Pues sí, toda una experiencia, y bien agradable, por cierto. Era verdad mucho de lo que decían tantos amigos con vivencia reciente del asunto: verás cómo te emocionas, te cambiará para bien el humor, te pasarás las horas embobado. En efecto. A lo que se suma tanta alegría compartida con familiares y amigos que disfrutan con el acontecimiento y viéndote en tu nueva vida y con esa cara de bobo sin remisión que se te ha puesto.
Pero, dicho esto y para que no se diga que no parezco yo, vamos a sacarle un poco de punta a lo de vivir (de nuevo) la paternidad cuando uno ya tiene sus años y el colmillo muy retorcido. Sin ánimo de molestar a nadie, desde el cariño universal y como puro aviso para navegantes que aún no hayan pasado por el trance o no lo hayan vivido recientemente.
1. Una nueva obligación para el padre: asistir al parto.
Mire usted, pues yo no estuve y, para más inri, a mi mujer le pareció muy bien así. Desalmados, inconscientes, insensibles, antiguos, descastados, bandidos, cobaldes. Nos dirán –y nos han dicho, especialmente al que suscribe- eso y mucho más, pero es lo que hay y, para colmo, voy a incurrir en el atrevimiento de justificarlo.
No me gusta la sangre, no me gusta ver a mi mujer sufrir sin poder ayudarla verdaderamente –salvo que llamen así a lo de dar la mano y empeñarse en filmarlo todo con el último modelo de cámara-, no me apetece quedarme con el recuerdo de aquellos cuerpos en aquel trance, aunque comprendo perfectamente las inclinaciones distintas y al principio hasta dudaba. Dudaba hasta que las diez o veinte primeras personas me miraron con los ojos muy abiertos y me trataron poco menos que como réprobo y reaccionario al conocer mi propósito inicial. Entonces me ratifiqué, por ese gusto que a uno le da al ir a la contra. Después de haber pasado la adolescencia bajo el franquismo y de haberme tirado unos años estudiando en colegio de curas, uno creía que ya había logrado escapar de mandamientos, preceptos inapelables y convenciones sin vuelta de hoja. Pero no, ahora nos gobiernan la vida, el cuerpo y el alma nuevas normas, esta vez provenientes de los suplementos dominicales de los periódicos y de los manuales sobre la manera de ser un buen cualquier cosa: buen amante, buen amigo, buen procurador de orgasmos, buen compañero, buen tocador de gaita, buen padre... Carajo, cuando te quieres dar cuenta has hecho de tu vida un reglamento y estás más pillado que si vivieras en un convento de clausura. Si un padre no tiene ganas de presenciar el parto y la madre está completamente de acuerdo, ¿qué pasa? Seguramente hay mucho progenitor que asiste al emocionante evento y disfruta grandemente, segurísimo. Pero también me apuesto unas cervezas a que son más de cuatro los que están allí por la pura presión social, la moda y un par de artículos del “Ser padres”. Pues, amigos, viva la libertad. Yo hasta me fumé un purito en la espera y me tomé una cerveza, siguiendo el rito tradicional y con un estimulante espíritu de transgresión que a mí me dejó la mar de contento y a la mamá muerta de risa. Hay gente pa tó. Y que no falte.
2. Cada médico, un consejo... distinto.
Andan los paradigmas revolucionados, discrepa la doctrina y el “paciente” puede volverse majara en cualquier momento. ¿Amamantar? Llega la comadrona y dice que cada tres horas, como toda la vida. Acto seguido aparece el pediatra y sentencia que cuando el bebé lo demande, cosa que, al parecer, se dice “amamantar a demanda”. Pasa haciendo su gira el ginecólogo y sostiene que ni se le ocurra, que como no se ponga orden en eso se van a quedar las mamas echas unos zorros. ¿Qué hacer? Está clarísimo: haga usted lo que le dé la gana, pues la ciencia no se aclara.
Nace la niña con unas hermosas uñas como para pintárselas ya mismo (no sé si habré dicho aquí algo políticamente incorrecto; si es así, mis disculpas a los censores de guardia). Una amable enfermera afirma que no se le pueden cortar ni tocar hasta quince o veinte días más tarde; otra, que bueno, que se le pueden limar; la pediatra, que haga usted lo que quiera con las uñas de su hija, que no pasa nada. Más perplejidad y nuevo canto a la libertad de los progenitores que quieran mantenerse en su sano juicio. Y eso sin consultar la amplia bibliografía especializada.
Y así todo.
