04 septiembre, 2015

Cómo despolitizar la Justicia. Por Francisco Sosa Wagner

(Publicado hoy en El Mundo)


La política, la justicia y la independencia de los jueces son asuntos que participan de la sustancia del mito del eterno retorno, presentes siempre como están en cualquier singladura histórica.

A los desmemoriados que hoy evocan con nostalgia los años de la II República conviene recordarles lo que decía nada menos que Azaña ocupando la cabecera del banco azul el 23 de noviembre de 1932: “Yo no sé lo que es el Poder Judicial... ni creo en la independencia del Poder Judicial...”. Gil Robles le interrumpe: “Pero lo dice la Constitución”. A lo que Azaña replica: “Lo que yo digo es que ni el Poder Judicial ni el Poder Legislativo ni el Poder Ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional... hostiles al espíritu público dominante en el país”. Entonces se oye la voz de Santiago Alba: “Eso ya lo dijo Primo de Rivera”. Y Azaña, rápido, da la puntilla argumental: “Pues alguna vez tenía que acertar Primo de Rivera”.
No eran sólo bravatas parlamentarias: las intromisiones en la carrera judicial de los gobiernos republicanos -de cualquiera de los bienios y no digamos del Frente Popular- fueron constantes. Como lo fueron -obvio es decirlo- a lo largo de los decenios franquistas.

Hoy, al hilo del debate sobre una posible reforma constitucional, reaparecen los jueces, reaparece su contaminación política, reaparece la sombra de Montesquieu y más de uno se pregunta qué tiene que ver el autor Del espíritu de las leyes con una organización como nuestro Consejo General del Poder Judicial.

Al mezclarse en la polémica muchos ingredientes, la prudencia aconseja deslindarlos.

Para empezar preciso es recordar que en España los jueces han ingresado en la carrera por medio de duras pruebas públicas, ascienden de acuerdo con reglas previsibles, se especializan a base de estudio y sometiéndose a exámenes competitivos, sus sueldos pueden ser conocidos... Todo ello les permite ejercer su oficio con independencia. Una independencia que no es privativa de los jueces pues de la misma forma se desempeña el profesor universitario cuando escribe o da sus clases, el registrador de la propiedad cuando califica un documento o el médico cuando aplica la lex artis al diagnóstico y tratamiento de un paciente.

Siendo esto así ¿dónde está el problema? ¿por qué se habla de la politización de la Justicia?
Porque hay determinados cargos judiciales a los que se llega por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la sustancia política. Son los de magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal, presidente de la Audiencia Nacional y de sus salas, presidentes de tribunales superiores de Justicia y asímismo de sus salas, presidentes de audiencias y magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.

Con carácter general, en estos casos, es el Consejo General del Poder Judicial el que efectúa los nombramientos de forma discrecional aunque está obligado a motivar su decisión. Advirtamos cómo se ha perdido el hilo de la regla previsible y cómo, por esta vía, se cuelan consideraciones que ya no son estrictamente profesionales. Creo que el juez -cubierto de canas y ahíto de trienios- que aspira a estos cargos no se merece la sumisión a una negociación ruborosa en el seno del Consejo, epicentro de pugnas políticas y de pactos embolismáticos entre las asociaciones judiciales.

Pues bien, solucionar esta anomalía, que viola el principio de “mérito y capacidad”, no exige reformar la Constitución ni ninguna ley de altos vuelos. Exige únicamente cambiar un humilde Reglamento, el del propio Consejo 1/2010 de 25 de febrero, y sustituirlo por otro que establezca el concurso ordinario para la provisión de estas plazas discrecionales. Más facilidad no cabe. Es verdad que los vocales del Consejo perderían la oportunidad de participar en mil enredos pero sin duda ganaría la independencia judicial. ¿No es un valor apreciable?

El lector lego se preguntará qué es el Consejo al que tanto he citado. Se trata del órgano de gobierno de los jueces, inventado por los constituyentes de 1978, a los que debemos ideas felices: la de Consejo del Poder Judicial no se encuentra entre ellas. Si tal Consejo desapareciera, el aire quedaría más diáfano y el paisaje institucional más terso y sedeño.

Como de lo que trato es de ofrecer soluciones sencillas recordaré que este Consejo está integrado por su presidente y por 20 miembros nombrados por el Rey: 12 entre jueces y magistrados de las categorías judiciales; cuatro a propuesta del Congreso y cuatro del Senado entre abogados y juristas de reconocida competencia.
A lo largo de varios d
ecenios se ha reformado el modo de elegir sus vocales en tantas ocasiones como cambios políticos han desfilado ante nuestros ojos. En la actualidad. para figurar entre los 12 miembros “judiciales”, cualquier juez puede presentar su candidatura aportando el aval de 25 miembros de la carrera judicial o el de una asociación judicial. Cuando se haya comprobado la regularidad de todas estas candidaturas, se envían a los presidentes de las cámaras para que éstas elijan por mayoría de tres quintos de sus miembros.

Éste es el momento en el que se levanta el telón de las intrigas de suerte que puede decirse que en el seno del Consejo, y a lo largo de su vida, se han reflejado como en un espejo bien bruñido las imágenes de quienes han dominado la escena española los últimos 40 años: PP y PSOE más la ayuda desinteresada de CiU y PNV.

Pues bien, lo que propongo es que la selección, una vez comprobada la regularidad de las candidaturas y establecida una comparecencia de los candidatos en sede parlamentaria, se haga mediante sorteo. Se rescataría así un sistema que tiene ilustres precedentes en la historia de la democracia, que fue alabado por Montesquieu en las primeras páginas de su obra inmortal y que es objeto de debate en Europa e incluso de iniciativas parlamentarias porque en Italia circula por el senado una destinada a introducirlo para designar precisamente a los miembros del órgano de gobierno de los jueces (similar al nuestro).

Análogo sistema se podría emplear en relación con los ocho juristas “de reconocido prestigio”.

De nuevo para este empeño necesitamos sólo retocar unos reglamentos, los de las cámaras. La Constitución quedaría ajena a este trasiego.

Vemos pues dos modificaciones sencillas que cambiarían de forma sustancial las actuales reglas de juego y entorpecería la presencia de los partidos políticos en la vida judicial: ¿no ganaría en frescor y fragancia?

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