22 diciembre, 2009

Los que se van de la universidad. Y cómo se van

Conozco a unos cuantos profesores universitarios que están en trámites para su jubilación, tanto en mi universidad como en otras. Por lo general se trata de prejubilaciones al hilo de esa política eufemísticamente llamada de rejuvenecimiento de las plantillas y que no es más que una desesperada salida que se ha inventado para combatir la ruina económica en que andan metidas las universidades públicas por causa de su propio desgobierno y de la demagógica y populista política académica de las últimas décadas. No desaparecen los que la han echado a perder, no, ésos se quedan y se las prometen felices mientras se disputan los trozos putrefactos de la presa muerta.
No son viejos, no se van porque ya no puedan rendir. Bien al contrario. Muchos de ellos podría ahora, con su experiencia y a su edad, dar sus mejores frutos en la docencia y la investigación, predicar por su ejemplo, enseñar a las nuevas generaciones de docentes lo mejor de su largo camino. Pero su camino ya no es un modelo cotizado, su experiencia no cuenta nada, su trayectoria no importa en esta época en que son bien distintos los imperativos y es diferente el estilo que se quiere implantar. Se marchan porque están cansados y porque les ponen puente de plata para que se quiten de en medio, para que no atosiguen al alumnado con alardes de antiguos saberes, para que no acomplejen a los compañeros con cuentos de cuando labrarse un currículum costaba sangre, sudor y lágrimas y, sobre todo, dedicación intensa y esfuerzo constante.
Hacen mutis discretamente, salen por la puerta de atrás y no dejan nostalgia en los que permanecen. No los van a echar de menos, más bien se oyen suspiros de alivio y queda la alegría cazurra de los que piensan que correrá el turno para alcanzar mezquinos trozos de poder o para hacerse con plazas y puestos. Pitas, pitas, pitas. No van a ser despedidos con amabilidad, sino con indiferencia. Al final, descubren que hace mucho tiempo que estaban solos. Nadie, o casi, quiere escuchar sus historias y menos aún sus consejos. Están pasados de moda, son testigos molestos, se les asocia, a ellos, con una universidad reaccionaria, llena de clases magistrales y de cultura libresca. Son seres prehistóricos, especies en extinción que nadie protege, testigos de un mundo universitario anterior que no se añora porque de él no va quedando noticia y porque en las tinieblas del cretinismo todos los gatos son pardos.
Estoy seguro de que les gustaría contar, si alguien quisiera escucharlos, que tuvieron destinos en varias universidades. ¿Y eso por qué? Qué atraso andar desplazándose de aquí para allá, respondería el joven profesor a la salida de un curso de actualización docente o de camino a buscar a sus hijos a la guardería. Les encantaría detenerse en pormenores de cuántos años dedicaron a la tesis doctoral o del tiempo que pasaron en Alemania o Francia buscándose la vida para aprender el idioma, leer los clásicos de su disciplina y reflejarlo todo en una extensa monografía. ¿Monografías? Ya no puntúan apenas para las acreditaciones, es mejor hacer muchos artículos en inglés macarrónico y que se publiquen en revistas de impacto impactante, o comunicaciones breves en congresillos financiados por una empresa lechera o una fábrica de zumos. Hasta podrían hablar de tanto sacrificio de la vida personal y familiar, de divorcios y separaciones a cuenta del romántico empeño para labrarse un prestigio académico genuino, o al menos para intentarlo. Replicará el joven cachorro que seguro que esa gente no supo nunca valorar la familia o la comodidad del hogar, que eran fanáticos sin sensibilidad para los placeres domésticos y nada dotados para la generosa entrega que exige la crianza de la prole y el cuidado de una pareja bien equilibrada en su género.
Estoy seguro de que muchos de ésos que nos dejan no sabrán qué hacer con su biblioteca, con esos libros que llenan sus despachos. En su casa les traerían cada día un regusto amargo, mejor ni verlos. Y en la universidad a quién dejárselos, pues donarlos a la biblioteca crearía problemas burocráticos y descompensaría la ratio de estantería per capita o el índice de páginas por crédito. Además, libros para qué, pensarán muchos, si ahora se trata sólo de hacer en las aulas debates sobre cuestiones “de actualidad” y sin rozar ni por asomo los férreos límites de la corrección política y del relativismo evanescente, si ahora lo que se cotiza es trabajar con el recorta y pega de los materiales electrónicos, si ahora la investigación consiste en dimes y diretes que se puedan traducir al powerpoint y plasmar en textitos sin notas al pie ni adornos eruditos.
A algunos los compañeros con morriña les organizaremos una comida de despedida a la que muchos otros del gremio acudirán por compromiso y abandonarán a los postres porque hay que recoger a los niños o porque viene el fontanero a casa para reparar el radiador del living o porque esa tarde toca clase en el máster sobre dietética sostenible, y se irán comentado que veinte euros por cubierto, por Dios, qué gasto inútil y tan excesivo. Los homenajeados también se retirarán temprano porque se han jurado que nadie los verá llorar y porque tienen ganas de dejar de toparse con ciertas caras. Y unos pocos, muy pocos, los de siempre, los incorregibles, los que no entendemos nada, los que no nos rendimos porque no queremos asumir que ya estamos derrotados, prolongaremos la jornada, nos emborracharemos, fumaremos, usaremos expresiones inconvenientes, hablaremos de nuestras cosas como si no hubiera pasado el tiempo y veremos amanecer mientras brindamos para que la muerte de la universidad sea rápida y no deje bicho con cabeza y para que de una puta vez se les acabe el chollo a los gusanos que se las prometen tan felices con la carroña. Así sea.
Hasta siempre, compañeros, amigos, viejos maestros. Conste, aunque sea vano consuelo, que no estáis tan solos como creéis, porque somos muchos los que también nos estamos quedando muy solos y muy hastiados.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Hace un año el que había sido mi compañero de despacho durante 15 se prejubilò a la excelencia. Un compendio de experiencia y buen hacer como profesor universitario. No tuvieron la decencia de ofrecerle una copa de despedida, y lo hicimos unos cuantos particularmente. Se marchó y fue sustituido por un niñato recién salido que no dá pié con bola, escogido entre la camarilla de adoradores del director del departamento, creyente en Bolonias, acreditaciones y demás mierdas, y powerpoinizado. Pedí que no metieran a desconocidos en el despacho y lo logré Sigo echando de menos a mi amigo I.