3. Cada pariente y amigo, tres consejos opuestos.
La paternidad es un mundo de experiencias variopintas y cada cual habla de la feria según le va en ella. Casi todo el personal maneja alguna rebuscada tesis sobre cuánto de mucho o de poco hay que abrigar a los bebés, sobre la recta manera de acostarlos, sobre si es mejor limpiarles el culete con esponja o con toallitas higiénicas o sobre la postura más conveniente para que expulsen los gases después de cada atracón. Dan ganas de hacer una porra y que cada cual vaya apostando. A lo que se suma lo que podríamos llamar el paradigma familiar reciente, cosa que funciona más o menos así. Alguna señora de la familia ha tenido descendencia hace unos pocos años. Durante su manejo fue objeto de reiteradas críticas por no hacer como se debe con su hijito. Pero ahora, de pronto, se convierte en referencia autoritaria. Tú procedes de cierta manera y todo el rato oyes el siguiente comentario: pues X no lo hacía así, y mira qué bien se crió su chaval. Veleidades de una opinión pública mutable.
4. Agoreros.
Es genial lo que anima la gente, alguna gente. Llega mi suegra a la clínica cariacontecida y nerviosa. ¿Qué pasa? Nada, que me he encontrado a mi amiga Lupita, le he contado lo del parto y se ha puesto contentísima, pero luego me sacó la lista de todos los casos que ella conocía de muerte súbita de recién nacidos. Y luego la del quinto me explicó que ahora hay un virus en los hospitales que produce a los pequeñines daños irreversibles, la carnicera me hizo saber que algunas enfermeras atan el ombligo al revés y provocan parálisis en los juanetes y que hay ginecólogos que asisten borrachos a los partos y causan desastres incontables. Ostras, Pedrín, esto es la guerra. Nos posee el don de gentes y el sentido de la oportunidad. Da gusto.
5. La aventura de comprar un cochecito.
Aquí he de narrar experiencias más puramente personales. Resulta que tanto la madre de la pequeña Elsa como un servidor somos más bien tranquilos y tirando a pasotas para ciertos eventos domésticos de obligada observancia. Tanto es así, que nació la criatura y en casa no había ni cuna, ni carricoche (así lo llamamos los de mi pueblo) ni casi nada que no fueran las toneladas de ropitas que los parientes más caritativos iban arrimando durante los meses previos. De modo que a los tres días del feliz natalicio allá me voy yo solito a El Corte Inglés, tarjeta de crédito en ristre y dispuesto a enfrentarme con lo que hiciera falta. No sabía lo que me esperaba. En el primer minuto ya conseguí, sin proponérmelo en modo alguno, que la dependienta me mirara como se mira a un marciano; concretamente a un marciano degenerado. Y todo porque yo quería llevarme puesto uno de los modelos de cochecito multifunción que allí mismo tenían en exposición y que me parecía la mar de guapo. ¿Y no lo va a encargar usted? ¿Encargar? ¿Qué significa eso? ¿Para qué si ya está éste aquí? Pues que usted elige aquí el modelo, el color y los aditamentos, combinándolo todo del modo que quiera, nosotros se lo encargamos a Valdemoro (?) y en una semana se lo sirven. Mire, gnädige Frau, es que ya tenemos el bebé en casa y esto empieza a hacer falta. Ahí los ojos se le salían de las órbitas a la buena señora y yo empecé a sentirme francamente acomplejado por querer hacer fácil una cosa que se puede complicar mucho más cuando se tienen ganas de resolver en ocho vueltas lo que se puede arreglar en una sola.
Cuando se resignó a mi excentricidad y se cansó de revisarme la indumentaria –por qué no llevé el traje bueno y la corbata cara, maldición- buscándome rastros de gitanillo o de inmigrante inadaptado, se avino a mostrarme las existencias. Comenzó por un modelo al que yo no le notaba nada de particular, pero que resultó que costaba mil euros y un pico más. ¿Y qué tiene para ser tan caro?, quise saber. Pues que va más suave y se desliza mejor, fue la respuesta. Ganas me dieron de decirle que no estaba buscando un lubricante de ésos, sino un coche de bebé, pero por una vez supe callarme a tiempo. Creo que sólo susurré que mi hija no era una infanta borbónica y que si no había de estas cosas para gente normal, limpia y tal, pero del montón. Entonces entró en razón y me enseñó los normales que, aun así, son proporcionalmente mucho más caros que un Mercedes o un BMW. Me lo llevé en mi carrito junto con una bañera y un par de cosillas más y cuando me iba noté a mis espaldas el cuchicheo de varias vendedoras que se habían reunido apresuradamente para comentar que hay que ver y que cómo está el mundo, hija.
