Tengo un amigo argentino, de Mar del Plata, buena tierra. Alguna vez anduvimos por allá. Un día tuve con él y otros compatriotas suyos una discusión algo subida de tono por mi parte; luego lo lamenté. Bien es verdad, aunque no valga ni de atenuante, que yo me había tomado unos vasos de vino, quizá demasiados. El caso es que volvió a salir a colación un caso que se había dado en aquella tierra. De por allá es el lúgrubemente célebre teniente Astiz, aquel hijo de madre de la Escuela de Mecánicos de la Armada. Ya libre, por obra de una infame amnistía, el tipejo andaba por la calle de su ciudad y entraba de vez en cuando en locales o discotecas a pasar el rato. Al parecer, en más de una ocasión la gente que estaba dentro lo reconoció y abandonó el lugar, lo dejó sólo. Era una forma ciertamente loable de echarle en cara el merecido desprecio. Está bien. Pero a mí se me antojó sostener que no era comprensible la cobardía, dicho sea abruptamente, de tantos argentinos, de los que sabían que alguno de sus seres más queridos habían muerto a manos de semejantes salvajes desalmados, y que se limitaban a tragar saliva y cambiar de acera, tal vez tapándose la nariz y aguantando el vómito. Pues, sostenía un servidor de aquella manera, esa buena gente estaba obviando un imperativo moral supremo, casi un mandato del derecho natural del bueno, si se me permite expresarlo así con algo de ironía: matar al asesino impune. Vamos a ver si ahora, con serenidad, puedo explicarme sin molestar demasiado, y menos a los queridos amigos de la tierra del tango.
Voy a partir de un supuesto hipotético y trágico. Imaginemos que alguien mata a un hijo mío, o a mis padres, o a un hermano, o a la persona que amo como pareja, y que el asesinato fuera consciente, alevoso. Por ejemplo, porque el asesino alegue que esa muerte intencionada es un medio para lograr el fin de eliminar la subversión, o de lograr la autodeterminación de un pueblo. Pero el muerto no era ni siquiera un político, ni un policía, en cuyo caso seguiría el crimen siendo plenamente reprobable. Pero voy a lo que en mí desencadenaría la suprema angustia: era un ciudadano normal y corriente, de a pie, era mi familiar, que pasaba por allí. Es probable, muy probable, y esto tiene más de confesión que de hipótesis de trabajo, que mi impulso primero y más natural fuera tratar por encima de todo de matar al autor del crimen. Y creo que es un sentimiento noble y que no merece reproche. Y me parece que debería, en principio y a salvo de lo que luego matizaré, esmerarme en conservar mi determinación y en cumplirla, aunque caiga sobre mí todo el peso de la ley, de esa ley de la que el infame, como en el caso de Astiz, se había librado pese a sus torturas y sus homicidios, paradójicamente.
Se me reprochará que ese instinto vengativo es sumamente primitivo, poco menos que animal, y es cierto; que va contra los principios más elementales de la civilización, y es verdad; que para eso está el Estado, para imponer una justicia objetiva y con garantías y para hacer que el delito sea retribuido mediante la pena pública; y así es y bien que quiere un servidor defender tal idea. Pero a eso vamos, precisamente.
En sociedades primitivas era, o es, regla común la venganza privada. A la familia del asesinado le corresponde vengar el mal con otro semejante, a costa del malhechor o de su familia. Las variantes son muchas, y de ello nos cuentan historiadores y antropólogos. Repárese, por lo demás, en que es proceder propio de naciones y realidades nacionales, de prístimas comunidades con identidad grupal muy marcada y plenamente cohesionadas con la argamasa de las tradiciones y los usos seculares. Considérese también que estamos hablando del que venga personalmente un mal personal, no del que en nombre de una pura idea abstracta (la Fe, la Verdad, la Comunidad o el Bien) mata al que considera enemigo, rival o hereje. Esto no merece el nombre de venganza. Cuando se hace masivamente y en lucha es guerra; cuando se hace contra individuos aislados e indefensos son sacrificios humanos. Cuando se hace contra grupos indefensos es exterminio o genocidio.
La venganza privada como castigo amparado por reglas grupales tradicionales fue quedando de lado en cada ocasión en que una sociedad pasó a regirse por un poder político legislador que impone y se guía él mismo por reglas jurídicas abstractas y que rompen con las costumbres atávicas y las reglas sociales espontáneas. Esto es una cuestión de escala, de proporción mayor o menor, no de blanco o negro. Quiero decir que cuanto más una forma de organización política se aproxima al modelo de lo que llamamos genéricamente Estado, tanto más la venganza privada queda relegada por el monopolio centralizado de la coacción, lo que significa que es el legislador estatal, en cualquiera de sus formas, quien determina qué conductas merecen castigo público, como escarmiento y reparación, y son los propios órganos del poder los que ejecutan tal castigo como pena.
