07 junio, 2007

Verdades, mentiras... política. Por Francisco Sosa Wagner

Entre las diversiones que nos procura la contemplación diaria de la realidad se hallan esas joyas constituidas por las estupideces repetidas una y otra vez. Las pasadas elecciones han sido -como siempre- un estuche repleto de tales alhajas porque el micrófono es devastador sobre todo si se usa con la desmesura que propician los comicios y los mítines.
Aunque el muestrario es rico, voy a mostrar solo una de sus más acabadas creaciones: la referida a la verdad y a la mentira. “Fulano miente” o “el partido X miente”. “somos nosotros los únicos que decimos la verdad” y por ahí seguido en un alarde sostenido e incansable de despropósitos.
Ya es raro que algo como la verdad, que ha ocupado a filósofos y teólogos a lo largo de la historia de la humanidad, que han estado entretenidos con esa esquiva noción a base de darle vueltas y revueltas, sea tratada tan frívolamente por oradores de ocasión, tan pobres en ideas como ricos en anacolutos. Porque lo que en boca del lógico o del matemático merece respeto, en boca del mitinero es motivo de risa. ¿Qué sabrá él, con su tartamudeo de ideas, con sus traspiés sintácticos, lo que es verdad y lo que es mentira?
El mitinero, intrépido trabajador de vacuo esfuerzo, se refiere a acontecimientos que enjuicia desde su particular óptica, compartida por algunos y rechazada por otros. El mitinero, alambique de todos los sectarismos, retorta de todas las simplificaciones, emite pareceres, niega o afirma, ruge, despotrica, enaltece, insulta, lo que se quiera, pero no dice verdades ni mentiras. Ni tiene por qué, es más, nadie se lo demanda, como nadie que acude al dentista le pide una opinión acerca de la vida en otros planetas.
La realidad tiene más cuartos que un prostíbulo y esto vale para la realidad presente y para la pasada. Cualquier acontecimiento posee tantas versiones como narradores. Si los cuadros que cuelgan en el museo del Prado no se gastan es porque las miradas que sobre ellos se proyectan son siempre distintas y cada una aporta su originalidad, es decir, su verdad y su mentira.
¿Qué decir de los hechos del pasado, esos que forman el cañamazo de la Historia? No hay que leer a muchos historiadores para advertir sus diferencias de criterios, lo que se debe, no a que cultiven las mentiras como Anaxágoras las semillas, sino al hecho de haber seleccionado, a la hora de sus análisis, tal o cual perspectiva o de haber mirado en esa o en aquella otra dirección. Por eso es tan deshonesto el discurso de la “memoria histórica” y de su recuperación porque quien lo alienta trata de endilgarnos como verdad inconcusa su perspectiva motejando a la discrepante de mentirosa.
Convengamos en que la realidad es un pastel en el que conviven el hojaldre, el bizcocho, la crema, el chocolate etc. Cada una de estos ingredientes tiene su verdad ¿cómo negarlo? ¿quién se atreve a rebatir la seriedad del chocolate? ¿quién a poner en duda la seducción de la crema? ¿quién disputaría acerca del carácter confianzudo del bizcocho o de la buena rima del hojaldre? Nadie en sus cabales y sin embargo ninguno de ellos trata de imponer su verdad al conjunto sino que se contentan con formar parte del dulce, es decir, de la sacrosanta realidad confitera. El oboe no tiene más verdad que el violín ni los timbales son mentirosos porque sean unos juguetones incorregibles: cada uno de ellos aporta lo que puede a esa verdad mentirosa que es una sinfonía.
Voltaire, que como buen descarado mojaba su pluma indistintamente en verdades y mentiras, sostenía que “si tuviera la mano llena de verdades, no se me ocurriría abrirla”. Y un discípulo suyo, Rusiñol, pintor pero también escritor de ocurrencias bien aparejadas, solía decir que “quien busca la verdad merecería el castigo de encontrarla”.
Urge defenderse de quien nos dispara con su verdad porque lo hace tras los sacos terreros de sus mentiras.

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