12 noviembre, 2008

¡Pobres madrileños!

Reconozcámoslo: como aquí y en las pequeñas ciudades del estilo de León no se vive en ninguna gran urbe. No se trata de reeditar el viejo menosprecio de Corte y la gastada alabanza de aldea, sino de que no nos den gato por liebre.
Antes estas viejas capitales provincianas olían a alcanfor y sus gentes se movían con el abandono desesperanzado de los que habían perdido el tren del progreso. Hoy las cosas ya no son así. Un servidor vive en las afueras y con el coche tarda cinco minutos en llegar a su trabajo. Y mi casa grande me cuesta menos que un apartamentito en Vallecas. Esto se lo cuento a los colegas madrileños y se les ponen los ojos como platos. Luego contraatacan preguntándome si no vi la última coreografía de Pina Bausch. Y se sienten de nuevo reconfortados. Con menos de lo que se gastan ellos en horas y gasolina cada semana, un leonés toma el avión el sábado y se va al ballet allá, y hasta les paga unos vinos.
Con todo, al madrileño de pura cepa o al que se arrimó de joven por aquellos andurriales de diez carriles no le da envidia lo nuestro. Es un misterio. O son masoquistas o se conforman con muy poco. Y, desde luego, se engañan. Por ejemplo, les gusta mucho explicar que lo bueno de su ciudad es que ponen mucho teatro y pasan todas las películas de actualidad, hasta las del llamado cine independiente. Estupendo, pero ¿cuánto tiempo hace que no sabe usted de algún madrileño que haya ido al teatro? En el teatro allá sólo se encuentra a los provincianos que andamos de expedición de fin de semana y mientras hacemos tiempo para tomar unas copas. En cuanto al cine, a la mayoría ir a ver la película que les apetece le supone tanto esfuerzo como a un leonés escaparse hasta Gijón a echarse unas sidras. Y no hay color. Así que menos faroles.
La única explicación es que a los capitalinos les chifla contemplarse unos a otros y saber que todos las están pasando igual de canutas. También les encanta pensar que allí viven los más ricos y famosos y que puede que algo se le pegue al vulgo sin posibles. Pero ése es otro mito. De cerca los famosos pierden muchísimo. Hace unos meses me crucé en la capital con una conocidísima actriz y cantante un poco dentona y que nos volvió locos a los de varias generaciones. Se me cayeron los palos del sombrajo, qué decepción. Es pequeñaja y está escuálida y arrugada. Por verla se me aguaron las fantasías de tantos años. Es mejor imaginárselo todo desde aquí, mientras se disfruta de unas mollejas regadas con un clarete de Valdevimbre. Pero disimulemos y finjámonos acomplejados, no sea que arranquen todos para acá y nos echen a perder esta buena vida de paletos felices y globalizados.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Que no les envidiamos? No nos lo restriegue por la cara, sivuplé.
En cuanto tenga plaza le cambio la mía y la de mi santa por dos ahí mismo, de la misma especie y condición. Por éstas que no son cruces, hoyga. Y a vivir.