En estos asuntos el Estado moderno representa el avance fundamental, pensábase que definitivo. El Estado moderno ha ido, del siglo XVI en adelante y hasta hoy, afirmando su poder supremo frente a cualesquiera poderes locales anteriores, poderes locales o grupales que pierden su autonomía normativa y de ejecución y que, todo lo más, pasan a desempeñar funciones normativas o ejecutivas por delegación de ese Estado central, no necesariamente centralista. Ese Estado, que primeramente se afirma como poder omnímodo bajo la forma de Estado absoluto, se reviste en algunos lugares de poder autoritario reformista a la manera de lo que se denominó despotismo ilustrado. Pero ya ha aparecido un término clave, Ilustración. La filosofía ilustrada, racionalista, en conjunción con nuevas circunstancias económicas y políticas que requieren una profunda reforma social que logre eficiencia gestora y que imponen una nueva forma de legitimación basada en el apoyo ciudadano, en lo que hoy llamaríamos la opinión pública, determina nuevos hitos en el modo de concebir la acción legisladora, judicial y punitiva del Estado. En lo primero, el consenso social se va asentando muy gradualmente como base única de la ley legítima y merecedora de acatamiento ciudadano. Van surgiendo cámaras y parlamentos, primero con funciones mínimas o de mero dictamen o consejo, luego, paso a paso, con competencias específicas sobre la creación de normas. Al principio fue la aprobación de ciertos impuestos, luego el visto bueno al presupuesto, más tarde la ley toda, sobre cualesquiera materias. Al tiempo, la base social de la representación parlamentaria se iba ampliando al ritmo de la extensión de los derechos políticos. Las primeras cámaras parlamentarias eran aún de representación estamental o aristocrática. Luego el voto se extiende con carácter general, pero como voto censitario. Más tarde como voto universal masculino. Al fin, como voto igual de hombres y mujeres.
En cuanto a la aplicación de la ley, en particular de la ley penal, la doctrina ilustrada va a aportar garantías, en lucha a brazo partido contra la arbitrariedad del poder y con el propósito declarado de evitar el sacrificio estatal de víctimas inocentes a manos de verdugos. Basta aquí mencionar el nombre de Beccaria. Y toda una serie de precedentes en derecho inglés, comenzando por la Carta Magna de Juan sin Tierra, allá por 1215, sentando por primera vez una forma, aún limitada, de habeas corpus. En nuestros días todas esas conquistas se resumen en la idea de que todos, también los más atroces delincuentes, tenemos derecho al juez predeterminado por la ley, a un proceso con garantías y posibilidad de defensa, a que no se nos castigue por nada que la ley previa a la acción no tipifique como delito y a que no se nos sancione en más de lo que esa ley como pena disponga.
En lo que se refiere a la ejecución de las penas, imperó inicialmente el retribucionismo, la idea de la pena como sublimación de la venganza por obra del Estado, bajo el lema de que el que la hace debe pagarla. Pero se inició al tiempo un camino hacia la eliminación de las penas más crueles y degradantes. Primero se impone la idea de que el delincuente condenado conserva su dignidad como persona, dignidad que nadie, ni el Estado, puede vulnerar con padecimientos desmedidos o ensañamiento más reprobable que el crimen mismo que se compensa. Después irá triunfando también la idea de que todo el mundo tiene derecho al arrepentimiento, a lamentar sus yerros, a la enmienda, a una segunda oportunidad, a rehacer su vida como ciudadano de bien. Y de ese modo las penas se reorientan a la (re)socialización del penado. Y más aún, surgen mecanismos para aliviar el castigo al que fue delincuente y tiene el propósito serio de dejar de serlo, al que muestra arrepentimiento, buena disposición, propósito de enmienda.
Todo lo apuntado conforma un éxito civilizatorio sin par, una de las más altas conquistas, si no la más alta, del género humano. Sin la más mínima duda. Algo que debemos defender con uñas y dientes para que no regresemos a la caverna, no precisamente platónica.
Retornemos ahora a los casos hipotéticos. Supongamos que un criminal mata con el mayor de los dolos a un hijo mío. La policía lo persigue para que sobre él se derrame todo el peso de la ley. Pero el asesino transmite a las autoridades el siguiente mensaje: si me dejan en paz, no vuelvo a matar a nadie de esa familia; si siguen acosándome, mataré a otro hijo, y saben que puedo hacerlo. Esas autoridades me dan cuenta a mí de tal declaración y me aseguran que parece seria y creíble. Y ahora vienen las preguntas. Una: ¿qué debería hacer yo en una situación así? Creo que no me quedaría más remedio que concluir que la vida de mi hijo vivo vale más que la venganza por el hijo muerto. Pero algo comenzaría a revolverse en mi interior contra ese estado impotente. ¿Y qué debería hacer el Estado? Posiblemente no cejar en su empeño justiciero, porque ese malnacido puede tomarla de la misma manera otro día con otra familia, aunque respete el pacto con la mía. O porque otro criminal pueda descubrir en el precedente una buena manera de salir de rositas.
