31 marzo, 2009

Unos chistes sobre Bolonia

En El País de ayer, día 30, aparecía un excelente artículo titulado Preguntas sobre Bolonia, artículo que encabezaba Manuel Atienza, querido colega y amigo, y al que se adherían otras firmas, como la de Fernando Savater, al que por error se imputaba en exclusividad el texto en cuestión. Vean, vean esas consideraciones y luego hablamos.
Entre tanto, permítanme que me tronche un rato. Hay acuedo general en que el propósito inicial de los países que suscriben la Declaración de Bolonia es que las universidades europeas se aproximen un poquito a la calidad, el rigor y la productividad de las norteamericanas. Se supone que también España estaba por esa labor cuando estampó su firma en dicho documento, en tiempos de gobierno del PP, por cierto. Bueno, ahora tomemos el cronómetro y veamos cuánto aguanta cualquier responsable universitario semejante imputación sin que se le escape la risa. A los diez segundos, como máximo, revientan y se parten. Porque eso de que las universidades de aquí sean como las de allá no se lo cree ni el más imbécil del pueblo, ni el más lelo de los rectores, ni el más indocumentado de los subsecretarios, y mira que hay para elegir ahí. ¡Anda ya! ¡Pero si llevamos décadas esforzándonos para lo contrario, carajo! ¡Pero si todo lo que estamos haciendo con las reformas en curso lleva a lo opuesto, rediez, a una universidad cada vez más cutre, casposa e inútil!
En lugar de volver a perderme en epítetos obvios, contaré una pequeña anécdota, simple pero muy significativa, para que comparemos y valoremos cada cosa y a cada cual. El otro día me encontré en una ciudad colombiana con un joven profesor latinoamericano, viejo conocido y amigo muy querido. Hace tiempo que sigo sus andanzas y me consta el alto valor de sus investigaciones. Sé que se doctoró en una universidad española con una tesis absolutamente excepcional que todo el mundo reconoce como tal. Sé que ha ampliado estudios y ha investigado en varias universidades alemanas e inglesas y que ha hecho una maestría recientemente en una universidad estadounidense y en materia afín a la de su especialidad principal. Todo ello con brillantes resultados. Lo invitan universidades de medio mundo para participar en sus congresos y escribir en sus revistas. Eso está comprobado y los resultados son continuos y bien visibles.
Ya tenemos el personaje. Ahora hagámonos la pregunta: dado que ha pasado unos cuantos años en España, ¿no sería lógico que a ese profesor tan prestigioso lo hubiera tentado o lo tentara alguna universidad española con una suculenta oferta, a fin de que pasara a integrarse establemente en su plantilla? Sí, ya sé la respuesta a pregunta tan absolutamente ingenua: ja, ja, ja, ja y ja. Ni de coña. Vamos, anda, ¿y qué hacemos? ¿Echamos a algún inútil de dentro para hacerle sitio al guiri este? ¿Ampliamos plantilla, con lo carísimo que está todo y la crisis que tenemos ahora, pero que hace siglos que no deja formar plantillas en las que no dominen parientes y compis de partida? Si por un extrañísimo azar ahora mismo algún premio Nobel de Medicina, Física, Economía o lo que sea se empeñara en venirse a España, hacerse catedrático aquí y ejercer en alguna de nuestras universidades, ¿en cuál lo conseguiría? Sí, todos sabemos la respuesta: en ninguna; ni pa dios. ¿Pero qué se han creído esos premiados del carajo? ¿quién se piensan que son para venir acá y querer que los elijamos antes que a la/el jai/maromo que nos acaricia el lomo –o lo que sea- tan guapamente? ¿Y si ese señor se empeña en hablar inglés todo el rato y no aprende por ejemplo gallego, qué hacemos con él?
Más aún. Le pregunté a ese amigo latinoamericano qué tal era su relación con esa universidad de por aquí en la que se doctoró en su día. Me contó que ya no le hablan ni le escriben ni nada. ¿Y eso? Pues que una vez el cátedro se empeñó en que le hiciera de negro y escribiera un articulito para que él, el cátedro, lo firmara, y que mi amigo se negó, lo cuál lo crucificó para siempre. Además, lo habían metido en un proyecto de investigación por el morro y le dijeron que escribiera alguna cosa a tal propósito, pero él se quitó de enmedio cuando se dio cuenta de cómo se estaban gastando los dineros del proyecto: en aparatos que compraban, a precio hinchado, en una tienda de la que era propietaria la mujer de uno de los miembros del equipo. ¡Puaj! ¿Que nosotros vamos a tener universidades serias y con una excelencia así de grande? Ande, ande, a otro perro con ese hueso. ¿Es posible comenzar las reformas con unos cuantos fusilamientos al amanecer? ¿Que no? Ah, pues entonces ya le digo yo el resultado: no hay reforma que valga, seguiremos con la misma cutrez y en el mismo lodo.
Luego mi amigo me cuenta sus novedades profesionales. Se ha presentado a varias convocatorias para profesor estable en diversas universidades del ámbito anglosajón. Lo seleccionaron una universidad inglesa y una canadiense. La inglesa le ofreció un sueldo estupendo. Luego lo llamaron de la canadiense y le dijeron que también lo habían elegido. Les respondió que ya tenía la otra oferta. Le preguntaron que cuánto le pagaban los ingleses. Se lo dijo. La réplica de los otros fue: igualamos esa oferta y le damos estas otras ventajas. Se marcha a Canadá.
Oigan, según lo iba escuchando me decía a mí mismo: igualitico que en España. Qué raro que no lo llamaran también de la Universidad de León, de la Complutense o de la de Satiago de Compostela. Y en esas dudas estaba cuando acabó definitivamente con los restos de mi maltrecha moral. Una universidad española sí le había ofrecido venir dos meses como profesor invitado. Dos meses, ¿eh? nada de hacerlo fijo. Pero algo es algo y viva el buen juicio de ese rector. ¿Y saben qué pasó? La embajada española le negó el visado para venir. A él, que se había doctorado aquí y había estado aquí cuarenta veces, que ha publicado libros aquí y ha dictado aquí docenas de conferencias. ¿Y nosotros vamos a converger con Europa? ¿Nosotros les vamos a hacer la competencia a los norteamericanos, canadienses o australianos? Por favor, por favor, pro favor, no nos tomemos el tupé con esas coñas.
Hace un rato, antes de sentarme a escribir este desahogo, me encontré en los alrededores de mi campus con un profesor al que hace tiempo que no veía. “¡Hombre, Fulano, cuánto tiempo!”, le dije. Y él, contento y con expresión beatífica me respondió: “Sí, es que casi no vengo. Me estoy haciendo una casa en Torrevieja y me paso allí casi toda la semana, ¿sabes? Chico, esto es un rollo y yo ya paso de todo”. No está jubilado, no está de baja, no está en excedencia, no está con algún permiso especial. Tiene dedicación a tiempo completo, como yo. Cobra poco más o menos lo mismo que yo. Eso sí, curra en la universidad y en labores universitarias mucho menos que yo y que otros, infinitamente menos. Y yo me pregunto: ¿lo querrían en una universidad de EEUU? ¿Será importante su aportación al Espacio Europeo de Educación Superior? ¿O lo echará mi universidad con una patada en el culo ahora que nos vamos a poner tan cachondos y reformistas con lo de Bolonia? ¿Echarlo? Para nada. Pues que tiemblen los gringos, que vamos a hacerles una competencia durísima desde la playa de Torrevieja.
¡No te jode!

30 marzo, 2009

A Bolonia lo que es de Bolonia

(Publicado esta semana en Gaceta Universitaria)
Recientemente leíamos esto en un medio digital: “Bolonia evaluará cada cinco años la calidad de los docentes”. ¿Bolonia? Ampliamos y vemos que se trata de unas declaraciones de un Vicerrector de la Universidad de Santiago. La noticia, breve, acaba así: “Trabajos en grupo, exposiciones orales y el uso de nuevas tecnologías dinamizarán las aulas de la universidad, a la vez que las tutorías se impondrán en la relación profesor-alumno”. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? ¿Significa que será negativa la evaluación de los profesores que no se esmeren en organizar trabajos en grupo y exposiciones orales de los alumnos? ¿Será tal evaluación independiente de cuánto sepan esos profesores y sólo contará cómo lo enseñen? ¿Merecen evaluación positiva simplemente si hacen esas cosillas? Si un profesor sabio se empeña en exponer su ciencia en magníficas clases magistrales, ¿debe suspender?
Demos al César lo que es del César y a Bolonia lo que es de Bolonia. Bolonia no va a evaluar a nadie. En la Declaración de Bolonia y en las declaraciones posteriores de la UE sobre el mismo tema no se dice ni cómo hay que evaluar a los profesores, ni cuándo ni por quién. Pero últimamente lo que cada Ministerio o cada Consejería con competencia en universidades deciden se imputa a Bolonia. Lo mismo hacen las universidades. Pura impostura. Que cada cual cargue con la responsabilidad por sus decisiones. Bolonia se está convirtiendo en la gran disculpa para que cada uno que tiene mando en universidades haga de su capa un sayo y le eche las culpas al maestro armero, que debía de ser bolonio. Si hoy alguno inventara que el profesor debe impartir sus clases en cuclillas y con taparrabos, también diría que la medida es inevitable consecuencia de Bolonia. Pero ¿quién diablos es Bolonia? La supuesta autoridad de Bolonia se está usando como tapadera del autoritarismo. Aceptemos las cuatro cosas que pide la Declaración de Bolonia y el resto discutámoslo: habría que debatirlo casi todo. Sin embargo, no se dialoga seriamente con nadie, como si de Bolonia ya viniera impuesto hasta el salario de los bedeles.
También el Ministerio ha sacado un borrador de Estatuto del PDI y en él se dispone que los docentes deberán ser evaluados cada cinco años. Esa decisión, buena o mala, es una decisión del Ministerio, no de Bolonia. No es palabra de Dios, aunque casi todo el mundo diga amén sobre la forma y el fin de esas evaluaciones.

29 marzo, 2009

Atentos a José María Fidalgo

Lo dijo en la presentación de la conferencia de Francisco Sosa Wagner en el Club Siglo XXI esta semana. Pinche aquí y aquí, y escuche, escuche...

