Acabo
de leer, de prisa y por encima, la sentencia del TC sobre la ley vulgarmente
llamada del matrimonio homosexual, la Ley 13/2005 que modifica el Código Civil
en materia de derecho a contraer matrimonio. Ya he contado aquí que estoy de
acuerdo con el fallo, pues no encuentro argumentos jurídicos de peso por los
que haya que mantenerse en que el matrimonio deba ser entre hombre y mujer (que
no entre hombre y mujer heterosexuales, ojo; a eso iremos enseguida) y puesto que
el art. 32 de la Constitución no es terminante en su letra. Por cierto, ese
acuerdo mío con tal fallo del TC no me ha librado de alguna amistosa
bronquilla, dado que lo justifico con razones tan disolventes que me acercarían
a algunas de las que, para fines exactamente opuestos, invocan los más rancios
esencialistas carpetovetónicos. Pero de eso ya hemos hablado por estos lares,
medio en serio y medio en broma.
Digo
que he mirado la sentencia y -más rápido aún- los votos particulares. De estos
me parece sumamente atinado el concurrente de Manuel Aragón Reyes, en especial
cuando apunta los peligros de pasarse de evolutivos con la “interpretación
evolutiva” y cuando echa mano del “in dubio pro legislatoris” como mejor
fundamento para la constitucionalidad de la norma recurrida.
No
me da tiempo para mejores anotaciones sobre el fondo de la sentencia y de los
votos particulares. Pero al ver la primera me vino a la cabeza un detalle que
puede parecer elemental o hasta frívolo, pero que no deja de tener en el fondo
su enjundia. Y a ver si me explico bien para que no me comparen con un primo de
Franco: lo que voy a decir no es para atacar el que la normativa permita
casarse entre sí a personas del mismo sexo, pues por enésima vez repito que por
mí como si se casan entre sí personas de distinto sexo, allá cada cual con sus
manías y que los dioses repartan suerte.
Antes
de la reforma del 2005, en España ya se casaban los homosexuales, aunque no se
podían casar entre sí. Dejemos de lado lo impreciso de las fronteras entre
homosexualidad y heterosexualidad, que no es tema que aquí importe mucho ahora.
A los homosexuales no les estaba
prohibido casarse y muchos lo hacían, por distintas razones: presión social,
necesidad de disimular y constituir una familia estándar para progresar
socialmente o evitar críticas, interés económico, etc. Refrénense los críticos,
no estoy diciendo que la situación no fuera discriminatoria, puede serlo sin
duda y en cuestión de discriminación en estas materias yo manejo un criterio
más amplio, muy amplio. Sólo afirmo lo que afirmo: que muchos homosexuales ya
estaban casados y eran matrimonios perfectamente válidos para el derecho, salvo
que se atacara esa validez por la otra parte alegando error esencial en las
condiciones del cónyuge, lo cual no debió de ocurrir con demasiada frecuencia.
Más
todavía, son perfectamente imaginables, y sin duda ha habido más de cuatro,
matrimonios entre hombre y mujer en los que eran homosexuales los dos. Tampoco
por esa mera razón de orientación sexual de cada uno resultaba nulo el
matrimonio, y más si no hubo engaño o error alegado y demostrable.
Sigamos
con la peculiar casuística. Después del 85, puede haber matrimonio entre dos
mujeres o dos hombres de los que uno o los dos sean heterosexuales. ¿Deja por
eso de ser matrimonio válido porque falle un elemento esencial del matrimonio,
en este caso del matrimonio entre personas de igual sexo? No.
¿A
dónde nos llevan esas consideraciones? Al tema de la naturaleza o esencia del
matrimonio en cuanto institución jurídica. Antes y ahora, el matrimonio no ha
sido para el derecho civil más que una institución cuyos elementos
constitutivos son puramente formales. Es desde la moral personal de cada cual o
desde la moral socialmente dominante, junto con razones económicas o políticas,
desde donde la institución jurídica del matrimonio se rellena de otro tipo de
razones o “esencias”, ese es un añadido ideológico, no constitutivo. Si miramos
la evolución histórica o las variaciones culturales de la institución o cómo se
organizaba en Grecia o Roma, queda todavía más claro.
Tres
tipos de esencias materiales del matrimonio se suelen invocar para darle una
entidad sustantiva, no meramente formal o simplemente jurídica: la
reproducción, la vinculación a un concepto sustantivo necesario de familia y la
sexualidad y el afecto. Ninguna tiene sostén razonable y congruente en nuestro
tiempo.
