29 febrero, 2008
Discriminación batua
De cómo el TC se mete en casa ajena. Un ejemplo.
Después de distintas vicisitudes a través de las correspondientes instancias judiciales, la última, la Audiencia Provincial de Barcelona, condenó al luego recurrente en amparo por un delito de injurias.
El TC denegará el amparo.
a) Análisis del núcleo decisorio de la STC 176/1995.
Podemos reducir ese núcleo a las siguientes afirmaciones.
i) El conflicto se da entre libertad de expresión del recurrente en amparo, autor del cómic, y el derecho al honor de los denunciantes y querellantes, en cuanto judíos.
ii) En principio el cómic cae dentro de la esfera “lícita” de la libertad de expresión , pues “es evidente que al resguardo de la libertad de opinión cabe cualquiera, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático (...) La libertad de expresión comprende la de errar y otra actitud al respecto entra en el terreno del dogmatismo”.
iii) El concepto de honor es “jurídicamente indeterminado”, difícil de definir y poseedor de plurales acepciones, pero “el denominador común de todos los ataques o intromisiones ilegítimas en el ámbito de protección de este derecho es el desmerecimiento en la consideración ajena (artículo 7.7 LO 1/1982) como consecuencia de expresiones proferidas en descrédito o menosprecio de alguien o que fueren tenidas en el concepto público por afrentosas”.
iv) El derecho a la libertad de expresión (al igual que el de libertad de información) poseen una gran relevancia por su significado para que sea posible “la efectiva consecución del pluralismo político como valor esencial del sistema democrático”.
v) Aun con lo anterior, es necesario ponderar en caso de conflicto como el que aquí se da. “El análisis para sopesar los derechos en tensión ha de hacerse atendiendo a las circunstancias concurrentes en cada caso”.
vi) La libertad de expresión tiene “un límite insalvable impunemente”, como es la emisión de apelativos injuriosos que supongan ”un daño injustificado a la dignidad de las personas y al prestigio de las instituciones”, y “la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería por lo demás incompatible con la dignidad de la persona”.
vii) El tebeo o cómic que se enjuicia es injurioso, lo que queda acreditado a la vista de con qué aspecto físico se dibuja a los judíos y cómo a sus guardianes, cuánta agresividad hay en cada viñeta, qué burdo y grosero es el mensaje. En consecuencia, en dicho cómic “late un concepto peyorativo de todo un pueblo, el judío, por sus rasgos étnicos y sus creencias”, hay una “actitud racista” y “habla el lenguaje del odio, con una densa carga de hostilidad que incita a veces directa y otras subliminalmente a la violencia por la vía de la vejación”.
viii) En conclusión, el castigo de su autor por el delito de injurias no supone atentado contra su libertad de expresión, pues en su ejercicio se había excedido ilegítimamente en detrimento del derecho al honor de los judíos. No procede, pues, el amparo.
¿Cuál de los números de la anterior lista de argumentos del TC envuelve la valoración decisiva, eso que se suele llamar la ponderación de los derechos en litigio? Sin duda, el vii). Y ahí lo que el TC hace es una valoración de los hechos. Aquellos hechos en los que el TC se fija son los determinados por los criterios de ponderación que he ido mencionando –o que se presumen válidos- (no considera relevantes otros, como podrían haber sido en qué partidos milita o militó el autor del cómic, cuál es su edad, de qué extracción social proviene, cómo fue educado, etc., etc., etc.), pero la valoración de los hechos la hace el Tribunal puramente como tal valoración de los hechos y no como otra cosa. El TC reconoce que su reconsideración de la sentencia de instancia que condenó al autor no se debe a que en la misma no se pondere o no se motive la decisión, sino que formalmente no tiene tacha. ¿Entonces? Lo que el TC hace es una nueva calificación de los hechos, en este caso coincidente con la del tribunal de instancia, pero que también pudo ser divergente, una vez que el TC se considera legitimado para tal reconsideración.
Podemos aún esquematizar más el razonamiento del TC y verlo del siguiente modo, que recoge su trama esencial:
(1) La libertad de expresión no ampara el derecho al insulto/la injuria, pues éstos atentan injustificadamente contra el derecho al honor.
(2) Las expresiones (gráficas y escritas) “x”, “y”, “z” son insultos/injurias.
(3) Las expresiones “x” “y”, “z” no están amparadas por la libertad de expresión.
