Hay una razón principal por la que la educación, en el más amplio sentido del término, como formación integral y constante, es una condición sine qua non de esa sistema de organización de la vida social y política que llamamos sociedad democrática y Estado de Derecho, y de la efectividad de las garantías que lo constituyen y definen. A veces se afirma que un país no puede funcionar en verdad como democrático y con un verdadero sistema garantista y objetivo de legalidad si no ha alcanzado cierto grado de desarrollo económico o si en él no se ha instaurado alguna forma eficiente de capitalismo. No sé cuánto habrá de verdad en dicha tesis, pero, si algo hay, será nada más que una media verdad. Lo que en muchas zonas del planeta impide que la gente viva y opine en libertad y bajo normas para todos iguales y aplicadas con decencia es ante todo el peso de ciertas tradiciones y el predominio de determinadas mentalidades. Una democracia y un Estado de Derecho que en sustancia pueda llamarse tal requieren una ciudadanía con una altísima capacidad para separar sus sentimientos e impulsos particulares, o los de su familia, clan, tribu, barrio, región, etc., de las reglas que tienen que regir la convivencia de todos en el Estado y bajo la ley. Ese ciudadano moral y políticamente maduro, que es un ciudadano con un punto de esquizofrenia, si así se puede decir, se caracteriza porque es capaz de distinguir con bastante rigor entre, por un lado, el “esto es lo que a mí me gusta”, o “esto es lo que a mí me han inculcado en casa” o “esto es lo que amaban o creían mis antepasados” o “esto es lo que a mí me pide el cuerpo”, y esto otro: “esto es lo que como grupo nos conviene” o “este es el interés general” o “estas son las normas bajo las que debemos de convivir en este Estado”.
Este ciudadano, que, al menos en el ideal es el ciudadano moderno, con lentitud evoluciona moralmente a partir de los postulados del racionalismo y la Ilustración, es el que acierta a resolver de peculiar manera una de las paradojas cruciales de la vida social, la de cómo convivir entre diferentes: diferentes sexos (perdón, géneros) y diferentes orientaciones sexuales, diferentes colores de piel, diferentes opiniones sobre lo divino y lo humano, diferentes credos, diferentes atributos personales y grupales, en suma. Las salidas que para esa paradoja esencial caben y se han intentado son tres: suprimir la diferencia, diferenciar en la igualdad e igualar en la diferencia.
Suprimir la diferencia quiere decir homogeneizar, convertir lo diverso en uniforme, y hasta ponerle uniforme, si hace falta. Se puede hacer por la fuerza, eliminando al distinto, o por vía ideológica o adoctrinadora, forzando a que la diferencia se oculte, a que no tenga presencia social. Lo común y a la postre inevitable es una combinación de las dos estrategias. El castigo fuerza al ocultamiento, a la clandestinidad. Pensemos en la represión de la homosexualidad o de la discrepancia religiosa, que llevan a que el homosexual o el que tiene otra fe o ninguna se finjan, por miedo y necesidad, homogéneos, idénticos a los otros; a que se queden “dentro del armario”. Otra estrategia para el mismo fin consiste en jugar con los conceptos y clasificaciones: el otro, el diferente de la pauta impuesta, es “descatalogado”, es privado de la categoría de persona o es colocado en un estatuto intermedio entre la “personalidad” o la condición animal o de puro objeto. Según las épocas y las culturas, así se clasificó a la mujer, al esclavo, al indio, al negro, al judío… De esa manera no se prescinde, por distinto, del que puede ser explotado y utilizado. Un buey y un ser humano “no persona” son útiles por igual y comparten condición.
Nos hemos acercado así a la segunda posibilidad, la de diferenciar en la igualdad. Todos somos iguales, pero unos más iguales que otros. Aquí el problema no se solventa por el camino de las categorías antropológicas o de las catalogaciones “naturalísticas”, sino por el de las clasificaciones jurídicas. Se admite que “todos nacen libres e iguales en derechos”, se parte de la idéntica dignidad originaria, pero se postula acto seguido que la organización social no puede basarse en el reconocimiento del igual valor de los atributos de cada uno. Todos seres humanos e hijos de Dios, pero los hay que por su circunstancia personal o social no se hallan en condiciones de decidir sobre sí mismos y, menos, sobre las pautas de la vida colectiva. Estos son personas, sí, pero como menores de edad, medio inimputables. En unos casos, porque su inteligencia o su capacidad de pensamiento abstracto es menor, como se ha dicho tantas veces (aquí, en España, hasta hace cuarenta o cincuenta años) de las mujeres; en otros casos, porque esos individuos eran considerados perversos, víctimas de algún desarreglo que, si no se ataja, puede repercutir en el caos social o en la destrucción de las sociedades, como la homosexualidad o la falta de fe verdadera; otras veces, porque sus circunstancias sociales no los ponen en situación de poder ponderar adecuadamente las razones atinentes al bien común y no los dejan salir del puro egoísmo más elemental; tal era el caso de los pobres cuando, en los albores de la teoría democrática moderna, se propugnaba el voto censitario. El todos los casos, el “nosotros” político se divorcia del “nosotros” social y solamente un grupo o una minoría se entiende apta para tener voz en la dirección de lo público y en la organización del Estado, apta para poner las normas y aplicarlas.
