Cuando el legislador, esa misteriosa figura que se esconde en recónditos despachos de caoba, dice que con una nueva ley se propone cambiar algún elemento de la sociedad, lo primero que necesita es conocer esa sociedad. Cuando un juez o tribunal elige, de entre las posibles, aquella decisión que tendrá las mejores consecuencias sobre la sociedad o los afectados, también debería saber algo de esa sociedad que trata como laboratorio, pero es dudoso que sea capaz de prever efectos y reacciones en contextos sociales y vitales complejos.
Está de moda que las decisiones, sean legislativas o sociales, se quieran justificar por sus efectos benéficos. Veámoslo primero a propósito de las decisiones judiciales. Un ejemplo lo tenemos en la llamada interpretación teleológica de las normas. Consiste ésta en optar, de entre las interpretaciones posibles de una norma, por aquélla que suponga una mejor realización del fin de dicha norma. Para ello, primero se establece cuál es dicho fin y después se sopesan las diferentes interpretaciones posibles desde el punto de vista del grado en que esa finalidad normativa se alcance con cada una . En otras palabras, se hace un juicio prospectivo complejo para cada una de esas interpretaciones posibles, de manera que de cada una se sienta, para el caso en que fuera ésa la interpretación finalmente elegida, lo siguiente: a) qué consecuencias tendría la aplicación al caso de la norma así interpretada y b) en qué grado esas consecuencias se compadecen con el fin que previamente se asignó a la norma en cuestión. La opción final por la interpretación elegida queda justificada por ser la que lleve a una versión de la norma que dé lugar a la mejor plasmación práctica de aquel fin.
Esta llamada interpretación teleológica es tan frecuente como a menudo tramposa. La primera trampa suele hallarse en la asignación de la finalidad de la norma cuando no es evidente y clara. Muy comúnmente los jueces se limitan a elegir dogmáticamente un fin, sin argumentar suficientemente por qué consideran que es ése y no otro el objetivo que guía a la norma que tienen entre manos. Pero ése no es el asunto que ahora nos ocupa.
Cuando los jueces afirman que una aplicación de la norma N interpretada en el sentido I1 tendrá la consecuencia X y una aplicación de dicha norma N interpretada en el sentido I2 tendrá la consecuencia Y están haciendo un cálculo de consecuencias que presupone, según la materia de que se trate, la capacidad para conocer cosas tales como reacciones sociales, reacciones psicológicas de los sujetos, efectos económicos, etc., etc. ¿Cómo pueden saber cosas de ese tipo, respecto de las que los científicos sociales se mostrarían por lo general aún dubitativos después de manejar todo tipo de datos, experiencias históricas, efectos estadísticos, etc.? ¿Cómo, en otras palabras, pueden los jueces superar con tal soltura las dificultades del cálculo probabilístico?
Creo que la respuesta está en que la praxis jurídica tiene la habilidad, retóricamente adornada, de hacer pasar por verdades de sentido común lo que en la ciencia se presenta como reino de la incertidumbre y campo propicio solamente para conocimientos técnicamente muy depurados. Tal vez por eso ha sido y es tan reacio el mundo del Derecho a la presencia de la ciencia social en las enseñanzas jurídicas: porque esa ciencia permitiría ver como complejo lo que en las decisiones jurídicas debe mostrarse como simple y evidente, poco menos que de cajón.
