El pasado sábado publicó Juan Manuel de Prada en ABC un artículo titulado “La destrucción del Derecho”. Admiro muy sinceramente la calidad de la prosa de este autor y su arrojo a la hora de defender sus convicciones. Más aún, creo que él y unos pocos más cumplen una muy saludable función en nuestro sistema democrático, pues frente a la escasa capacidad argumentativa que desde hace muchas décadas caracteriza a la derecha española, más dada al exabrupto cuartelario que al razonamiento sosegado, y frente al tópico pseudoprogresista de que la derecha no defiende en realidad ideas, sino intereses bastardos y talantes dictatoriales, plumas como las de De Prada nos demuestran que sí hay razones y convicciones serias y bien sostenidas en la derecha, al igual que las hay en la izquierda. Y que ser progresista no es evitar el debate con los conservadores fingiendo un olímpico desprecio que no esconde más que ignorancia y dogmatismo, sino que ser progresista y crítico supone batirse lealmente con sus propuestas y creencias, desde el respeto que se debe al contendiente al que se quiere ciertamente derrotar, sí, pero en buena lid y no cayendo precisamente en lo que retóricamente le reprochamos: dogmatismo, demagogia y autoritarismo.
Y servidor, modestamente, quiere aquí cuestionar algunas de las ideas que De Prada expone sobre el matrimonio en el referido artículo.
La primera tiene que ver con la disputa sobre si el derecho al matrimonio es el derecho de una institución social o es un derecho de los individuos particulares. La ley de matrimonio homosexual estaría “privatizando” el matrimonio, según nuestro articulista, pues hace que el casarse o no dependa de “la mera voluntad de los cónyuges”, de modo que “el matrimonio se convierte en un derecho del individuo que se casa con quien le apetece”. Y la secuela sería ésta: “De este modo, el Derecho claudica en su función primordial (que no es otra que la consecución de un bien social a través de la seguridad jurídica), para someterse a la voluntad del individuo y autorizar legalmente su capricho”.
Y digo yo, ¿qué van a ser, sino derechos individuales, los derechos relacionados con el matrimonio? Porque lo contrario de esa llamada “privatización” del matrimonio sería su socialización. Tiene gracia ver a la derecha, aunque sea la derecha civilizada y más culta, como la que puede representar De Prada, mostrándose a favor de la socialización de las instituciones. Pero así es, se trata de una paradoja frecuente. Analicemos despacio el caso. No es cierto que el Derecho haya hecho, aquí y ahora, del matrimonio una institución enteramente caprichosa. Cierto que ahora una persona puede casarse con otra de su mismo sexo, cosa hasta el momento legalmente impedida, pero siguen rigiendo múltiples prohibiciones: uno no puede casarse con menores de cierta edad, no puede casarse con ciertos parientes, no puede estar casado con varias personas al tiempo (poligamia y poliandria), etc. Sólo ha cambiado una cosa, aunque sea relevante, pero los partidarios de que el matrimonio de verdad se privatice seguramente impugnarán muchos de esos impedimentos que todavía rigen. Pensémoslo: tratándose de adultos que consienten, ¿por qué no va a tener una mujer dos o tres esposos –o esposas-, o un hombre dos o tres esposas –o esposos; o mitad y mitad-?. ¿Es tan distinto de tener un único cónyuge y algunos/as amantes?
Con eso último llegamos a otro aspecto importante. La subordinación, en materia de matrimonio o de derecho de familia en general, de los derechos individuales a los intereses colectivos es algo que ya se probó más que sobradamente en la Alemania nazi y el algunos países comunistas. Con los resultados bien sabidos. En tales regímenes, el derecho de cada cual a casarse con quien quisiera se subordinaba a intereses eugenésicos, reproductivos o productivos. Según los países, se ponían reparos legales a los matrimonios interraciales, o a los de personas con alguna tara física; o a los matrimonios con mujeres que ya no se hallaban en edad fértil; o a matrimonios que supusieran para alguno de los cónyuges una dificultad para su plena entrega a la industria nacional o a las labores del partido. Está muy bien documentado todo esto en múltiples estudios en los que ahora no podemos detenernos; pero es así.
