11 octubre, 2014

Las estatuas son para los muertos. Por Francisco Sosa Wagner



Hace poco se ha venido abajo la estatua dedicada, en un pueblo de Cataluña, a un prócer de la política de aquella región. No por el impulso del viento o de alguna otra malaventura meteorológica sino por mano airada tras conocer el propietario de la tal mano que el prócer citado era un tunante -titulado en las mejores escuelas de tunantes- que al parecer se ha aprovechado de su cargo para ganar una fortuna, él y con él una parentela que debe calificarse como bíblica por lo abundante.

Quizás haya sido la necesidad de alimentar a tantos hijos lo que ha justificado a los ojos del Ayuntamiento el perdón de los pecados cometidos en nombre de la patria por el de la estatua porque lo cierto es que se ha ordenado, con diligencia municipal, alzarla de nuevo recuperando de esta forma el preboste su dignidad maltrecha. 

Y es que como este sujeto no puede rescatar su dignidad real, es decir, su dignidad envuelta en carne y hueso, que al menos -piensan los ediles- recupere la dignidad hecha granito o bronce.

El mal se halla en levantar estatuas a personas que todavía viven en carne mortal pues éstas aún no han alcanzado su plenitud que solo se logra con el reposo perdurable del cementerio. Ni siquiera Kim Jong un, el dulce líder comunista y progresista de Corea del Norte se ha atrevido a petrificarse.  

Lo que nos da dimensión a los humanos es la muerte como lo que da dimensión a la catedral es la plaza abierta en la que se aloja.

Por eso solo tras la muerte viene la estatua. Y esta observación no esconde ningún misterio ya que la estatua es algo eterno como llamada que está a ser cagada por  generaciones de aplicadas palomas de la paz y la guerra, y a contemplar el tiempo, ajena a las danzas y colorines del teatro de la vida. Piénsese que, junto a la estatua del parque, se hacen las fotos los turistas y, frente a ella, sentados en los bancos, tejen sus recuerdos, invocando el pasado, los ojos con cataratas de los jubilados.

Estatua y vida son así incompatibles. Quien, tras muerto, disfruta de estatua lo que ha conseguido es mostrar la cara amable de su muerte.

¿No nos damos cuenta de que la estatua tiene el inmenso poder de parar el tiempo como lo hace un general al ejército que avanza? Y no solo detiene el tiempo sino que congela una imagen de suerte que a Prim siempre le veremos con el mismo rostro y en el mismo ademán, como nos ocurre con Lope de Vega o con el Eça de Queiroz que está en una placita de Lisboa. En León está inmortalizado Gaudí frente a una de sus criaturas pero para hacerlo hubo que pedir a un conductor de tranvía que lo aplastara en Barcelona.

La estatua es la foto más lograda pero todos sabemos que para hacerse una foto hay que estarse quieto pues, si no es así, sale “movida”. Siendo el movimiento lo contrario de la foto y de la estatua.

Estatua es, por consiguiente, quietud pues nadie puede imaginarse lo que sería una ciudad en la que de pronto empezaran a moverse sus estatuas, bajar de sus pedestales o de sus caballos y acercarse al bar a pedir un café con churros o pretender comprarse en El Corte Inglés un anorak para guarecerse de la lluvia. O simplemente para disfrutar por unas horas de la condición chabacana de transeúnte y matar palomas en señal de desagravio histórico. ¿Cómo sería una manifestación de las estatuas ante el Ayuntamiento pidiendo un acuerdo municipal que decretara un descanso para ellas en esa su inmortalidad agobiante?

Las personas sensibles nos sumaríamos a sus reivindicaciones porque nos producen vértigo como nos lo produciría oír sin descanso la música monótona tocada en una vihuela trastornada por los siglos.

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