21 marzo, 2008

Recuerdos con niño y vacas

Mi infancia es una casa medio solitaria en el campo asturiano, con hórreo y panera, una escuela con apenas dos docenas de niños, doña Manolita, la maestra, un perro y algunos gatos. Y las vacas, sobre todo las vacas. Por supuesto, también los padres y Dulce, que era como una hermana mayor aunque no fuera hermana. Pero aquellos padres campesinos de antes eran distintos de los de ahora, pues trabajaban más que de sol a sol, en la tierra y con el ganado, y no tenían tiempo para guardar al niño prisionero de los deuvedés y las actividades extraescolares. No nos quedaba más remedio que aprender a jugar por nuestra cuenta, auténtico privilegio. Por eso el cariño que se les profesaba era muy distinto a cómo quieren hoy los hijos a sus padres. A los de antes se le iba amando más a medida que pasaban los años y con el uso de razón se tomaba conciencia de que trabajaban para librarlo a uno de las cadenas de la tierra, de las incertidumbres de las cosechas y de los caprichos del clima. No como ahora, cuando a los padres los hijos nos quieren más cuando son pequeños y hacemos el capullo con ellos, mientras que el paso del tiempo les hace tomar conciencia de los usamos para no aburrirnos y como disculpa para comprar muchas cosas y tener algo de compañía.
En mis recuerdos de aquel tiempo casi siempre hay vacas. Teníamos diez o doce y eran como de la familia, cada una con su nombre y su personalidad bien marcada. Con algunas todavía sueño a veces: la Artillera, la Mariposa, la Bicha, la Mora, la Estrella, la Praviana, la Cubana, la Perla, la Rubia, la Canela... y aquel buey manso y santurrón, el Morico. Pasé muchísimas horas con ellas, vigilándolas mientras pastaban, ordeñándolas, limpiándolas y recogiéndoles las boñigas, llevándolas a beber a la fuente. Y ayudándolas a parir.
Cuando una vaca se ponía de parto la casa se revolucionaba. Muchas veces el feliz evento se anunciaba de noche y alguien debía quedarse en la cuadra atendiendo al momento en que las patas del ternero asomaban. Me tocó bastantes veces y me hacía en la cuadra un lecho de heno en el que dormitaba con un ojo abierto y el oído atento a la intensidad de los suspiros del animal. Cuando el momento llegaba, la vaca casi siempre se echaba y sus ojos en ese instante brillaban como con lejanía, melancólicamente. Entonces había que dar el aviso para que todos los de la casa se levantasen para ayudar al nacimiento.
Hoy en día debe de ser muy distinto y hasta sospecho que les ponen a las vacas la epidural. Además, la cría se extrae con ayuda de sofisticados aparatos. Entonces no, entonces había que sacarla a mano. De vez en cuando una vaca nos sorprendía y paría sola, pero no era lo común. Primero se intentaba sacar el ternero simplemente agarrando las patas que asomaban y tirando con todas las fuerzas. Si venía fácil, tirábamos y tirábamos, generalmente mi padre y yo. Cuando medio cuerpo de la criatura ya estaba fuera, era el momento de aplicar el máximo esfuerzo. Entonces se deslizaba de pronto y con la inercia nos caíamos de espaldas, entre alegrías. Otras veces la labor se presentaba más complicada. Mi padre ataba cuerdas a las patas que despuntaban y se necesitaba el vigor de más personas. Cuando no alcanzaba el de toda la familia, era necesario pedir ayuda a los vecinos. Mi padre me decía que fuera corriendo a casa de Inocencio y de Belarmo y para allá salía disparado.
Algunos de mis mayores terrores infantiles sucedieron en ocasiones así, cuando en plena noche me tocaba correr por los caminos sin luz para reclamar esas ayudas. La solidaridad era inmediata y se presentaban los aldeanos a la carrera. Hasta siete u ocho personas bien fornidas llegaban a aplicar su esfuerzo en aquellos partos largos y tensos. Cuando culminaba felizmente el alumbramiento del ternero, a éste se le echaba sal por encima y se lo arrimaba a la madre para que lo lamiera. Con semejantes lametones el jato se revitalizaba a toda prisa y al cabo de muy poco tiempo ya estaba de pie y mamando con saña. Mientras, los presentes, vaso de vino o de sidra en mano, comentaban si era grande y si se parecía a su madre, calculaban cuánto dinero valdría próximamente o si por su raza y calidad merecía crecer y llegar a semental o vaca de leche. El niño que yo era vivía aquellos momentos con plenitud e íntimo orgullo.
Y cuántas veces me tocó ocuparme de la alimentación de los terneros. Según fuera la raza y la constitución de la vaca madre, el ternero se le ponía a mamar o se ordeñaba la vaca y se le daba la leche a beber a la cría, en una especie de palangana. El ternero estaba atado y se alteraba cuando uno comenzaba a soltarlo para acercarlo a su madre. Al verse libre, arrancaba a correr, y más de una vez me llevaba a rastras, agarrado a la cuerda para tratar vanamente de que no se estrellara, ciego y ansioso, contra la mismísima panza de su progenitora.
Si al ternero se le daba la leche a beber, había que ir enseñándolo a hacerlo. Para ello, se debía meter la mano en el recipiente, en la leche, y ponerle un par de dedos para que chupara y fuera así, engañado, sorbiendo el blanco elixir. Con el paso de los días, poco a poco, uno iba sacando los dedos y, de pronto, el bicho aprendía a tomar la ración por su cuenta.
Acababa uno encariñándose con esas criaturas, pero un día aparecía un tratante, acordaba el precio con mi padre, cargaban al ternero en un camión y se lo llevaban. Todavía no entiendo cómo no me hice vegetariano.
En fin, dejémoslo aquí por hoy. Es como pensar en otra vida, en otro mundo. Ahora anda uno supuestamente estresado y preocupado por entender cómo funciona eso de las normas jurídicas, o devanándose los sesos para adivinar qué tienen en la cabeza los becerros que nos gobiernan. Y escribiendo un blog, manda güevos.
Qué rara es nuestra vida, la de los desertores el arado.

