05 noviembre, 2006

Dos leyes inmutables. Por Francisco Sosa Wagner

Hay que formular leyes generales, leyes válidas para toda ocasión, leyes eternas e inmutables. Las otras son leyes pacotilla, leyes taparrabo de quien no tiene rabo, no sirven más que para una “saison” por lo que se desvanecen con ella. Prácticamente todas las leyes que se aprueban en las Cortes generales pertenecen a esta segunda modalidad, son de usar y tirar, salen en el BOE con avidez mal disimulada del contenedor de basura pues entran en la vida con el estigma de lo superfluo. Su única dignidad es la de ser alimento de abogado.
A mí me gustan las leyes que no admiten quiebras ni derogaciones. Las leyes refractarias a que puedan ser borradas del mapa, sin más y con desembarazo, por otra ley. Estas leyes resistentes a los avatares del tiempo me fascinan porque tienen cuerpo de titanio y alma de cura carlista.
De entre ellas, hay dos que son mis preferidas. Una es la del embudo, para mí lo ancho y para tí lo agudo. Rige las relaciones sociales hispanas desde la batalla de Covadonga y es probable que aún antes conociera momentos de gloria. Su contenido se atreve a desafiar al mismísimo Kant y a su imperativo categórico, que yace entre escombros cuando la ley del embudo se aplica. La ley del embudo significa el triunfo de la alcaldada y de la extravagancia, es decir, de los componentes más valiosos de la estética. La ley del embudo es además una ley dandi, una ley del refinamiento que bien merecería por ello llevar una flor prendida en una disposición adicional. Participa de la esencia de la eternidad, al no tener ni principio ni fin. Ni el juez más ambicioso se atreve a interpretarla porque es transparente como el aire de la alta montaña y tiene las resonancias inextinguibles de los ecos sin orillas. Gran ley la del embudo, ley básica, ley marco, ley orgánica, que, altiva como es, no precisa de desarrollo reglamentario ni de leyes de desarrollo por parte de las Comunidades autónomas. En el Estatuto de Cataluña se ha intentado hacer de ella una competencia blindada pero el embudo se ha carcajeado, distante y engreído, afirmando con determinación su señorío sin fronteras.
La otra ley de mi preferencia es la que puede resumirse en la siguiente proposición: “cuanto más inútil es un cargo, más da para reuniones y viajes de quien lo ostenta”.
Esta ley, debo reconocerlo, carece de la pátina de la antigüedad de la anterior, es mucho más reciente, creo incluso que soy el primero en formularla así, con pretensiones de teorema matemático. Su expansión corre pareja con la multiplicación de cargos en las autonomías, en los ayuntamientos, en las agencias estatales, en las comisiones de la energía, en los nuevos observatorios -de la pobreza, del maltrato, de los precios-, es decir, se alimenta de un organigrama complejo y barroco, así como del ir y venir de miles y miles de burócratas que gestionan con gran seriedad los intereses públicos. Sí, lector, no sonría, los intereses de usted y los míos.
¿Cómo se distingue a simple vista a ese cargo inútil? La pregunta es pertinente y es lógico que se me dirija como descubridor que soy de la ley porque el ciudadano tiene derecho a identificar sin equívocos el cargo inútil. Para tomar sus precauciones, mayormente. Hay varios indicios pero uno es determinante y, como es muy sencillo de observar, lo anoto para facilitar la identificación del sujeto: el uso del móvil. Quien más veces eche mano del móvil, quien ande todo el día azacanado hablando por ese aparatito -versión de bolsillo del diván del psiquiatra-, ese homínido ostenta un cargo inútil. Lo demás es coser y cantar: estará reunido permanentemente, reuniones de trabajo, trabajos de reuniones, comidas que son reuniones y reuniones que son comidas, un muestrario variado. Lo encontrará usted en los aeropuertos y, en tal sentido, puede afirmarse que la T4 y el AVE son los lugares que albergan un mayor número de cargos inútiles por metro cuadrado. Van de aquí para allá y se agitan en un ajetreo perseverante que es la cinta sin fin del camelo incombustible.