Pero compliquemos el caso. Pongamos que se trata de una banda de matones que se ha llevado por delante la vida de mi hijo y de un puñado de personas más. El Estado de vez en cuando los acorrala, detiene y juzga a unos cuantos, pero no consigue erradicar la plaga, porque son muchos, o fuertes, o contumaces. Un día, los jefes de la banda hacen saber que están dispuestos a dejar de matar, pero no sin algo a cambio. Quieren impunidad. Quieren borrón y cuenta nueva, quieren el perdón para los suyos que han sido condenados, quieren, incluso, un protagonismo social y político, quieren luz, taquígrafos, propagar libremente sus ideas; quieren homenajes incluso, o hacer tranquilamente los suyos a sus héroes homicidas. Quieren reconocimiento y legitimidad para sus móviles, aunque abandonen sus acciones. Pero advierten también que, si el Estado no cede, volverán a las andadas y tendremos nuevas víctimas inocentes. En tal situación, la autoridad pública se pone a calcular, pondera todo tipo de razones y conveniencias, incluidas las conveniencias políticas, electorales. La opinión pública es importante a ese propósito. Y los ciudadanos, sensibles a los discursos y sedientos de seguridad para sí, sus familias y sus bienes, razonan así: bien, si a cambio del perdón que los malvados demandan yo me libro de todo temor, bendita sea, hágase; qué pena de esos padres que perdieron a sus hijos, pero... no vamos a arriesgarnos todos por darles satisfacción a ellos.
¿Cómo debe proceder ese Estado en una situación así? Supongamos que acepta el trato y asume todas o la mayoría de las condiciones que la banda solicita, especialmente las que tienen que ver con la impunidad de sus verdugos y el respeto de sus móviles. Yo sé qué pensaría yo, con toda reflexión, con la mayor frialdad, con plena determinación, en una tesitura tal: ha renacido mi derecho a la venganza, la obligación moral personal de tomar por mi mano la justicia que se me hurta, que me escatiman aquellos cuyo poder se justifica sólo para velar porque haya normas penales que a todos nos protejan del delito y de su impunidad. Es cierto, como aducen los gobernantes, que así lo han querido otros ciudadanos, la mayoría quizá, pues buscan seguridad y paz para ellos y los suyos. Pues será, entonces, el Estado de esos ciudadanos, pero ya no el mío. Le deberán ellos lealtad y disciplina, yo ya no. El contrato social se ha incumplido conmigo, por conveniencia de la mayoría. Pero un contrato no se rompe válidamente por un puro cálculo de beneficio para algunas de las partes, ni siquiera de los más. Y tiéntense la ropa esos ciudadanos con vocación de súbditos bien cebados, pues cuando se abre la veda se abre para todos, y el próximo sacrificado a un interés general que no es más que la suma aritmética de intereses individuales mayoritarios, puede ser cualquiera. Bastará que surja una nueva ocasión para que haya de imponerse esa variante de la razón de Estado.
Pues la razón de Estado tiene dos caras, ambas temibles y despreciables. Una se contempla cuando son los mismos poderes públicos los que, en nombre de la seguridad o del bien público o de la pervivencia del Estado mismo, se convierten en delincuentes, matan por su cuenta, torturan, condenan sin juicio, secuestran, roban. La historia enseña muchos ejemplos. Por aquí mismo hemos tenido alguno en la década de los ochenta. Unos pocos responsables fueron condenados. Ningún responsable, o casi ninguno, ha pedido perdón. Los que con su silencio cómplice dejaron hacer y luego tanto gritaron, tampoco se han disculpado. Llamemos razón de Estado activa a esa primera variante. La segunda sería la razón de Estado pasiva o por omisión, y ocurre cuando, por cualesquiera razones similares, siempre expresados en los términos más ampulosos, el Estado hace deliberada dejación de su compromiso para la persecución y castigo del crimen. Tal vez porque no ve con total antipatía las razones degeneradas de los asesinos; tal vez porque no se siente con fuerza para mantener la lucha y para asumir sus costes; tal vez porque la opinión pública se tiñe de egoísmo insolidario; tal vez porque el partido gobernante quiere conservar el poder a cualquier precio, haya caído quien haya caído. Da igual. Ese Estado se muda en cómplice por omisión, se impregna, quiéralo o no, del tufo del crimen. No tanto como cuando él mismo mata por fuera de la ley; pero mucho, en cualquier caso.
