le ocurría a José Gutiérrez Solana, también escritor y pintor. Por cierto, este se quejaba de que los españoles fueran tan pobres que no les cupiera en la cabeza dos ideas sobre una misma persona. Y, sin embargo, estas personas que tienen habilidades variadas y felizmente cultivadas son las más fascinantes porque están y no están, huyen y permanecen, son los traidores más conseguidos pues que cultivan una traición elegante y sin consecuencias, mansa. Cuando se les pide un cuadro, te dan una novela, y cuando les pides una novela, te regalan una naturaleza prácticamente muerta.
En la obra de Pla sobre Rusiñol sale mucho, como es natural, "els quatre Gats", el café artístico y literario de la bohemia barcelonesa. Estaba administrado por un personaje pintoresco, Romeu, un tipo que se regía por un curioso principio comercial, el desprecio absoluto de la clientela que le alimentaba. Cuando alguien pedía la cena, se daba a todos los diablos: "pero ¿este también quiere cenar? ¿qué se ha creído? Tenemos que poner coto a este desorden". Sin embargo, al parecer, sentía un gran respeto por las telarañas que decoraban el local. Todo se lo permitía al servicio menos quitar una telaraña: "no me toques las telarañas -decía- que te echo a la calle". Eran un componente del decorado que exigía miramientos.
La obra de Rusiñol más conocida, "L'auca del senyor Esteve", prosa luego llevada al teatro, es regocijante pues permite engolfarse en las manías y los caracteres vitales de la pequeña burguesía catalana, de un tendero que se enfrenta a la vocación artística -y, encima, modernista- de su hijo. Como quien no quiere la cosa, Rusiñol atiza un buen varapalo a la sociedad de miras cortas y a sus individuos estrechos y esmirriados, aquellos que administran sus sentimientos nobles con gran tacañería.
Es célebre el Rusiñol de las bromas con el lenguaje y de las frases gloriosas: "en el matrimonio, los tres primeros años y los tres últimos son los mejores. Los más pesados son los treinta del medio". O cuando afirmaba que "cuando eres joven te gustan todas, luego te enamoras y solo te gusta una. Cuando eres viejo, vuelven a gustarte todas menos una".
De las frases recuerdo siempre dos perlas del pensamiento, que apuntan como un revólver de alta precisión: "cuando un tonto sube a un automóvil, cree que avanza". Pero, sobre todo, esta otra: "quienes buscan la verdad merecen el castigo de encontrarla".
Cada vez que oigo a un político, de esos que son todo superficie, decir que alguien de la cofradía adversaria miente o proclamar que va a decir la verdad bien alto, me acuerdo de Rusiñol y se me sonríen mis adentros. La lectura de Rusiñol es una terapia que nada tiene que ver con la farmacia. De ahí, su eficacia.

11 septiembre, 2006

¿Cómo repartimos los cuartos?

Un buen amigo de este blog, anónimo bien conocido, repite periódicamente en sus comentarios que él no creerá en casi nada que tenga que ver con política o moral mientras no vea que los que ganan más de tres mil euros mensuales reparten sus dineros con los que ganan muy poco o nada. Va siendo hora de ponerse a reflexionar un poco sobre las demandas de anónimo.

Los que ganan más de tres mil euros ya reparten, en principio, aproximadamente una cuarta parte de sus ingresos. Lo hacen por vía de impuestos. Con los impuestos se financian los servicios públicos, entre ellos los servicios sociales. Los impuestos son la vía por excelencia para la redistribución de la riqueza: el Estado detrae de quien más tiene para darle al que está peor. En un Estado social que lo sea no sólo de nombre, el sistema impositivo tiende a dos caracteres que aumentan esa función redistributiva: la progresividad de los impuestos y el predominio de los impuestos directos sobre los indirectos. Pero esto son cosas por todos sabidas.

