16 noviembre, 2008

G-20

Pues qué quieren que les diga, leo y leo sobre los acuerdos adoptados en esa reunión del llamado G-20 y mi desconcierto se acrecienta. En seis horas meten en vereda la economía mundial y acobardan a las crisis. Supongo que, si era cosa nada más que de un rato así, no se reunieron antes porque querían darle emoción a la cosa y tenernos en vilo unos meses. Viva su espíritu lúdico y filantrópico. Y gracias, papis, por sacarnos de la postración.
Pese a la buena nueva, mucha gente debe de andar con la mosca detrás de la oreja. Para empezar, los economistas, que no dan una y, para colmo, ahora ven que son los políticos los que dominan las claves esquivas de las finanzas mundiales y, además, le han tomado al mercado la sartén por el mango. El próximo Nobel de Economía debería ser para el Brown, la Merkel o el ZP, mismamente.
En segundo lugar, las naciones emergentes y primaverales, como las que nos nacen por aquí en cuanto cae un poco de chirimiri, han de hallarse perplejas, pues resulta que los líderes planetarios no pretenden construir ni el globo de las regiones ni el mundo de las naciones, sino que se lo guisan y se lo comen ellos solitos. Ahora que catalanes, vascos y demás tenían sus flamantes oficinas en Bruselas y estaban en un tris de agenciarse unas embajadas en toda regla, resulta que el bacalao se corta en las reuniones del G-20 y no lleva matasellos ni catalán ni gallego ni nada. Asco de vida.
También a los demócratas del mundo hay que suponerlos contentos, especialmente los de los países que no son ni riquísimos ni emergentes a tope. Las normas de verdad, al parecer, se ponen para todos por obra y gracia de unos tipos que se autonombran a golpe de PIB y no de urna. ¿Habremos retornado por la puerta de atrás a una democracia censitaria de nuevo cuño? Con razón nos tomamos más en serio las elecciones norteamericanas que las nuestras.
En cualquier caso, deberemos alegrarnos por los parias de la tierra. Si los líderes innatos le cantan las verdades a la crisis económica y nos prometen un mercado con lo justo de regulación para evitar los cataclismos y las jugarretas de los más pillos, cabe esperar que no sólo desaparezca el peligro de que los grandes bancos se vayan a pique por andar jugando al tocomocho y la estampita, sino, y sobre todo, que al fin todo el mundo tenga para comer y llegar dignamente a fin de mes. Como uno acaba de volver nuevamente de Latinoamérica y de ver otra vez tanto poblado miserable en las afueras de las grandes ciudades, tanto niño caminando descalzo en el lodo y tanto ser humillado en las calles, sueña con que esa economía dirigida con mano sabia y firme consiga de una vez que haya sitio para todos en el mercado y sin necesidad de que ninguno venda el alma y el cuerpo a cambio de un mendrugo miserable. Y, por cierto, también confiamos en que, puestos a corregir desmanes, los jefes del orbe se propongan poner en su sitio a dictadores corruptos y a engañabobos con mando en estados. ¿O será que si renace pujante la economía financiera ya no hay más de qué preocuparse?
A los que nos tenemos por demócratas de vocación cosmopolita y liberales individualistas nos parece de perlas que las naciones se vayan al carajo, que las fronteras se queden como recuerdos del pasado tribal y que este planeta global e intercomunicado se gobierne como un único mundo habitado por humanos iguales. Pero falta un pequeño detalle: ¿qué pintamos y qué vamos a pintar los ciudadanos de a pie?

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