Se me dirá, quizá, con la mejor intención, que se puede comprender la actitud mía en el caso imaginario que he puesto, pero que mi interés meramente individual en que se me haga justicia castigando al matón o mi moral individual no pueden predominar sobre el interés general, por mucho que mi angustia se comprenda o que hasta se me disculpen mis impulsos o mis actos vengativos. Pero, ¿realmente una actuación estatal como la que he descrito se puede amparar en el interés general? Me parece que no. Porque el interés general sufrirá, a la corta o a la larga, tanto o más que el mío particular. Con actitudes públicas de ese talante se envía a la sociedad toda un mensaje siniestro: la persecución del delito se somete a cálculo y conveniencia, el legítimo empeño justiciero de las instituciones públicas, de gobernantes y jueces, ya no es absoluto y para todos, sino que opera bajo condición, es un interés relativo, vencible cuando las circunstancias lo aconsejen. Sabrá cada uno que esté tentado de saltarse la ley que cuanto mayor y más fuerte sea su banda y más despiadadas sus acciones, tanta más será su fuerza negociadora y la probabilidad de salir bien parado. Y caerá en la cuenta cada ciudadano honesto de cuán grande es el peligro que corren sus bienes más preciados, y rezará para que, si alguno de los suyos tiene la desgracia de sufrir muerte o lesiones, sea por obra de un asaltante individual, de un atracador descarriado o, incluso, de un psicótico aislado. Porque ésos si pagarán seguramente, poco o mucho, pero pagarán. En cambio, los otros...
Por eso, porque somos conciudadanos bajo un mismo contrato político con el que buscamos la maximización simultánea de seguridad y libertades, resulta obligación moral y política de cada uno la solidaridad plena con las víctimas del crimen y con su demanda de que el homicida pague por lo que hizo. Y por eso, porque el Estado tiene la misma deuda contractual con todos y cualesquiera de nosotros, no puede, sin defraudar la confianza y saltarse el contrato que fundamenta nuestra adhesión, otorgar más perdón que el que concedan los ofendidos. Los ofendidos he dicho, no los que se mueven por su interés personal más mezquino ni, menos aún, por puro afán de medro o disfrute personal. Estos, especialmente, son escoria, desecho moral, hez.
Cierro con otra pequeña anécdota, paralela a la del comienzo. Hace unos cuantos años, andaba el arriba firmante por las aulas del Instituto Internacional de Sociología Jurídica, en Oñate/Oñati, Guipuzcoa/Gipuzkoa. Por allí solía coincidir con un profesor vasco de gusto marcadamente abertzale, un tipo muy cordial y amistoso. En más de una ocasión salí de vinos con él y otros y acabábamos siempre en una herriko taberna o cosa así, adonde le gustaba llevarnos por sorpresa, para reírse luego y preguntarnos si no teníamos miedo de que nos comieran. La última vez, ya advertido, me escaqueé a tiempo y me fui con viento fresco a donde me dio la gana. Si se dieron cuenta, quedé poco progre, mira qué pena tan grande. Uno tiene derecho a elegir sus compañías, sin acritud, como decía aquél. No en vano comparto mi vida con quien lleva en un brazo una huella de metralla, por una bomba de los amigos de aquella gente tan simpática que no se come a nadie, faltaría más. Pues resulta que en algún debate en el mentado Instituto a mí se me ocurrió mantener, en general y sin ejemplos ni nombres, que es supremo derecho moral de las víctimas de crímenes atroces el de la venganza cuando el Estado mira para otro lado o perdona por miedo o ventaja. A la salida vino hacia mí el compañero vasco, cariacontecido, con expresión entre preocupada y de pocos amigos, y me preguntó que a qué me refería con lo del derecho a la venganza. Le conté el caso argentino y le relaté el ejemplo del teniente Astiz. Su rostro se iluminó, respiró aliviado y me reconoció que tenía yo muchísima razón. Manda cojones.
¿Alguna idea abstracta puede justificar el asesinato vil, hacerlo comprensible y hasta más merecedor de perdón u olvido? ¿Ideas como la Verdad, el Bien, la Nación, la Raza, la clase X o la clase Y? No. Por eso son miserables las amnistías al estilo de la argentina... y tantas otras. Salvo que las propias víctimas asuman el perdón en primer lugar.
¿Le haría usted muchas concesiones a Hitler si el 1 de febrero de 1945 se hubiera declarado dispuesto a deponer las armas a cambio de una negociación que diera impunidad o beneficios a sus verdugos y a él mismo? Sí, es un caso extremo, ya hemos dicho que todo es cuestión de escala y medida. Lo es. Pero, al fin y al cabo, él también apelaba de continuo a su Nación y a los derechos de su Pueblo. Interpretados a su manera, cómo no; como siempre. A él le parecía razón suficiente para matar a muchos; a otros les parece argumento bastante para matar a unos cuantos, estrictamente a los necesarios para poder negociar. Es una diferencia, no hay duda.