Pensemos en un ciudadano al que vamos a llamar X. X percibe de su empresa, por su trabajo, un sueldo mensual de 3750 euros brutos. Anualmente en el impuesto sobre la renta deja unos 9000 euros. A esto se ha de sumar lo que X paga ocasionalmente por otros impuestos y, especialmente, lo que paga siempre, día a día, como impuestos indirectos, comenzando por el IVA de todo. Sale, en total, una buena cantidad de dinero que X se ha ganado con su trabajo y que acaba en las arcas del Estado. ¿Eso es bueno o malo?
Unos contestarán que es bueno, otros que es malo y otros que depende.
Dirán que está bien los estatistas. Se trata de aquéllos que piensan que la relación entre los ciudadanos, que deben ser siempre ciudadanos "nacionales", y el Estado es una relación orgánica, viva, relación de dependencia vital necesaria entre las partes y el todo. Las partes, los ciudadanos, se deben a ese todo que no sólo los representa y los aglutina, sino que los aglutina en una realidad superior y les da su esencia principal. No somos nada, sólo materia prima inerte, individuos desamparados y vacíos, sin el grupo, y el grupo por excelencia es el Estado, donde se aúna la comunión de caracteres y sentimientos y la fuerza para defender la identidad frente al rival y el enemigo. Todo lo que el Estado les pida a sus ciudadanos -dineros, sacrificios, hasta la vida- bien pedido estará, sin necesidad de más explicaciones, igual que no tiene la cabeza que explicarle a la mano por qué le ordena tal o cual maniobra. La cabeza gobierna el cuerpo como el poder del Estado, culmen de la nación, gobierna a sus ciudadanos, que se van acercando, así, a súbditos. La operación de sometimiento se perfecciona cuando existe una religión de Estado que insiste a los ciudadanos en que su supremo bien y aspiración tiene que ser el darse a los demás y que la síntesis perfecta de uno con los demás se realiza en el Estado. La obediencia acrítica, como virtud, se hace al tiempo virtud política y virtud religiosa. Por eso el estatismo propende a la teocracia y busca la amalgama de legitimación política y legitimación religiosa para el poder de los gobernantes. Entre la religión de Estado y el Estado como religión hay una promiscua continuidad. Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. O, en otros casos, el dictador de turno (Hitler, Stalin, Mao...) convertido él mismo en dios terreno a base de atribuirle capacidades y valores sobrehumanos. El estatista sueña con el Estado total y su persona propia la quiere fundida y confundida con la de sus connacionales en el Estado, aunque haya que pagar.
A la pregunta de antes responderán que está mal que a X le tome tanto el Estado por vía de impuestos los individualistas radicales. Se trata de quienes sostienen que nada existe más valioso que el individuo, concebido como ente radicalmente libre, autónomo, dueño de sí mismo y sin más límite a la propiedad de sí que el respeto a la propiedad de los otros. La propiedad de uno mismo abarca la propiedad de todo aquello de lo que uno se apropie sin arrebatárselo torticeramente a otro, de todo lo que uno tenga y no sea robado, pues sólo si dispongo plenamente de lo que es mío puedo realizar con ello mis planes de vida, planes que fueron, precisamente, el acicate para mi esfuerzo por conseguirlo. Si yo trabajo fuertemente para ganar dinero con el que comprarme una casa, nadie puede quitarme de lo mío, pues supone arrebatarme mi motor vital de comprar una casa y mi realización al tenerla. El Estado que me detrae de mis ganancias para dar una casa a otros que no la tienen, me roba y me esclaviza a esos otros, es un Estado ladrón. Si toma la cuarta parte de mis ganancias o bienes, me hace esclavo en un cuarto esclavo suyo y de los que se benefición de eso que antes era mío y me fue arrebatado. Quien quiera una casa, que la consiga por sus medios y con su esfuerzo. Ante la objeción de que no todos poseen la misma capacidad y la misma voluntad o aptitud para el esfuerzo, se contesta que hacer al más capaz repartir con los menos significa arrebatarle precisamente eso que lo individualiza, sus capacidades y su personalidad y, con ello, su libertad, su autonomía, para convertirlo en masa, en individuo igual, estandarizado, despersonalizado, objeto en manos ajenas. No hay, pues, más Estado legítimo que el Estado mínimo, aquél que se limita a velar por que no nos matemos y no nos robamos, y que no nos exige que le demos de nuestros recursos más que los mínimos para que pueda brindar ese servicio exclusivo de seguridad, lo único por lo que un sujeto libre y autointeresado paga al poder de buen grado. Todo lo demás -vivienda, educación, sanidad, comunicaciones...- que lo pague quien lo quiera y en lo que pueda.
La anterior es la tesis de los llamados libertaristas, representados en el pensamiento político contemporáneo por Robert Nozick, por ejemplo. A ellos se suman los economistas neoliberales, del tipo de los de la Escuela de Chicago, con sus tesis de que un Estado mínimo no aumenta la pobreza, sino que la evita, pues si cada cual gestiona autónomamente todos sus recursos particulares, sin interferencia estatal ni políticas públicas redistributivas, la eficiencia en la producción de recursos será mucho mayor, pues en un Estado activista en lo económico y social en lo político la mayor parte de los recursos no sirven para el aumento de la producción total ni para la mejora de la pobreza, sino que se los traga la burocracia. En cambio, si es el mercado el único que distribuye beneficios y cargas, la eficiencia será mayor, habrá más bienes para distribuir y en ese espontáneo reparto les tocará a los más desfavorecidos más de lo que obtendrían como beneficiarios de un Estado social, por mucho que el reparto con las reglas solas del mercado pueda y deba ser desigual.