Hace un momento estaba leyendo unas páginas bien interesantes de un libro titulado “Tatproportionale Strafzumessung”, de una joven penalista alemana llamada Tatjana Hörnle (permítase la pedantería para que nadie se olvide de que uno es profesor de Derecho y lleva el gen correspondiente). Nos ofrece un nuevo ejemplo de lo que estamos diciendo, pues afirma (p. 29) que cuando los jueces penales apelan a consideraciones preventivas como justificación de la medición de la pena que para el caso imponen, casi nunca tienen en su poder -ni los pretenden- datos empíricos que pudieran permitir medir los efectos de la pena en términos de su prevención individual (la reacción esperable del delincuente) y de su prevención general (las reacciones sociales previsibles). En la mayor parte de los casos poseer datos tales resultaría sumamente complicado en términos de tiempo y organización del proceso, además de que seguramente tampoco son los jueces científicos preparados para realizar las evaluaciones e inferencias pertinentes. ¿Entonces? Entonces se trata de camuflar la discrecionalidad pura y dura bajo el manto de tópicos biensonantes y de dar a la decisión un tinte de capacidad técnica y sensibilidad social que malamente se acompasa con los imperativos del sentenciar apresurado y en serie.
¿Y qué decir del legislador? Una y mil veces se nos asegura que los problemas sociales más preocupantes se van a esfumar por arte de magia legal, que reformas legislativas -prototípicamente: endurecimeinto de penas- van a acabar con todas las lacras que nos cercan. Y no. Un ejemplo bien burdo, uno de tantos, es el de las reformas penales en materia de violencia de género. Los resultados saltana la vista y nos siguen salpicando de sangre. Para tratar adecuadamente un cáncer así el legislador debería saber de mentalidades y hábitos, de acciones y reacciones, de patrones de convivencia socialmente impuestos, de posibles efectos deseados y no deseados, de tantas cosas. Pero decimos el legislador y ¿qué decimos con ellos? Estos partidos, estos políticos, estos grupos de intereses y de presión y esta sociedad adocenada que aún cree en palabras mágicas y chamanes pillos. Pues está todo dicho.
Sería bonito tratar de contrastar con datos históricos –y presentes- la siguiente hipótesis: cuanto más ignorante es un gobernante o más lerdos los dirigentes del partido que mandan, más confían en los efectos taumatúrgicos de las reformas legales, pues menos capaces son de evaluar causas y efectos en la interacción social. Ellos creen que el mundo se mueve con consignas y rezos, con tópicos y poses, con sonrisitas bobaliconas y apelaciones al ángel de la guarda de los justos. No voy a poner ejemplos cercanos porque el que no haya visto aún es que está ciego a posta... o tiene cargo o lo espera.
¿Y los científicos sociales, que podrían poner las cartas sobre la mesa y llamar al pan pan y al timo timo, dónde están? Calladitos, por si acaso. Por si se cae un chollete o por si no les dan el próximo proyecto de investigación; o elaborando el antepenúltimo plan de estudios de esta década; o meneando los conceptos infames de la corrección política y del nuevo discurso único. Eso sí, en I más D más I controlamos un huevo (IDI...; hay que seguir con las siglas hasta formar palabra). Ya casi hemos conseguido que para la sociedad la ciencia social sea tan inútil como la ley y la jurisprudencia.
Está de moda que las decisiones, sean legislativas o sociales, se quieran justificar por sus efectos benéficos. Veámoslo primero a propósito de las decisiones judiciales. Un ejemplo lo tenemos en la llamada interpretación teleológica de las normas. Consiste ésta en optar, de entre las interpretaciones posibles de una norma, por aquélla que suponga una mejor realización del fin de dicha norma. Para ello, primero se establece cuál es dicho fin y después se sopesan las diferentes interpretaciones posibles desde el punto de vista del grado en que esa finalidad normativa se alcance con cada una . En otras palabras, se hace un juicio prospectivo complejo para cada una de esas interpretaciones posibles, de manera que de cada una se sienta, para el caso en que fuera ésa la interpretación finalmente elegida, lo siguiente: a) qué consecuencias tendría la aplicación al caso de la norma así interpretada y b) en qué grado esas consecuencias se compadecen con el fin que previamente se asignó a la norma en cuestión. La opción final por la interpretación elegida queda justificada por ser la que lleve a una versión de la norma que dé lugar a la mejor plasmación práctica de aquel fin.
