01 noviembre, 2005

EL POWER POINT Y EL ORADOR INDOLENTE. UNA HISTORIA DE AMOR FOU

¿Asiste usted a conferencias o charlas en las que se use el dichoso power point? Pues estará de acuerdo conmigo en que semejante invento está asestando la puñalada terminal a la oratoria y a la capacidad expresiva de los expositores.No digo que no sea útil esa herramienta para ir proyectando a la vista de todo el auditorio el esquema o los puntos capitales de lo que se esté contando. Es cosa más limpia y aparente que la vetusta tiza y no mancha ni hace estornudar. Pero, como siempre, el problema no radica en la herramienta, sino en los vicios y taras del cantamañanas que la emplea.¿Que dónde veo el problema? Pues en que muchos conferenciantes con power point parecen talmente lelos hablando para lelos. ¿O acaso no se supone que todos sabemos leer? ¿Por qué no programar el ordenador para que vaya pasando él solo las imágenes al ritmo que el espectador lee sus contenidos, en lugar de colocar allí a semejante mandado, perfectamente fungible y prescindible? Diré por qué me pongo así.Uno entra en un salón, se sienta, espera. Al cabo entra el conferenciante y se apagan las luces principales, para provocar una penumbra que vaya bien a la proyección, pero que acaba por resultar como la más dulce caricia de Morfeo. Con esa oscuridad algo interesante comienza ya a perderse, pues el centro de atención se traslada de la persona del que diserta a la pantalla que recoge gráficos y esquemas. Y comienza el show.Ya en varias ocasiones me he encontrado con que la cosa inicia así. Se enciende el proyector y en la pantalla aparece este profundo mensaje: “Buenas tardes”. El conferenciante clava su mirada ahí y, sin siquiera observar de reojo a la concurrencia, repite: “buenas tardes”. Acto seguido hace su segundo clic y ante los ojos admirados de todos florece, esplendoroso, un nuevo letrero, esta vez con el título de la charla. En ese instante, un servidor ya empieza a impacientarse y a notar súbitos picores en las partes velludas. Y me invade la añoranza del conferenciante clásico, del buen retor que, a pelo, sólo con su modo de presentarse y de dar cuenta de para qué está allí, ya se mete a los oyentes en el bolsillo.Pero no da tiempo en realidad a tanta reflexión, ni siquiera al primer rascado, pues un nuevo clic nos deja ver en pantalla que la exposición va a tener dos partes, la A y la B, que el charlista poco charlatán lee con los ojos atados a la pantalla, cual si ésta tuviera imán y los que escuchamos no estuviéramos allí. Como él no nos mira, nosotros ponemos también nuestra vista en los complejos enunciados de A y B, de media línea cada uno.Apenas se anuncian los primeros sopores, cuando un nuevo clic nos enseña que el apartado A tiene, a su vez, dos subepígrafes, el 1 y el 2, que el orador reproduce con lenta delectación, por si somos ciegos, o lerdos. Y así todo el rato, mera repetición no comentada de divisiones y subdivisiones a golpe de ratón. Discurso sin argamasa, razonamiento sin razones, exposición sin norte ni pasión, somnífero por vía tecnológica, diálogo entre la pantalla y un dedo que magrea un ratón por la parte del lomo, con una voz en off que lee lo que todos ya estamos viendo, lo que vemos, al menos, mientras el párpado resiste su imparable caída. Si Demóstenes o Cicerón levantaran la cabeza se dedicarían a la fontanería, oficio mucho más noble y arriesgado que este de orador robotizado, rehén del diagrama simplón y el colorito chillón, sin memoria, sin verbo, sin gesto, sin tono, cuyas capacidades supongo que habrá que contar por bytes y no por neuronas u ocurrencias.Ah, ¿y cuando la máquina decide agasajar a los oyentes, ya mentalmente idos hace rato, con un oportuno atasco? Momento prodigioso en el que queda patente la plena simbiosis entre el hombre-máquina y su adminículo adorado. En el mismo instante en que dejan de correr en la pantalla los escolares esquemitas y suena un dramático clic-clic-clic, la voz del orador (llamémoslo así) se atranca también. Si hubiera mejor luz comprobaríamos cómo el sudor resbala por su rostro, que parecía de piedra. Se le licúa la cara al hombre, como la de esas virginales y milagrosas estatuas que lloran sangre por los males del mundo.Se nos atoró el locutor. ¿Recursos para salir del paso? No tiene ni uno el buen laptop-man. Si aquella falla técnica no se arregla a golpe de meneo frenético de cables y conexiones, el sujeto será incapaz de decir esta boca es mía, seguramente porque en verdad no lo es. ¿Despedirse y dar por finalizada la disertación? Tampoco, pues ¿cómo hacerlo si no aparece en la pantalla la palabra “fin” ni la fórmula final de “adiós”? Quintaesencia de la ciberangustia, pánico de robot, temblor de orate desenmascarado.Y el caso es que quien en estos tiempos no vaya a su conferencia armado de portátil y del puñetero power point parece que no tiene ni madre, ni padre ni perrito que le ladre. Por ejemplo, los economistas se consideran los supremos virtuosos del invento de marras. Así nos va. Todo el día haciendo diagramas electrónicos que les queden chulis, hija, fíjate en este vector, no me digas que no es fashion. Y total para acabar enseñándonos muy ordenadamente, eso sí, que ni aciertan una sola previsión ni son capaces de explicar en román paladino por dónde nos va a dar la próxima crisis . Pero vestir, lo que se dice vestir, visten un montón, con su portátil de marca y su pantalla de diseño. Tan monos.

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