jota dijo...

En el fondo todos estamos de paso.
Desde mi corto punto de vista algunos departamentos huelen no a polilla sino a azufre.

En mi caso, con la vida solventada como funcionario, sin necesidad de servir cafés ni limpiar sables, la experiencia en el tema del doctorado es surrealista. ¡Cómo compadezco a quien haya depositado alguna esperanza en ese mundillo!.

En el caso del Derecho hay muchos egos y altares que por fortuna el tiempo se encarga de deshacer.

Pues eso, que en menudo mundo más inhóspito nos ha tocado vivir.

un amigo dijo...

Concuerdo con jota.

Si se me permite una metáfora inmobiliaria, hihi, la diferencia entre considerarse inquilino o propietario estriba sólo en la perspectiva de tiempo que se adopta. Tarde o temprano toca dejar las llaves.

Dicho sea cráneo en mano, ¡ay del que se crea propietario!

Salud,

Anónimo dijo...

Hay que renovarse o morir. De los que vengan, como de los que se van, los habrá buenos y los habrá malos.

Un saludo

Anónimo dijo...

¡Cruzada contra el PowerPoint (por lo que implica)!

Anónimo dijo...

Yo me jubilo porque ni mi cuerpo ni mi cabeza dan para más. Pero tengo la esperanza de que los jóvenes que empezaron su carrera universitaria conmigo se las arreglen para que Bolonia no sea el desastre que parece que será.