Cierto, absolutamente cierto que De Prada no es en modo alguno un totalitario, y estoy dispuesto a batirme dialécticamente con cualquiera que tal cosa afirme. Ahora bien, él tilda de totalitaria y destructora del Derecho la ley de matrimonio homosexual. Y eso tampoco. Porque lo que los totalitarismos siempre han querido es exactamente ver en el matrimonio una institución al servicio primariamente de objetivos sociales, como la mejora de la raza, el aumento de la natalidad, el alza de la producción, la consolidación de la revolución o la construcción de una sociedad santa o virtuosa, en lugar de contemplar dicha institución como mero resultado del deseo de dos (¿o más?) personas de vivir juntos y compartir su vida en lo emocional o lo físico. Pero los conservadores dignos, como De Prada, no van tan lejos, por fortuna. Su preocupación es la reproducción, la perpetuación de la especie, puesta peligro, al parecer, por el hecho de que los homosexuales puedan casarse, en lugar de serlo toda la vida, pero como solteros, eso sí. Nos dice nuestro autor que “La institución matrimonial, tal como la concibió el Derecho, no atiende a las inclinaciones o preferencias sexuales de los contrayentes, sino a la dualidad de sexos, conditio sine qua non para la continuidad social. La finalidad de la institución matrimonial no es tanto la satisfacción de derechos individuales como la supervivencia de la sociedad humana, a través en primer lugar de la procreación y luego de la transmisión de valores y derechos patrimoniales que dicha procreación genera”.
Porque vamos a ver, ¿habrá menos homosexuales si los que lo sean no pueden casarse? ¿Será más alta la tasa de descendientes generados por los heterosexuales si a los homosexuales les está prohibido contraer matrimonio? ¿Deberíamos, en aras de la procreación, obligar a cada homosexual a reproducirse por medio de una relación heterosexual, con ganas o sin ganas? Y, si lo importante es el hecho de la reproducción, ¿por qué no fomentar la paternidad o maternidad de laboratorio, en lugar de ponerle trabas? Y, ya en el colmo, si se trata de que por razón del supremo interés social de la reproducción estén prohibidas las prácticas o instituciones que de algún modo saboteen o contravengan ese interés reproductivo, ¿por qué no declaramos ilegal el celibato sacerdotal u obligamos a que los conventos sean mixtos y con sexualidad frecuente y sin anticonceptivos? ¿Y por qué no decretamos la nulidad automática de todo matrimonio en que una de las partes sea estéril, obligando a la otra a casarse con alguien que sí sea fértil? Y ya puestos, ¿prohibimos los anticonceptivos? De tanto usarlos hay parejas de esposo y esposa que tienen tan pocos hijos como si fueran matrimonios homosexuales. ¿Los penalizamos al menos? Si la institución es social y los fines que la justifican no tienen mayormente que ver con los intereses y deseos de los individuos, todas estas medidas serían tan coherentes como prohibir el matrimonio homosexual por razones reproductivas. Igual de coherentes, ni un ápice menos.