Esta llamada interpretación teleológica es tan frecuente como a menudo tramposa. La primera trampa suele hallarse en la asignación de la finalidad de la norma cuando no es evidente y clara. Muy comúnmente los jueces se limitan a elegir dogmáticamente un fin, sin argumentar suficientemente por qué consideran que es ése y no otro el objetivo que guía a la norma que tienen entre manos. Pero ése no es el asunto que ahora nos ocupa.
Cuando los jueces afirman que una aplicación de la norma N interpretada en el sentido I1 tendrá la consecuencia X y una aplicación de dicha norma N interpretada en el sentido I2 tendrá la consecuencia Y están haciendo un cálculo de consecuencias que presupone, según la materia de que se trate, la capacidad para conocer cosas tales como reacciones sociales, reacciones psicológicas de los sujetos, efectos económicos, etc., etc. ¿Cómo pueden saber cosas de ese tipo, respecto de las que los científicos sociales se mostrarían por lo general aún dubitativos después de manejar todo tipo de datos, experiencias históricas, efectos estadísticos, etc.? ¿Cómo, en otras palabras, pueden los jueces superar con tal soltura las dificultades del cálculo probabilístico?
Creo que la respuesta está en que la praxis jurídica tiene la habilidad, retóricamente adornada, de hacer pasar por verdades de sentido común lo que en la ciencia se presenta como reino de la incertidumbre y campo propicio solamente para conocimientos técnicamente muy depurados. Tal vez por eso ha sido y es tan reacio el mundo del Derecho a la presencia de la ciencia social en las enseñanzas jurídicas: porque esa ciencia permitiría ver como complejo lo que en las decisiones jurídicas debe mostrarse como simple y evidente, poco menos que de cajón.
Hace un momento estaba leyendo unas páginas bien interesantes de un libro titulado “Tatproportionale Strafzumessung”, de una joven penalista alemana llamada Tatjana Hörnle (permítase la pedantería para que nadie se olvide de que uno es profesor de Derecho y lleva el gen correspondiente). Nos ofrece un nuevo ejemplo de lo que estamos diciendo, pues afirma (p. 29) que cuando los jueces penales apelan a consideraciones preventivas como justificación de la medición de la pena que para el caso imponen, casi nunca tienen en su poder -ni los pretenden- datos empíricos que pudieran permitir medir los efectos de la pena en términos de su prevención individual (la reacción esperable del delincuente) y de su prevención general (las reacciones sociales previsibles). En la mayor parte de los casos poseer datos tales resultaría sumamente complicado en términos de tiempo y organización del proceso, además de que seguramente tampoco son los jueces científicos preparados para realizar las evaluaciones e inferencias pertinentes. ¿Entonces? Entonces se trata de camuflar la discrecionalidad pura y dura bajo el manto de tópicos biensonantes y de dar a la decisión un tinte de capacidad técnica y sensibilidad social que malamente se acompasa con los imperativos del sentenciar apresurado y en serie.
¿Y qué decir del legislador? Una y mil veces se nos asegura que los problemas sociales más preocupantes se van a esfumar por arte de magia legal, que reformas legislativas -prototípicamente: endurecimeinto de penas- van a acabar con todas las lacras que nos cercan. Y no. Un ejemplo bien burdo, uno de tantos, es el de las reformas penales en materia de violencia de género. Los resultados saltana la vista y nos siguen salpicando de sangre. Para tratar adecuadamente un cáncer así el legislador debería saber de mentalidades y hábitos, de acciones y reacciones, de patrones de convivencia socialmente impuestos, de posibles efectos deseados y no deseados, de tantas cosas. Pero decimos el legislador y ¿qué decimos con ellos? Estos partidos, estos políticos, estos grupos de intereses y de presión y esta sociedad adocenada que aún cree en palabras mágicas y chamanes pillos. Pues está todo dicho.
