¿Conocen ustedes cosa más patética que una ciudad en fiestas. Sólo con ver los programas se desanima el más optimista, eclosión de chenoas, desfiles de grupos regionales ucranianos y de Santovenia de la Valdoncina, deportes autóctonos sin masas, misa obispal y calles cortadas al tráfico, las luces de navidad sin la estrella de Belén. Y el caso es que la gente se agita de aquella manera, venga paseos para arriba y para abajo sin saber qué más se puede hacer. ¿Habrá algo más triste?
Se dice que en tiempos las fiestas eran populares y participativas. Ahora son peripatéticas y pasivas y cobra un concejal por el apaño. Supongo que populares ya no son porque ya no hay pueblo, sólo masa movida por la masa. Y lo de participativas... Participar se reduce a ver y mostrarse. Matrimonios cuarentones con uniforme, ella el vestido de flores y la rebequilla por si refresca, que han dicho en la tele que este calor ya no puede durar; ellos, su pantalón ligero de raya bien marcada, polo clarito y jersey sobre los hombros, con ese toque desenfadado del paseíto con la parienta, que son ya veinte años de casados y no nos perdemos una. Mira la del quinto, va sola y sin los niños. Una pasadita calle arriba, una pasadita calle abajo. Y vuelta a empezar, salvo el ¿te apetece que nos timemos un helado en esta terraza? Pero si está hasta los topes, Pepe, y además mira cómo te estás poniendo, que no te vale la ropa del año pasado.
Cuentan las crónicas que antaño en las fiestas la gente bailaba, cantaba, jugaba a cosas o se desmadraba de lo lindo. Ahora, vamos, Luisa, que la canguro dijo que a las una se iba y tu madre ya no está para hacerse cargo. Se acuerda uno, inclusive, de cuando por lo menos se gastaban unos duros en las tómbolas (qué locura, qué alboroto, otro perrito piloto), se hacía gala de infame puntería en las barracas de tiro y se subía a la chavala aquella a la noria para ponerle la mano en la rodilla, mismamente, en cuanto fingiera vértigo. Ahora el personal ya ni finge nada. Ni baila.
¿Y los fuegos? Los artificiales, digo. Eso es lo máximo, el culmen, el climax del disfrute multicolor. ¿Qué se le ha perdido fuera de casa al personal la noche de los fuegos? Caen sobre el descampado correspondiente como hordas sedientas de pólvora y perritos calientes. Momentos de íntima comunión familiar, abuela arree, que no llegamos para los fuegos, cada día está más lenta esta mujer. ¿Y lo que disfrutan los niños? Mira, María Jennifer, los fuegos, ay, qué bonitos. ¿Te gustan? Y María Jennifer con la play station de última generación, eligiendo, para destrozar al siguiente enemigo, entre un mortero, una mina antitanque o un simple kalashnikov AK-47 y echándole paciencia con los progenitores. Mamá, me duelen los pies, grita desesperado Enol, mientras pisotea con saña al señor de al lado. Espera un poquito, cariño, que faltan los más preciosos, luego te ponemos otra vez en la sillita. Deberíamos escribir un manual: "Cómo llevar a los niños a los fuegos y otras mil putadas con amor". Qué duda cabe de que la primera crisis de confianza entre vástagos y progenitores acontece en esa primera noche de fuegos artificiales, cuando los pequeños descubren, con íntimo desgarro, que sus papás no sólo parecen bobos. De ahí en adelante, una cadena de desencuentros, bien se sabe, y una convicción irrefutable.
Ah, si recuerdo aquellas romerías de la aldea sí me pongo insufrible. Cuánto caminar. Los de la pandilla de Ruedes no nos perdíamos una en muchos kilómetros a la redonda. Fueron los primeros bailes, iniciáticos, yo creo. Recuerdo que la primera que me dio un sí (las de Rudes no contaban, eran como hermanas, más o menos), después de horas de noes de aquellas estiradísimas adolescentes, era de Fontaciera y se llamaba Pili. Taquicardia. Luego, a las dos o las tres de la madrugada, nos juntábamos de nuevo los del pueblo y echábamos a andar para casa, una, dos, tres horas, lo que tocara. Cantábamos, hacíamos risas y aprovechábamos el regate a los charcos para rozar algo de carne del otro lado, aunque fuera fraterna.
Me parece que la alegría de las fiestas, su condición propiamente festiva, se acabó cuando desertaron los jóvenes. Eso debió de ser a fines de los sesenta y en los setenta, cuando el contraste entre los hábitos de diversión heredados y las nuevas costumbres juveniles se hizo radical. Antes se divertían todos en los mismos lugares festivos, con las variantes propias de la edad, sin ocultarse, salvo en las contadísimas ocasiones en que un afortunado pudiera pasar a mayores; o sea, casi nunca. De un día para otro, la mirada paterna empezó estorbarles a ellas y la materna a ellos. Surgieron discotecas por las esquinas y la muchachada decidió, no sin razón, que eran lugar ideal para la exploración impune de mundos ignotos. Pero seguía habiendo usos bien firmes, como el rato de "las lentas". Uno se acodaba en el mostrador y se iba armando de valor a base de 43 con cocacola o, ¡cielos! cocacola con pippermint. Así lucimos ahora estos cuerpos gallardos. Mientras sonaba rock o pop y las luces giraban y giraban, sólo bailaban ellas y algún descerebrado con ínfulas. Pero, ah, amigo, cuando, de repente, las luces se ponían quietas y tenues y sonaba Nicola di Bari salíamos todos de la barra, a puros empellones, e íbamos, en rigurosa fila pidiendo baile a todo lo que tuviera faldas y/o apuntara pechillos.
