Está haciendo falta un periódico jurídico que se titule “La Monda”. O “La Monda Jurídica”.
Resulta que el otro día en una revista de Derecho se decía que primero el Tribunal Supremo, en un caso, y luego la Audiencia Provincial de Valencia, en otro, habían concedido indemnización por daños morales a maridos a los que sus santas les habían puesto unos cuernos de tomo y lomo. Vaya, pienso en ese momento, aquí hay tema para hacer unas gracias en el blog. Y me hago con las sentencias correspondientes, las leo y... mentira, el avezado autor de la referencia había entendido las sentencias al revés o tocaba de oído. De indemnización por daño moral derivado de la infidelidad nada de nada. Al contrario. Voy a contar resumidamente un caso que tiene su tela, y, de paso, comprobamos por enésima vez que a la jurisprudencia convendría inocularle unas dosis de coherencia.
En el caso que resuelve la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 30 de julio de 1999 los hechos eran así. Un matrimonio tenía dos hijos. Cuando éstos contaban cinco y dos años, respectivamente, los cónyuges se separan por vía legal. Al año siguiente la esposa impugna la paternidad del marido y consigue demostrar que los tales hijos no lo eran de él, sino de otro señor. Luego vino el divorcio, el hasta entonces marido solicitó pensión compensatoria a su favor y no la obtuvo. El exmarido pidió ante los tribunales una indemnización en concepto de daños morales causados por la infidelidad de su esposa y por las consecuencias reproductivas de la misma y la Audiencia Provincial de Madrid dijo que nones, corrigiendo así la decisión del Juzgado de Primera Instancia, que había decretado por ese concepto la cantidad de diez millones de pesetas a favor del hombre.
La Audiencia razonó de esta guisa: que el Código Civil no liga al incumplimiento del deber de fidelidad conyugal establecido en su artículo 68 más sanción o consecuencia negativa que la de ser la infidelidad causa de separación y divorcio (consecuencia que, por cierto, ya tampoco se sigue desde que la última reforma, de julio de 2005, prescinde de la exigencia de cualquier causalidad para la separación y el divorcio y los hace puramente voluntarios), por lo que la aplicación del art. 1902 (“El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”) a los efectos de reparación por los daños morales padecidos por el cónyuge cornudo supondría darle a la infidelidad un tratamiento que la ley expresamente no contempla.
Ah, pues muy bien. Se infiere de lo anterior, si la neuronas no me patinan, que el artículo 1902 del Código Civil está de más. O sea, sólo hay derecho a indemnización por los daños padecidos por un sujeto a consecuencia de la conducta jurídicamente ilícita de otro cuando una norma expresamente así lo contemple; en ese caso, el 1902 es ocioso, porque la pretensión indemnizatoria no necesita basarse en él. Y el 1902 tampoco se aplica, por lo visto, cuando no exista esa norma que expresamente contemple para el caso la reparación del daño. En resumen, y repito, el 1902 sobra.
He subrayado el carácter “jurídicamente” ilícito de la infidelidad conyugal a tenor del referido artículo 68 del Código Civil. Algunos autores han mantenido que ese deber que ahí se tipifica no es jurídico, sino puramente moral. Vaya, pues se acorta la distancia entre el Código Civil y el catecismo. Pero no cambiaría demasiado el tema, pues también se sabe que no sólo los comportamientos antijurídicos pueden engendrar la responsabilidad por daño que acoge el artículo 1902.
Pues miren por donde, el caso llegó al Supremo y éste dijo que muy bien, que de acuerdo en todo y que tiene mucha razón la Audiencia, cuyo razonamiento reproduce. Y vamos a lo que me importaba, lo de la coherencia jurisprudencial. Si a esa doctrina del Supremo se le da alcance general, estaría siendo violentada en todos los casos, numerosísimos, en que éste admite la responsabilidad por daños sin más base normativa que la del artículo 1902. Estaría el Supremo contraviniendo para este supuesto su propia doctrina general, presente en una infinidad de sentencias. Y para nada se detiene en justificar tal excepción, por lo que habremos de concluir que, ya sea en términos de fondo, ya de pura motivación, la sentencia del Supremo que comentamos es, cuando menos, sospechosa de arbitrariedad. Sigue la jurisprudencia deslizándose por la pendiente resbaladiza del casuismo puro y duro, de la conveniencia momentánea o de la comodidad. Pues muy bonito.