¿Y qué ocurre si alguien siente dolor y compasión frente a los que padecen penurias? Pues nada impide que cada cual acate las demandas de su moral personal y dé a los demás de lo suyo, libremente. Cuando yo regalo a alguien, porque quiero, la mitad de mi sueldo, no dejo de ser libre, al contrario, realizo mi libertad sin interferencia ajena. Todo lo contrario de cuando es otro el que se lo apropia para sí o para entregárselo a un tercero. Nada cambia cuando ése que me lo quita para repartirlo es el Estado. Pero como tampoco cabe más moral que una moral estrictamente personal, individual, sin que quede espacio para formas de moral colectiva o grupal, se excluye la aceptabilidad de cualquier moral social general que ordene, por ejemplo, repartir lo mío con los otros. Alguien que me dijera que debo dar de lo mío a otro que tenga menos, estaría faltando al respeto de mi libertad. Que de él lo que su moral le pida; a mí, que me deje en paz si mi moral no me exige tal cosa. Donde sólo cuenta la moral personal como expresión de la libertad de cada cual, no queda sitio para la moral política ni para la gestión colectiva de la solidaridad.
Nos queda la tercera respuesta a la pregunta del principio, la de los que responden que depende. ¿De qué depende? De lo que haga el Estado con esos dineros que le detrae al ciudadano X y de cómo sea la política general de tales exacciones. Comencemos por esto último. La exigencia se resume que la política impositiva sea proporcional y proporcionada. Proporcional en el sentido de que exista una regla general que vele por que a X no se le quite, comparativamente, más de lo que se le quita a quien es más rico ni menos de lo que se le quita a quien es más pobre. Proporcionada, en cuanto que lo que a X se le exija no le impida mantener su vida autónoma, como sujeto libre que se autodetermina mediante el uso de los frutos de su trabajo, esfuerzo y capacidad. Política y gestión de lo colectivo, sí, pero en difíciles equilibrios entre el uno y los otros.
En cuanto a la segunda condición, que hace depender la aceptabilidad de los impuestos del uso que el Estado haga de esos ingresos, la idea central apunta a la redistribución. Si el Estado quita a X e invierte ese dinero en políticas que hacen que se tornen más ricos los que tienen más que X y no consigue que sean más pobres los que tienen menos que X, no podemos pedirle a X que acepte por imperativo moral y solidario el impuesto que soporta. Porque los impuestos, según esta concepción, ni son un fin en sí mismo, como manifestación del poder del Estado sobre los ciudadanos, ni son por sí un robo injustificable; son un instrumento de política redistributiva, son mera herramienta. Y sólo si esa política es efectiva y sólo si lo es sin anulación radical de la libertad de nadie, están los impuestos justificados. Ni todos iguales por decreto, haciéndonos súbditos idénticos, ni todos desiguales por necesidad, al precio de que algunos jamás puedan vivir dignamente como personas. Igualdad de oportunidades y, a partir de ahí, al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Que no estén unos condenados a la pobreza por nacimiento o desgracia, pero que tampoco esté nadie impedido de progresar en su vida personal y social por imperativo de que nadie puede llegar a ser o a tener más que nadie. Aquí el Estado ni es el ente supremo a cuyos mandatos haya que someterse con fe de creyente, ni es enemigo por definición de nuestra autonomía. Es un instrumento de la vida social que se juzga por sus frutos, por sus rendimientos y por su capacidad para protegernos de los riesgos más temibles que nos acechan.
Y ahora, expuesto lo anterior, viene la pregunta para nuestro amable y perseverante interlocutor anónimo: ¿de qué manera puede colaborar X mejor para que se corrijan los padecimientos de sus conciudadanos más pobres? ¿Practicando la caridad con el que tenga a mano o luchando, en la medida de sus fuerzas y sus posibilidades, para que el Estado en el que convivimos ayude con los impuestos a proporcionar a todos mejores condiciones de vida, igualándonos en la libertad, es decir, en la posibilidad de ser dueños de nuestra vida sin las esclavitudes del hambre, la enfermedad o la ignorancia? A mí me parece que de la segunda manera. Lo que no quita, amigo anónimo, para que si un día usted tiene hambre y no tiene con qué pagarse un plato de comida -sé que ni ocurre ni va a ocurrir, por fortuna- yo lo invite con el mayor gusto a comer en mi casa. Pero quitándole el hambre a usted un día o un mes, hago menos por los pobres que si peleo honestamente por una política común de mayor justicia y mejor distribución de la riqueza, aunque a usted, sólo a usted, le solucione así un problema durante un rato. Y, al revés, yo no soy más solidario con el conjunto de mis conciudadanos que pasan hambre por el hecho de invitarlo a comer a usted todos los días, aunque mi conciencia quede así engañada y su estómago lleno. Repare en que suelen ser los más ricos los que más disfrutan con la práctica de la caridad -siente un pobre a su mesa por Navidad-, los que más tratan de evadir impuestos y los que votan a partidos que no les toquen el patrimonio. Por algo será.
Y, por cierto, ¿cómo piensa usted organizarse ese día, ya cercano, espero, en que gane más de tres mil euros al mes?

