04 marzo, 2014

Cómo piensan las instituciones



                Me voy a referir todo el tiempo a las instituciones públicas. Como siempre, el ejemplo que primero se me viene a la cabeza es uno que tengo muy cerca, una universidad pública. Pero que cada cual aplique la teoría al caso que le plazca o que mejor conozca.
                Huyamos de las definiciones, dejémoslas para los iuspublicistas, que las harán muy bien. Bástenos aquí subrayar que una institución pública se justifica por alguna tarea beneficiosa para el interés general. Esa tarea, si se cumple, compensará los costes que para el erario público puede tener el mantenimiento de la institución, así como el poder que la misma ejerce, sea sobre los de dentro y que en ella laboran, sea sobre los ciudadanos de fuera. Así, una universidad pública está justificada por su misión de docencia e investigación y sólo si las hace y las hace bien tendrá razón de ser que esa universidad exista. Y ello en un doble sentido: por lo que a los ciudadanos nos pueda costar mantenerla y por lo que pueda dañar si enseña mal o si su investigación es una patraña continua.
                Para que cualquier institución pueda cumplir con algo de solvencia ese su cometido, se requiere que esa institución piense y que piense guiada por su misión justificadora. Ese “pensar” tendrá sus ejes en la elaboración de planes y en la gestión de los medios disponibles, todo ello en pro de la realización mejor de aquella función constitutiva. Ahora bien, la institución es un ente jurídico y los entes jurídicos no piensan. O, si se quiere, podemos decir que se trata de una persona de Derecho público, una persona jurídica, y las personas jurídicas por sí no piensan. Los que por las instituciones piensan, deciden y actúan son los que integran su personal, y en particular sus directivos y autoridades.
                Llegamos, así y tan rápidamente, al núcleo del problema de la organización de las instituciones. Los hilos institucionales los mueven personas que tienen sus propios intereses, sus concretas ambiciones, sus planes individuales. El gran desafío de la organización institucional consiste en hacer que los planes y propósitos individuales de su personal y de sus gestores coincidan en la mayor medida posible con el cumplimiento de las funciones que fundamentan la institución. En otras palabras, que al que para la institución trabaja o al que tiene en la institución poder le vaya personalmente tanto mejor cuanto mejor la institución funcione, y tanto peor si la institución fracasa en sus tareas o las realiza deficientemente. Dicho de otra manera más, cuando hay un divorcio entre el interés institucional y el interés personal de los que para la institución trabajan y, sobre todo, de quienes la dirigen, la institución se pervierte y su función justificadora se ve tergiversada, de modo tal que sus medios económicos, jurídicos, políticos y sociales se ponen al servicio de intereses que malamente casan con el interés general, con un interés público presentable.
                ¿Qué instrumentos se deben arbitrar para evitar tales perversiones institucionales? Dando por supuesto que con carácter general existen y están vigentes el derecho penal, el administrativo sancionador, el disciplinario funcionarial y el laboral, de modo que al ladrón se supone que habrá que penarlo tanto si roba los ordenadores de la oficina como si se marcha con los de una tienda, las herramientas específicas más importantes en manos de la institución tienen que ser herramientas de estímulo e incentivo. ¿Cómo funcionan? Sobre el papel es muy sencillo: si yo obro para la institución y hago muy bien mi trabajo, la institución me recompensa económica y profesionalmente; si no, no. El estímulo para el buen profesional, ahí, no está meramente en ganar más que el mediocre, sino en ser diferenciado de él, en ser reconocido y no igualado, también en el plano simbólico. Y opera en esto una especie de ley elemental de la psicología humana: yo me identificaré tanto más con la institución en la que trabajo y con sus fines y funciones, que es lo que en verdad importa, cuanto más la institución me distinga a mí y me incentive. Por el contrario, si el que se esfuerza y cumple muy bien y el que se evade y en nada se esmera son igualmente tratados, el estímulo será negativo para el bueno, pero el malo se verá plenamente confirmado y reconfortado en su pereza o en su corrupta manera de hacer.
                Resulta sencillo proponer ejemplos. Supongamos el cuerpo de bomberos de una gran ciudad. Cuando hay un incendio, algunos de ellos acuden veloces a sofocarlo y se arriesgan para salvar vidas y enseres, mientras que otros tratan nada más que de no correr peligo y de no cansarse demasiado. Unos y otros ganan exactamente lo mismo, no hay condecoraciones o se conceden nada más que por antigüedad, los ascensos para nada toman en consideración las diferencias de rendimiento laboral y de disposición para el trabajo y puede que hasta dependan de motivos espurios (parentescos, relaciones políticas, vínculos sentimentales…). Así que cualquiera podrá muy fácilmente responder a esta pregunta: pasados así diez años, ¿cómo funcionará ese cuerpo de bomberos? Es obvio, funcionará mal, a medida de los maulas, corruptos y desinteresados, de los egoístas que para nada comulgan con las razones que justifican institución de la que cobran. Pero una vez que la institución rebasa un cierto nivel de ineficacia y que su disfuncionalidad es alta, ya no hay justificación para mantenerla, al menos desde el punto de vista del interés público.
