28 marzo, 2009

Ay, Finlandia

Salgo a la puerta de mi hotel a fumar un cigarrillo y a estirar las piernas. Es festivo y anda poca gente por esta céntrica e histórica parte de la capital. Se me acerca un joven de unos treinta años, bien parecido pero de indumentaria un poco desastrada. Le mantengo la mirada. Me dice: “Usted no se asusta ni me rechaza”. “Por qué”, le respondo. “Otros me rehúyen en cuanto me arrimo”. Imagino que me va a pedir la habitual “monedita”, pero me dice: “Mire, yo escribo cosas y, créame que soy muy bueno”. Aguanto en silencio y no le pierdo la mirada. “¿Usted escucharía un cuento mío?”. “Por qué no”. Habla unos cinco minutos. Me narra una historia de un niño, un abuelo y una cobija partida a la mitad. Está bien, pero me suena. ¿O será que todo se me confunde? Apostaría que lo he leído en alguna parte, pero no puedo jurarlo. Luego me explica por qué me va a rogar que le dé unas monedas. Viene de lejos. Se fue de casa porque encontró a su madre con un hombre en la cocina. Eso me suena más todavía. ¿Bolaño tal vez? “Pero siento que debo volver. Aquí la gente me evita y, vea, ya estoy sucio y no tengo otra ropa. Yo creía que podría salir adelante aquí, pero no. Debo volver”. Le doy el dinero que llevo encima, poco. Me da la mano y se queda observándome. Insiste: “Y usted por qué no huyó cuando me acerqué”. “Por qué”, le contesto yo. No nos decimos más. Se va. Podría ser la parábola perfecta o una imaginaria representación de cómo suelo sentirme aquí. Bien. Muy bien, aunque les choque. Pero muchas veces dudo si el cuento ya lo oí o por qué me lo cuentan.
He hablado con mucha gente, gente de variada extracción. Además, tantos viejos amigos siguen en su puesto de tales. Se agradece. Esta vez no me he cruzado con los pijos. Deben de estar preparando la revolución en alguna universidad para yuppies. Criaturillas. Al acabar su cuento (¿será original?) deberían también pedir la monedita.
Hay pesimismo. Peor, el país se está endureciendo. La gente sonríe menos. O serán cosas mías. Van con mucha prisa, prisa, siempre prisa. Afán. Se multiplican, se afanan y se desesperan. Ya van sabiendo que no hay salida, que la salida era una puerta falsa. No es fácil asimilarlo. Los problemas cambian, pero no disminuyen.
Algunos que conocen las altas cañerías me hablan de cajas con dinero, cajas que viajan. Leo bastante y pregunto mucho sobre un caso nacional que deja pequeño a Madoff, una pirámide aborigen. Pero unos afirman que era una pirámide y otros que no, que había un chorro infinito que venía de donde vienen los chorros infinitos. Pero casi todos me informan de lo que pasó cuando entró la policía en la sede de la organización: había mucho dinero, mucho..., y no quedó nada. Será o no será, yo no sé. Sólo transcribo.
Se comenta que hay fotos circulando por ahí o escondidas y listas para saltar. Fotos muy comprometedoras. Cualquier cosa puede pasar, la sorpresa acecha, el escándalo. No pasa nada, no pasará nada, con escándalo o sin escándalo. La razón de Estado siempre tiene razón.
Hace poco estuve cerca de donde habían matado a alguien días atrás. Versiones variadísimas sobre las circunstancias, muchas hipótesis. El asesino, como Pedro por su casa. Al fin doy, por azar, con quien sí sabe por razón de oficio. Pero no importa, las explicaciones son intercambiables, fungibles del todo. Apenas existe hecho relevante de estos días sobre el que no escuche al menos tres versiones. Tres apasionadas y apasionantes versiones.
Hay gente buena, profesionales muy competentes y por cuya honestidad apuesto. Están copados. Es como en aquel cuento de Cortázar, “Casa tomada”. Me dan cuenta de hazañas de altísimos cargos, alguna vez me he cruzado con alguno por estas latitudes. Cajones llenos de dinero, cajas llenas de dinero. Dinero. Aquí el metal es aún más vil. Lástima.
Quien vive en el tema me narra interrogatorios a masacradores. Asegura que muchos se enternecen con un pajarito o una puesta de sol. Jodida alma humana. Se cuenta que una vez vieron a un escorpión llorar porque había perdido su muñeco de peluche. Enternecidos o no, parece que todos llevan el orgullo de su trabajo bien hecho. Su trabajo, que es castigo divino para los otros. Sostenerles la mirada debe de dar mucho vértigo. Veo el vértigo en los ojos de mi interlocutor, aún le dura.
En un sorprendente lugar de fiestas la multitud ríe, bebe y baila. Un presentador dice que van a tocar el himno nacional y todo el mundo se pone en pie. Era una broma. Luego reparten banderitas y se desfila en una especie de conga con la banderita en ristre. La banderita nacional.
No sé muy bien por qué me pierdo en lugares tan fríos, porqué me apasiona tanto, por qué me cautiva así esta Finlandia encendida, por qué noto este vértigo y por qué me gusta el vértigo.
Escribo estas pobres líneas tumbado en la cama. Es de noche. Juraría que a lo lejos oigo campanas, muchas. Palabra.

2 comentarios:

Antón Lagunilla dijo...

Magnífico relato. Apasionante. Y terrible.

"Y así vacían por los puertos
a las repúblicas desangradas"
(Pablo Neruda dixit).

[Entecomillo,no piense alguien que plagio a los clásicos.¡Que tiempos!]

macias.garcia.daniel@gmail.com dijo...

Me ha encantado de nuevo.
Pd: tenemos que ver el vaso medio lleno antes de que el agua se termine evaporando.

Un saludo.