Picos de Europa. Por Francisco Sosa Wagner

No incurro en hipérbole si sostengo que los Picos de Europa han sufrido una transformación genética: de montañas airosas y altivas, plenas de soles y de brumas en las cumbres, de colores irisados en los atardeceres y palideces juveniles en los amaneceres, han pasado a ser simples montañas de pleitos. Es decir, montañas de papel pero del peor papel que puede existir: el papel timbrado, el de oficio, el de demanda, papel de enredo del rábula, lo más parecido que existe al papel higiénico.
Es una pena que haya ocurrido esta desgracia porque a muchos nos gustaban sus fosforecencias, sus musgos húmedos, sus manchas de nieve, su desorden geométrico. Pero lo que hay es un espacio inmenso para el proceso: civil, penal, contencioso - administrativo y por ahí seguido. Unos montes tan bonitos degradados a sala de juzgado, a covacha de Audiencia donde anidan las miasmas de los considerandos.
En medio de este batiburrillo, tuvimos la desgraciada sentencia del Constitucional que entregó los Parques a las Comunidades autónomas. Incluso los que, como Picos, ocupan espacios de varias de ellas. Después vinieron otras del Tribunal Supremo atizando dos varapalos clamorosos: una, declarando que el plan rector nunca entró en vigor porque no llevaba cosido el régimen de compensaciones económicas. Otra, anulando una parte de ese plan, el relativo a la utilización del suelo en el parque.
No es lugar una “sosería” para valorar esta jurisprudencia que, a lo mejor, hasta está bien fundada. Pero sí quiero decir que urge derogar simple y llanamente la legislación de parques y espacios protegidos. O incluirla en un código de la nostalgia, de leyes que fueron y que ya no son, aunque en este caso no sea una nostalgia llorosa ni nos conduzca a las praderías de la añoranza. También podríamos mandar la ley de parques a un código borgiano de leyes apócrifas, que o no existieron o que no debieron existir nunca.
Pero librarnos de la pesadilla de esta obsesión por los museos de la naturaleza es una necesidad que ya nos acucia. ¿Cuando nos enteraremos de que no hay mejor jardinero que el campesino o el ganadero de toda la vida? Sin su buen hacer, sus desvelos despreocupados a lo largo de los siglos, no existirían esos paisajes privilegiados. ¿Podremos decir lo mismo a partir de la intervención en ellos de burócratas de las más diversas especies de esta España plural?
El mimo de sus habitantes -y la rumia pacífica de sus ganados- junto a la acción de leyes generales como las de montes, aguas o suelo son más que suficientes para garantizar la conservación de los Picos y de cualquier parque español. No hace falta más. Despidamos a los planes rectores -que nada han regido- y despidámoslos sin lágrimas de morriña, con la misma indiferencia con la que los rusos despidieron los planes quinquenales.
Además, la legislación de parques ha cumplido su misión: la de producir montañas de tesis doctorales que se han leído con éxito en todas las Universidades españolas. Una barroca literatura inspirada en la mejor de las intenciones.
Para colmo de males, ahora se anuncia un acuerdo de las Comunidades autónomas implicadas en el Parque donde se contiene la creación de varios órganos de gestión y el nombramiento de tres directores para el “nuevo” Picos, tan descentralizado y autónomo él. Habrá -¡oh, manes!- comisión, consorcio, sociedad mercantil... de todo un poco en un galimatías sublime, apretado, de muchas filigranas. Y se aprobarán tres planes: uno rector, otro de ordenación y un tercero de desarrollo. Tres planes, tres: un festín de mil colores burocráticos.
En todos los países federales hay espacios que son sin más del Estado. Aquí, gracias a los buenos oficios del Tribunal Constitucional y a los esfuerzos de unos y de otros, hemos inventado este engendro con el que se trata de dar lecciones de organización al mundo entero. Es decir, aquí estamos en pleno atracón de embrollos. Y eructando la gran empanada de la ineficacia.
¿Qué habrán hecho los Picos con sus prados verdes y sus luces, sus perfumes y sus frutos, sus silencios y sus rumores, para merecer este castigo?

28 marzo, 2009

Ay, Finlandia

Salgo a la puerta de mi hotel a fumar un cigarrillo y a estirar las piernas. Es festivo y anda poca gente por esta céntrica e histórica parte de la capital. Se me acerca un joven de unos treinta años, bien parecido pero de indumentaria un poco desastrada. Le mantengo la mirada. Me dice: “Usted no se asusta ni me rechaza”. “Por qué”, le respondo. “Otros me rehúyen en cuanto me arrimo”. Imagino que me va a pedir la habitual “monedita”, pero me dice: “Mire, yo escribo cosas y, créame que soy muy bueno”. Aguanto en silencio y no le pierdo la mirada. “¿Usted escucharía un cuento mío?”. “Por qué no”. Habla unos cinco minutos. Me narra una historia de un niño, un abuelo y una cobija partida a la mitad. Está bien, pero me suena. ¿O será que todo se me confunde? Apostaría que lo he leído en alguna parte, pero no puedo jurarlo. Luego me explica por qué me va a rogar que le dé unas monedas. Viene de lejos. Se fue de casa porque encontró a su madre con un hombre en la cocina. Eso me suena más todavía. ¿Bolaño tal vez? “Pero siento que debo volver. Aquí la gente me evita y, vea, ya estoy sucio y no tengo otra ropa. Yo creía que podría salir adelante aquí, pero no. Debo volver”. Le doy el dinero que llevo encima, poco. Me da la mano y se queda observándome. Insiste: “Y usted por qué no huyó cuando me acerqué”. “Por qué”, le contesto yo. No nos decimos más. Se va. Podría ser la parábola perfecta o una imaginaria representación de cómo suelo sentirme aquí. Bien. Muy bien, aunque les choque. Pero muchas veces dudo si el cuento ya lo oí o por qué me lo cuentan.
He hablado con mucha gente, gente de variada extracción. Además, tantos viejos amigos siguen en su puesto de tales. Se agradece. Esta vez no me he cruzado con los pijos. Deben de estar preparando la revolución en alguna universidad para yuppies. Criaturillas. Al acabar su cuento (¿será original?) deberían también pedir la monedita.
Hay pesimismo. Peor, el país se está endureciendo. La gente sonríe menos. O serán cosas mías. Van con mucha prisa, prisa, siempre prisa. Afán. Se multiplican, se afanan y se desesperan. Ya van sabiendo que no hay salida, que la salida era una puerta falsa. No es fácil asimilarlo. Los problemas cambian, pero no disminuyen.
Algunos que conocen las altas cañerías me hablan de cajas con dinero, cajas que viajan. Leo bastante y pregunto mucho sobre un caso nacional que deja pequeño a Madoff, una pirámide aborigen. Pero unos afirman que era una pirámide y otros que no, que había un chorro infinito que venía de donde vienen los chorros infinitos. Pero casi todos me informan de lo que pasó cuando entró la policía en la sede de la organización: había mucho dinero, mucho..., y no quedó nada. Será o no será, yo no sé. Sólo transcribo.
Se comenta que hay fotos circulando por ahí o escondidas y listas para saltar. Fotos muy comprometedoras. Cualquier cosa puede pasar, la sorpresa acecha, el escándalo. No pasa nada, no pasará nada, con escándalo o sin escándalo. La razón de Estado siempre tiene razón.
Hace poco estuve cerca de donde habían matado a alguien días atrás. Versiones variadísimas sobre las circunstancias, muchas hipótesis. El asesino, como Pedro por su casa. Al fin doy, por azar, con quien sí sabe por razón de oficio. Pero no importa, las explicaciones son intercambiables, fungibles del todo. Apenas existe hecho relevante de estos días sobre el que no escuche al menos tres versiones. Tres apasionadas y apasionantes versiones.
Hay gente buena, profesionales muy competentes y por cuya honestidad apuesto. Están copados. Es como en aquel cuento de Cortázar, “Casa tomada”. Me dan cuenta de hazañas de altísimos cargos, alguna vez me he cruzado con alguno por estas latitudes. Cajones llenos de dinero, cajas llenas de dinero. Dinero. Aquí el metal es aún más vil. Lástima.
Quien vive en el tema me narra interrogatorios a masacradores. Asegura que muchos se enternecen con un pajarito o una puesta de sol. Jodida alma humana. Se cuenta que una vez vieron a un escorpión llorar porque había perdido su muñeco de peluche. Enternecidos o no, parece que todos llevan el orgullo de su trabajo bien hecho. Su trabajo, que es castigo divino para los otros. Sostenerles la mirada debe de dar mucho vértigo. Veo el vértigo en los ojos de mi interlocutor, aún le dura.
En un sorprendente lugar de fiestas la multitud ríe, bebe y baila. Un presentador dice que van a tocar el himno nacional y todo el mundo se pone en pie. Era una broma. Luego reparten banderitas y se desfila en una especie de conga con la banderita en ristre. La banderita nacional.
No sé muy bien por qué me pierdo en lugares tan fríos, porqué me apasiona tanto, por qué me cautiva así esta Finlandia encendida, por qué noto este vértigo y por qué me gusta el vértigo.
Escribo estas pobres líneas tumbado en la cama. Es de noche. Juraría que a lo lejos oigo campanas, muchas. Palabra.