Pero lo de la reproducción es una burda disculpa, bien lo sabemos. No preocupa a la derecha el que los matrimonios homosexuales no puedan reproducirse, no es eso en verdad. La clave nos la proporciona la última parte del párrafo que hace un momento citamos, cuando De Prada nos cuenta que la otra finalidad del matrimonio es “la transmisión de valores”. ¿Qué valores? ¿Los valores de quién? ¿Tienen sexo los valores? ¿Hay valores heterosexuales y valores homosexuales? ¿Son por definición perversos e inconvenientes los valores que pueda transmitir una persona o un matrimonio homosexual? Y, sin tan malos son esos valores que los homosexuales pueden transmitir, ¿sólo son peligrosos cuando los transmiten estando casados o convendrá reprimirlos en general, casados y solteros, para que ni hablen ni actúen con riesgo de escándalo para los buenos de la sociedad? ¿Censuramos, pues, la literatura homosexual? ¿Hacemos delito de los tratos carnales de los homosexuales? ¿Los obligamos a pasar por el aro de la doble vida o la clandestinidad? ¿Es más sana y se gobierna por mejores valores una sociedad en la que un homosexual tenga que tener una pareja hetero como tapadera y un amante de su sexo bien oculto? ¿Es moralmente más sano y mejor ejemplo social el de una pareja casada en la que uno de los cónyuges doblega su inclinación por miedo al qué dirán o por servicio a la reproducción?. ¿Es superior la moral de una sociedad que mantenga a los homosexuales en el armario y los castigue si intentan salir?
Sé que es muy probable que De Prada diera a la mayor parte de estos interrogantes una respuesta que se quiera bastante “liberal” y tolerante, en términos de que no pretende limitar derechos individuales de los homosexuales, sólo evitar que se cause daño a la institución social del matrimonio. Pero estos conservadores bienintencionados –cuando lo son, como creo que es el caso- también deben meditar sobre las consecuencias aterradoras a que puede conducir –e históricamente ha conducido- su empeño en socializar las instituciones del derecho de familia, su propensión a subordinar la libertad de los individuos, al elegir las formas de su vida privada, a los imperativos de la conveniencia social. Y ni siquiera de la conveniencia social en rigor, sino de una determinada fe o concepción del mundo que pretende hacer de la sociedad un modelo de virtud autoritariamente impuesto, en lugar de la sede de la convivencia entre ciudadanos autónomos que no deben tener en su libertad más límite que el de evitar el daño a los otros individuos y poner de su parte lo necesario para que todos puedan comer, tener educación y un mínimo aseguramiento de su integridad personal. El matrimonio no es un servicio social o público, es una institución privada y así debe seguir si amamos la libertad. Porque para que siga habiendo niños y niñas no es necesario el matrimonio, tampoco el heterosexual. Y para que las personas sigan queriendo y defendiendo a sus hijos no hace falta tampoco que estén casadas. Se les puede querer como quieren los curas a sus sobrinas, pongamos por caso.
Y servidor, modestamente, quiere aquí cuestionar algunas de las ideas que De Prada expone sobre el matrimonio en el referido artículo.
La primera tiene que ver con la disputa sobre si el derecho al matrimonio es el derecho de una institución social o es un derecho de los individuos particulares. La ley de matrimonio homosexual estaría “privatizando” el matrimonio, según nuestro articulista, pues hace que el casarse o no dependa de “la mera voluntad de los cónyuges”, de modo que “el matrimonio se convierte en un derecho del individuo que se casa con quien le apetece”. Y la secuela sería ésta: “De este modo, el Derecho claudica en su función primordial (que no es otra que la consecución de un bien social a través de la seguridad jurídica), para someterse a la voluntad del individuo y autorizar legalmente su capricho”.
Y digo yo, ¿qué van a ser, sino derechos individuales, los derechos relacionados con el matrimonio? Porque lo contrario de esa llamada “privatización” del matrimonio sería su socialización. Tiene gracia ver a la derecha, aunque sea la derecha civilizada y más culta, como la que puede representar De Prada, mostrándose a favor de la socialización de las instituciones. Pero así es, se trata de una paradoja frecuente. Analicemos despacio el caso. No es cierto que el Derecho haya hecho, aquí y ahora, del matrimonio una institución enteramente caprichosa. Cierto que ahora una persona puede casarse con otra de su mismo sexo, cosa hasta el momento legalmente impedida, pero siguen rigiendo múltiples prohibiciones: uno no puede casarse con menores de cierta edad, no puede casarse con ciertos parientes, no puede estar casado con varias personas al tiempo (poligamia y poliandria), etc. Sólo ha cambiado una cosa, aunque sea relevante, pero los partidarios de que el matrimonio de verdad se privatice seguramente impugnarán muchos de esos impedimentos que todavía rigen. Pensémoslo: tratándose de adultos que consienten, ¿por qué no va a tener una mujer dos o tres esposos –o esposas-, o un hombre dos o tres esposas –o esposos; o mitad y mitad-?. ¿Es tan distinto de tener un único cónyuge y algunos/as amantes?