                Junto a los incentivos positivos tiene que haber en las instituciones políticas preventivas eficaces, a fin de que ninguno las use nada más que para interés particular. Esto quiere decir que tiene que haber normas que permitan sanciones y que ha de existir una práctica real de penalización o desventaja para los que gravemente incumplan o quiebren sus obligaciones laborales o gestoras. Eso también es evidente. Lo es, sí, pero, por ejemplo, en los más de treinta años que llevo trabajando en universidades públicas, he visto cientos de incumplimientos e ilegalidades, pero creo que ni una sola sanción a ningún sinvergüenza, ninguna sanción por nada. Y conste que he conocido denuncias y quejas (yo mismo firmé alguna) por robos y apropiaciones indebidas, por falsedades y falsificaciones, por prevaricaciones, por tráfico de influencias, por chantajes y amenazas, por plagios, por estrepitoso incumplimiento de deberes laborales, por mil y una cosas. Y nunca una sanción, aunque nada más fuera que de unos días de suspensión de empleo y sueldo. Por cierto, la última vez que yo mismo denuncié a un mangante casi cae el cielo sobre mi cabeza y hasta de tentativa de homicidio fui acusado. Creo que me libré por los pelos de que me expedientaran. Modestamente.
                En suma, que si no queremos que cada cual colonice la institución en la que trabaja o que gestiona y que la oriente al albur de sus más pedestres e inconfesables intereses, hay que estimular a los que bien trabajan y asustar un poco a los propensos a la sinvergonzonería. La universidad española de hoy, por seguir con el ejemplo, no hace ni lo uno ni lo otro, sino que sus excelsas y magníficas autoridades, de lo peorcito de cada casa y más rastreras cuanto más altas, se deleitan con la desmoralización del decente y protegen al deshonesto. Mas mucho me temo que no es la universidad ejemplo único. Véase, mismamente, cómo ascienden los jueces y a quienes ponen a gobernarlos, y para qué, desde el CGPJ.
                Pero incentivos y sanciones no bastan. Hay algo más. Imaginemos lo siguiente. Se crea una institución pública cuya misión es brindar ayuda económica a los más pobres del país. Se dota dicho ente de mil millones de euros anuales y se nombra un consejo directivo de quince personas. Y eso es todo. O sea, que el consejo directivo tiene autonomía para: a) regular la contratación de empleados y para resolver los concursos a tal fin; b) asignar las remuneraciones y complementos salariales de los miembros del propio consejo y de toda la plantilla de la institución; c) fijar la política de promociones y ascensos del personal laboral o funcionario de la institución; d) definir qué es pobreza y quiénes son pobres, a efectos de la asignación de aquellas ayudas que son la razón fundacional de la institución; e) controlar el rendimiento y la eficacia de la institución, tanto fijando los sistemas de control como dirigiendo y fiscalizando su aplicación; f) resolver, antes de la vía judicial, los conflictos que surjan en el funcionamiento de la institución; g) proponer el nombramiento de los nuevos miembros del consejo directivo que vayan sustituyendo a los que causen baja por razón de dimisión, edad, jubilación, enfermedad o fallecimiento.
                Ahora contéstese el amable lector, con simple sentido común, a las preguntas que paso a enumerar:
                1.- Al cabo de cinco o diez años, cuánto del dinero asignado a la institución se aplicará con verdad a los fines que la explican, la ayuda a los pobres, a los que realmente sean pobres.
                2.- Si en el reparto de tales ayudas a pobres habrá objetividad y baremo auténtico o si habrá todo tipo de favoritismos y enchufes.
                3.- Qué parte o porcentaje del presupuesto global irá a sueldos y gastos del consejo directivo.
                4.- Si para la selección o contratación de los empleados se aplicarán criterios de mérito objetivo y qué proporción habrá entre ellos de parientes, amigos, camaradas y amantes de los integrantes de tal consejo de dirección.
                5.- Si los controles instaurados serán efectivos o nada más que pantalla y apariencia, mientras que el funcionamiento cierto está regido por la omertà y el hoy por ti, mañana  por mí y por la sacrosanta pauta de que los trapos sucios se lavan en casa, pues en caso contrario se causa grave perjuicio a la institución y a eso no hay derecho, al parecer.
                5.- Si los nuevos integrantes del consejo, que salen de las propuestas del consejo mismo, serán personas escogidas por su capacidad y honestidad o si serán del mismo palo y la misma banda que los que ya estaban.