El marido recurrió al Constitucional en amparo, alegando vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, consagrado en el artículo 24 de la Constitución, y del derecho a la igualdad del artículo 14. Pero su recurso fue rechazado por Auto del Tribunal Constitucional de 4 de junio de 2001, con el argumento de que se trata de un asunto de legalidad ordinaria en el que el Constitucional no puede entrar. Pero ¿es un asunto de legalidad ordinaria y no sufren claramente esos derechos fundamentales cuando para un caso el Tribunal Supremo hace dejación flagrante de su doctrina general y se inventa un muy chusco argumento ad hoc? Pues vaya usted a saber, esto del Derecho es así y por eso tantos hablan ya de lotería judicial.
Para acabar con una sonrisa, vuelvo a la sentencia de la Audiencia y me voy a dar el gusto de transcribir un párrafo en el que se permiten los señores magistrados una comparación la mar de cachonda. A veces Sus Señorías tienen una gracia que no se pué aguantá. Vean lo que dicen (el subrayado es mío; ojo a esa parte):
“Aun siendo moral y socialmente reprobable cualquier infracción genérica del deber de todo ciudadano de ser justo, respetuoso con el principio de igualdad, defensor de la libertad propia y ajena, cumplidor de sus compromisos sociales y éticos, leal con el pacto social, parece evidente que la infracción genérica de esos deberes incluso constitucionalmente consagrados, siempre que no constituyan una violación o conculcación específica de una obligación jurídicamente exigible, no puede servir de base al resarcimiento del daño moral o del “pretium doloris” producido por aquella genérica infracción. Por expresarlo de forma más plástica y ejemplificadora: si un dirigente político o un representante popular o un candidato electoral formula determinadas promesas a la opinión pública que después incumple flagrantemente, no parece razonable entender que ese incumplimiento (por demás habitual y hasta, en ocasiones, lacerante) pueda dar lugar a una pretensión de resarcimiento por daño moral”.
Así que ya saben, amigos y amigas, las promesas de fidelidad que usted le haga a su cónyuge valen para el Derecho lo mismito que las promesas de los políticos en sus mítines, por mucho que ninguna norma jurídica obligue a los políticos a decir la verdad y que un artículo del Código Civil expresamente establezca el deber de fidelidad en el matrimonio. Ya ven, todo lo que el Derecho, la Constitución incluso, mande sin prescribir una sanción específica para la vulneración del mandato vale lo mismo que palabra de político, nada. Debe de ser otra forma, más sutil y revolucionaria, de politizar el Derecho.
Resulta que el otro día en una revista de Derecho se decía que primero el Tribunal Supremo, en un caso, y luego la Audiencia Provincial de Valencia, en otro, habían concedido indemnización por daños morales a maridos a los que sus santas les habían puesto unos cuernos de tomo y lomo. Vaya, pienso en ese momento, aquí hay tema para hacer unas gracias en el blog. Y me hago con las sentencias correspondientes, las leo y... mentira, el avezado autor de la referencia había entendido las sentencias al revés o tocaba de oído. De indemnización por daño moral derivado de la infidelidad nada de nada. Al contrario. Voy a contar resumidamente un caso que tiene su tela, y, de paso, comprobamos por enésima vez que a la jurisprudencia convendría inocularle unas dosis de coherencia.
En el caso que resuelve la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 30 de julio de 1999 los hechos eran así. Un matrimonio tenía dos hijos. Cuando éstos contaban cinco y dos años, respectivamente, los cónyuges se separan por vía legal. Al año siguiente la esposa impugna la paternidad del marido y consigue demostrar que los tales hijos no lo eran de él, sino de otro señor. Luego vino el divorcio, el hasta entonces marido solicitó pensión compensatoria a su favor y no la obtuvo. El exmarido pidió ante los tribunales una indemnización en concepto de daños morales causados por la infidelidad de su esposa y por las consecuencias reproductivas de la misma y la Audiencia Provincial de Madrid dijo que nones, corrigiendo así la decisión del Juzgado de Primera Instancia, que había decretado por ese concepto la cantidad de diez millones de pesetas a favor del hombre.
La Audiencia razonó de esta guisa: que el Código Civil no liga al incumplimiento del deber de fidelidad conyugal establecido en su artículo 68 más sanción o consecuencia negativa que la de ser la infidelidad causa de separación y divorcio (consecuencia que, por cierto, ya tampoco se sigue desde que la última reforma, de julio de 2005, prescinde de la exigencia de cualquier causalidad para la separación y el divorcio y los hace puramente voluntarios), por lo que la aplicación del art. 1902 (“El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado”) a los efectos de reparación por los daños morales padecidos por el cónyuge cornudo supondría darle a la infidelidad un tratamiento que la ley expresamente no contempla.