6 comentarios:

Rafael Arenas García dijo...

pues para ser Viernes Santo me has hecho entrar en examen de conciencia con lo de los niños y los padres... Desertores del arado, qué razón tienes...

Luis Simón Albalá Álvarez dijo...

Por seguir con las experiencias agroganaderas, yo fui, y sigo siendo bastante nagado para esas faenas, pero mi madre cuenta cómo de recién casada compró la primera vaca y cómo la llevaron carretera arriba desde el mercado de Pola de Lena hasta Naveo de Cabezón (dos kilómetros encima de Puente de los Fierros). Y recuerdo la tragedia que significaba que una vaca "se derribara" (cayera, quedara inválida y hubiera que sacrificarla), o los cuidados que había que tener cuando la vaca salía tora. O el sabor de la leche recién ordenada (buscada, se dice en mi zona) con esa espuma caliente y ese olor inconfundible, bebiendo a morro por la lechera o metiendo los dedos para coger la espuma. Y no había veterinarios, o si los había, no os podíamos pagar. En fin, otro mundo.

Anónimo dijo...

escribe algo de cuando llegaste a Gijón de mozalbete!

Anónimo dijo...

Yo también he llegado del pueblo hace un rato y ya siento nostalgia y deseos de volver.

Anónimo dijo...

muuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu
fuerte abrazo querido amigo
experiencias como esas que cuentas no las tuvimos los niños urbanícolas
lo tuyo fue un privilegio
muuuuuuuuuuuuuuuuu
y ahora a intentar ser felices como vacas
muuuuuuuuuuuuuuuu

Anónimo dijo...

La verdad es que la vida en el campo no ha sido nunca fácil, yo la he vivido con menos intensidad pero me cuentan abuelas y bisabuelas todo lo que han pasado que no es poco.
El tener que andar 10 km de monte para poder ir a comprar los víveres o cuando tuvieron que pasar el pico cornón (2200 m) para pasar a asturias durante la guerra civil con mi tía recien nacida en brazos.
Parece que hoy en día no nos conformamos con nada, nos peleamos por el mando a distancia, regañamos a nuestro padre si nos coge el portatil sin permiso. Que buenos tiempos aquellos cuando habia seguridad y confianza que tu podías ir a casa de tu vecina sin llamar a la puerta o le cogías 2 lechugas de la huerta sin permiso, sabiendo que mañana tu le ibas a dar una docena de huevos.
Nos estamos convirtiendo en unas maquinas capitalistas sin corazón