08 octubre, 2007

Por un nacionalismo español y democrático. Por Joaquín Leguina

Ibarreche anuncia (con fecha y todo) un referéndum para que los vascos decidan si Euskadi se independiza de España (por cierto, no es normal que nadie le pregunte a este pavo qué votaría él en semejante referéndum). En la misma dirección navega, respecto a Cataluña, Carod Rovira, un líder que forma parte del Gobierno de la Generalidad, presidido por un sedicente socialista llamado José Montilla, nacido en la provincia de Córdoba, quien se niega a usar en público el español (siendo ésta la lengua materna de la inmensa mayoría de los ciudadanos catalanes). Para animar la cosa, unos cuantos radicales, amparados por ERC, el partido de Carod, se dedican a quemar fotografías del Rey (no porque ellos sean republicanos sino porque el Rey es un símbolo de España) y, mientras, en las Cortes, todos los grupos nacionalistas (catalanes, vascos, gallegos…) reclaman la existencia oficial y la participación en los campeonatos internacionales de selecciones deportivas de sus respectivos territorios (no para intentar ganar o para competir ellos con solvencia sino para que España no pinte nada en el concierto deportivo internacional). Y todos estos provocadores se dirigen a sociedades -como la vasca o la catalana- cuyos ciudadanos, en su inmensa mayoría, se sienten vascos (o catalanes) y, a la vez, españoles, a los que habría de sumarse la cantidad de aquellos que -en porcentaje nada despreciable- se sienten sólo españoles.
Me temo que en la Historia de España no se había producido antes un guirigay soberanista de la envergadura ruidosa a la que estamos asistiendo. La música nacionalista nos era conocida, y también nos era familiar la letra, pero la orquesta y los atambores nunca habían sonado con tanto estruendo. En cualquier caso, resulta sorprendente el espeso silencio que retumba en las respuestas que brillan por su ausencia y que cabía esperar de la otra parte, es decir, de los partidos de ámbito nacional y, también, de las instituciones regidas por ellos: empezando por el Gobierno de España y acabando en el más pequeño de los ayuntamientos. Algo ha pasado en este ruedo ibérico, conocido antaño como “reñidero español”, pues ahora sólo quiere reñir una de las partes en litigio. Por eso, a mi juicio, merece la pena analizar las causas de tanta prudencia y es preciso hacerlo, muy especialmente, respecto a la izquierda española.
Poco se podrá decir de IU a este respecto, pues cuenta entre sus filas con un genio político del tamaño de Javier Madrazo, que tiene como oficio (y beneficio) ejercer de tiralevitas de Juan José Ibarreche. Así que vayamos a lo que importa, es decir, al PSOE. La pregunta es sencilla: ¿Qué opinan los dirigentes e intelectuales “orgánicos” socialistas de este ruido independista? ¿Por qué escurren el bulto o se disfrazan de noviembre ante esos discursos infumables?
Para los tácticos –tan abundantes en las direcciones de los partidos y también en el PSOE- este asunto, el de ruido independentista, es cosa que se explica por la necesidad que los nacionalistas tienen -como la tienen los pavos reales- de mostrar sus más llamativos plumajes ante un electorado nacionalista en disputa: en Cataluña entre ERC y CiU y en el País Vasco entre PNV y EA, ambos también en liza con Batasuna, a quien es preciso arrebatar su actual electorado. Un electorado que estará, al parecer, destinado a la orfandad cuando ETA desaparezca.
Se trata, pues –según estos tácticos, tan optimistas-, de una lucha por los votos en campo cerrado, es decir, dentro del electorado nacionalista; lucha adobada en Cataluña con la disputa presupuestaria en pos de la loncha más gorda del jamón: el jamón de las inversiones públicas. Por eso –siempre según ellos- no merece la pena entrar al trapo, porque, además, estos muchachos tan gritones, en el fondo, son buenos chicos y siempre estarán dispuestos a echarnos una mano en nuestra misión histórica, que es la de aislar al PP y, de paso, formar aquí y acullá junto a estos goodfellas “gobiernos de progreso”, en Cataluña, en Galicia o donde se tercie (menos en Navarra, por razones tan obvias como inconfesables).
Empero, hay una pregunta elemental a la que nunca responderán “los tácticos” del socialismo reinante y es ésta: ¿para qué ha servido abrir el melón de los estatutos de Autonomía, empezando por el catalán? Porque habrá de reconocerse que si con ello, con la apertura de ese melón, se pretendía atemperar los ardores guerreros dentro de las filas nacionalistas, el resultado ha sido desastroso. Claro que también puede argüirse que la brillante operación territorial, la de los nuevos estatutos se ha hecho con la sola intención de hacer funcionar mejor el Estado… pero este último argumento, tan repetido -todos lo sabemos y ellos también- es más falso que un euro de madera.
