18 diciembre, 2009

Bolonia y los corderos

Cada vez que me doy una vuelta por ahí y me encuentro con muchos compañeros de profesión sale a relucir el tema de Bolonia y la nueva organización de las enseñanzas universitarias. Mi desconcierto aumenta de día en día, pues es de lo más infrecuente encontrarse algún colega que se muestre de acuerdo con el modo en que se están haciendo las cosas, que entienda los propósitos y la filosofía de los nuevos métodos y que no eche pestes al referirse a la manera de ponerse en práctica el nuevo sistema.
Hay acuerdo general en que los nuevos planes de estudio son en cada lugar el resultado de una especie de rifa amañada o del enésimo pulso entre departamentos, grupos académicos y áreas que pugnan por el dominio, con desprecio total de la racionalidad de las carreras, y en que menuda convergencia es ésta, puesto que prima la divergencia y el sálvese quien pueda. Hace tiempo que algunos venimos diciendo que en la nueva enseñanza rige un fetichismo metodológico que, a la postre, no obedece a más razón que una nueva “guerra de las facultades”.
En efecto, el método pedagógico lo es todo y el objeto de la enseñanza, lo enseñado, ya a nadie le importa un pito. Además, late en el fondo la estúpida idea de que el profesor no es más que un dinamizador de grupos que a base de organizar unas pocas lecturas fáciles, unos debates más bien tontorrones y unos cuantos comentarios de los alumnos que ni siquiera puede leer con calma, logrará que los discentes alcancen y asimilen por sí mismos los conocimientos debidos. Es como si se creyera que cualquiera que frecuente un aula es capaz por sí y sin especial esfuerzo de captar en un periquete los más sofisticados conocimientos científicos y de ponerse al día en los recovecos y los más profundos debates de cualquier disciplina.
Por ejemplo, usted pone a sus estudiantes de Derecho a debatir sobre la ley del aborto o sobre la guerra de Iraq y ya con eso se les van a aparecer todos los conocimientos sobre las peculiaridades de las normas, el estado de la legislación o las estructuras de los sistemas jurídicos, cuestiones sobre las que la doctrina del mundo viene debatiendo desde hace cientos o incluso miles de años. Una descarada falsedad y un estúpido imposible. Sin muy doctas explicaciones por boca del que sabe porque lleva a sus espaldas muchos años de especialización en la correspondiente materia y sin un esfuerzo intenso del estudiante entregado al estudio más concienzudo, no es posible adquirir una mínima competencia teórica y práctica y no queda más que superficialidad, trivialidad y el convencimiento generalizado de que todo es discutible y no se necesita más que descaro y un poco de retórica para tornarse un gran especialista en cualquier cosa. Un timo para los estudiantes y para la sociedad.
En lo que personalmente me toca, me niego a aceptar que, después de haberme pasado más de media vida estudiando y tratando de entender ciertas claves bien complicadas del Derecho, ahora no he de tratar de transmitir esos conocimientos mediante mis explicaciones y haciendo que los estudiantes alcancen un grado suficiente de dominio de las cuestiones que importan. No acepto rebajar mi papel al de simple organizador de tertulias y al de corrector de trabajos escolares en los que el alumno exprese simples opiniones carentes de más fundamento que el que pueda estar al alcance de un elemental lector de periódicos. Me da igual que cuatro o cuatro mil cantamañanas pedabóbicos afirmen que la clase magistral es reaccionaria o que la evaluación seria es represiva y, desde luego, no pienso dedicar la mayor parte de mi tiempo como profesor e investigador a repasar foros virtuales o a chatear con alumnos sobre si es justo apresar un perro callejero, conducir borracho o comer alimentos transgénicos. Seguiré explicando qué es una norma jurídica y de qué tipos las hay y volveré una y mil veces a contarles con detalle la noción de sistema jurídico que manejan Kelsen, Hart, Dworkin y otros, entre otras mil cosas que han de saber si se van a dedicar al Derecho en serio y no a tontunas y mamporreos.
Tampoco estoy dispuesto a convertirme definitivamente en un burócrata de la enseñanza y un fanático de cuadrantes, cuadrículas y programas al detalle, y me voy a pasar por el arco del triunfo cuantas comisiones de coordinación y comités de control me vengan con el cuento de que dediqué a un tema más de los veintinueve minutos marcados en la programación o de que dejé sin tocar un subepígrafe del subepígrafe treinta y dos. No. Escarmiento en cabeza ajena al ver a esos compañeros de fatigas angustiados porque se han retrasado media hora con no sé qué lección o porque no les sale la raíz cuadrada que tienen que aplicar para hallar el resultado de una evaluación que combina dos docenas de factores y que, a la postre, sirve para que apruebe todo estudiante que se deje.
Yo voy a comunicar mis saberes, pocos o muchos, pues se supone que para eso se me han exigido en ciertas pruebas. No quita para que las explicaciones puedan ir acompañadas con buenos ejemplos, casos prácticos y lecturas seleccionadas, pero mi suprema responsabilidad como profesor, un auténtico imperativo moral y profesional, consiste en procurar que al final del curso mis estudiantes estén a mi altura, no en ponerme yo a la de ellos o a la de los menos capaces o más zánganos de ellos o de las lumbreras ministeriales, al grito de todo es relativo, todos somos iguales y esto es una reunión de amigos que pasan el rato contándose lo que buenamente se les ocurre. Y todo eso significa que primero hablo yo, cuento yo lo que hay, abierto, por supuesto, a las preguntas, las dudas y las críticas, y luego a esos estudiantes los evalúo yo por lo que saben, no por lo que hacen, por lo formales que son al enviarme puntuales los trabajitos de página y media o por la capacidad de liderazgo que demuestran al levantar la mano y soltar sus ocurrencias.
¿De dónde viene toda esta cadena de desmanes e insensateces que nos atenaza? Tengo una hipótesis al respecto que paso a formular. El poder sobre la enseñanza está en estos tiempos en manos de ciertas disciplinas que carecen de tradición teórica o la tienen muy elemental y de profesores, entre pícaros y lelos, que nada tienen que enseñar y que por eso creen que sólo importa el enseñar a enseñar. Además, sus currículos suelen ser tan abultados como vacíos, llenos de trabajillos y comunicaciones cuya simpleza espanta y cuyo rigor brilla por su ausencia, una mezcla ofensiva de vacuidad intelectual, lugares comunes y corrección política. Y esos sujetos son los que, desde su actual influencia política, pretenden que por ese aro de la inanidad y el esnobismo pasen también las ciencias serias y las disciplinas que sí se ocupan de asuntos relevantes. Tipos inflados que no saben hablar sin la muleta del escrito en la pantallita, incapaces de escribir con una mínima solvencia gramatical y con un léxico que no parezca de parvulario, se han convertido en adalides de la nueva docencia y en censores de las prácticas académicas, y organizan a su medida sistemas de calidad (¡de calidad, manda narices!) y criterios de evaluación científica e investigadora: sistemas idiotas, hechos por idiotas, a la medida de los idiotas y para perpetuar su dominación idiota.
Parece que sobre lo anterior existe entre gran parte de los profesionales universitarios un amplio acuerdo, acuerdo que hace más acuciante la siguiente pregunta: ¿por qué nos sometemos? ¿Por qué tanto profesor formado, capaz y con sobrada experiencia se pliega a esta nueva dictadura de la nadería y el esperpento? ¿Por qué tanta resignación, tanta obediencia, tanto miedo? Nos amenazan con que, si no nos entregamos en cuerpo y alma a toda esta demagogia barata y a todo ese cretinismo pedagógico, no pasarán los controles y las censuras nuestras universidades, nuestros centros, nuestros departamentos y no los superaremos nosotros mismos. Todos con los pantalones bajados y en pompa en el puticlub de los niñatos del metodito, el powerpoint y el seso flácido, por si acaso. ¿En tan poco nos tenemos y tan fácil se nos asusta? ¿Por cuánto nos vendemos o con qué agencita evaluadora nos entendemos con evidente placer, enmascarados y a la chita callando, en las largas noches del invierno académico? Por mí se pueden ir al carajo mi universidad, mi facultad y el lucero del alba, yo resistiré; humildemente, pero cagándome en los putos muertos de quien haga falta. Sí. A ver quién es el guapo que tiene lo que hay que tener para decirme que enseño mal, que sé poco o que fomento el fracaso escolar. Que vengan, que vayan pasando y que me cuenten.
Toca desobedecer, queridos amigos, toca plantarse, llamar a las cosas por su nombre y defender con garra la dignidad del oficio: la dignidad de los profesores y la dignidad de los estudiantes. Toca ejercer la libertad de cátedra, la libertad de expresión y hasta el derecho al honor y la propia imagen, si me apuran. Ardo en deseos de que la primera comisioncilla de pedabobos embozados y de colegas vendidos por cuatro perras me diga que soy un mal profesional y que no enseño lo que es debido y como es debido. Se van a enterar.

