17 marzo, 2009

Ética pública

Hay temas sobre los que me aburre muchísimo leer. Uno es el de la ética pública. Y no me aburre porque el tema no sea importante, que lo es a tope, sino porque cada día detesto más los tratados light de moralina barata. Que hay que ser buenos en lo público y lo privado lo sabemos todos y quién lo va a negar. Que las corruptelas, las desviaciones de poder, los favoritismos y las manipulaciones interesadas son muy mala cosa en general, y en especial en el manejo de los asuntos públicos, es cosa más que obvia. También es de sobra conocida historia de cómo se constituye el Estado moderno y qué implica la administración profesional de sus asuntos, bajo la dirección de una política de base democrática. Muchos de los escritos sobre ética pública no pasan del manoseo de esos tópicos históricos y doctrinales. Bien está, pero no basta. Para colmo, a veces uno tiene la desgracia de conocer la ética pública de algunos de los que sobre el tema disertan. Y entonces apaga y vámonos. Te mandan la separata correspondiente y aprovechan para pedirte el voto para un protegido suyo en algún concurso. En fin.
Se impone ir al fondo del problema. Y en el fondo del problema nos topamos con varios asuntos delicados. En primer lugar está la idea del Estado que tiene el ciudadano privado. Cuando el Estado, centro de lo público y guardián del interés general, es contemplado como un maléfico enemigo que nos desangra y nos atosiga, que nos amenaza y nos incomoda, malamente puede tener sentido hablar de ética pública, pues sería pedir peras al olmo, demandar rigor ético a lo que sólo puede ser sede del abuso y sujeto de tropelías. Si el ciudadano vive convencido de que debe buscarse la vida y el propio beneficio a base de sortear las leyes y de evadirse de los controles y las demandas del Estado, se alimenta un tipo de ética privada que no permite exigir con una mínima coherencia altura moral a los servidores públicos. Cuando ese ciudadano que abomina de las instituciones, salvo en lo que lo beneficien, se hace funcionario o consigue mando político en cualquiera de las esferas estatales, no hace más que proyectar dicha idiosincrasia y sigue aplicando la ley del embudo. No cabe esperar transformaciones milagrosas ni caídas del caballo camino de la Delegación de turno. Si al Estado lo vemos poco menos que como a un ladrón, hacerse un hueco en él es conseguir patente de corso para robar o alcanzar privilegios por la puerta falsa. Cuando no tenemos poder tratamos de evadirnos de las exigencias del interés general porque no percibimos más interés que el particular; en cuanto trepamos a un puesto o cargo en las estructuras del Estado, hacemos lo que, según nuestra convicción corresponde a las instituciones: favorecer intereses particulares, en esa ocasión los nuestros. El lema es algo así como tonto el último o después de mí el diluvio. Aquello de “ahora nos toca a nosotros”, que decía Juan Guerra, tiene más miga de lo que parece, pues señala la división insalvable entre los que mandan y los que obedecen, cada uno buscando su tajada y convencidos todos de que la tajada mejor se consigue cuando se tiene mando en plaza.
El problema no es tanto que los servidores del Estado puedan corromperse, pues, al menos en teoría, el Derecho cuenta con armas para poner coto a los latrocinios. El verdadero problema radica en que la corrupción es parte constitutiva de nuestra moral social, colectiva y, por extensión, individual. Y ante la moral social las leyes son inermes. Se vive en paralelo, se vive esquizofrénicamente. Muchos de los que gritan contra gobernantes y funcionarios corruptos no tienen empacho en llamar al primo que trabaja en la Seguridad Social para librarse de la lista de espera en el hospital, o al amigo catedrático para que le apruebe al hijo por la cara. Va de suyo que si un día los papeles se invierten y el que antes pedía ahora gobierna, concederá favores, prebendas y privilegios a los suyos.
Muy a menudo parece que ya no hay más ética que la ética pública, lo cual es una sutil manera de asegurar la impunidad privada. Cuando el concejal de urbanismo acepta unas comisiones a cambio de una recalificación, está detrás un empresario privado que inicia el juego. Al funcionario y al político siempre lo corrompe un particular, un particular que generalmente no tiene mala conciencia ni se desvela por lo discutible de su ética personal. Así que, si queremos una Administración no inmoral, demos a cada uno lo suyo y convenzámonos de que jamás tendremos una ética pública presentable si no es mínimamente exigente la ética privada de los ciudadanos.