Sería bonito tratar de contrastar con datos históricos –y presentes- la siguiente hipótesis: cuanto más ignorante es un gobernante o más lerdos los dirigentes del partido que mandan, más confían en los efectos taumatúrgicos de las reformas legales, pues menos capaces son de evaluar causas y efectos en la interacción social. Ellos creen que el mundo se mueve con consignas y rezos, con tópicos y poses, con sonrisitas bobaliconas y apelaciones al ángel de la guarda de los justos. No voy a poner ejemplos cercanos porque el que no haya visto aún es que está ciego a posta... o tiene cargo o lo espera.
¿Y los científicos sociales, que podrían poner las cartas sobre la mesa y llamar al pan pan y al timo timo, dónde están? Calladitos, por si acaso. Por si se cae un chollete o por si no les dan el próximo proyecto de investigación; o elaborando el antepenúltimo plan de estudios de esta década; o meneando los conceptos infames de la corrección política y del nuevo discurso único. Eso sí, en I más D más I controlamos un huevo (IDI...; hay que seguir con las siglas hasta formar palabra). Ya casi hemos conseguido que para la sociedad la ciencia social sea tan inútil como la ley y la jurisprudencia.
5 comentarios:
Ole sus cojones profesor, esta es la caña que el pueblo necesita para salir de sus adormideras. Putos cargos. Si se van a morir lo mismo.
Roland Freisler
En el caso de los jueces, el "sentenciar apresurado y en serie" es precisamente una de las causas de que se acuda a determinados métodos de interpretación, pero sin aceptarlos hasta sus últimas consecuencias.
La interpretación finalista, a la que se refiere el post, requiere en efecto una indagación previa -que no puede sustituirse por una mera intuición acrítica- de cuál es esa finalidad. Lo que ocurre es que estos métodos admiten una burda utilización para despachar los asuntos de cualquier manera:. Conozco algún juez que lleva años sin citar un solo precepto legal, solamente "principios", extraídos de alguna norma, de la jurisprudencia y, si hace falta, de su propia cosecha, lo cual facilita muchísimo el sentenciar "apresurado y en serie", que es la causa y el efecto de los males de la Justicia.
Respecto del legislador, sí que dispone de los medios para saber con algun grado de cerrteza para qué introduce una nueva norma en el ordenamiento, pero no veo que tenga gran interés en hacerlo.
La Ley de Violencia de "género" es un caso paradigmático, en el que se reemplaza cualquier análisis científico de la realidad por un apriorismo ideológico que se ofrece como axioma sobre el que no cabe discusión. De ahí se llega a la noticia que daban ayer varios periódicos: los juzgados de violencia de género dictan más sentencias condenatorias (un 23 % más) que los demás órganos judiciales, sorprendente cifra que a mi entender debería llevar a abrir una investigacion a esos jueces de "mazo" tan ligero.
En el nivel de normación reglamentaria, todo quedó dicho cuando en 1997 la Ley del Gobierno suprimió la exigencia de elaborar una "tabla de vigencias", que recogiera las normas anteriores sobre la materia y cómo quedaban afectadas, lo cual equivale -como señaló en su momento García de Enterría- a reconocer que la Administración emprende innovaciones normativas sin clara conciencia de su alcance, o sea, que la mayor parte de las veces no saben lo que hacen, aunque en este caso no merezcan perdón alguno.
El comentario anterior lo he escrito yo, Tomás, pero no he conseguido poner el nombre: la casilla URL se rellena de manera automática con (opcional) y da un error.
Muy de acuerdo con todo...salvo con lo último: las ciencias sociales, la ley y la jurisprudencia, por cierto son múy útiles. Sólo que para unos pocos.
Excelente. Creo que, en el caso de los jueces, puede haber un poco de complejo de inferioridad de las ciencias humanas respecto de las "duras". Digo, un juez está dispuesto a tomar como palabra santa las insufribles fórmulas trigonométricas de un ingeniero en un juicio por accidente de tránsito, pero no está dispuesto a escuchar del mismo modo a un semiólogo opinando, por ejemplo, en un caso sobre derecho a la imagen. Hacen falta verdaderos humanistas en la judicatura...
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