25 marzo, 2009

Bolonia como pretexto

Qué diríamos si un cirujano va a operar una pierna enferma pero, de paso y ya puestos, amputa la otra. Y qué si se disculpara alegando que es mejor ir ligero de extremidades. ¿Y si, con las mismas e idéntico desparpajo, dice que tranquilos, pues hay unas muletas buenísimas y los más necesitados las tendrán subvencionadas? Algo de eso pasa con las reformas en curso de los planes de estudios para adaptarse el llamado sistema de Bolonia, al menos en lo que se refiere a la carrera de Derecho: había males que sanar, ciertamente, pero también se llevan por delante partes sanas y necesarias y, al tiempo, pretenden vendernos a buen precio unos apósitos extraños a nuestra tradición académica y de dudosa utilidad para nuestros padecimientos. Desglosemos estas tres dimensiones del asunto.
La enseñanza del Derecho estaba necesitando un remozamiento urgente. Quedan todavía universidades que aplican los planes de 1953, como si no hubiera llovido. Y en muchas de las que a su tiempo rehicieron sus estudios acabó imperando la pura lógica político-burocrática: a más influencia y más votos en los órganos decisorios de tal área, tal escuela o tal grupo, más asignaturas y más créditos para ellos. A lo desfasado o caótico de muchos contenidos de los planes se suma el anquilosamiento de los métodos. Ese profesor que, con la mirada perdida en el techo, diserta horas y horas sobre concepto método y fuentes de la disciplina y sobre sus antecedentes romanos y medievales, mientras los alumnos resoplan tomando los apuntes que memorizarán para el examen parcial, es una antigualla disfuncional que hay que superar. No porque esos antecedentes y encajes no tengan importancia, sino porque no deben exponerse así y en detrimento de otros contenidos más actuales y más necesarios para la teoría y la práctica jurídicas. Se imponía y se impone una renovación para acabar con la vieja idea de que explicar Derecho es dictar definiciones, naturalezas jurídicas y clasificaciones, y con el cliché de que saber Derecho equivale a recitar de memoria todo eso y, además, repertorios completos de legislación y las fechas de algunas sentencias.
Mejor articulación entre doctrina y praxis, más atención a las dinámicas reales de la vida jurídica, consideración más central del caso y el problema, manejo más solvente de las herramientas conceptuales y prácticas con las que se lidia en las profesiones jurídicas, todo eso es lo que la enseñanza del Derecho en nuestro país está necesitando. ¿Lo tendremos con las reformas en curso? Cabe temer que no, o no del mejor modo.
Para empezar, el contenido de los planes de estudio. Donde hasta ahora había desorden tendremos simplemente caos. El Ministerio se ha negado a sentar directrices de contenido y cada universidad puede hacer de su capa un sayo y componer sus planes como quiera. Cierto que luego los fiscaliza una agencia estatal, pero tampoco ésta tiene criterio conocido y preestablecido y es muy de temer que se fije solamente en el tipo de banalidades y florituras que ahora se llevan: que si ratios, que si competencias pretendidas, que si habilidades propuestas, que si disponibilidad de nuevas tecnologías o posibilidad de comunicarse por correo electrónico con el alumno o de proporcionar materiales on line. Objetivo principal: lo accesorio. De hecho, los que en estos momentos andan aquí y allá enfrascados en la redacción de los nuevos planes se copian como locos unos a otros en esos apartados coloquialmente tildados como “paja” y que son los que más importan, al parecer, a las agencias de diseño que se ocupan de tales “frivolités”. Ah, y también es obligatorio poner que cosas tales como los derechos humanos, la igualdad de género y el desarrollo sostenible son transversales a todo plan. Usted puede componer una carrera de Derecho sin Derecho Penal apenas o con sólo un mes de Mercantil, pero no puede olvidar ninguna exquisitez transversal ni perpendicular ni oblicua. Las tontunas y la “political correctness” marcan la pauta de los nuevos tiempos universitarios, del pensamiento crítico hemos pasado a un estado crítico del pensamiento. La hiperburocratización es un problema, pero si le sumamos la estolidez, tenemos la imagen perfecta de la universidad actual y su gestión en todos los niveles: pura burocracia boba, vacua apariencia de modernidad, mezcla procaz de churras con merinas.
La gran razón que se invoca para presentar las nuevas reformas como inevitables es la convergencia de los títulos en el Espacio Europeo de Educación Superior. Se trata, en teoría, de que cada carrera tenga en toda Europa una mínima homogeneidad teórica y metodológica, pero para ello se diseñan las carreras más heterogéneas que podamos imaginar. Convergencia de lo divergente, armonización de lo heterogéneo, pero forzando la divergencia y la heterogeneidad. Cómo se va a parecer una carrera de Derecho estudiada en Almería, Oviedo o Salamanca a la que es estudia en Bolonia, Coimbra o Lovaina, si resulta que las españolas no se asemejan apenas entres ellas. Esa reforma integradora deja de tener sentido si resulta que desintegra, como vemos, si no unifica, sino que hace más dispares nuestras Facultades entre sí y con las europeas. Pero, además, esa reforma no es realmente obligatoria en términos jurídicos. Fueron ocurrencias de unos cuanto políticos europeos seducidos por pedagogos a la violeta y existen países, como Alemania, que no las van a seguir en sus Facultades de Derecho. ¿Alguien se cree que tendrán problemas por ello los títulos o los titulados alemanes? ¿Alguno piensa que nuestra enseñanza de Leyes será mejor que la tradicional de las universidades alemanas?
Con la disculpa de la pequeña operación que hacía falta para corregir unas viejas lesiones se ha provocado una escabechina y se ha hecho más mal que el que se quería curar. Se restan horas de clases de las materias principales para la formación de un jurista, se acorrala la clase magistral, incluso la bien llevada, amena y documentada, y se pretende instaurar todo un sistema ramplón de trabajitos caseros, tutorías virtuales y calificaciones dictadas a golpe de todo el mundo es bueno y, por tanto, todo alumno progresa adecuadamente. Comenzó el declive en las escuelas primarias, siguió en los institutos y ya llega con su carga de superficial modernidad a las universidades. Donde pisa la santa alianza de la cursilería pedagógica y la ramplonería política no vuelve a crecer un conocimiento serio, aun cuando se multipliquen los títulos y las mercedes. Una plaga que ya estamos pagando y que pagaremos aún mucho más en términos de nuestra ciencia, nuestra economía y nuestro desarrollo.
En este ambiente se encuentra actualmente el profesor español de Derecho: las explicaciones deben descargarse de contenido doctrinal, nada de polémicas de autores y corrientes; los textos de estudio deben omitir todo componente erudito y aligerar al máximo las referencias; en las clases ha de darse preferencia al debate poco menos que periodístico sobre cuestiones de actualidad; los baremos de calificación tienen que bajarse para evitar el temido fracaso escolar y que la “clientela” se vaya a otros centros menos exigentes; las evaluaciones han de tener en cuenta cosas tan chuscas como la capacidad de liderazgo del alumno y su disposición al diálogo en el aula, que muchos llamarán descaro e improvisación. Y a la hora de evaluar el rendimiento investigador del profesorado, basten un par de detalles: una sesuda monografía cuenta lo mismo que un artículo corto y trivial publicado en una revista bendecida con “índice de impacto” amañado en oscuros gabinetes de expertos que han hecho de la evaluación su empresa. Y, en la misma línea, prácticamente todas las agencias que actualmente califican los currículos de los profesores para todo tipo de acreditaciones y ascensos se conforman con recibir fotocopia de la página primera y última de cada publicación científica de los candidatos; para juzgar al peso no hace falta leer ni dirimir calidades. Eso, ciertamente, no es algo que venga impuesto por el sistema de Bolonia, pero la gran mayoría de las demás cosas que se están colando con la reforma tampoco, y todo ello, en conjunto, marca el ambiente de hoy en nuestras Facultades.
Se podan los excesos, tal vez, pero se cercena también todo rastro de ciencia y de rigor, tanto docente como investigador. De los profesores se pretende que gasten la mayor parte de su tiempo en la elaboración de dossieres, informes y memorias, además de que se premia el ejercicio de cargos de gestión universitaria. Al tiempo, se van abriendo las puertas para la prejubilaciones y por esa vía se marchan en triste goteo, cansados, aburridos, incomprendidos y hastiados, los mejores maestros que quedaban.
Donde había una licenciatura en Derecho que precisaba algún aire nuevo y mejor impulso, se coloca un título de grado que es una caricatura de formación jurídica, un refrito insustancial y simplón y a la medida de los intereses locales de turno. A cambio, se pronuncia otra palabra con resonancias mágicas, especialización, y se insiste en que la misma llegará de la mano de unos másteres que tendrán otro precio y habilitarán para las profesiones. Esos másteres serán los que en cada Facultad permitan la correlación de fuerzas, la visión de las respectivas Consejerías y, sobre todo, los dineros. La consigna es que las reformas han de hacerse a coste cero. Las universidades pequeñas, que son la mayoría, se van conformando con impartir como maestría lo que antes brindaban las escuelas de práctica jurídica. ¿Hacía falta tanta alforja para un viaje tan corto? Cierto es que el estudiante con dineros podrá irse a alguna capital importante o a otro país para cursar un posgrado serio y para completar su elemental formación previa. Qué duda cabe de que por ahí apuntan buenos negocios y de que las élites sociales y económicas tendrán mayor facilidad para asegurar su dominio. Hasta ahora, mal que bien, muchos estudiantes podían recibir una formación jurídica bastante completa en las universidades públicas y competir con cierta igualdad en el mercado profesional. En adelante serán unos pocos los que estén en condiciones sobreponerse a la inanidad de las nuevas enseñanzas, y una gran masa los que dispondrán de un título de graduado en Derecho que sólo les servirá para enmarcarlo en su salón antes de salir a buscarse la vida en un medio poco dado a la igualdad de oportunidades. Y, con todo eso, aún pretenden convencernos de que nos acercamos a Europa y nos hacemos más competitivos; y de que es una reforma avanzada y progresista.
O puede que, en el fondo, todo sea una avispada maniobra para lograr una convergencia de otro tipo: para que los futuros juristas estén al nivel que ya demuestra el legislador, ese legislador estatal y autonómico que está convirtiendo las gacetas oficiales en panfletos y la retórica parlamentaria en vil propaganda, ese legislador que apenas hace ya más legislación que legislación simbólica y que, desde un maremágnum de disposiciones sin coherencia, sin sistema y sin auténtica estructura de preceptos, nos lanza día tras día fofa moralina para consumo de masas iletradas y electores sumisos. ¿Acaso podemos entender de otra manera el empeño en que las Facultades de Derecho bajen el la exigencia de sus títulos y el rigor de sus explicaciones?
Súmese a la crisis del legislador el descrédito de la ley en gran parte de la doctrina jurídica actual y tendremos el panorama completo. Se fomenta un modelo de aplicador del Derecho más atento a principios y a justicias que al resultado vinculante de la norma legal que nace de la soberanía popular; se quiere un juez moralmente virtuoso, de estilo salomónico y que decida de modo bien similar a un árbitro en equidad. Un juez, en suma, más sensible a los guiños del medio y las presiones del contexto político y mediático que a la rígida vinculación de la ley, un juez que no se haga responsable del uso de los márgenes de discrecionalidad que las normas positivas le dejan y que se ampare bajo el supuesto dictado preciso de valores y principios morales perfectamente indeterminados en el fondo y que todo lo aguantan. Y, en verdad, para que campen felices legisladores así y para que sea ése el modelo imperante de operador jurídico, conviene liberar a los estudiantes de Derecho de las duras servidumbres de los códigos, de la dogmática jurídica seria y de las arideces de la buena técnica jurídica y convertirlos en tertulianos más hábiles que expertos y más desenvueltos que ciertamente competentes.
Al final todo encaja y la culpa no es de Bolonia. Bolonia no es más que el pretexto.

24 marzo, 2009

Estados de naturaleza y Estados

Estos días no tengo tiempo para pensar ni para respirar apenas, y, desde luego, nada de darle al teclado. Ando por esos mundos a ocho horas de clase diarias. Y todavía habrá alguno que diga que es por dinero, mecagüen... ¿Que por qué es? Oigan, pues no lo sé. Romanticismo académico se podría llamar, quizá; o penitencia, o masoquismo. Pero bien, no me quejo.
El caso es que leo en el periódico colombiano El Tiempo un reportaje espeluznante. Pinchen aquí y vean. Se titula "Todo un infierno, ruta de paso utilizada por migrantes centroamericanos para ingreso ilegal a E.U". Fíjense, y a mí que lo de Chiapas me sonaba a bucólico rincón donde unos indígenas muy nobles y muy pobres preparaban la revolución bajo la batuta de un idealista comandante venido de la capital... Porca miseria.
Da para una buena reflexión sobre qué es y para qué vale el Estado, sobre cómo somos cuando el Estado no nos alcanza y sobre la diferencia entre vivir en estado naturaleza, bajo la cruel ley del más fuerte y la guerra sin cuartel al de fuera, o vivir antinaturalmente (i.e., civilizadamente) en un Estado. Buen tema para unas prácticas a la boloñesa con estudiantes de Derecho y afines.

