23 julio, 2012

Un cierto estado de excepción


            Leer sobre el Derecho y su teoría provoca melancolía profunda en estos tiempos, como sería para el que fue burlado por su amada entregarse a lecturas sobre el amor romántico y las historias de enardecidos amantes, o como le pasaría al que se diera a la literatura libertina después de haber sido por vía quirúrgica convertido en eunuco.

            Hace un rato repasé un artículo que publica en Diario La Ley y que resume la sentencia del Tribunal Constitucional Portugués sobre la constitucionalidad o no de la supresión de pagas extraordinarias a los funcionarios portugueses. Que si igualdad en el reparto de cargas, que si proporcionalidad de las medidas y los sacrificios, que si adecuada motivación de las decisiones. Bonito, sí. Ahora mismo he mirado los periódicos digitales como el que se observa una radiografía fatídica y está la señora prima en más 640, la bolsa por debajo del suelo y el bono a diez años al 7,5. Supongo que al acabar la jornada será peor, pero mucho mejor que mañana.Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Se acabó lo que se daba.

            Los juristas, o los presuntamente tales, tenemos que escondernos esta temporada. Viene el habitual vecino guasón y te pide que le expliques cómo era aquello de los derechos adquiridos o en qué ha quedado lo de la jerarquía normativa, y a ver dónde te metes para que no se te suban los colores. Y qué decir si te sacan la retahíla de derechos fundamentales, empezando por esos tan formales y procedimentales que nos gustan a los positivistas. Para qué decir nada, balones fuera y a ir preparando la huerta, con sus lechugas y unas pocas coliflores.

            Dicho sea sin afán de precisión técnica, estamos o vamos hacia una especie de estado de alarma o excepción, según queramos mirarlo. No estoy proponiendo que jurídicamente se declare así, ya que puede ser peor el remedio que la enfermedad, a la vista de la sapiencia de nuestros gobernantes. Pero fácticamente andamos en esas. Esto se nos cae, y rezar a Santa Bárbara o confiar en que escampe el domingo ya no sirve. Algo gordo se va a consumar, aunque no sepamos exactamente qué. Estamos metidos en una casa endeble que el vendaval agita, a la que se aproxima un maremoto y cuyos cimientos crujen porque se mueve violentamente el suelo. Cruzamos los dedos y seguimos dentro, pero es cuestión de días que se nos venga encima. Algunos sobrevivirán y hasta habrá quien haga negocio después con el solar. Pero, en general, de esta no salimos indemnes, ni siquiera con heridas de pronóstico reservado. Nos aferramos, y el primero el Gobierno, a que acudan los del pueblo de al lado a apuntalarnos las paredes, malditos ricachones, pero nos dan calabaza tras calabaza y si te vi no me acuerdo. Ellos miran por lo suyo, como nosotros haríamos en su situación. A la esperanza le están saliendo uñas y pelajos. No se ve escapatoria.

            Si miramos la referida sentencia del Constitucional portugués, nos sumimos en la perplejidad. Buenas intenciones de las que llenan los infiernos. Por ejemplo, la pretensión de varios magistrados de que sean equitativas y proporcionadas las medidas de ahorro de dineros públicos y la duda de si es constitucionalmente lícito que se descuente sueldo a todos los funcionarios. Habría estado bien debatirlo aquí hace un año y ver si cabían alternativas, mas entonces, hace tan poco, semejantes disquisiciones nos sonaban a chino y todavía confiábamos en la Divina Providencia más que nada. Ahora ya no se trata de recortar a capuletos o a montescos, sino que en cuatro días no va a quedar dinero para pagar a nadie. O casi.

            Las circunstancias nos han pillado con las reflexiones sin hacer. Últimamente se escucha por doquier a los que imploran una reforma radical del Estado, de su organización territorial y administrativa. A buenas horas. Esas reformas o se hacen cuando hay paz social y todavía perdura algo de seso, o después de la catástrofe, al reconstruir para echar a andar de nuevo. En instantes como estos, que son los del sálvese quien pueda, carecemos de base social y política para empresas de esa envergadura. Los funcionarios nos sublevamos, las Comunidades Autónomas se sublevan, los sindicatos se sublevan, el capital huye, que es su manera de rebelarse, los partidos se atrincheran pensando en su supervivencia el día después. No se hizo a tiempo el diagnóstico y ahora viene la pataleta contra el tratamiento, y más cuando lo recetan unos matasanos con pinta de estar más asustados que nadie y con ganas de coger ellos mismos las de Villadiego. No hay una sociedad que como tal se avenga a tomar conciencia y a plantear una terapia de choque, primero, y luego a reformular unas reglas de juego mínimamente viables. El barco va a la deriva mientras la tripulación se mesa los cabellos y el pasaje se alborota y reclama cada uno que no le toquen el camarote y que le den un buen chaleco salvavidas. Al fondo todos y en entrañable unión.