10 septiembre, 2006

Bilateralidad y reforma estatutaria. Por Francisco Sosa Wagner

Lo ha dicho la comisaria para la Competencia y lo ha repetido el comisario español Joaquín Almunia. Ninguno de los dos me parece que tengan relación alguna con la negra reacción conservadora ni que pertenezcan a la caverna política. Sin embargo, ambos tienen claro que, si la OPA de los alemanes sobre una empresa española se negocia bilateralmente entre los gobiernos español y alemán, burlando las atribuciones de las instituciones comunitarias, se desatará el “caos” en la UE.
Así de sencillo. El asunto tiene la mayor importancia para nosotros, no solo porque se estén ventilando intereses españoles, sino por razones más domésticas. Porque, cuando se está construyendo Europa como instancia política que algún día representará la voz de una gran parte del continente, cuando se está en ese empeño de primera magnitud, sin duda la empresa de mayor aliento que vivimos los contemporáneos, cuando se están poniendo los ladrillos para que ese edificio acabe saliendo airoso, es evidente que, si prosperan las relaciones bilaterales entre los miembros de esa gran alianza, esta dejará de ser Unión para degradarse a la condición de vaga coordinadora de los intereses nacionales.
Pues eso es justamente lo que está ocurriendo con la reforma de los Estatutos de las Comunidades autónomas. Si siguen adelante, en los términos catalanes y andaluces y en parte baleares y valencianos, el Estado español será, en el futuro, un coordinador de las regiones pero habrá perdido su capacidad de dirección efectiva de los asuntos públicos. Que esto lo admita el Gobierno de un Estado antiguo, que ese Gobierno vaya dejando jirones y jirones de sus responsabilidades públicas con la sonrisa en los labios, es un enigma que se entiende mal, sobre todo cuando ese Gobierno se funda en una ideología respetable y eficaz como es la socialista que debería estar muy interesada en conservar entre sus manos las decisiones políticas que conforman la realidad de un país. Quien cree en un proyecto político -en este caso, el socialista-, quien tiene convicciones reflexivas, más allá de las coyunturas de pactos transitorios, no puede contemplar su pérdida de poder más que con una desazón íntima enorme. Lo aceptará a regañadientes si no tiene otro remedio, pero lo hará con mal ceño y demostrando a cada paso su enfado.
La bilateralidad que se está admitiendo en los Estatutos es la amenaza que conduce a la fragmentación del Estado. Aparece en el texto catalán que se permite anunciar que cualquier decisión, adoptada en organismos de colaboración voluntaria, no vinculará a la Generalitat cuando el acuerdo haya sido adoptado sin su aprobación (art. 176. 3). El mismo Estatuto prevé la participación catalana en la designación de miembros y representantes en instituciones como el Tribunal Constitucional, Consejo del Poder judicial, Banco de España, Comisión nacional del Mercado de valores etc, y, además, se constituyen (Cataluña, Andalucía) “Comisiones bilaterales” con el Estado (de forma más comedida, en Aragón). ¿Qué razón existe para que no consignen parecido despropósito todas las demás Comunidades autónomas? La nueva ley de Agencias (julio, 2006) prevé, por su parte, la participación regional en tales organizaciones “estatales” pues se trata de un “modelo abierto que posibilita dar entrada a las Comunidades Autónomas”. Incluso la voluntad del Estado ante Europa quedará mediatizada por la de las Comunidades autónomas, justo cuando en Alemania Federal se reducen en este punto los poderes de los Länder.
Bilateralidad, fragmentación, debilidad ... Lo contrario de realidades federales como la alemana o la americana que subrayan la autoridad del todo sobre las partes.