Con eso último llegamos a otro aspecto importante. La subordinación, en materia de matrimonio o de derecho de familia en general, de los derechos individuales a los intereses colectivos es algo que ya se probó más que sobradamente en la Alemania nazi y el algunos países comunistas. Con los resultados bien sabidos. En tales regímenes, el derecho de cada cual a casarse con quien quisiera se subordinaba a intereses eugenésicos, reproductivos o productivos. Según los países, se ponían reparos legales a los matrimonios interraciales, o a los de personas con alguna tara física; o a los matrimonios con mujeres que ya no se hallaban en edad fértil; o a matrimonios que supusieran para alguno de los cónyuges una dificultad para su plena entrega a la industria nacional o a las labores del partido. Está muy bien documentado todo esto en múltiples estudios en los que ahora no podemos detenernos; pero es así.
Cierto, absolutamente cierto que De Prada no es en modo alguno un totalitario, y estoy dispuesto a batirme dialécticamente con cualquiera que tal cosa afirme. Ahora bien, él tilda de totalitaria y destructora del Derecho la ley de matrimonio homosexual. Y eso tampoco. Porque lo que los totalitarismos siempre han querido es exactamente ver en el matrimonio una institución al servicio primariamente de objetivos sociales, como la mejora de la raza, el aumento de la natalidad, el alza de la producción, la consolidación de la revolución o la construcción de una sociedad santa o virtuosa, en lugar de contemplar dicha institución como mero resultado del deseo de dos (¿o más?) personas de vivir juntos y compartir su vida en lo emocional o lo físico. Pero los conservadores dignos, como De Prada, no van tan lejos, por fortuna. Su preocupación es la reproducción, la perpetuación de la especie, puesta peligro, al parecer, por el hecho de que los homosexuales puedan casarse, en lugar de serlo toda la vida, pero como solteros, eso sí. Nos dice nuestro autor que “La institución matrimonial, tal como la concibió el Derecho, no atiende a las inclinaciones o preferencias sexuales de los contrayentes, sino a la dualidad de sexos, conditio sine qua non para la continuidad social. La finalidad de la institución matrimonial no es tanto la satisfacción de derechos individuales como la supervivencia de la sociedad humana, a través en primer lugar de la procreación y luego de la transmisión de valores y derechos patrimoniales que dicha procreación genera”.
Porque vamos a ver, ¿habrá menos homosexuales si los que lo sean no pueden casarse? ¿Será más alta la tasa de descendientes generados por los heterosexuales si a los homosexuales les está prohibido contraer matrimonio? ¿Deberíamos, en aras de la procreación, obligar a cada homosexual a reproducirse por medio de una relación heterosexual, con ganas o sin ganas? Y, si lo importante es el hecho de la reproducción, ¿por qué no fomentar la paternidad o maternidad de laboratorio, en lugar de ponerle trabas? Y, ya en el colmo, si se trata de que por razón del supremo interés social de la reproducción estén prohibidas las prácticas o instituciones que de algún modo saboteen o contravengan ese interés reproductivo, ¿por qué no declaramos ilegal el celibato sacerdotal u obligamos a que los conventos sean mixtos y con sexualidad frecuente y sin anticonceptivos? ¿Y por qué no decretamos la nulidad automática de todo matrimonio en que una de las partes sea estéril, obligando a la otra a casarse con alguien que sí sea fértil? Y ya puestos, ¿prohibimos los anticonceptivos? De tanto usarlos hay parejas de esposo y esposa que tienen tan pocos hijos como si fueran matrimonios homosexuales. ¿Los penalizamos al menos? Si la institución es social y los fines que la justifican no tienen mayormente que ver con los intereses y deseos de los individuos, todas estas medidas serían tan coherentes como prohibir el matrimonio homosexual por razones reproductivas. Igual de coherentes, ni un ápice menos.