La tercera opción, la de igualar en la diferencia, implica “desindividualizar” al ciudadano político y hacerlo mero ciudadano abstracto. Se desindividualiza al ciudadano político sobre la base de reconocer la radical diversidad del ciudadano-individuo. Las diferencias ni se evitan en su origen ni se toman como referencia para clasificaciones con efectos políticos y jurídicos, sino que se ignoran a esos efectos. Somos diferentes, pero iguales. La sociedad lo es de iguales a la hora de regular el juego de las diferencias. Lo que solamente se puede traducir en el reconocimiento del igual derecho de los diferentes, en la idea de que las diferencias no marcan preferencias. Se aplica una especie de propiedad simétrica: si A es diferente de B, B es diferente de A. Sin más, sin que uno de los términos de la diferencia sea considerado superior y preferente, modélico, pauta a la que ligar su mejor presencia en la deliberación política y en los procesos de creación y aplicación de las normas comunes, que son ante todo las normas jurídicas. Ni A tiene por qué ser como B, ni B como A. Lo que hay que resolver es cómo conviven y cómo deciden juntos, y desde la peculiaridad de cada uno, lo que a ambos (a todos) les concierne.
Es al llegar a ese reconocimiento de la igualdad en la diferencia cuando los sujetos tienen que adiestrarse en el pensamiento abstracto, deben aprender a ver las cosas tanto desde sí mismos como desde fuera de sí mismos, desde la “perspectiva del otro generalizado”. Para debatir y codecidir con él no es que tenga yo que ponerme exactamente en el lugar del otro, pues eso significaría ser como el otro, plegarme a su identidad y renunciar a la mía; tengo que ver en el otro nada más que lo que a él y a mí nos es común, desindividualizándonos y manejando a la vez dos espacios: el espacio que es de cada uno, por sus diferencias, y el espacio en el que podemos encontrarnos, porque es el espacio común, el espacio de las coincidencias. Sólo coincidimos en cuanto individuos abstractos, no en cuanto individuos concretos. Y no podemos encontrarnos sin esa capacidad de abstracción.
Por eso en la vida política y en el debate social en general se requiere un ciudadano capaz de ver lo que en su identidad individual –y en la de los demás- hay de contingente: todo lo estrictamente personal, las creencias particulares, la fe propia, la biografía individual, los gustos específicos, los ideales propios. Yo soy yo y mi vida, mis convicciones y mis planes son lo primero para mí, pero mi identidad personal es tan esencial como contingente. En cambio, las pautas de vida en común no son ni contingentes ni esenciales, pero son necesarias y hay que configurarlas de modo que sean compartibles, en cuanto comunes, con la peculiar identidad de cada uno. Por eso, en una sociedad así, tienen que resultar de los acuerdos, de acuerdos que se apoyen en el coto vedado del respeto a los individuos y al tiempo, en el terreno común de las coincidencias reflexivamente sentadas. Lo bueno para mí, en suma, no puedo pretenderlo como lo bueno para mi sociedad, pero sin una sociedad “buena” no podré vivir lo bueno para mí, salvo si, en un retroceso a las formas sociales anteriormente descritas, estoy en situación de usar a los demás como inferiores y a mi servicio.
Ahora aterricemos. Aunque parezca mentira, todo esto se me planteó ayer al leer las noticias y mirar los vídeos sobre la captura y muerte de Gadafi. En mi fuero más personal me alegra que lo mataran como a una rata. Terrible, pero cierto. Pero no puedo querer una sociedad, ninguna, en que se mate a nadie como a una rata, ni siquiera a Gadafi. Porque cuando abrimos esa puerta todos podemos ser Gadafi, lo que quiere decir que siempre puede haber algunos que, por nuestro modo de ser, de vivir o de pensar, nos tenga por despreciables, por infrahumanos, por desecho. No puedo aprobar, por tanto, esa muerte de Gadafi, no puedo aprobarla si me considero algo más que una síntesis de dogmas e impulsos primarios. No puedo aprobar eso si además de ser yo soy o me quiero ciudadano de un mundo de conciudadanos.
Con el fin de ETA, o con la noticia de que ya no mata y las invitaciones al diálogo con los etarras y sus secuaces, me ocurre algo similar. Pera mí esos tipos son escoria, pero no deseo vivir en un mundo en que a las personas se las clasifique en escoria y no escoria. Ellos son así, pero uno no puede ser como ellos si de verdad uno se tiene en buena estima a sí mismo. En la difícil administración y combinación del desprecio y el respeto nos jugamos la civilización y la libertad. Todos. Por eso tenemos constantemente que educar y ser educados, por eso es tan importante el adiestramiento en ese pensar complejo que exigen el Estado de Derecho y la democracia, por eso la batalla más intensa y rigurosa debemos plantearla contra los que en la educación y con el mal ejemplo intentan que retornemos a la tribu, a la discriminación, a la mentira, a la horda, al ciego rebaño, al egoísmo sin luces, a la manipulación de las vidas y las conciencias.