Nunca envidié tanto a las mujeres. Cómo se vengaban de sus seculares opresiones -sic transit gloria mundi-, qué caras de fastidio, que noes tan hoscos, cuánta suficiencia. Creo que a los cuarentones bien cumplidos y a los cincuentones se nos debe una revancha. ¿Se imaginan? Nosotros apostados en medio de una pista enorme y ellas, de tres en fondo, implorándonos con la mirada, estirándose y atusándose, forzando sonrisas, ensayando los tonos más convincentes y el mohín más fiable. Y nosotros venga a decir que no, con la vista perdida en la lejanía, con cara de tener cosas más importantes en qué pensar, presto el rictus para poner distancias. Qué placer. Y luego, a aceptarle un lento bien insinuante (je t´aime moi non plus, jeje) a la más fea o la más golfa. ¡Quietas!, no se me alteren las amazonas, no es lenguaje sexista ni cristo que lo fundó. Es parte fundamental del desquite soñado, pues siempre los que acababan pillando pareja para unos cuantos bailes sin soltarse eran los que tenían más espinillas y más duro el resto de la cara, los más perros, los guarretes. De buena gente no te caía ni una de Nino Bravo.
También me acuerdo de mi primer baile de discoteca vespertina. En el viejo Náutico, en Gijón. Íbamos a por todas Marcelino, amigo de entonces y coterráneo, y un servidor. Habíamos tomado el tren cerca de Ruedes y lucíamos nuestras mejores galas: pantalones de pata de elefante y jersey apretado y corto, marcando la inconfundible huella de la fabada casi diaria. Nos costó varias vueltas a la pista el primer triunfo. Glorioso. A la muchacha veinte dejabas de fijarte y podías hasta tocarle el codo a un camarero para implorarle clemencia bailable. O será que el novillo embiste con los ojos cerrados. Sea como fuere, fuimos a dar con dos que nos aceptaron simultáneamente la invitación. Nos abalanzamos sobre sus cinturas generosas como náufragos a tablas. Y vaya tablas. La de Marcelino era la mujer más fea del mundo. La mía la segunda. A la primera la volvimos a encontrar muchas veces en semejantes lugarejos. La llamábamos "La Checoslovaca". No se nos ocurrió nada más exótico e intimidador, imaginábamos que el país de los checos estaría en las antípodas y lleno de nativos con espanto. Cuando terminó la pieza y las soltamos, nuestras sensaciones eran francamente contradictorias: qué bien que bailamos al fin, pero podríamos haber tenido algo más de suertecilla. Así que, crecidos en medio de todo, retornamos a la fila y seguimos probando, ya más atentos al probable origen geográfico de las candidatas. Nones. Las melodías propicias tocaban a su fin y no habíamos catado más de las mieles de la danza minimalista. Nos miramos y no necesitamos decirnos más nada: volvimos a sacar a La Checoslovaca y a su amiga. Esta vez con la eslava bailé yo, que siempre he sido un tipo legal y amigo de mis amigos.
A ver si consigo parar, que se me está poniendo cara de folklórica y, a este paso, puedo acabar en Tele5 inventándome por precio que me pulí a La Checoslovaca. O en Popular TV, vista la elevada virtud que resplandece en mis historias. Me permito sólo una anecdotilla más, para ilustración de jovenzuelos y solidaridad de los viejos compañeros de fatigas. El siguiente paso era ligar. Había que ligar bailando, claro, y ese breve rato de las lentas requería no sólo la suerte de un sí, sino la inspiración oratoria que siempre acababa faltando. Con las veces que uno lo había ensayado para sus adentros. Sobre lo primero, lo del sí, existían ciertas tácticas, que uno iba descubriendo a base de concienzuda observación o por los consejos de algún compañero mejor adiestrado. La principal, fijarse dónde quedaba una chica sola. Sabíamos que en grupo eran implacables con casi todos, etología pura, pero cuando las otras bailaban y una se iba quedando sola... vulnerable, a por ella. Como pasa talmente en la vida animal, el que se queda descolgado de la manada suele tener alguna tara o defectillo. Pero para exigir estábamos.
Así me topé yo con Ignacia, mi primer ligue. Ina para los amigos. Trabajaba en una fábrica de camisas, en el barrio de la Calzada. Yo cruzaba a pie medio Gijón un par de días a la semana para esperarla a la salida de la fábrica, te recuerdo Ignacia, las calles mojadas. Lo que se dice personalidad, creo que no tenía. De cara bien y el cuerpecillo por lo menos no tenía aquel otro aire de Bratislava. Pero personalidad poca, pues siempre iba a remolque de sus dos amigas, que tenían ligues anteriores al nuestro, y por eso fui vilmente utilizado, para mi eterno desdoro. Que sus amigas bailaban con los suyos, Ignacia bailaba conmigo. Que se dejaban dar un par de morreos, Ignacia me permitía cuarto y mitad de uno. El momento de mayor dicha fue cuando las tres parejas pasamos a la fase siguiente a la de la discoteca: la boite. Toda la música lenta y mullidos sillones de a dos. Luz, la justa para soñar sin ser visto. Allí sus amigas se mostraron mucho más tolerantes e Ignacia hacía lo que podía con este desastre que ahora escribe por no llorar. Tampoco fueron los éxitos para tirar cohetes, pero menos da una piedra, y nunca mejor dicho. A ver cómo lo digo: conseguí, entre temblores, hacerme brevemente con la primera mitad de una parte par situada en el anverso. Mis colegas en el empeño habían alcanzado minutos antes las dos cimas, a pares.
A la semana siguiente, crecido, dominador, optimista, me fui a buscar a Ignacia a la fábrica. Ese mismo día me dejó, pues me había cortado en exceso mi amago de melenilla y me quedó al descubierto mi buen color campestre. Maldito peluquero.
¿De qué estábamos hablando?