            Tienen razón los muy despistados magistrados lusos. Claro que importa que las consecuencias de la hecatombe económica se paguen por la ciudadanía de modo proporcionado y no discriminatorio. Pero no mencionan quién le pone el cascabel a ese gato y cómo reaccionará la camada. Si hablamos nada más que de funcionarios, la cuadratura del círculo se ve tal que así: por una parte, es injusticia grande que a todos se les recorte el sueldo de un tajo; por otra, hay, dicen, más de tres millones de funcionarios y debe de sobrar la tercera parte. Dejarnos a todos como estamos y sin que se nos toque ni un pelo no parece viable, y ahí sí que también se da discriminación de otros trabajadores. Bajarnos  el sueldo a todos de la misma manera tiene mucho de agravio comparativo de puertas adentro y, además, también los funcionarios podemos invocar con mucha razón que hay otros “colectivos” que se van de rositas. Una liposucción administrativa que pusiera de patitas en la calle unos cientos de miles provocaría un tremendo cisma y, además, no se ve quién pueda hacerlo como se debería, combinando funcionalidad de las instituciones con rendimiento real de los trabajadores. Están bloqueadas las salidas y, por tanto, será el ciego azar o el destino inclemente el que dicte sentencia para todos. Y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

            Aligeremos un poco este tono apocalíptico, pero es más de lo mismo. Acabo de pasar cuatro días en Galicia. Me gusta mucho esa tierra y me caen muy bien sus paisanos, primos hermanos de los asturianos. Pero si uno anda con estas moscas detrás de la oreja, no sale de la risueña perplejidad. Vamos a comer magníficamente a “furanchos”, de muchos de los cuales te cuentan que no están declarados o que se la dan con queso a Hacienda. En un pueblecillo muy simpático oigo que hubo un proyecto de poner por allí un cuartel de la guardia civil, pero que eso provocó gran indignación popular. Por qué, pregunto, y me contestan que es que casi todo el mundo anda con los tractores ilegales por esto o por lo otro y que menudo lío si se topan a diario con los guardias. Ya sé, ya sé, lo afirmo yo igualmente: eso no es absolutamente nada en comparación con las Bankias, las CAM y compañía. Principio de proporcionalidad también. Si Rato fuera gallego y humilde, pondría un furancho clandestino o llevaría el tractor remendado, y es posible que el paisanillo de la aldea aquella se asignara un sueldo guapo si fuera consejero o presidente de una Caja de Ahorros. La mayor injusticia la hace el destino al no igualar nuestras oportunidades.

            Habría que replantearse el país sin prejuicios ni etiquetas, mas ya es tarde. La defensa legítima de todo tipo de intereses gremiales, corporativos, políticos y territoriales debería tener el contrapeso de un Estado atento al interés general y de una sociedad capaz de pensar en sus nietos y deseosa de construirse una casa sólida para todos, en lugar de esta barriada de garitos selváticos. Ese Estado y esa sociedad no existen, me temo. Moriremos con las raídas botas puestas y arreándonos dentelladas.

            Yo también espero que mi Universidad sobreviva y que a mí no me reduzcan más el sueldo. A lo mejor, si así ocurre, no vuelvo a protestar y hasta pienso que es proporcionada y justa la salida de la crisis, aunque a mi alrededor no vuelva a crecer la hierba. Ándeme yo caliente y ríase la prima.

1 comentario:

Exiliado dijo...

La comparación entre el paisano gallego y el ejecutivo de banca es magnífica. Cada uno defrauda en la medida de sus posibilidades, o de lo que le dejen. La catadura moral de un país no conoce clases sociales, por mucho que nos guste pensar que los de abajo o los del medio son más o menos bondadosos y los de arriba malvados.

Todo esto me recuerda a las protestas que hubo en Galicia hace ya bastante tiempo cuando se acordaron con la Unión Europea las cuotas lácteas basándose en las cantidades declaradas en los años anteriores. Las protestas provenían, fundamentalmente, de quienes habían declarado anteriormente cantidades muy inferiores a las realmente producidas y recibían, por ello, cuotas reducidas. Por no hablar de la tolerancia e incluso complicidad pasada de una parte de la sociedad gallega con el narcotráfico, hasta que empezó a sufrir sus efectos. Vaya usted a otras parte de España y descubrirá miserias parecidas.