Naturalmente, el Estado mismo debe ganarse el respeto y la consideración moral de la ciudadanía. En ese sentido en España vamos mal y tenemos casi todo por hacer, pues a lo largo de nuestra historia nunca o casi nunca hemos tenido un Estado que no nos dé de continuo pésimos ejemplos. Diremos maravillas de nuestra Constitución, de la modernización de las estructuras de gobierno, de la organización territorial, del PIB (¡ay, qué tiempos!) o de las prestaciones sociales, pero, con todo lo que ha llovido, no hemos superado aún el más rancio y premoderno caciquismo.
Pero, ¿cómo se consigue respeto para el Estado? ¿Cómo hacer que la gente no lo vea como un enemigo, un rival o una cueva de ladrones? Probablemente no cabe más que una respuesta: a largo plazo y con el buen ejemplo, con unas prácticas políticas y administrativas transparentes y honestas. O sea, que vamos mal, pues nuestro plazo aún es muy corto y lo que a diario vemos ratifica los temores del escéptico y los malos principios del maniobrero que sólo espera su ocasión para entrar en ese fortín a vivir del cuento. Si el Estado no se respeta a sí mismo, mal puede pretenderse que los ciudadanos lo contemplen con buenos ojos. Y el nuestro no se respeta a sí mismo, pues sus máximos mandatarios lo degradan cada día que pasa. No sólo porque muchos roben a manos llenas o aprovechen para montárselo de nuevos ricos horteras a costa del erario público, sino porque degradan sus instituciones con prácticas deplorables. Un ejemplo entre tantos: el sucio juego para renovar o no renovar el Tribunal Constitucional. Los políticos con responsabilidad en el tema dan la peor muestra de ética pública, precisamente. Ante esas prácticas, todas sus proclamas de honestidad y espíritu de servicio son cuentos chinos, engañabobos, retórica de mafiosos.
Y luego está la falta de eso que podemos llamar el “espíritu de cuerpo”. Eso también lo dan el uso y la tradición. El funcionario público ideal es aquel que asume su trabajo como exigente privilegio y lo presta con afán de servir al bien común. ¿Verdad que sólo decirlo nos suena ridículo y utópico? En un país en el que se sigue admirando por encima de todo al descarado que en la empresa privada o en la Administración cobra sin dar palo al agua y medra a base de maniobras subterráneas, pedir al funcionario que se salga del guión y trabaje con vocación y buen ánimo es toda una declaración de ingenuidad incurable. Y qué actitud van a tener los trabajadores públicos, si cada vez cuenta menos el mérito objetivo y cada día se imponen más claramente el amiguismo, la coba, la lealtad a personas y partidos, el compadreo, el concurso amañado, las promociones a la carta, el silencio cómplice, la tolerancia cobarde, el escaqueo consentido, etc., etc., etc. El único “cuerpo” protegido y orgulloso de sí mismo es el de los trepas y holgazanes. El trabajador honrado y entregado no sólo no obtiene recompensa, sino que se convierte en hazmerreír y estorbo. Desde fuera del “sistema”, la sociedad es impotente, no tiene medios para fiscalizar ni imponer sanciones. De puertas adentro, no hay ni rastro de ética corporativa o de afecto a las instituciones que pagan. Donde en tiempos pudo existir algo similar a un código de honor o un patrón de exigencia colectivamente implantado, se eliminó a golpe de falsas modernizaciones y de espurias democratizaciones. Eso sí, luego se organizan para el personal cursitos sobre “Inteligencia emocional y servicio público” o sobre “Empatía con el administrado”. Encima de cornudos, apaleados, a pagar también con nuestros impuestos semejantes pendejadas y que más cretinos chupen del frasco.
O sea, que muy mal. La única manera, a fin de cuentas, de implantar o reimplantar un poquito de ética pública sería hacer exactamente lo contrario de todo lo que se viene haciendo. Me temo que va a ser misión imposible. Al menos mientras, urna mediante, no demos una buena patada en el culo a toda esta pandilla de sanguijuelas que nos están chupando malamente, comenzando por lo más alto y descendiendo por su orden.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿A ver si le va a pasar como a mí, dilecto colega, que, a ratos, y según el día y el grado de desespero y/o cinismo, pero cada vez más, considera muy seriamente solicitar la nacionalidad danesa, aleutiana, o la de la isla de Utopos?

Anónimo dijo...

Lo de la ética pública es una pamema para que algunos escriban manuales de Educación para la ciudadanía. La ética es una, aunque, eso sí, cada cual puede tener la suya. Y si mantenemos limpia la puerta de nuestra casa, la ciudad entera quedará limpia.

Anónimo dijo...

Buen post y buen segundo anónimo.