6 comentarios:

Desde la caverna de Platón dijo...

Don Juan Antonio,
¿puedo, como ya ha ocurrido en alguna otra ocasión, citar su texto en mi blog?
Al final me va a decir usted: -¿y qué? ¿que no te curras el blog ya, pedazo parásito?
Pues con tanto examen que corregir y tanta mandanga muy poco, es cierto. Hasta los ijares está uno.
Un saludo y un abrazo.

Juan Antonio García Amado dijo...

Por supusto que puede usted citar mis textos cuantas veces quiera, amigo Desde la caverna. Honor que me hace.
Saludos cordiales.

Juan dijo...

Es reconfortante leer su texto y pensar que no todos los profesores de universidad están a favor del Plan Bolonia, o no a todos les da igual. Desde otros niveles educativos echamos de menos más artículos, comentarios, notas de prensa, etc., críticos como este.

Nuestras felicitaciones.
Saludos

Anónimo dijo...

Un pequeño panorama de lo que viene... porque supongo que estos chicos acabarán llegando a la Universidad, o a lo que quede de ella.

http://www.elpais.com/articulo/sociedad/fracaso/autonomia/escolar/elpepusoc/20091222elpepisoc_1/Tes

Anónimo dijo...

Me parece que el link que acabo de enviar ha salido cortado. Véase "Reportaje. Contra el fracaso: más autonomía escolar" en "EL País", 22 de diciembre, en la sección "Vida & Artes".

Anónimo dijo...

Hablando con otros profesores universitarios, yo no he dado con ninguno que esté a favor de Bolonia. Y yo me pregunto: si nadie está de acuerdo ¿por qué demonios tragamos?????????