23 marzo, 2009

Carta abierta a los Decanos. Por Mercedes Fuertes

(Publicado en El Mundo de León)
Queridos Decanos,
vuelvo en tren desde Sevilla: la Asociación de empresarios andaluces había organizado unas Jornadas bajo el lema “respuestas ante la crisis”. A través de los medios de comunicación habréis conocido sin duda las referencias que se han hecho de las conferencias de los dos ex-presidentes del Gobierno español (Felipe González y José María Aznar) y del último premio Nobel de economía (Paul Krugman). Junto a estas intervenciones, se realizaron debates entre catedráticos, empresarios y otros expertos. Al final, hemos presentado un documento con posibles medidas a adoptar, tan necesarias como inaplazables. Además de aspectos relativos a la organización del Estado y al funcionamiento de la Administración, se ha insistido en la necesidad de una rigurosa educación y formación y en la atención a los principios de mérito y capacidad de la selección de los funcionarios públicos.
Ahora pienso en la Facultad de Derecho donde enseño y en su frenética actividad de reforma de planes de estudio. Con el pretexto de una declaración firmada en Bolonia se pretende alterar nuestro sistema universitario. Es cierto que la Universidad necesita de grandes reformas: cambios en la formación y selección del profesorado; mejoras en la impartición de las clases y en la actitud de los estudiantes; una gestión profesionalizada y no entregada a aficionados; un sistema público de exigencia de responsabilidad por el uso de tantos dineros públicos... Todo ello para que vuelva a ser un centro de estudio y de especialización, de investigación y debate. Pero, ante lo que estamos presenciando al amparo de la invocación a Bolonia, lo que se conseguirá es devaluar los títulos universitarios, empobrecer la formación de los estudiantes, debilitar a las Universidades... Prestigiosas voces han alertado sobre los vicios de este proceso. No insisto en esas claras denuncias que sin duda conoceréis
Desde la perspectiva que da un pequeño viaje, pienso en la oportunidad perdida con esta reforma. Se podía haber aprovechado la ocasión ante la irresponsabilidad del Gobierno de España de no haber establecido los contenidos mínimos de las enseñanzas. Tal parece que no le interesa qué formación básica tendrán los estudiantes que quieran llegar a ser abogados, jueces, notarios, funcionarios públicos, etc. Tampoco el Gobierno autonómico muestra preocupación de cómo se utilizan y gestionan los recursos que aporta a las Universidades. Esa indiferencia de los políticos se podría haber utilizado -sostengo- para potenciar la mejor formación de los estudiantes que se matriculen en las Facultades de Derecho de Castilla y León y generar atractivos centros de estudio. No hay que olvidar la situación privilegiada de estas Universidades localizadas en ciudades asequibles y cómodas, que padecen menos las fatales agresiones de las grandes urbes.
Queridos Decanos, me preocupa advertir cómo las cuatro Facultades preparan planes de estudio distintos para obtener el futuro “Grado en Derecho”. Un título, digámoslo con claridad, que facilitará unos conocimientos muy básicos, al considerarse una mera prolongación de los estudios de bachillerato. Unos contenidos tan elementales que serán además resaltados de manera diferente para quienes estén en Burgos, León, Salamanca o Valladolid. Se incrementarán, así, las dificultades para trasladarse y enriquecerse mediante el trato con otros profesores.
Pero si eso es un dislate, más despropósito me parece la planificación de las maestrías de especialización. Ese segundo título que resultará indispensable para profundizar en la formación jurídica antes de afrontar unas oposiciones o una vida profesional. ¿Cómo es posible que no se haya considerado aunar las ofertas de las cuatro Facultades? Con los prestigiosos catedráticos y profesores titulares, que enseñan en la actualidad, se podrían ofrecer atractivos estudios de verdadera especialización. Frente al popurrí de clases de distintas materias, impartidas incluso por personas sin el título de doctor, ¿por qué no vincular a los catedráticos y profesores titulares de disciplinas similares para que ofrecieran una visión más precisa y profunda de los problemas? ¿No resultaría más formativo y, sin duda, más interesante concentrar en un curso a los profesores de derecho penal o de derecho mercantil? ¿Por qué quienes quieran especializarse en aspectos de Derecho privado no pueden oír las distintas posiciones de Teodora Torres o Carlos Vattier? ¿y a quienes les atraiga el derecho público escuchar a Enrique Rivero, Francisco Sosa o José Luis Martínez López Muñiz? Y así podría seguir citando porque son muchos los prestigiosos catedráticos y profesores titulares que investigan en estas Facultades. Que no se molesten otros compañeros, a quienes no cito pero tanto respeto: la dictadura del espacio es implacable.
Hubiera sido sencillo aprovechar la oportunidad del dislate de cómo se quiere introducir la declaración de Bolonia para plantear una mejora en la formación de calidad. Varias serían las posibilidades: que cada Facultad ofreciera un máster distinto contando con los profesores de las otras, que se rotara cada año... Por el contrario, cada Facultad pretende ir sola en este proceso, ante el falso y pernicioso lema de que “han de competir entre ellas”. No deberíamos dejarnos engañar, y mucho menos engañar a los estudiantes por esa vacua palabrería. Las Facultades de Derecho no han de “competir” entre ellas ofreciendo unos elementales conocimientos a los que añadir, para atraer alumnos, dos asignaturas por una, u otros regalos o bonos propios de otras actividades mercantiles. La Universidad debería ser responsable de su misión de servicio público y los ciudadanos conscientes de la trascendencia que tiene una buena formación.
No resultaría difícil, ante la desatención de los gobiernos, que los decanos ejercierais el liderazgo y arbitrarais los lazos para que tantos buenos profesionales pudieran ofrecer una enseñanza de calidad. En fin, queridos Decanos, termina el viaje y mi carta. Os deseo suerte para que en este proceso de reforma no se debiliten ni empobrezcan más las Facultades de Derecho.
(Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo de la Universidad de León).

Veán este artículo de Félix de Azúa

Viene hoy en El País y merece lectura sosegada. Estupenda radiografía de esta España de chorizos e imbéciles. Aquí copio el artículo:
España e Italia, una confluencia. Por Félix de Azúa.
Cuando el presidente Zapatero aseguró públicamente, con ese énfasis suyo tan inseguro, que habíamos superado a Italia y que pronto alcanzaríamos a Francia, me eché a temblar. No sólo por el disparate (evidente para cualquiera que haya viajado un poco), sino porque sin la menor duda el presidente estaba persuadido de lo que decía. Un amigo bien situado en Asuntos Exteriores me comentaba su desazón.
Hay que tener en cuenta que nuestros vecinos de la bota están bien informados: todos los grupos mediáticos españoles, menos uno, están controlados por empresas italianas, y sus carcajadas se oyeron en Pekín. Ahora ya empiezan a quedarse con la energía, ese sector llamado estratégico.
Ciertamente, hace años que se va produciendo una deriva española hacia Italia (que no lo contrario), pero en el ámbito de la trama económico-política y la infiltración mafiosa. En todo lo demás, educación, preparación técnica, iniciativa empresarial o civilización urbana, nos dan ciento y raya.
Hubo un tiempo en que los políticos españoles parecían salvarse de la arraigada delincuencia a la italiana. Aquel país ha sido destruido por una clase dirigente chulescamente ajena a la población que les paga. Parecía que eso no iba a suceder en España, pero los últimos meses han puesto al descubierto cómo se extiende también aquí la cleptocracia.
En Italia, según dicen los expertos, el caos político se debe a la pésima construcción constitucional, tras la Segunda Guerra, que propicia la desintegración de partidos, y la presencia de jefes mafiosos en la Democracia Cristiana desde las primeras elecciones. De entonces a la fenomenal corrupción de la etapa socialista y el exilio de Craxi, la trama se fue espesando y los intereses mafiosos han acabado por devorar la vida parlamentaria sin distinción de derechas e izquierdas.
Aún faltaba la llegada de Berlusconi, uno de los más siniestros dirigentes europeos, sólo comparable con los de algunos enclaves balcánicos. En este momento Italia es un país con una inseguridad jurídica próxima a la de las satrapías latinoamericanas.
Cuando comento con los profesionales de la política su progresiva deriva hacia el modelo italiano, suelen negarlo con vehemencia. A los pocos días aparecen tres ayuntamientos, cinco diputados, once concejales y un presidente autonómico pillados en corruptelas, fraudes o corrupciones. De cada diez casos, la proporción viene a ser de cinco del PP por dos del PSOE. Los tres restantes suelen afectar a los asuntos regionales, como el famoso 3% de Maragall, que jamás se esclarecen dado el espe-sor clientelar que han generado las autonomías, auténticos paraísos de las oligarquías locales.
Este paralelismo con Italia creo que es explicable, no sólo por la chapuza jurídica o por la inveterada deshonestidad de las sociedades mediterráneas, sino también porque los italianos sufrieron sólo unas pocas décadas menos de fascismo que los españoles. El fascismo, además de una ideología ridícula, es un sistema que nacionaliza la totalidad de los recursos para repartirlos luego entre los fieles del régimen.
Así se crea una nube de particiones jerarquizadas que hace prácticamente imposible la supervivencia en el exterior de la adhesión incondicional. La necesidad cotidiana y la falta de escrúpulos de los ambiciosos logran que una enorme proporción de la sociedad quede atrapada por el sistema y se conforme con él.
Si en Italia o en España se hubiera procedido a una depuración de todos aquellos que se enriquecieron con el fascismo, nos habríamos quedado sin clase dirigente. Y fueron ellos quienes decidieron si había o no depuración. Como en Italia, los colaboracionistas españoles se incorporaron a diversos partidos, desde Alianza Popular a Convergència i Unió, del mismo modo que los estalinistas se lavaron la cara en las múltiples izquierdas más o menos democráticas que se fundaron entonces y que han ido derivando hacia grupos de vaguísima ideología y sólido oportunismo. Nunca habrá memoria histórica para este proceso.
El resultado ha sido una clase política que, con las consabidas excepciones, desde el principio ignoró por completo el sentido de la expresión "dinero público", y que además se considera impune. Un partido político español se parece más a la Renfe o a Telefónica que a un partido inglés o alemán. Y suelen actuar con igual zafiedad e inoperancia. De vez en cuando un político va a dar en la cárcel, pero nunca, que yo sepa, por dilapidar inmensas cantidades en actividades estériles o en obras ruinosas.
Hasta tal punto los políticos ignoran que el dinero público no es suyo ni está al servicio de su ideología, que hace unos días José Montilla recomendaba a los empresarios catalanes que no subieran los sueldos de sus trabajadores. No se le pasó por la cabeza que él cobra más que el presidente español. Que sus camaradas del Parlament gozan de sueldos colosales fijados (y aumentados) por ellos mismos. Que tras dos legislaturas los conservan toda la vida. Que sus gastos son en buena parte opacos y que, por ejemplo, niegan a la oposición la documentación que les reclama y no pasa nada. Que también es secreto el número y el sueldo de los asesores. Y que la famosa institución para controlar la malversación pública se ha quedado en una burla a los ciudadanos.
Según la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión, un 74,3% de los catalanes está insatisfecho o muy insatisfecho con sus políticos. ¿Y a ellos qué les puede importar? Mientras les protejan sus jefes... Lo suyo es callar y bajar la testuz.
A mediados de mes vi por la televisión nacional catalana a Carod Rovira, vicepresidente de Cataluña, con los indios shuars del Ecuador. Ha dedicado un millón de euros a propiciar el bilingüismo entre estas curiosas tribus indias. Seguramente el presidente del Ecuador acepta gustoso el dinero de los catalanes para una finalidad que le importa un pimiento. Es obvio, en cambio, que este asunto, a saber, que los indios aprendan su propia lengua, es de la mayor importancia para los obreros de la Seat. Pero si pude ver unos segundos a Carod en funciones paternales fue porque le acompañaba un equipo de la televisión nacionalista. La imagen del vicepresidente aceptando la lanza india que le ofrecía el jefe shuar en perfecto castellano y medio en cueros ha costado a los catalanes bastante más que cien ternos de sastre valenciano.
No obstante, es seguro que Carod cree estar haciendo lo mejor para su país. Y seguirá haciéndolo porque la clase política catalana no quiere controlar el gasto público. Es su único poder, ya que la población le es cada día más desafecta. Ellos son el único valor de Cataluña, del mismo modo que Carod está persuadido de ser, él en persona, Cataluña. El dinero de Cataluña es, por lo tanto, suyo. Resulta muy difícil (y tedioso) tratar de hacerle entender que esa Cataluña suya se reduce a un grupo de amigos, una televisión y un par de cientos de miles de votos en decadencia. Y que el resto, hasta siete millones, lo miramos como Nani Moretti miraba a los parlamentarios italianos. Gordos moscones girando sobre el inmenso pastel del dinero público, satisfechísimos, ajenos a todo, ebrios de retórica barata, de egoísmo y de impunidad.
Sí, es cierto: como dijo Zapatero, llevamos camino de superar a Italia, pero no exactamente en algo que merezca la pena. Por el camino que vamos, para alcanzar la seriedad de Francia harán falta algunos siglos.