Sobre
la función reproductiva. Es perfectamente válido el matrimonio de personas de
ochenta años que ya no van a generar prole. También el de hombre y mujer que
excluyan el tener hijos y tomen todas las medidas para ello. O aquel en el que
los cónyuges acuerden no tocarse ni un pelo. Por otra parte, con los medios
científicos y médicos de ahora la reproducción es asunto que no requiere
ayuntamiento carnal. Puede una mujer tener hijos sin yacer con varón y puede un
varón tenerlos sin acoplarse con mujer. A lo que se agrega que la adopción es
práctica de siempre admitida. Si lo que a alguien preocupa es que los
matrimonios entre personas del mismo sexo vayan a dañar la tasa de natalidad,
no se entiende por qué los inconvenientes que se aducen para la adopción por
parejas del mismo sexo o para el reconocimiento de la filiación mediante “madres
de alquiler” o maternidad subrogada. Además de que no se entiende la presunción
de que los homosexuales que no se casen con otros homosexuales tendrían hijos y
contribuirían al mantenimiento de la especie si se casaran con persona de otro
sexo o se quedaran solteros.
No,
la objeción reproductiva es de carácter moral y, como tal, legítima. Pero,
entonces, no es objeción jurídica. Conviene distinguir y llamar a cada cosa por
su nombre. No es lo mismo decir que se tienen serias objeciones morales frente
a la regulación jurídica de la institución X, que mantener que por razones
morales no es posible esa regulación jurídica de tal institución.
Sobre
la función “familiar”. Si hubiera una vinculación necesaria entre matrimonio y
familia y entre familia y matrimonio, tendríamos que poner en cuestión cuantas
reformas en el derecho de familia de las últimas décadas han separado por
completo familia y matrimonio. Por un lado, las que asignan plena consideración
de familia a las familias monoparentales. Por otro, las que permiten que la filiación
y su pleno reconocimiento se independice del vínculo matrimonial. Además, las
que han hecho que los matrimonios se disuelvan vía divorcio, de manera que se
crean situaciones de lo que podemos llamar “pluralismo familiar”. ¿Qué cambia
en la situación jurídica de las familias en la actualidad por el hecho de que
ya puedan casarse dos sujetos del mismo sexo? No cambia nada.
Una
vez más, podemos reconocer en su “derecho” al que por razones morales y
religiosas sea contrario a esa disolución de la familia tradicional, basada en
el matrimonio indisoluble y en la
filiación matrimonial, incluyendo al que objete a la equiparación en derechos
de los hijos matrimoniales y los no matrimoniales, al que incluso ponga pegas a
los procesos de reclamación de la filiación extramatrimonial y hasta a que se
permitan las pruebas de paternidad. Pero también estamos en nuestro “derecho”
los escépticos al reclamarle congruencia. La familia tradicional ya estaba
jurídicamente rebasada y hasta “disuelta” jurídicamente antes de que se
permitiera el denominado coloquialmente matrimonio homosexual.
Sobre
la sexualidad y el afecto. A nadie se la ha ocurrido jamás pensar que
fácticamente solo quepa el sexo entre casados. Sí ha tenido gran impacto social
la tesis moral de que el sexo solo debe, solo puede legítimamente, practicarse
en el matrimonio. Pero estamos en las mismas, la moral es una cosa, los hechos
otra y el derecho una distinta, aunque sean indudables las influencias que de
hecho la moral dominante ejerce sobre los contenidos que en cada época el
derecho asuma. Quedarán personas de bien que se sientan obligadas a reservar
sus energías amatorias para después de las nupcias y que así procedan, pero
pocos serán a día de hoy los que se casen para poder dar rienda suelta a sus
impulsos sexuales. La esencia del sexo no es matrimonial, por así decir y se
mire por donde se mire. Tampoco
es sexual la esencia del matrimonio, pues, como ya se ha dicho, el matrimonio
sin sexo o con uno penoso es igual de matrimonio que los demás.
Más
intríngulis jurídico tiene en la actualidad lo del afecto. Precisamente ante la
crisis total de los elementos que jurídicamente pueden identificar el
matrimonio como institución, más allá del dato puramente formal de contraerlo
bajo ciertos requisitos y con determinados trámites, la jurisprudencia busca a
la desesperada un dato definitorio. ¿Por qué? Porque al equipararse en casi
todos los efectos las parejas no casadas y los matrimonios, se necesita buscar
ese elemento común para poder determinar cuándo una pareja no casada es tan
pareja como la matrimonial y merece esos efectos, entre otras cosas para que no
haya discriminación. También el derecho penal se topa con el problema, pues la
agravación de la violencia del varón en ciertos ilícitos de la llamada violencia
de género exige, tal como están ahora esas normas, poder diferenciar entre una
relación puramente ocasional y una en que haya afecto de novios de verdad o “proyecto
común”, aunque dure o haya durado poco.