Pero lo de la reproducción es una burda disculpa, bien lo sabemos. No preocupa a la derecha el que los matrimonios homosexuales no puedan reproducirse, no es eso en verdad. La clave nos la proporciona la última parte del párrafo que hace un momento citamos, cuando De Prada nos cuenta que la otra finalidad del matrimonio es “la transmisión de valores”. ¿Qué valores? ¿Los valores de quién? ¿Tienen sexo los valores? ¿Hay valores heterosexuales y valores homosexuales? ¿Son por definición perversos e inconvenientes los valores que pueda transmitir una persona o un matrimonio homosexual? Y, sin tan malos son esos valores que los homosexuales pueden transmitir, ¿sólo son peligrosos cuando los transmiten estando casados o convendrá reprimirlos en general, casados y solteros, para que ni hablen ni actúen con riesgo de escándalo para los buenos de la sociedad? ¿Censuramos, pues, la literatura homosexual? ¿Hacemos delito de los tratos carnales de los homosexuales? ¿Los obligamos a pasar por el aro de la doble vida o la clandestinidad? ¿Es más sana y se gobierna por mejores valores una sociedad en la que un homosexual tenga que tener una pareja hetero como tapadera y un amante de su sexo bien oculto? ¿Es moralmente más sano y mejor ejemplo social el de una pareja casada en la que uno de los cónyuges doblega su inclinación por miedo al qué dirán o por servicio a la reproducción?. ¿Es superior la moral de una sociedad que mantenga a los homosexuales en el armario y los castigue si intentan salir?
Sé que es muy probable que De Prada diera a la mayor parte de estos interrogantes una respuesta que se quiera bastante “liberal” y tolerante, en términos de que no pretende limitar derechos individuales de los homosexuales, sólo evitar que se cause daño a la institución social del matrimonio. Pero estos conservadores bienintencionados –cuando lo son, como creo que es el caso- también deben meditar sobre las consecuencias aterradoras a que puede conducir –e históricamente ha conducido- su empeño en socializar las instituciones del derecho de familia, su propensión a subordinar la libertad de los individuos, al elegir las formas de su vida privada, a los imperativos de la conveniencia social. Y ni siquiera de la conveniencia social en rigor, sino de una determinada fe o concepción del mundo que pretende hacer de la sociedad un modelo de virtud autoritariamente impuesto, en lugar de la sede de la convivencia entre ciudadanos autónomos que no deben tener en su libertad más límite que el de evitar el daño a los otros individuos y poner de su parte lo necesario para que todos puedan comer, tener educación y un mínimo aseguramiento de su integridad personal. El matrimonio no es un servicio social o público, es una institución privada y así debe seguir si amamos la libertad. Porque para que siga habiendo niños y niñas no es necesario el matrimonio, tampoco el heterosexual. Y para que las personas sigan queriendo y defendiendo a sus hijos no hace falta tampoco que estén casadas. Se les puede querer como quieren los curas a sus sobrinas, pongamos por caso.
1 comentario:
yo más bien creo que la argumentación de Prada va dirigida a demostrar que se está destruyendo al Derecho y lo de los maricas es un ejemplo argumentativo de como se privatriza una institución y el argumento poderoso lo da el catedrático de Derecho eclesiástico citado por Prada.
Garciamado da por indiscutible que un marica no es una aberración y desdeña las opiniones científicas que indican lo contrario. Si además a todas las autopreguntas dice que Prada daría una respuesta razonable, la cuestión importante sería que garciamado opinase sobre si se destruye o no el Derecho qué es la cuestión de fondo del artículo de Prada.
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