22 marzo, 2009

Débitos y destrezas

El otro día mi mujer y yo íbamos a embarcarnos en eso que los curas llamaban el débito conyugal. Pero, como andamos enfrascados (sobre todo ella) en reformas de planes de estudios y en memorias de títulos a la pedagógica manera, Bolonia se nos metió en la cama, como quien dice. Me dio por pensar que debíamos adaptar nuestras artes amatorias al Sistema Europeo, más que nada para que nuestro proceder tenga reconocimiento supranacional y por si un día nos apuntamos a un intercambio con suecas o eslovacos o tenemos que acabar ejerciendo en otro país. A buena hora la peregrina ocurrencia.
Primero nos preguntamos cómo se valoraría nuestro ayuntamiento en créditos ECTS. Así que decidimos posponer nuestros hábitos magistrales y tomarnos cada uno unas horas de trabajo personal previo. Calculamos que lo adecuado podían ser unas tres horas y en ellas cada cual se retiró a repasar unas lecturas bien seleccionadas sobre orgasmos y apareamientos reglamentarios, amén de a tratar de a autoevaluarnos, cada uno por sí y para sí. Cuando nos reencontramos andábamos ya medio cansados y, por seguir con los nuevos métodos, juzgamos que lo más correcto en ese instante era que cada uno hiciera una pequeña exposición oral, seguida del correspondiente debate sobre las posturas y los detalles así expuestos. Después de unas cuantas vueltas acabamos coincidiendo en las líneas esenciales del tema y creímos que era buen momento para el uso de las nuevas tecnologías, aspecto que también se prima grandemente en las recientes titulaciones. Fue sorprendente el rendimiento que sacamos a esas nuevas herramientas, he de reconocerlo. Al principio costó un poco, por falta de amplitud de miras, pero luego fue coser y cantar.
Ya medio exhaustos, pero todavía contentos, nos acordamos de que para la aprobación de los nuevos títulos se exige un riguroso inventario de los medios disponibles. De modo que nos tomamos una horita para enumerar por escrito la infraestructura con que contamos para nuestros encuentros. Así, una cama matrimonial de las de toda la vida, un baño con bidé y todo lo que el buen aseo requiere, una modesta vivienda que suele recibir la visita inesperada de algún cuñado cuando nos disponemos a tomarnos la lección y un frío garaje que nunca nos ha parecido lugar tentador para enseñarnos nada.
Entre flautas y pitos se nos hizo tardísimo, pero, con todo, como andábamos urgidos por los plazos, no quisimos dejar el examen final para otro día. Pero hete aquí que se nos había olvidado precisar con antelación la manera en que nos evaluaríamos. ¿Sería mejor una prueba oral o un sistema de trabajos? ¿Un único examen final o una detallada evaluación continua? Decidimos, tal como hoy se estila, combinar un poco de todo, lo cual nos costó su tiempo y aumentó el inevitable cansancio.
Menos mal que, antes de que fuera demasiado tarde, caímos en la cuenta de que se no habíamos pasado fijar detalladamente los objetivos del plan. El objetivo general nos pareció claro a los dos al principio y acordamos que era el de darnos amoroso placer. Con todo, pronto surgieron dudas y discrepancias a la hora de determinar los fines secundarios. Uno decía que podría tratarse de desarrollar libremente la personalidad, mientras que al otro le parecía que era más conveniente poner que importa mucho el adecuado relax tras los avatares de cada jornada; porfiaba el uno con que no podía dejar de incluirse el logro del conveniente equilibrio entre bienestar físico e inteligencia emocional, al tiempo que opinaba el otro que tampoco era moco de pavo el ahorro de tiempo, dinero y energía que se obtiene al arreglarse en casa. Como suele pasar en este tipo de comisiones, pronto decidimos que lo mejor era enumerar todos esos objetivos y que, de tal manera, nos quedaba un plan bien chulo y al gusto de cualquiera.
Ah, pero, ¿y los fines subjetivos del plan? ¿Qué habilidades y dones se trata de impulsar o extender con él? Aquí el esquema conceptual lo teníamos bien claro, pues estamos habituados a la nueva escolástica pedagógica y sus sutilezas cuasiteológicas: debíamos distinguir entre competencias, habilidades y destrezas. La santísima trinidad de la nueva enseñanza. Eso ya fue la hecatombe. A mí me parecía que la competencia sexual consiste en el buen adiestramiento del cuerpo a fin de no incurrir en el temible gatillazo masculino o femenino, pero mi mujer observó, con buen criterio, que si decíamos adiestramiento, convendría más incluirlo en el capítulo de destrezas. Bueno, ya teníamos algo. Entonces, ¿qué metemos en lo de competencias? A ella, muy en su línea, se le ocurrió que a la competencia había que darle un tratamiento más institucional, por lo que me propuso que como tal consideráramos la práctica sexual autorizada por ley o contrato, excluyendo de los objetivos, por tanto, esos arrebatos que siempre acaban en gresca y remordimientos. No me pareció mal, ni podía parecérmelo, pero le hice ver que lo de por ley o contrato seguía siendo demasiado amplio y podía abarcar acuerdos de sexo fugaz bajo precio. Así que convinimos dejar en esa casilla una declaración abierta y no muy comprometida: el plan pretende desarrollar competencias para el sexo competente. Oye, y que cada uno entienda lo que quiera.
¿Y las habilidades? Ambos nos pusimos a desgranar virtuosismos a toda velocidad, que si esto, que si lo otro, que si por aquí, que si por allá, que si así, que si asá. Pero cuando se nos agotó la imaginación y nos llegó un nuevo bostezo, nos dio por pensar que eso más bien eran destrezas, destrezas sexuales. Gracias a eso acabamos de cumplimentar el apartado de destrezas tal que así: el plan se propone el desarrollo equilibrado y complementario -dos calificativos fundamentales en este tipo de papeleos-, transversal incluso -más fundamental aún-, de una serie escalonada de destrezas sexuales, de modo que se da por supuesto que el sexo que se ha de aprender es el sexo diestro.
Muy bien. Ahora a por las habilidades otra vez. ¿Cuáles habilidades sexuales podrían ser ésas que no eran lo mismo que las competencias y las destrezas? Después de discutir varias hipótesis nada satisfactorias, reparamos en que la solución la teníamos al alcance de la mano: un plan sexual debe servir para desarrollar la habilidad sexual. ¡Pues claro! Ya lo teníamos: se pretende desarrollar genéricamente la habilidad sexual mediante la enseñanza y la práctica de una serie de habilidades que son, todas ellas e interconectadamente, habilidades sexuales.
El último toque al plan se lo dimos al poner expresamente de manifiesto que en la enseñanza y ejercitación de esas competencias, habilidades y destrezas, que tenían en común el ser competencias sexuales, habilidades sexuales y destrezas sexuales, puesto que estábamos ante un plan sexual y no de otro tipo, se procuraría que en todo momento interpenetrara una perspectiva de género, sin que, por tanto, fuera mayor la penetración en un género u otro, al mismo tiempo que se tendría muy en cuenta cualquier enfoque de ayuda al desarrollo y de solidaridad con los más necesitados.
Nos quedó tan estupendo y fue tal nuestro entusiasmo, que decidimos posponer para otro día el comienzo de las clases y nos tomamos un nuevo tiempo para enviar el plan a la ANECA, a fin de que esta simpática Agencia lo evaluara con la competencia, habilidad y destreza que la caracterizan. Estábamos muy ilusionados, pero ayer mismo nos llegó la respuesta, que nos cayó como jarro de agua fría en mitad del clímax. A juicio de los anónimos evaluadores, el personal llamado a implementar (así dice, implementar) el nuevo plan no está suficientemente cualificado, pues ni mi mujer ni un servidor hemos sido nunca investigadores principales en grandes proyectos sexuales, ni hemos formado en ese campo a un número suficiente de discípulos, y, sobre todo (aquí el énfasis de los evaluadores es fuerte), carecemos de experiencia de gestión en instituciones sexuales.
Así que qué quieren que les diga. Comprenderán ustedes, queridos amigos, las decisiones radicales que nos hemos visto obligados a tomar. Vamos a poner a medias un puticlub y a repartirnos en él los cargos de chulo y madame según la naturaleza de las cosas, y en los ratos libres dispararemos a todo lo que se mueva, para poder, así, acreditar la próxima vez una experiencia suficiente y un curriculum lo bastante variado; lo bastante variado como para que lo juzgue positivamente un evaluador que lo más seguro que será inexperto, precoz y medio impotente. Pero adaptarse o morir; es lo que hay. Lo que está claro es que no podemos seguir haciéndonos el amor de espaldas a los nuevos pedagogos. Por si acaso, no vaya a ser que por darles la espalda volvamos a las andadas y pase una desgracia.

21 marzo, 2009

Si la universidad fuera una empresa

(Publicado por un servidor en la Gaceta Universitaria de esta semana)
Supongamos que se tratara de empresas. Y ya que tan de moda se ha puesto lo de las evaluaciones por un tubo, evaluémoslas.
El director general de cada una de estas empresas se elige por votación universal ponderada entre el personal que en ella trabaja y los clientes y usuarios de sus servicios. Ni que decir tiene que en las campañas los aspirantes ofrecen a sus electores de todo y en abundancia, salvo rigor y exigencia, pues eso no da votos.
En cuanto a la selección del personal, se busca ante todo que vayan llegando a los puestos más altos y mejor remunerados aquellos trabajadores de la propia localidad y que comenzaron allí mismo de aprendices. En realidad, los procesos de selección están organizados para que, a ser posible, no se entrometa nadie que provenga de otra empresa, sea cual sea su cualificación. Como se ve, estas empresas no compiten entre sí, pues cada una prefiere a los suyos por ser suyos y porque hablan con un acento más gracioso. Con todo, de vez en cuando y por azar se cuela algún foráneo, en cuyo caso se le permite que pase por el centro de trabajo un día a la semana y que se quede el resto del tiempo en su ciudad de origen.
En cuanto a la organización del trabajo y la producción, rige también un sistema muy democrático. Si, por ejemplo, se plantea que se fabrique un nuevo producto, se consulta a los trabajadores y éstos van decidiendo si les apetece o no trabajar en eso o prefieren seguir más tranquilos y a su aire.
Los rectores de la empresa hace tiempo que, para dar gusto a sus electores, se equivocaron a posta en sus cálculos e hincharon las plantillas tanto, que ahora sobra gente y no hay tajo para todos. De ahí que estén animando a prejubilarse a los trabajadores más expertos. Esta política se complementa con un sutil sistema de penalizaciones: al trabajador muy inquieto y laborioso, se le obliga a pasarse el día haciendo papeles, presentando memorias, justificantes y firmas, para que ese modo se relaje y no fastidie tanto a los compañeros ni suba el listón hasta niveles que pueden atentar contra el principio de igualdad.
¿Qué diríamos de empresas así? Que parecen un invento de los hermanos Marx y que no resultarán muy eficientes. Pues téngase en cuenta que así son las universidades españolas. Eso sí, dicen que con el cambio de los planes de estudios y los métodos docentes seremos de lo mejorcito de Europa.

20 marzo, 2009

Fantasma

Llegó a la Presidencia con grandes declamaciones y profusión de gestos gratos. Tomó unas cuantas iniciativas que muchos recibieron con alegría. Las más importantes fracasaron por su orden y a su tiempo. Las menos importantes se fueron difuminando y de ellas quedó poco más que el eco y un rastro de tinta en el Boletín Oficial del Estado. Se hacía muchas fotos, pero, poco a poco, se iba helando la sonrisa con la que en ellas se mostraba. En su segunda campaña era tal la conciencia de su vacuidad, incluso entre los suyos, que eligieron como representación de su ser y su valor la forma de su ceja. Pedían para él el voto imitando con el dedo o en folletos esa forma circunfleja. Los votantes supieron apreciar el esfuerzo en su justo valor y lo reeligieron. Puede que también les resultara simpático el desparpajo con el que les despachó para la ocasión unas cuantas mentiras que todos, él y los demás, sabían que eran mentiras como la copa de un pino. Al pueblo suelen caerle bien los bromistas y ese talante conectó bien con su sensibilidad más profunda. El pueblo es más sutil de lo que parece.
Después sucedió un fenómeno curioso. El Presidente se fue haciendo pequeñito y transparente, se volvió presidente con minúscula y minúsculo. Encogía y parecía como si fuera de aire, un presidente reducido y neumático. Cada vez pasaba más desapercibido, a veces se encontraba en ciertos lugares y los presentes ni siquiera caían en la cuenta de que estaba allí. Muchos de los que lo buscaban se confundían y terminaban hablando con una columna o una silla, pero él andaba evaporado, flotaba en el techo como esos globos que se escapan de las manos de los niños. Durante un tiempo a la gente le divirtió jugar con él como juegan los niños con los globos, pero un día se pinchó y salió despedido con ese peculiar chirrido de lo que se desinfla a toda velocidad. Los hubo que lloraron como niños cuando perdieron su globo o cuando encontraron los restos y comprobaron que no había manera de volver a hincharlo por mucho que soplaran.
Es previsible que a las próximas elecciones vuelva a presentarse, aunque sea desde el ignoto limbo en el que, al parecer, habitan los entes gaseosos. Muchos votantes jurarán que se les aparece en sueños y que les canta al oído frases bonitas y sorprendentes propuestas cabalísticas. Es muy probable que vuelva a ganar, pues el pueblo es muy espiritual y adora esos seres que son espíritus puros, puro espíritu. Será la primera vez que un Estado lo gobierne un fantasma, aunque, para aminorar la impresión, en su partido dirán que siempre fue un fantasma y que no hay gobierno menos molesto que un gobierno fantasmal. Los pobres aprenderán a rezarle plegarias y a adorar algunas reliquias de su anterior encarnación en un cuerpo abotonado con una ceja. Seremos un pueblo hambriento, pero tranquilo, mísero, pero feliz. Seremos casi una secta y, a la larga, el mundo aprenderá a admirarnos. Tarde o temprano, nos reuniremos con él en un Más Allá lleno de gnomos, cuando todos seamos gnomos. Ya falta poco, no hay que desesperar.