¿Solución
que se ha buscado en la legislación y en las sentencias? El afecto como dato
dirimente y definitorio. Pareja equiparable a la matrimonial será aquella entre
cuyos miembros haya o haya habido un afecto similar al de los casados, aunque
sea un afecto pasajero. Hasta en esta sentencia del TC sobre la “ley de
matrimonio homosexual” se transita por esta vía. En efecto, en el fundamento
noveno se dice: “Tras las reformas introducidas en el Código Civil por la Ley
13/2005, de 1 de julio, la institución matrimonial se mantiene en términos
perfectamente reconocibles para la imagen que, tras una evidente evolución,
tenemos en la sociedad española actual del matrimonio, como comunidad de afecto que genera un vínculo, o sociedad
de ayuda mutua entre dos personas que poseen idéntica posición en el seno de
esta institución, y que voluntariamente deciden unirse en un proyecto de vida
familiar común, prestando su consentimiento respecto de los derechos y deberes
que conforman la institución y manifestándolo expresamente mediante las
formalidades establecidas en el ordenamiento”.
Pero
el afecto ni ha sido ni es condición del matrimonio jurídicamente válido, y
menos el afecto por parte de cada cónyuge hacia el otro. De hecho, son
infinidad los matrimonios que se contraen sin cariño y que perviven mientras
que los esposos se detestan. ¿O deja un matrimonio de ser tal para el derecho
cuando empiezan a odiarse? ¿O no vale y
ha valido siempre, con todos los sellos de “calidad” y parabienes, el
matrimonio de pura conveniencia? ¿O no han sido millones los que se han casado
por presión social o familiar de algún tipo y sin rastro de afecto?
Detrás
de toda institución jurídica suele haber un mito como garantía de
perdurabilidad de la institución misma. Cuando una institución socialmente es
cuestionada y jurídicamente va quedando desleída, hay un tiempo en que a la
desesperada se intenta mantenerla o revivirla mediante la sustitución del mito
originario o anterior por uno de nuevo cuño. En esas estamos ahora con esta
manía de colocar el núcleo de lo matrimonial en el afecto o en el “proyecto de
vida en común” de base afectiva. Se puede convivir con sumo afecto sin ninguna
semejanza con el matrimonio o coincidencia con sus requisitos y se puede ser
matrimonio sin el más mínimo rastro de afecto, proyecto ni zarandajas propias
del cancionero romántico.
Si
el diagnóstico anterior fuera acertado, y dejando aparte los debates morales,
que son harina de otro costal, puede acabar sonando hasta chistoso lo de la “garantía
institucional” del matrimonio en el art. 32 de la Constitución, asunto
sumamente relevante en la sentencia del TC y en el recurso del que viene. Si la
“garantía” lo es del matrimonio que los constituyentes tenían en la cabeza, no
cabe la interpretación evolutiva y, de propina, habría que aplicar idéntica “garantía”
a la “familia” del art. 39 CE y, en consecuencia, cargarse por
inconstitucionales un buen puñado de las reformas iniciadas en los años
ochenta.
Si,
por el contrario y tal como hace la sentencia, prescindimos de aquel anclaje histórico
o ideológico de la institución y juzgamos desde la concepción social del mismo
y en congruencia con las normas de este tiempo, la institución “matrimonio”
será cualquier cosa o podrá llegar a ser cualquier cosa, sin más límite que lo
que sea atentar contra derechos fundamentales de la persona que estén muy
claros, empezando por el del art. 14 CE. Así que, en puridad, no es que el matrimonio
entre personas del mismo sexo entre en el contenido de la institución que la
Constitución garantiza, sino que no hay tal contenido, a no ser que nos creamos
nuestros propios devaneos teóricos sobre afectos y otros mitos similares.
Todo
lo cual, vuelvo a aclararlo, no lo mantengo desde consideraciones morales ni lo
lamento bajo ningún punto de vista. Tal vez alguno me va a interpretar mal,
como si mi propósito fuera quitarle valor, importancia o sustancia jurídica al
matrimonio precisamente ahora que pueden casarse entre sí los homosexuales y
para fastidiarlos a ellos. No, no es ese mi objetivo. Reconozco el valor
simbólico del matrimonio y entiendo a cualquiera que no quiera sentirse
excluido de lo que es ya muy poco más que un símbolo. Yo diría que por fortuna,
pero esa es otra discusión que podemos poner sobre el tapete otro día.