                6.- Si el consejo elaborará normas que, a base de jugar con el concepto de pobreza, permitan beneficiar con sus subvenciones a amigos y compañeros de partido o de fechorías que no son pobres en modo alguno, o incluso a sí mismos, a los propios consejeros.
                7.- Si será premiado o de cualquier forma castigado o preterido el trabajador de la institución que denuncie abusos de cualquier tipo o que simplemente ponga en tela de juicio el funcionamiento global o proponga mejoras serias y orientadas a la función justificadora.
                8.- Si se preocuparán los rectores de la institución de marras de premiar y agasajar de todas las maneras posibles a los gobernantes que tengan responsabilidad política sobre la misma y que puedan cambiar su regulación o, incluso, suprimirla.
                Y, por último, la pregunta de más importancia: si para el interés público y para el país es mejor conservar la institución o suprimirla. Ah, pero salvo en casos de revolución o catástrofe nuclear o poco menos, la supresión es impensable. ¿Por qué? Porque la red clientelar será tan potente y el engaño social tan fuerte, que nadie osará dar el paso debido y cargarse el tinglado. Tampoco se atreverá ninguno a alterar sustancialmente la mencionada regulación que permite ese juego corrupto y mafioso, pues los interesados y beneficiados pondrán el grito en el cielo y de inmediato proclamarán que se trata de un atentado al lugar en que la institución se asienta, al Estado social y a los derechos de los pobres. O sea, que cuando una cueva de ladrones así se pone en marcha no hay marcha atrás ni remedio pacífico.
                Sí, las analogías son evidentes. A ustedes les recuerda a las cajas de ahorros. Para mí es como si acabara de describir muchísimas universidades públicas, o todas.
                Cuando por las instituciones piensan los que las gobiernan y éstos no tienen acicate para velar por ellas ni temor de que los empapelen si las hunden en la más vil delincuencia, la degeneración es inevitable, impepinable, irreversible. En el caso de las universidades, desde el momento en que su propio personal decide sobre la selección de su personal, sin arriesgar nada en el envite pero ganando en poder e influencia dentro y fuera de los recintos universitarios y hasta procurándose así estómagos agradecidos que te paseen el perro o te den unos masajes de vez en cuando, y desde el instante en que para ser rector no hace falta acreditar competencia académica, sino tener más votos entre los de aquella manera seleccionados, se junta el hambre con las ganas de comer: los rectores promocionan a los indocumentados más indecentes para que éstos sigan votando a los candidatos a rector más incapaces, villanos y cínicos. No se trata de nada específico del ámbito universitario, es ley de vida y pauta común en cualquier institución.
                ¿Soluciones? Las reglas de funcionamiento institucional no pueden permitir una autonomía que se traduzca en perversión de los fines justificadores y en impunidad de los que corrompen la institución y la privan de sentido. Todo ejercicio de autonomía funcional debe ir asociada a un riesgo para los que ejercen el correspondiente poder. ¿Cuál? Ser sancionados o salir perjudicados si se equivocan o, aún más, si obran con mala fe y en interés exclusivamente propio.
                Los que piensan por la institución deben pensar en y para la institución y para eso tiene que haber un cuerpo de normas que estimule y premie a los que pueden hacerlo bien y que evite la impunidad y hasta el beneficio de los que se convierten en sus parásitos y de ella se alimentan nada más que para su medro propio. Sobre el papel es facilísimo. Pero se ha de comenzar por hacer limpieza. Zánganos y sinvergonzones fuera y luego hablamos.
                O sea, seguiremos igual que ahora, aunque sea al precio de destruir el futuro de nuestros hijos. Estamos matando la gallina de los huevos de oro, pero, no contentos, encima la torturamos antes de que expire. Pero dicen que vamos a salir de la crisis, eso sí.

4 comentarios:

Eloy Oliván dijo...

No se puede explicar con más claridad y menos palabras uno de los males endémicos de "casi todas" las instituciones que pululan por todo el país... Parece simple, pero está cargado de realidad, sentido común y observación del comportamiento diario de cada uno de nosotros. Enhorabuena por el post.
Un cordial saludo

Anónimo dijo...

Las instituciones, particularmente la educativa, necesitan un reset urgente.

Anónimo dijo...

Sí jordim, reset urgente. Texto tomado de la página principal de una universidad española: "Una revolucionaria propuesta que incluye, por primera vez en una universidad española, la perspectiva de género en su diseño urbano y arquitectónico." ¿No lo ven? Una cosa re-vo-lu-cio-na-ria que dejará sin argumentos al autor del post. Saludos.

un amigo dijo...

El mejor medicamento a corto para las instituciones es la transparencia radical. En los presupuestos, en las decisiones, en los órganos de gobierno, en el trabajo cotidiano del vértice.

Salud,