19 marzo, 2009

Hijos

(Publicado hoy en El Mundo de León).
Los que peinamos algunas canas no nos explicamos cómo sobrevivimos a la infancia. En mi pueblo los niños, desde bien pequeños, corríamos por pedregales y nos escondíamos entre las patas de las bestias. Y tocábamos animales sin vacunar, perros, gatos, vacas, burros, ¡hasta cerdos! Trepábamos a los árboles, hacíamos equilibrios sobre las cercas, chapoteábamos en los charcos. Por supuesto, nunca nos llevaban al pediatra (¿había pediatras entonces?), comíamos lo mismo que los mayores, no conocíamos los yogures ni los potitos y ¡bebíamos leche de vaca sin pasteurizar, sin rebajar y sin reforzar con vitaminas ni cereales! Cuando no queríamos comer, la comida quedaba en el plato hasta que tuviéramos hambre. Cuando mi madre se levantaba, a las seis de la mañana, me daba un huevo batido con quina Santa Catalina y yo dormía un ratito más. Nunca tuve una enfermedad, ni una, hasta que fui adulto. Y lo mismo mis compañeros de entonces.
Luego, en la ciudad desde los diez años, los críos corríamos libremente por parques y descampados, cortábamos cristales para las chapas, asaltábamos solares vacíos y edificios en ruinas. Eran nuestras actividades extraescolares, divertidas, emocionantes, formativas. Merendábamos una onza de chocolate con un gran bollo de pan. Obesos no había.
En la escuela el que no estudiaba suspendía y el que suspendía repetía curso. Conocí bastantes repetidores, pero no recuerdo ningún trauma. En la adolescencia mis padres me impidieron unas cuantas cosas: dejarme el pelo muy largo, meterme en un equipo de fútbol de macarras y frecuentar malos antros. También por eso les estaré eternamente agradecido. Y ellos tampoco necesitaban apoyo psicológico ni asesoramiento legal para mantenerme en el buen camino. Les salía con naturalidad.
Cuando llegó la edad para ir a la universidad, la alternativa era obvia y transparente: o estudiabas sin tropiezos una buena carrera o, si no, te ibas al andamio o retornabas a cuidar las vacas en la aldea. Nuestros mayores trabajaban de sol a sol y su sacrificio no admitía nuestros regateos. En aquel entonces aún no había fiscales de menores, pero no solíamos delinquir los menores. Tampoco pegábamos ni insultábamos a padres ni maestros. Parece que fue hace mil años.

18 marzo, 2009

Condones y amor al prójimo

Vaya por Dios, precisamente. Como uno es discutidor y enemigo del discurso único tan frecuente entre los que frecuenta, me propongo cada tanto la paradójica tarea de defender a la Iglesia de toda la vida frente a las nuevas "iglesias" del pijerío progre, y digo paradójica porque soy ateo; ateo tranquilo, pero ateo. Pero reconozco que la tal Iglesia lo pone difícil. A este paso, no la van a defender ni los suyos. Sí, dentro de unas décadas el Papa de turno pedirá perdón, en este caso a los africanos, pero volverá a ser tarde. A negro muerto poco le valen las disculpas con efectos retroactivos.
Resulta que a Benedicto XVI, el Papa intelectual, lo de repartir condones para reducir los estragos del sida le sigue pareciendo horrible, fatal e inadmisible. O sea, que mejor negro muerto que negro pecador y vivo con condón en el pito. Son maneras de verlo. Ya sé que lo preferible, desde la ortodoxia papal, sería que esos africanos que mueren por cientos de miles cada año por causa de la dichosa epidemia practicaran la abstinencia sexual fuera del matrimonio y la reproducción a tutiplén dentro de él. Pero resulta que no les sale, qué le vamos a hacer. Muchos no serán católicos y no verán qué hay de malo en darse al sexo libre, con o sin condón; otros serán católicos desfallecientes, como les gustaba decir a los curas de mi colegio, pecarán primero, se arrepentirán y se confesarán después, pero ya llevarán en su cuerpo el mortal bichito por no haber tenido a mano la capucha salvadora o no haberse atrevido a usarla porque aumenta el pecado. O sea, que unos y otros se morirán, inapelablemente -y más con los manejos de las farmacéuticas, pero ese es otro tema-, pero el Papa seguirá diciendo que de repartir condones ni hablar.
¿Y qué tal si hubiera condones para todos y los curas simplemente explicaran su convicción de que es mejor practicar la castidad que darse al vicio sexual con ellos o sin ellos? ¿Y qué tal si la Iglesia dijera que se debe evitar el pecado carnal, alimentar la espiritualidad y todo lo que se quiera, pero que, si alguien va a “desfallecer", que por favor use condón a fin de no fallecer, pues es mejor pecador vivo que pecador muerto? A muchos nos parecería un excelente ejercicio de caridad cristiana y de amor al prójimo. Al Papa no. El Papa es como es, mejor que se mueran. Rigor teológico que provoca rigor mortis. Sólo le falta volver a aquello de que esas muertes son castigo divino y, por las mismas, justo castigo. Eso sí, en la misma andanada Benedicto XVI dice que la actitud cristianamente correcta es “sufrir con los sufrientes”. Mejor eso que evitar el sufrimiento de los que no sean justos y beatíficos en sus conductas sexuales y a tenor de la muy autorizada concepción papal de la sexualidad.
He leído la noticia en El País y en el titular se entrecomilla la siguiente frase, por lo que habrá que suponer que así la pronunció el Papa: “El sida no se resuelve con preservativos”. Parece que la frase completa era ésta: el sida “no se puede superar con la distribución de preservativos, que, al contrario, aumentan los problemas”. ¿Será propio de un Papa tan intelectual incurrir en tan sonoras falacias? Pongámonos en la siguiente hipótesis: en el mundo se distribuyen preservativos a montones y toda la gente se convence de que son un medio eficaz para evitar el sida y, en consecuencia, los usa siempre. Supongamos que con ellos se evitaran todos o la gran mayoría de los contagios del sida. Entonces el sida se habría superado gracias a los preservativos. ¿Objeciones? Que no es creíble que todo el mundo vaya a utilizar el chisme o que también hay contagios por otras vías. Respuesta: a) entonces y en nuestro ejemplo, el que se contagia por vía sexual lo ha hecho bajo su propia responsabilidad, actuando con asunción del riesgo, nunca por falta de información o de medios para evitar ese contagio; b) habrá que ver cómo se lucha contra el contagio por esas otras vías, pero al menos se habrían evitado un montón de muertes, las que se provocan por el contagio por vía sexual. Entre que mueran más y que mueran menos, ¿qué es preferible?
¿Qué problemas son esos que, según Benedicto XVI, geb. Ratzinger, aumentan con la distribución y uso de preservativos? Desde luego, no los problemas del sida, salvo que toda la ciencia esté en el error y el Papa haya hecho algún descubrimiento científico sorprendente, pero que, para colmo, no nos cuenta. Los únicos problemas que aumenta con los preservativos antisida son los problemas que tienen que ver con el pecado. Pero volvemos a lo mismo: ¿es mejor que pequen y vivan o que pequen y mueran? Ya, ya, lo mejor, para el Papa, sería que no pecasen. Pero, mientras acaba de convencerlos, ¿por qué no los mantenemos vivos, aunque sea para poder seguir insistiéndoles en las ventajas de la virtud cristiana, y para darles más tiempo para arrepentirse de sus faltas o convertirse a la verdadera fe?
Es gracioso eso de que el sida “no se puede superar con la distribución de preservativos”. ¿Qué entendemos por “superar”? Los preservativos no curan el sida, lo evitan, lo evitan en los casos de contagio por actividad sexual. Tampoco la limitación de velocidad para los coches en las carreteras cura a los accidentados, no; esa limitación sirve para evitar los accidentes, al menos los accidentes provocados por exceso de velocidad. ¿Suprimimos dicha limitación porque no sirve para “superar” los accidentes? ¿Dejamos que la gente se mate libremente o por falta de consejo, información o medidas? Alguno me dirá: hay una diferencia fundamental, pues conducir o conducir a esa velocidad limitada que evita muchos accidentes no es inmoral o pecaminoso, mientras que ponerse un condón sí lo es. Vale pues imaginemos que hubiera un grupo religioso que pensara que conducir coches es suprema inmoralidad y pecado de los más gordos. Los de esa religión emprenden una campaña contra la limitación de velocidad en las carreteras, pues entienden que indicarle al conductor la manera de conducir más seguro y con menos riesgo de matarse o de matar a otro es una manera de dar por bueno el hecho de conducir, y, además, de tranquilizar a la gente para que siga conduciendo y, con ello, pecando. Muchos a los de esa fe les haríamos ver que, puesto que conducir no es delito -aunque a ellos les gustaría que lo fuese, igual que al Papa seguramente no le disgustaría que follar fuera del matrimonio católico estuviera castigado por el Estado- y dado que el personal va a seguir conduciendo sus coches, entre otras cosas porque muchos no están de acuerdo en que sea pecado, dejen ustedes en paz las limitaciones de velocidad, pues de esa manera se evitan miles de muertes; y sigan, entretanto, argumentando libremente para convencernos de que dejemos ese invento diabólico que es el coche. Si ellos se mantuvieran en sus trece, ¿qué podríamos concluir? Que su ciego dogmatismo, su radical insensibilidad y su fanática obnubilación les hace pensar que mejor conductor muerto que conductor vivo y que mejor que el que conduce pague por el pecado de conducir con su vida. Pues ahora dígame mi imaginario contradictor qué diferencia sustancial hay entre ese caso y el del Papa con el sida y los condones.