En fin, vayamos más allá y escuchemos las razones de quienes con más solvencia intelectual que la de los mentados tácticos argumentan desde la izquierda a favor del silencio. Lo que dicen es que las aspiraciones, demandas y reivindicaciones nacionalistas “no están en la agenda política”, que a esas añosas aspiraciones ya dio respuesta cabal la Constitución de 1978, por ejemplo, en sus artículos 1 y 2 (“La soberanía nacional reside en el pueblo español” o “La constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española”) y también en otras muchas leyes vigentes. Esa Constitución –añaden- fue el producto de una voluntad común de convivencia y de un pacto político en el que todos renunciaron a sus aspiraciones máximas… y ellos, los nacionalistas, también. Y, por lo tanto, venir ahora con esas salidas de pata de banco no viene a cuento… y el resto, como en el Hamlet, es silencio.
Aun estando de acuerdo –y yo lo estoy- con la base central y constitucionalista de esta argumentación, no conviene cerrar los ojos, al menos a dos cosas:
1. Si por “agenda” se entiende el conjunto de cuestiones políticas que –por decirlo así- están en el candelero público, entonces habrá de reconocerse que quien maneja con más habilidad y éxito la agenda política en España son los nacionalistas y, lo que es más grave, son su argumentario y sus reivindicaciones los que se escuchan… y se escuchan sin una respuesta contundente, al menos, desde la izquierda.
2. Ellos, los nacionalistas periféricos, parecen tener una idea acerca de lo que son sus sedicentes “naciones”, mientras nosotros, los españoles de izquierda, que sí tenemos una idea de España, no la expresamos o la expresamos con la boca pequeña. ¿Por qué?
Antes de contestar a la pregunta de por qué la izquierda española se muestra reticente a expresar y defender una idea clara (política, cultural, sentimental…) de España, conviene que repasemos cómo se expresa hoy la ideología nacionalista de corte periférico. Lo haré sin recurrir a los grandes mitos y manipulaciones tradicionales, propias de estos nacionalismos, pero sí me atendré a la expresión inmediata, de hoy mismo, de esa ideología a través de un análisis cualitativo realizado por Helena Béjar[1], profesora titular de Sociología de la Universidad Complutense.
Veamos resumidamente las características del discurso nacionalista periférico detectadas por el estudio y no creo necesario tener que explicar el contenido mítico (cuando no directamente mentiroso) de un discurso que resulta ser –antes que cualquier otra cosa- profundamente reaccionario:
a) Esencialismo. “Cataluña es una identidad con raíces y lengua. Ello justifica la conciencia pueblo”. La lengua hace a quienes la usan miembros de una nación, no es un vehículo para la comunicación, es la expresión de la conciencia nacional. Aceptar el bilingüismo (en Cataluña, País Vasco o Galicia) sería aceptar la existencia de identidades complejas y el nacionalismo requiere de una comunidad homogénea, por eso detesta el bilingüismo.
b) Organicismo. La nación (Cataluña, País Vasco, Galicia) es un organismo vivo, personal, con un espíritu y un sentimiento propios e identificables.
c) Historicismo. La nación es el producto de una historia antigua cuya “cultura” maltratada se ha bruñido en largas guerras. “Los vascos somos el pueblo más antiguo de Europa”, “El pueblo vasco tiene siete mil años de Historia”, acaba de decir Ibarreche sin que le temblara la garganta al emitir semejante rebuzno).
d) Autenticidad. La versión moderna de este valor romántico es el diferencialismo. La diferencia respecto a los otros, como valor supremo frente a lo común.
e) Victimismo. Existe una injusticia histórica que ningún acto de expiación por parte de España podrá borrar. Por lo tanto, las demandas de los nacionalistas están condenadas a transformarse, pero no a saciarse. La necesidad de un enemigo, España, es la mayor constante en el ideario nacionalista.
f) El No-reconocimiento de España es la consecuencia de todo lo anterior. “España no existe”, “España no tiene nombre”, por eso se la moteja como Estado español, cuando no se la reduce a “Madrid”, el polo del poder transformado en enemigo, quienquiera que sea el que gobierne en ese lugar remoto y ajeno.
Una variante de esa falta de reconocimiento –muy significativo a propósito de lo que aquí estoy planteando- es lo siguiente: la visión que los nacionalistas periféricos tienen acerca del nacionalismo español al que ven, a la vez, como doliente (siempre quejándose de la pérdida de su antigua grandeza) y autoritario (franquista). De esta guisa, los periféricos consiguen colocar a los nacionalistas españoles entre la espada del franquismo y la pared de la negación o del silencio. En otras palabras: los nacionalistas periféricos plantean la paradoja de una nación, España, que si no se autoafirma demuestra su inexistencia y si se exhibe muestra su carácter autoritario (franquista). Ésta es, precisamente, la trampa en la que se halla presa una buena parte de la izquierda española. Ésa es la jaula cuyos barrotes es preciso romper, porque como escribe Helena Béjar, “la izquierda identifica descentralización con progresismo, mientras los nacionalismos periféricos convierten a España en una noción retórica”.