Ah, pues muy bien. Se infiere de lo anterior, si la neuronas no me patinan, que el artículo 1902 del Código Civil está de más. O sea, sólo hay derecho a indemnización por los daños padecidos por un sujeto a consecuencia de la conducta jurídicamente ilícita de otro cuando una norma expresamente así lo contemple; en ese caso, el 1902 es ocioso, porque la pretensión indemnizatoria no necesita basarse en él. Y el 1902 tampoco se aplica, por lo visto, cuando no exista esa norma que expresamente contemple para el caso la reparación del daño. En resumen, y repito, el 1902 sobra.
He subrayado el carácter “jurídicamente” ilícito de la infidelidad conyugal a tenor del referido artículo 68 del Código Civil. Algunos autores han mantenido que ese deber que ahí se tipifica no es jurídico, sino puramente moral. Vaya, pues se acorta la distancia entre el Código Civil y el catecismo. Pero no cambiaría demasiado el tema, pues también se sabe que no sólo los comportamientos antijurídicos pueden engendrar la responsabilidad por daño que acoge el artículo 1902.
Pues miren por donde, el caso llegó al Supremo y éste dijo que muy bien, que de acuerdo en todo y que tiene mucha razón la Audiencia, cuyo razonamiento reproduce. Y vamos a lo que me importaba, lo de la coherencia jurisprudencial. Si a esa doctrina del Supremo se le da alcance general, estaría siendo violentada en todos los casos, numerosísimos, en que éste admite la responsabilidad por daños sin más base normativa que la del artículo 1902. Estaría el Supremo contraviniendo para este supuesto su propia doctrina general, presente en una infinidad de sentencias. Y para nada se detiene en justificar tal excepción, por lo que habremos de concluir que, ya sea en términos de fondo, ya de pura motivación, la sentencia del Supremo que comentamos es, cuando menos, sospechosa de arbitrariedad. Sigue la jurisprudencia deslizándose por la pendiente resbaladiza del casuismo puro y duro, de la conveniencia momentánea o de la comodidad. Pues muy bonito.
El marido recurrió al Constitucional en amparo, alegando vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, consagrado en el artículo 24 de la Constitución, y del derecho a la igualdad del artículo 14. Pero su recurso fue rechazado por Auto del Tribunal Constitucional de 4 de junio de 2001, con el argumento de que se trata de un asunto de legalidad ordinaria en el que el Constitucional no puede entrar. Pero ¿es un asunto de legalidad ordinaria y no sufren claramente esos derechos fundamentales cuando para un caso el Tribunal Supremo hace dejación flagrante de su doctrina general y se inventa un muy chusco argumento ad hoc? Pues vaya usted a saber, esto del Derecho es así y por eso tantos hablan ya de lotería judicial.
Para acabar con una sonrisa, vuelvo a la sentencia de la Audiencia y me voy a dar el gusto de transcribir un párrafo en el que se permiten los señores magistrados una comparación la mar de cachonda. A veces Sus Señorías tienen una gracia que no se pué aguantá. Vean lo que dicen (el subrayado es mío; ojo a esa parte):
“Aun siendo moral y socialmente reprobable cualquier infracción genérica del deber de todo ciudadano de ser justo, respetuoso con el principio de igualdad, defensor de la libertad propia y ajena, cumplidor de sus compromisos sociales y éticos, leal con el pacto social, parece evidente que la infracción genérica de esos deberes incluso constitucionalmente consagrados, siempre que no constituyan una violación o conculcación específica de una obligación jurídicamente exigible, no puede servir de base al resarcimiento del daño moral o del “pretium doloris” producido por aquella genérica infracción. Por expresarlo de forma más plástica y ejemplificadora: si un dirigente político o un representante popular o un candidato electoral formula determinadas promesas a la opinión pública que después incumple flagrantemente, no parece razonable entender que ese incumplimiento (por demás habitual y hasta, en ocasiones, lacerante) pueda dar lugar a una pretensión de resarcimiento por daño moral”.
Así que ya saben, amigos y amigas, las promesas de fidelidad que usted le haga a su cónyuge valen para el Derecho lo mismito que las promesas de los políticos en sus mítines, por mucho que ninguna norma jurídica obligue a los políticos a decir la verdad y que un artículo del Código Civil expresamente establezca el deber de fidelidad en el matrimonio. Ya ven, todo lo que el Derecho, la Constitución incluso, mande sin prescribir una sanción específica para la vulneración del mandato vale lo mismo que palabra de político, nada. Debe de ser otra forma, más sutil y revolucionaria, de politizar el Derecho.
Una advertencia final contra posibles interpretaciones torcidas de este humilde post: no es mi intención, para nada, defender la fidelidad en el matrimonio, allá cada cual con su pariente/a y con su conciencia. A lo que voy es a cómo les gusta a los altos tribunales decidir a huevo, conforme al viejo adagio romano de “pinto, pinto, gorgorito”.
¿O será que alguno se cura en salud en este tema de la indemnización por infidelidad?