17 marzo, 2009

Ética pública

Hay temas sobre los que me aburre muchísimo leer. Uno es el de la ética pública. Y no me aburre porque el tema no sea importante, que lo es a tope, sino porque cada día detesto más los tratados light de moralina barata. Que hay que ser buenos en lo público y lo privado lo sabemos todos y quién lo va a negar. Que las corruptelas, las desviaciones de poder, los favoritismos y las manipulaciones interesadas son muy mala cosa en general, y en especial en el manejo de los asuntos públicos, es cosa más que obvia. También es de sobra conocida historia de cómo se constituye el Estado moderno y qué implica la administración profesional de sus asuntos, bajo la dirección de una política de base democrática. Muchos de los escritos sobre ética pública no pasan del manoseo de esos tópicos históricos y doctrinales. Bien está, pero no basta. Para colmo, a veces uno tiene la desgracia de conocer la ética pública de algunos de los que sobre el tema disertan. Y entonces apaga y vámonos. Te mandan la separata correspondiente y aprovechan para pedirte el voto para un protegido suyo en algún concurso. En fin.
Se impone ir al fondo del problema. Y en el fondo del problema nos topamos con varios asuntos delicados. En primer lugar está la idea del Estado que tiene el ciudadano privado. Cuando el Estado, centro de lo público y guardián del interés general, es contemplado como un maléfico enemigo que nos desangra y nos atosiga, que nos amenaza y nos incomoda, malamente puede tener sentido hablar de ética pública, pues sería pedir peras al olmo, demandar rigor ético a lo que sólo puede ser sede del abuso y sujeto de tropelías. Si el ciudadano vive convencido de que debe buscarse la vida y el propio beneficio a base de sortear las leyes y de evadirse de los controles y las demandas del Estado, se alimenta un tipo de ética privada que no permite exigir con una mínima coherencia altura moral a los servidores públicos. Cuando ese ciudadano que abomina de las instituciones, salvo en lo que lo beneficien, se hace funcionario o consigue mando político en cualquiera de las esferas estatales, no hace más que proyectar dicha idiosincrasia y sigue aplicando la ley del embudo. No cabe esperar transformaciones milagrosas ni caídas del caballo camino de la Delegación de turno. Si al Estado lo vemos poco menos que como a un ladrón, hacerse un hueco en él es conseguir patente de corso para robar o alcanzar privilegios por la puerta falsa. Cuando no tenemos poder tratamos de evadirnos de las exigencias del interés general porque no percibimos más interés que el particular; en cuanto trepamos a un puesto o cargo en las estructuras del Estado, hacemos lo que, según nuestra convicción corresponde a las instituciones: favorecer intereses particulares, en esa ocasión los nuestros. El lema es algo así como tonto el último o después de mí el diluvio. Aquello de “ahora nos toca a nosotros”, que decía Juan Guerra, tiene más miga de lo que parece, pues señala la división insalvable entre los que mandan y los que obedecen, cada uno buscando su tajada y convencidos todos de que la tajada mejor se consigue cuando se tiene mando en plaza.
El problema no es tanto que los servidores del Estado puedan corromperse, pues, al menos en teoría, el Derecho cuenta con armas para poner coto a los latrocinios. El verdadero problema radica en que la corrupción es parte constitutiva de nuestra moral social, colectiva y, por extensión, individual. Y ante la moral social las leyes son inermes. Se vive en paralelo, se vive esquizofrénicamente. Muchos de los que gritan contra gobernantes y funcionarios corruptos no tienen empacho en llamar al primo que trabaja en la Seguridad Social para librarse de la lista de espera en el hospital, o al amigo catedrático para que le apruebe al hijo por la cara. Va de suyo que si un día los papeles se invierten y el que antes pedía ahora gobierna, concederá favores, prebendas y privilegios a los suyos.
Muy a menudo parece que ya no hay más ética que la ética pública, lo cual es una sutil manera de asegurar la impunidad privada. Cuando el concejal de urbanismo acepta unas comisiones a cambio de una recalificación, está detrás un empresario privado que inicia el juego. Al funcionario y al político siempre lo corrompe un particular, un particular que generalmente no tiene mala conciencia ni se desvela por lo discutible de su ética personal. Así que, si queremos una Administración no inmoral, demos a cada uno lo suyo y convenzámonos de que jamás tendremos una ética pública presentable si no es mínimamente exigente la ética privada de los ciudadanos.
Naturalmente, el Estado mismo debe ganarse el respeto y la consideración moral de la ciudadanía. En ese sentido en España vamos mal y tenemos casi todo por hacer, pues a lo largo de nuestra historia nunca o casi nunca hemos tenido un Estado que no nos dé de continuo pésimos ejemplos. Diremos maravillas de nuestra Constitución, de la modernización de las estructuras de gobierno, de la organización territorial, del PIB (¡ay, qué tiempos!) o de las prestaciones sociales, pero, con todo lo que ha llovido, no hemos superado aún el más rancio y premoderno caciquismo.
Pero, ¿cómo se consigue respeto para el Estado? ¿Cómo hacer que la gente no lo vea como un enemigo, un rival o una cueva de ladrones? Probablemente no cabe más que una respuesta: a largo plazo y con el buen ejemplo, con unas prácticas políticas y administrativas transparentes y honestas. O sea, que vamos mal, pues nuestro plazo aún es muy corto y lo que a diario vemos ratifica los temores del escéptico y los malos principios del maniobrero que sólo espera su ocasión para entrar en ese fortín a vivir del cuento. Si el Estado no se respeta a sí mismo, mal puede pretenderse que los ciudadanos lo contemplen con buenos ojos. Y el nuestro no se respeta a sí mismo, pues sus máximos mandatarios lo degradan cada día que pasa. No sólo porque muchos roben a manos llenas o aprovechen para montárselo de nuevos ricos horteras a costa del erario público, sino porque degradan sus instituciones con prácticas deplorables. Un ejemplo entre tantos: el sucio juego para renovar o no renovar el Tribunal Constitucional. Los políticos con responsabilidad en el tema dan la peor muestra de ética pública, precisamente. Ante esas prácticas, todas sus proclamas de honestidad y espíritu de servicio son cuentos chinos, engañabobos, retórica de mafiosos.
Y luego está la falta de eso que podemos llamar el “espíritu de cuerpo”. Eso también lo dan el uso y la tradición. El funcionario público ideal es aquel que asume su trabajo como exigente privilegio y lo presta con afán de servir al bien común. ¿Verdad que sólo decirlo nos suena ridículo y utópico? En un país en el que se sigue admirando por encima de todo al descarado que en la empresa privada o en la Administración cobra sin dar palo al agua y medra a base de maniobras subterráneas, pedir al funcionario que se salga del guión y trabaje con vocación y buen ánimo es toda una declaración de ingenuidad incurable. Y qué actitud van a tener los trabajadores públicos, si cada vez cuenta menos el mérito objetivo y cada día se imponen más claramente el amiguismo, la coba, la lealtad a personas y partidos, el compadreo, el concurso amañado, las promociones a la carta, el silencio cómplice, la tolerancia cobarde, el escaqueo consentido, etc., etc., etc. El único “cuerpo” protegido y orgulloso de sí mismo es el de los trepas y holgazanes. El trabajador honrado y entregado no sólo no obtiene recompensa, sino que se convierte en hazmerreír y estorbo. Desde fuera del “sistema”, la sociedad es impotente, no tiene medios para fiscalizar ni imponer sanciones. De puertas adentro, no hay ni rastro de ética corporativa o de afecto a las instituciones que pagan. Donde en tiempos pudo existir algo similar a un código de honor o un patrón de exigencia colectivamente implantado, se eliminó a golpe de falsas modernizaciones y de espurias democratizaciones. Eso sí, luego se organizan para el personal cursitos sobre “Inteligencia emocional y servicio público” o sobre “Empatía con el administrado”. Encima de cornudos, apaleados, a pagar también con nuestros impuestos semejantes pendejadas y que más cretinos chupen del frasco.
O sea, que muy mal. La única manera, a fin de cuentas, de implantar o reimplantar un poquito de ética pública sería hacer exactamente lo contrario de todo lo que se viene haciendo. Me temo que va a ser misión imposible. Al menos mientras, urna mediante, no demos una buena patada en el culo a toda esta pandilla de sanguijuelas que nos están chupando malamente, comenzando por lo más alto y descendiendo por su orden.

16 marzo, 2009

Consultores

Hace unos días me ocurrió una cosa peculiar: vino a verme un consultor. Yo sólo los conocía por referencias. Bueno, no, una vez vi un par de ellos, pero fue en El Salvador y eran consultores internacionales que vivían a todo trapo a base de organizar eventos formativos con ayuda gringa. Pero aquí no me había tropezado ninguno y hasta pensaba que en León no había. Pero sí. Sorprendente.
Un tipo peculiar. Me había llamado días antes, se había presentado así, como consultor, y me había pedido cita. Yo creo que es muy de consultores eso de pedir cita. Se la di para dos semanas después, porque a mí, si nos ponemos a darnos pote, no se me acoquina fácilmente, si me permiten la poca humildad y me la disculpan por ser asturiano. Me anticipó telefónicamente que su labor consistía más que nada en organizar cursos de formación para funcionarios, por encargo de diversas administraciones. Ahora, según me decía, estaba interesado en formar al personal administrativo en temas de ética pública. Ya lo había emplazado para dentro de quince días, pero en ese momento estuve tentado de retrasar seis meses más nuestro encuentro. ¡Cursos de ética pública para personal de la Administración! En este país. Qué atrevimiento. Más lógico sería ver a Don Quijote enseñando a los molinos a girar sus aspas para el otro lado.
No me pareció mala gente. Tampoco había por qué esperarlo así. Su mayor problema eran los puntos suspensivos, pues no terminaba ninguna frase y eso me pone muy nervioso. Todas se las acababa yo y luego me preguntaba a cuento de qué tengo yo que rematar el verbo interrupto de los demás. Yo creo que nos entendíamos poco, pero hablamos más de una hora, él entrecortadamente y yo de seguido. Es gran imprudencia pedirle opinión de algo a un profesor el día que no tuvo clase: la ocasión para largar la pintan calva. Deformación profesional pura y simple.
No nos entendíamos demasiado porque el buen hombre entró hablando el lenguaje al uso en ese mundo de la formación de lo que sea, que si competencias, que si la importancia del diálogo, que si la influencia del equilibrio personal en el rendimiento profesional. Un cruce típico de Paolo Coelho y Escrivá , con unas gotitas de Dalai Lama, al estilo de muchos pijo-progres de ahora, aunque ellos no suelan conocer quiénes son sus precursores y ejemplos. A buen sitio fue a parar. Yo no quería ser descortés, pero tampoco podía seguirle el rollo, no fuera a tomarme por una de sus víctimas. Así que le dije, más o menos suavemente, qué cosas me parecían zarandajas y cuentos chinos. No sólo no se inmutó, sino que se puso a darme la razón con tanto empeño que también ahí tuve que frenarlo un poco.
Luego sacó un papel en el que estaba impreso el programa de uno de esos cursos de ética para funcionarios levitantes. Contraataqué y le dije que menos moralina barata, menos diagrama y más Constitución y Código Penal, que la única manera de que los funcionarios aterrizasen en la ética pública es mostrándoles los colmillos de los tipos penales y hasta los incisivos de la responsabilidad civil. Se puso a tomar apuntes como loco y yo me quedé pensando: ya sé qué rollo le va a colocar al próximo reticente que se encuentre en sus visitas, la versión leninista del budismo administrativo tan en boga, mi versión. Ganas me dieron de decirle que mejor modelo que el de Lenin para esos menesteres era el de Pol Pot, pero temí que no me entendiera la broma; o algo peor.
Cuando vi el reloj y recordé mi estrés me quedé el silencio. Él intentó un par de temas más, pero no le acabé las frases, con lo que se notó que tocaba disolver la consulta. Apresuradamente me preguntó si no veía yo posibilidad de colocar alguno de esos magníficos cursos formativos al personal universitario y que siempre se podía invitar a dar unas charlas a un tipo tan brillante como un servidor. Nuevo desliz del buen señor. Mientras recordaba que mi mujer, para sumar puntos para la promoción a división de honor, estaba en ese momento en uno de los dichosos cursos formativos, rama didáctica para dummies, lo remití a la autoridad correspondiente, que para eso tenemos un Vicerrector de Calidad y Arroz con Leche (o como se llame ese puesto crucial) y le dije que yo no daba esos cursos si no me permitían llevar metralleta y un par de bombas fétidas como las de cuando niños. Fue el instante en que él también miró el reloj y descubrió su propia prisa, pero antes de que saliera de mi despacho, y por pura curiosidad morbosa, le pedí una tarjeta. ¡No llevaba! Se limitó a darme un número de móvil. Con lo que, sumado todo, me quedé meditando seriamente quién sería ese señor y para que habría ido a verme, tal vez un ángel que a base de trabajo de campo se está acreditando para llegar a arcángel, tal vez un mensajero del Averno, puede que un prejubilado cachondo, quizá un agente del CNI tirando de alguna correa. Así que he hecho las maletas a toda prisa y escribo estas líneas en Barajas, a modo de testimonio para la posteridad por si soy abducido por la secta del Diagrama Funcionarial Ético, y dentro de un par de horas mi piro para Colombia, lugar mucho más seguro, visto lo visto.

