24 marzo, 2008

Dulce vida práctica

Este lunes ha hecho de lunes, y eso que no tocaba trabajar. Pero, para empezar, se me ocurrió meter un albañil en casa. Son cosas que nos conviene hacer de vez en cuando a los que vivimos leyendo y de leer, para ver lo que se cuece ahí fuera; o la que se puede armar en la propia casa. Nada, no se preocupen, una obrita sencilla, unos azulejos en la terraza y poco más. Y el albañil, buena gente. Y confianzudo.
Fíjense cómo empezó la mañana. A la primera de cambio el buen hombre me pregunta si tengo una broca larga, tan larga como para atravesar una pared del copón. Contuve el primer impulso, el de decirle aquello de usted, señor mío, por quién me toma, y simplemente le respondí que no. Esta gente no se da cuenta de que con una broca así un tipo como yo hasta puede herirse gravemente. Todavía si fuera una vaca...
La culpa de todo la tienen los manitas, que son una plaga moderna. Se les suele ver en la sección de bricolage del Carrefour y, a los más viciosos, en los almacenes de puro bricolage, como Leroy Merlin, que no en vano tiene apellido de mago. Salvajes. Los conozco que, cuando los visitas, hasta te llevan al trastero para que les veas las herramientas. Cochinos. A tipos como un servidor les entra herramentofobia –si se puede decir así-, pero ellos imperturbables y venga hacer ostentación de taladros, llaves de todos los números, martillos de cualquer calibre, alicates como de tortura y hasta desbrozadoras. ¿Y qué me dicen de ésos que son capaces de pasarse tres fines de semana seguidos sacándole brillo al delco de un Simca 1000 de cuando se iba al campo para todo?
Y, claro, como hoy en día los paisanos tienen de todo en casa, los albañiles se acostumbran a llegar a broca puesta y a trabajar con instrumental ajeno. Creo que, si uno se descuida, hasta confían en que sea el propio pater familias el que vaya colocando los ladrillos, bajo su atenta dirección. Seguro que hay varones felices así, ilusionados por lo que aprenden de trabajos manuales.
Además está la manía de ir contándole a uno los pormenores técnicos. Este mismo de hoy se gastó diez minutos en explicarme por dónde y cómo había que atravesar la pared de marras para sacar fuera la conexión para un enchufe. Que si pones la broca así, que si agujereas asá, que si pasas el cable de tal manera. Y yo rascándome la urticaria con creciente impaciencia, amagando huidas, invocando la prisa, el frío y las ganas de orinar. Como si nada, no entendía que prefería irme rápidamente a leer un cuento de Onetti o a reflexionar sobre si será verdad que el dolo está en el tipo. Cuando se dio cuenta de que el arte de la perforación de muros no era lo mío, decidió explicarme su última y deliciosa obra, consistente en una rampa de un garaje construida con unos materiales antideslizantes de no sé qué gaitas. ¡Socorro! Mañana me esconderé o fingiré unas fiebres altísimas y me quedaré en la cama. Espero que no se arrime a describirme cómo se lija un ladrillo o cómo se engrasa el somier.
Como convenía despintarse de casa, con la que estaba cayendo, decidí acercarme al taller para cambiarle al coche las pastillas del freno, pues el chivato ya no sabía cómo guiñarme para que me compadeciera del pobre vehículo. Había pedido cita previamente y comparecí a la hora indicada. Como no las tenía todas conmigo, iba armado de bibliografía para pasar el rato: un libraco titulado “Responsabilidad objetiva y nexo causal en el ámbito sanitario”. Cielo santo. Me leí casi cien páginas y así se me puso este humor de perros, como es lógico. A quién se le ocurre. Al menos me sirvió para tomar una firme decisión vital: no iré al médico en mucho tiempo y ni atado permitiré que me operen de nada. Qué cantidad de sentencias sobre órganos mal amputados, tenacillas olvidadas en el hígado y anestesias para caballo erróneamente administradas a humanos que ya descansan en paz.
Pero narremos el evento por su orden. Llego al taller y me dicen que en tres horitas estará listo el coche. ¿Pese a que tengo cita? Sí, es lo que se tarda, me cuenta el jovenzuelo de la recepción. Hago mis cálculos y concluyo que no me merece la pena regresar a casa en el intervalo, pues el taller de los líos está en el quinto pino y los taxis de León cobran treinta euros y la cama por bajar la bandera. Me acomodo en la sala de espera, saco las gafas y el libro y el recepcionista me indica que él me avisa en cuanto esté concluido el arreglo. Me pongo a leer y tengo la bendita suerte de que a mi lado se sienta una señora con bebé. No invoco a Herodes por obvias razones de mi paternidad reciente, pero pienso que, ya puestos, me podía haber llevado yo a mi Elsa para contraatacar y hacer una guerra en condiciones.
Pasan dos horas y media y nadie se acuerda de mí. Me dirijo al mismo recepcionista y me deja seco con las siguientes preguntitas: ¿qué desea? ¿ya lo atienden? Uno de esos momentos en que te dices lo de date por jodido. Y aciertas. Que soy el de las pastillas, le digo. Él sólo responde con un ¡ah! y sale corriendo hacia la calle, se mete en mi coche, que casualmente estaba allí, y lo lleva a toda velocidad al taller propiamente dicho. O sea: no sólo se había olvidado de mí, también de mi coche, de las pastillas y hasta del año en que vivimos.
Me salen rugidos variados, espumarajos y expresiones con las que jamás ganaría unas elecciones en este país, por crispador y antipatriota. Me consuela otra empleada, quien me confiesa que a su compañero se le olvidó por completo mi asunto y que cómo está el servicio. Le digo que cómo es posible, que qué manta y que dónde se protesta, y me replica, amable y consternada, que en diez minutos me lo hacen. Que le ponen las pastillitas al coche, quiero decir. Y yo que cómo que bastan diez minutos si el otro cantamañanas me había dicho que dos horas o tres, y ella que es que van a poner un operario en cada rueda, dada la emergencia. Mira qué bien, nunca mi coche había vivido semejante orgía mecánica. Eso sí, al ir a pagar me regalaron una tarjeta para un lavado gratuito, tarjeta que, al parecer, ni caduca ni nada. Di las gracias por inercia y luego me arrepentí.
Las ocho. Llego a casa de vuelta, entro sigilosamente y ¿quién creen que me localiza a través de la ventana del porche? Carajo, el albañil. Me hace una seña, salgo pensando que es que me dice adiós y no: era para contarme cómo había cortado los azulejos y con qué arte había colocado los cantos al bies para que la parafusa no colisionara con el ángulo muerto; o algo así. Antes de despedirse nos insiste en que sus herramientas son muy valiosas y no pueden dormir a la intemperie. Así que nos las deja en la cocina, que ahora talmente parece el trastero de cualquier vecino manitas.
Estoy por irme a cenar a casa de mi suegra, fíjense si es grande la desesperación.

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