No se conforman con casar a los homosexuales, con hacer de los padres adoptivos progenitores y de los progenitores biológicos meros padres legales. No les basta con hacer de la nación mayor la más pequeña y con inventarse que son históricamente primeras las naciones que se pergeñaron anteayer en un par de reuniones. No, no se aquietan con nada, no tienen tasa. Véase la última muestra, pretenden ahora que se pueda remover al un funcionario de su puesto por bajo rendimiento. Qué (re)movida. Dónde se vio. De qué van. No es que vaya a perder el removido su condición de funcionario, hasta ahí podríamos llegar con la bromita; ni que fueran trabajadores vulgares, viles obreretes, ya te digo. Pero sí va a poder el jefe cambiarlos de puesto si el que ostentan no lo desempeñan comme il faut.
Hoy viene la noticia en la prensa y me hago cruces (y medias lunas; y croissants) ante el calibre del atrevimiento de ese ministro que más que Sevilla debería apellidarse Sodoma. Compadecido ante la suerte que puede esperar a tanto funcionario ejemplar que he ido conociendo a lo largo de mis periplos administrativos, me pongo a repasarlos a todos, a rememorar sus hazañas, a grabar para siempre en mi magín sus gestas, quizá como postrer y vano homenaje ante la degradante norma que sobre sus asientos se cierne.
¡Se me agolpan tan intensamente los recuerdos! Tengo muy vivo y me acompaña siempre el celo de esas funcionarias de la Secretaría de una Facultad en la que estuve, regañonas y hoscas a más no poder, siempre atentas al despiste profesoral con el que solazarse, al desliz del enseñante al que se pueda vilipendiar con denuedo y saña, pero intocables cuando son ellas las que yerran o incumplen. Pero no hablo de defectos, entiéndaseme rectamente, sino de una encomiable seriedad profesional, de una rectitud funcionarial sin tacha, de una ética del trabajo que, de tan profunda, lleva a sobrevalorar la propia labor, aunque sea horrenda y torpe, y a despreciar la ajena, por muy esforzada que se quiera.
Y esas excelentes curas de humildad que uno recibe. Ah, cuán engreídos estaríamos muchos si no fuera por eso. Miren este caso y valórenlo en su medida justa y como muestra simple entre tantísimas. Llevaba yo en una Facultad diez años y en ella una proba funcionaria trabajaba en la Secretaría desde hacía cinco. Me había visto cientos de veces, nos saludábamos en los pasillos, había pasado mi nombre a innúmeras listas y pergaminos. Y hete aquí que un día acudo a pagar la lotería navideña de la Facultad, viejo rito aglutinador y solidario, esencia inmarcesible de lo que nos queda de comunitario, derecho histórico incluso. Le apoquino a la buena señorita mis veinte euros y espero a que me inscriba en la relación anoréxica de los no morosos. Y es el instante en que ella me mira fijamente y me lanza la pregunta que me pone en mi sitio: "¿Usted cómo se llama?". Vanidad de vanidades, mundo cruel, valle de lágrimas. Yo tampoco recuerdo cómo diantre se llamaba ella, pero en el fondo de mi alma le guardo para siempre un amoroso nicho.
Muchas veces el Decano de aquel entonces compartió con un servidor su desesperación ante la rotunda incompetencia de la buena funcionaria, incapaz de hacer nada, nada de nada, que no fuera ojear el periódico mañanas enteras, sin ánimo nunca para leerlo en forma. Y yo lo consolaba compartiendo con él mi convencimiento de que ese angelical ser, encarnación virginal del funcionario que no ha sido penetrado por la violencia del trabajo, arcángel ajeno a la maldición bíblica de ganarse el pan con el sudor de la frente, aun cuando imagino que más de una vez padecería la exudoración de sus inertes posaderas, había sido puesta allí por los dioses o los gerentes para recordarnos a los demás nuestra humana condición y lo estéril de todo mundano esfuerzo.
Imagínense que esta infausta norma que se aproxima hubiera estado vigente cuando acontecieron los hechos narrados. Tal vez el Decano hubiera tenido tentación de removerla, privándonos a los demás del placer de su contemplación y de la dulzura de su ajenidad de querubín extraterrestre. Amén de poner en un brete a la junta de personal y a muy variados comités, incompatibles por definición con toda remoción que no sea la de los garbanzos en el cocido y las carnes en el puchero. Una injusticia, pues. Intolerable.