14 marzo, 2009

Chorradas sabatinas

Está divertidísima la prensa hoy. Los sábados suelen ser jugosos. Cae en mis manos El Mundo en papel y voy leyendo con la emoción del que hace una jinkana (o como diablos se escriba) de aquellas que había en las romerías de mi tierra en aquellos tiempos. Repasemos.
En portada Carod recibiendo una lanza de un aborigen ecuatoriano, del grupo, tribu o lo que sea de los “shuars”. En la foto se nota encantado al prohombre catalán, ministro de asuntos exteriores virtual de la Generalitat real. ¿Por qué tendrán esa propensión a la tribu los que toda su puñetera vida han sido burguesotes con ínfulas de business class? Yo creo que lo que más les mola es ver que en las tribus como Dios manda hay caciques y hechiceros, y que en el fondo aspiran a tener naciones así para que los lleven en andas o parihuelas los de la plebe. Usted cría un niñato a base de yogures y de mayor se emperra en que no hay nada como el gingseng y la raíz de enebro, yo qué sé. En mi pueblo a esa sensación la llamamos “refalfiu” que es algo así como hartazgo de lujos. Hay mucha pijotería de lo alternativo de diseño que marca paquete de persona especial. Casi todas las personas así de especiales que conozco son unos pijillos redomados en traje de Coronel Tapioca. En fin, allá se las compongan y que cada imbécil se lo monte como pueda para seguir mostrando que lo es.
La gran aportación de Carod a favor de los oprimidos por la miseria y la discriminación en Ecuador consiste en poner pasta para que los indígenas que hablan sus idiomas nativos puedan seguir siendo tribus que hablan sus idiomas nativos. Tiene que haber clases, oiga, aunque la lucha de clases la hayamos cambiado por la lucha de tribus bajo la batuta del paternalismo progre con visa oro. Un millón de euros ha dado Carod para favorecer en Ecuador la “educación intercultural bilingüe”. Me juego la hipoteca a que con ese dinero y un poco más que ponga una ONG noruega se consigue crear allá un Instituto de Bilingüismo Intercultural dirigido por un blanquito de Quito con familia en Tarrasa y mogollón de apellidos chulos. El nuevo colonialismo viste de Armani y regala derechos de pacotilla. Ya puestos, lo bonito sería que la Generalitat garantizara a los ecuatorianos que curran en Barcelona su derecho a hablar en Las Ramblas sus idiomas nativos o a rotular en los mismos sus tiendas en el Raval.
Otra noticia de primera página: que Garzón recientemente cobró por una conferencia en México 14.000 euros, más 11.000 de gastos. Seguimos con la ayuda al Segundo o Tercer Mundo. Nuestra solidaridad es imparable. Aunque reconozco que aquí es la envidia la que me envenena la prosa. Más de dos millones de las antiguas pesetas por hablar una horita sobre “Seguridad y Administración de Justicia: reflexiones comparativas”. Imagino que con la que está cayendo en México les habrán venido muy bien esas doctas consideraciones de nuestro peripatético magistrado. Modestamente, un servidor les habría ilustrado sobre el mismo tema por un modesto precio de doscientos o trescientos euros, pero no vamos a comparar lo que uno sabe con lo que el otro hace. Supongo que los habrá puesto bien firmes y habrá metido el dedo en el ojo a las mafias que en aquel país matan a discreción, dado el arrojo ejemplar de nuestro juez-galaxia.
El evento debió de ser bonito, pues lo que en Tamaulipas se celebraba era la “Semana Estatal de Emergencias 066”. Seguramente por eso, y según cuenta con mala idea el periodista, Garzón se arrancó por rancheras después de la cena de gala. Me encantan las semanas de emergencia que acaban en cena de gala con rancheras. Que parece que no, pero eso también libera oprimidos y encauza Estados a la deriva. En tiempos yo también me marqué mis maratones de cumbia después de conferencieta, pero ni por esas consigo nunca salir de la clase turista. Insisto, aún hay clases.
Hablando ahora medio en serio, el tema de las conferencias se las trae. ¿Cuánto cobraría Belén Esteban -también sale hoy en El Mundo- por una conferencia en cualquier lugar? Dicen que por salir en el programa de Ana Rosa Quintana gana al año el doble que un Presidente del Gobierno. En su caso se entiende, pues estuvo casada con Jesulín. Pero ¿y en el caso de Garzón? ¿Qué hay que hacer para que a un juez le paguen tan bien las charlas? ¿O se las pagan así a cualquier juez de la Audiencia Nacional? ¿Qué pasa si un juez gana más disertando por el mundo que persiguiendo cacos del PP o “gales” del PSOE? No sé por qué extraña asociación de ideas me recuerda a esos rectores universitarios que después de pasarse varios mandatos proclamando a los cuatro vientos la necesidad de fomentar la relación universidad-empresa acaban colocados en una empresa, generalmente del Banco de Santander. ¿He dicho Banco de Santander?
Menos mal que el consuelo llega pronto, pues unas páginas más adelante se informa en el mismo periódico de que doña Letizia tiene sangre azul, aunque sea la gotita nada más. Un genealogista, seguramente republicano, ha averiguado que la Princesa de Asturias desciende un poquito de Fernando II de León. Seguro que en cuestión de días los leonesistas colocan la efigie de Letizia en sus pendones. Como para quitarle importancia al descubrimiento, el sabio de los árboles genealógicos explica que, a nada que hurgas, mucha gente que parece del montón desciende de reyes y marqueses. Será por lo del derecho de pernada de antaño y porque en este país nuestro la nobleza siempre ha encontrado la manera de jodernos bien jodidos. Sea como sea, estamos ante un dato avalado por el mejor método científico, pues el acreditado investigador no sólo ha desempolvado legajos, sino que también se ha basado en “la tradición oral”. Buenísima tradición la oral, oiga. Seguro que algún abuelete de la Montaña leonesa aún se acordaba de que hace novecientos años Fernando II se lo montaba así. Con todo, la duda, que todo lo corroe, se nos aparece insaciable: ¿será Princesa porque tiene sangre azul o tendrá sangre azul porque es Princesa?
En medio de tanto sobresalto informativo, lo que más me ha gustado es el reportaje sobre Helg Sgarbi, ese hombre con nombre de gárgara que sedujo a la dueña alemana de BMW y luego le sacó pasta hasta que la secó. Ya había oído algo de la noticia y me había imaginado un ligue complicadísimo con una señora tan exclusiva e inalcanzable. Pero no, acercamiento vulgar y conversación de andar por casa. Parece que fue de esta manera: “Ella estaba leyendo El Alquimista, de Paulo Coelho, cuando el hábil Sgarbi se le acercó: "es mi libro favorito", le dijo, mientras se acomodaba junto a ella. Tras una pequeña charla intrascendente ella quiso saber más”. Tan sencillo. Uno pensaba que esas damas sólo leían balances de resultados o, si son teutonas, las obras completas de Thomas Bernhard. Y ya ven, para nada: cosas de Paulo Coelho y meras ganas de unos refrotes alquímicos. Lo mismito que la vecinita del quinto. Y su misma ingenuidad, pues ella le preguntó en qué trabajaba y él le respondió que era “consejero especial del gobierno suizo para situaciones especialmente conflictivas”. Me recuerda al famoso mentiroso de mi universidad, del que tanto he hablado aquí, ése que seduce rectores y consejeros con trolas igual de increíbles. El día menos pensado me entero de que, pese a lo feo que es, también se los folla y les saca dineros, lo que me hará caer en una depresión definitiva e irreversible.
Está bien eso de presentarse ante una dama ricachona y “refalfiada” que lee a Paulo Coelho y decirle que uno es agente secretísimo, pero que sólo se lo cuenta a ella a media luz los dos. Se lo cree seguro, pues es todo un detallazo y signo de gran sensibilidad. Porque no olvidemos que las damas primero beneficiadas y luego perjudicadas por el galán suizo declaran que lo que más les impresionaba de él era su sensibilidad. Normal, y a quién no. Con todo, esos ricos alemanes son un poco cutres, pues los encuentros amorosos entre la señora automovilística y el sensible ligón ocurrían en un hotel muniqués de a 109 euros la noche. Lo que paga aquí cualquier mindundi por llevarse a la peluquera a un sencillo motel. Nos pasamos de generosos.
Y, a propósito de agentes secretos, unos amigos brasileños me contaban esta semana que en su país hubo unas oposiciones para personal del servicio secreto y que se hizo pública la lista de los aprobados, con su filiación completa. Hoy en día nadie sabe mantener un secreto.
Pero vean lo que declara la mujer del tal Sgarbi, refiriéndose a la dama burlada y chantajeada: “Es ella la que se ha ido a la cama con mi marido, no yo con el suyo. Es ella la que ha traicionado, estando, como está casada. Es ella la que debería sentir vergüenza”. Lo dice así para defender a su marido, al señor Sgarbi. No sé por qué, pero a mí esa lógica tan peculiar me ha recordado a nuestro Zapatero. Obseso que es uno.

13 marzo, 2009

¿Eliminar carreras?

(Publicado por un servidor en el número de Gaceta Universitaria de esta semana)
En la Universidad del País Vasco ya existe un documento oficial para suprimir carreras en las que se matriculen en el primer curso menos de treinta estudiantes. Por esta razón corren allí serio peligro varias filologías: Alemana, Francesa, Clásica e Hispánica. Pronto veremos iniciativas similares en la mayoría de las universidades españolas.
Se mezclan en este tema puntos de vista espurios y cada vez se echa más en falta una filosofía clara del papel y la función de las universidades públicas. Por un lado, se extiende el criterio de rentabilidad económica como pauta suprema. ¿Debe la universidad pública guiarse solamente por los costes de su enseñanza o habría de procurar que las ramas básicas del saber tengan su cultivo y su oferta al margen y por encima de los coyunturales altibajos de la demanda? ¿En cuántas universidades resultará económicamente rentable hoy en día el título de Filología Clásica, por ejemplo? ¿Tendría acaso que eliminarse en todas? En segundo lugar, ¿tiene sentido una política de títulos determinada por coyunturas y modas? Más aún, ¿debe la universidad incorporar títulos más propios de otro tipo de centros, títulos sin tradición académica ni científica de ningún tipo? Hace bien poco informaba la prensa de que alguna universidad planea ofertar estudios de Gastronomía. Lo que antes ofrecían ciertas escuelas universitarias privadas o con estatuto peculiar, como Turismo, lo han incorporado las universidades públicas, las mismas en las que ahora estorban la mayoría de los estudios de Filosofía y Letras. ¿En qué se está convirtiendo la universidad? Si se quiere pura demanda y buen negocio, que se pongan escuelas de fútbol o bingos.
¿Y quién ha de responder por las pasadas demagogias y la planificación frívola? En muchas de esas carreras económicamente deficitarias el problema no es tanto la escasez de alumnos como la sobreabundancia de profesorado. Pero apenas hace cuatro días que los rectores se apresuraron a consolidar y promocionar a todo profesor local que se ponía a tiro, aunque ya se sabía que muchos sobrarían cuando se notaran los efectos descendentes de la natalidad. Ahora no se sabe qué hacer con muchos de ellos. Pues muy sencillo: que cada universidad asuma el coste de sus errores previos y que en las enseñanzas con menos alumnos se saque el máximo provecho de los muchos docentes: diez profesores por cada estudiante, un auténtico ideal de calidad y dedicación.
Además, ¿no se quiso que en cada pueblo hubiera una universidad y en cada parroquia un campus? Pues si resulta demasiado caro, que lo pague quien así lo organizó o lo permitió.