6. Armar el cacharro, labor de ingenieros.
Ay, qué sería de nosotros sin ese cuñado manitas que todos tenemos. Primera salida de casa en el flamante vehículo. Toca armarlo. Cielos. Es más fácil aprobar Derecho mercantil en sexta convocatoria. El libro de instrucciones es un prodigio de síntesis: en dos cuartillas, consejos en siete idiomas y en una letra tal que ni con mis mejores gafas consigo leer. Me armo de valor y acometo la empresa. Y fracaso, claro. Menos mal que el bien dispuesto cuñado vive cerca. Si no, ahí seguiría yo pillándome los dedos entre tuercas y botones. Con lo que avanzan las ciencias y el diseño, ¿no se podrían hacer cachivaches de éstos para gente de letras?
7. Los primeros días en casa: ¿quién es el dueño del bebé?
Llegas a casa todo contento, con la madre hecha una moza y la chiquitina como para comérsela sin descanso. Y te dispones a hacer lo que llevas deseando desde hace unos días: tumbarte en el sofá, echártela encima de tu barriga y cantarle unas tonadas de tu pueblo. Y cuando te canses o se canse ella, ponerle a Mozart y unas de El Gran Combo para que vaya pillando el ritmo. Pero ni hay sofá libre ni se escucha la música ni te atreves a ponértela en ningún lado, no te vayan a decir -de nuevo- que no es así, que no se coge así, que no se pone así y que, además, todavía son sordos, ciegos y de todo. Pues vaya. Tienes que esperar a que llegue lo más profundo de la noche para, con la complicidad sonriente de la mamá, tumbarte con ella, marcarte unos bailes llevándola en brazos y decirle cuatro cosillas en bable. Porque, amigos varones, he de decirles una cosa, que seguramente ya sabían: usted asistirá al parto si quiere, comprará la cunita, cocinará para toda la familia y se leerá tres tratados enteros sobre paternidad guay, pero para manejarse con el niño como si fuera suyo tendrá que pasar a la clandestinidad. Y eso si tiene suerte, como en mi caso, y su mujer está de su parte. Si no, ni por la noche toca a gusto y a su bola más parte de la criatura que no sean las cacas, eso seguro.
8. Hagas lo que hagas, no es así.
Es lo más parecido a un congreso científico de los buenos, donde cada uno le machaca la ponencia al otro y se forma un galimatías de aquí te espero. Después de un sano intercambio de pareceres entre los presentes, parece que hay acuerdo en que si el niño llora, es mejor cogerlo en brazos un rato. Y, de pronto, llora. Allá vas tú, papá bien dispuesto y feliz, a tomar a tu retoño. Vade retro, justo en ese instante se modificó la doctrina y se elevan voces advirtiéndote de que así lo vas a acostumbrar malísimamente mal. Así que lo dejas donde estaba y vuelves a tu discreto segundo plano. Al rato llora otra vez y ya no te mueves, para no enfrentarte con la opinión dominante. Y justo en ese instante se levanta quien antes te amonestó, toma al bebé y le canta al oído un rororó la mar de mono. De lo cual y a la tercera vez que sucede concluyes que esto no se parece a la ciencia, sino al baloncesto, pues lo que importa es ganarle la posición al rival.
9. Los parecidos, cuestión de alta diplomacia.
Jamás de los jamases he conseguido sacarle un parecido a bebé ninguno, aunque muchas veces he asentido cuando variadas voces afirmaban que era clavadito a su padre, mientras pensaba que seguramente sí, pero vaya usted a saber, según están los tiempos. Pero, sumando observaciones en casa ajena a mis vivencias recientes, me siento en condiciones de sentar una tesis revolucionaria: cuanto más tarda la familia política de usted en sacarle parecidos a su hijito o hijita, más seguro es que se parece un montón a usted, jejeje.
10. Eppur si muove.
Dicho todo lo anterior, reitero, y reitero con convicción plena, que es una gozada, que, como no hay mal que por bien no venga, de tanta contradicción se aprende a amar la libertad y se ratifica uno en el propósito de que eso es lo primero y principal que hay que enseñarle desde pequeñito a un hijo, a ser libre, y que es muy de agradecer, y muy sinceramente, el ánimo con que todo el mundo, parientes y amigos, se propone apoyar y ayudar en lo que se pueda. Eso sí, con tanto lío el que está a punto de exiliarse es el lavavajillas.