En el estudio ya citado, la investigadora no encuentra referencia al españolismo tradicional en ningún grupo de estudio, ninguna nostalgia parece existir del franquismo ni de la España centralista entre los encuestados, pero tampoco abundan (excepto entre aquéllos con un discurso intelectualmente elaborado y próximos al PP) los proclives a la defensa de una España como nación política y cultural, con una lengua, una historia y ascendencia comunes. Ahí, en este déficit, radica, a mi juicio, una gran debilidad: la que favorece la idea de unos nacionalismos, los de las naciones sin Estado, como “progresistas” para la izquierda bienpensante.
En estas condiciones, me atrevo a asegurar que cualquier apelación a la pertenencia ciudadana, a la racionalidad, a la Constitución… Todo lo que se haga en pro de un lenguaje de compromiso democrático, de la ciudadanía incluyente, de un patrimonio constitucional común serán piezas intelectualmente solventes y útiles… pero insuficientes. ¿Por qué?
Porque ese discurso tiene un gran déficit emocional. España no es sólo un Estado que ha de proteger a sus ciudadanos: “Cuando veo la bandera de España en un edificio público sé que allí se me está defendiendo y si no la veo no lo sé” (Fernando Savater). España es, además, una nación de la que nos sentimos miembros. La identidad ciudadana, post-nacional y europeísta, siendo elogiable y deseable, resulta, a todas luces, incompleta a la hora de construir unos anclajes sociales eficientes, capaces de parar la actual ola disgregadora.
Es preciso reconstruir (o construir) en España un nacionalismo democrático insertado en la tradición liberal –la de Ortega, la de Fernando de los Ríos, la de Giner, la de Prieto, la de Azaña-, en lugar de destruirlo o desmontarlo, y para ello la izquierda –ella sobre todo- tiene que echarle siete llaves al sepulcro del franquismo y, en consecuencia, también al del antifranquismo. Un franquismo que, pretendiendo hacer todo lo contrario, lo que consiguió fue quebrar la conciencia nacional, al identificarse él con España, motejando a quienes se le oponían de Anti-España. Un franquismo que, a la postre, sirvió para justificar un victimismo revanchista que no deja de hacerse oír, con ocasión o si ella.
Buena parte de la generación de 1968, a la que yo pertenezco, sigue presa de una inercia absurda que –como dice la profesora Béjar- “le impide abrazar la bandera española como propia, mientras se muestra tolerante con la continua y ubicua exhibición de las banderas catalana y vasca, encarnaciones de un patriotismo, ése sí, respetable”.
Hablemos, al fin, claro: Prat de la Riba y otros “regionalistas” (así se hacían llamar los fundadores del catalanismo) no proponían la independencia de Cataluña, y no la proponían no porque no la desearan, sino porque sabían que eso era imposible. Percibían con claridad que frente a esa aspiración existía una apabullante mayoría… y hoy sigue existiendo esa mayoría contraria, pero sus representantes políticos son, a menudo, incapaces de plantarse y -emulando a Alan Ladd frente a Jack Palance en “Raíces profundas”- decir a los nacionalistas: “No sigan ustedes por ese camino”. Aunque, a lo mejor, para que este “basta ya” se produzca haya que cambiar la Ley electoral…pero ése es otro asunto, dentro, eso sí, de la misma triste historia.
[1] Los discursos del nacionalismo en España. Claves de razón práctica. Nº 174. (Para el estudio se trabajó con 17 grupos de discusión en Madrid, Toledo, Barcelona y País Vasco).

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ese nacionalismo español y democrático, ¿admite el derecho de autodeterminación? Que me conste esa es la única forma de expresar de forma democrática la voluntad de pertenencia a una nación. Pero no es así, y mientras no lo sea, hablar de nacionalismo español democrático creo que es contradictorio. De nuevo increible lo de Savater -no conocía la cita que de él hace Leguina-. Intxaurrondo lucía la bandera española -y solo esa bandera-. Posiblemente a Savater le parezca que esa enseña, en ese centro público, lo protege -de hecho es así- pero a mí me ocurre todo lo contrario. Las características del nacionalismo periférico que relata la profesora Béjar son, todas y cada una, también propias del nacionalismo español -incluido el "democrático"- (y sugiero a J. Leguina la lectura atenta de los textos de los próceres que él mismo cita como mentores de esa corriente nacionaldemocrática, muy especialmente los de Ortega y Azaña: allí encontrará todo un arsenal de esencialismo, organicismo, etc.) Por último me gustaría saber si Garciamado ha colgado este artículo como simple material de debate o también como opinión que él suscribe.