Parece bien claro que el enunciado contenido en (2) envuelve el juicio del TC determinante de su decisión, expresada en (3), y que ese juicio contenido en (2) versa sobre hechos y no sobre derechos. Sobre derechos versa (1), en términos genéricos, no referidos inmediatamente al caso, y sobre derechos versa también (3), en términos referidos al derecho prevalente en el caso, pero esa prevalencia está determinada por el juicio sobre los hechos y su calificación, juicio que se contiene en (2). Nada distinto de lo que debe hacer y en el caso hizo el tribunal ordinario de última instancia. Así que si el TC hubiera realizado una valoración de los hechos diferente de la de aquél, habría actuado como se actúan en el proceso casacional habitualmente. Y, en cualquier caso, ha actuado como instancia revisora y con el esquema de las instancias judiciales revisoras ordinarias. El lenguaje de la ponderación no es más que el disfraz de tal proceder, el expediente bajo el que se oculta el hecho de que al revisar las “ponderaciones” realizadas por los tribunales ordinarios el TC actúa como instancia revisora, casacional; y no puede ser de otro modo, salvo que se abstuviera de tales revisiones y atendiera sólo a criterios formales y procedimentales.
b) Análisis de la trama argumentativa de la sentencia.
Acabo de formular la afirmación, muy rotunda y desafiante, de que el lenguaje de la ponderación más que para describir un proceder sui generis del TC en los supuestos de conflicto entre derechos fundamentales es el disfraz retórico del modo ordinario en que se resuelven tales conflictos, ya sea por los tribunales ordinarios, ya por el TC. Y si el lenguaje de la ponderación tiene una función eminentemente retórica u ocultadora, acabará llevando a sinsentidos o, incluso, contradicciones palmarias. Veámoslo en este caso.
El recurrente en amparo pretende la anulación de la condena por injurias que la última instancia judicial le ha impuesto, y tal pretensión se fundamenta en que con dicha condena se habría dado una restricción ilegítima de su libertad de expresión. Para proteger el honor de los demandantes (en realidad, del grupo étnico y racial judío), se habría vulnerado el otro derecho fundamental en tensión, la libertad de expresión.
Alega el demandante que no actuó con animus iniuirandi, sino con animus iocandi. Es un dato muy relevante, ya que el delito de injurias exige la presencia en el autor del propósito ofensivo, injurioso. Pero señala el TC que este asunto de la apreciación de la presencia o no de dicho animus en el acusado es un tema de apreciación de las pruebas, de valoración de los hechos concurrentes en el caso, y que tal cometido corresponde en exclusiva a los tribunales ordinarios, sin que el TC pueda ni deba inmiscuirse. Es un asunto de legalidad ordinaria, no de constitucionalidad.
“La existencia de esa intención o de ese propósito concreto de ofender, cuya intensidad enerva y puede llegar a volatilizar el talante jocoso, desde la sátira al humor, con todas sus gradaciones o matices, es un componente subjetivo del delito de injurias, con el trasfondo del honor como bien jurídico protegido –artículo 18.1 de la Constitución-, fundamento a su vez de la llamada antijuridicidad material. En suma, ese rasgo es un aspecto del <
Ese carácter apreciativo de pruebas, valorativo de los hechos presentados, es lo que explica y hace normal la discrepancia entre sucesivas instancias judiciales. Y ahí es donde el TC no debe agregarse como una instancia judicial más que hace su valoración de los hechos concurrentes, a fin de decidir, por ejemplo –como en este caso- si existió o no existió el animus que conforma el elemento subjetivo del tipo penal de injurias. Bien claro lo dice el TC:
“En consecuencia, es tan posible como frecuente la disparidad de criterio entre los Jueces y Tribunales de primera y segunda instancia, sistema por otra parte irreprochable desde una perspectiva constitucional como se ha visto, y en tal disyuntiva la propia lógica del sistema da prevalencia a la decisión de quien resuelve el recurso de apelación (STC 124/1983). En cambio este Tribunal Constitucional, que no ejerce una tercera instancia ni tampoco funciones casacionales, inherentes una y otras al juicio de legalidad privativo de la potestad de juzgar que la Constitución encomienda a los órganos del Poder Judicial, no tiene por qué revisar las razones en virtud de las cuales un órgano judicial otorgue mayor peso específico a un elemento del tipo que a su antídoto o factor de exclusión de la ilicitud penal. Es claro, pues, desde esa perspectiva de la legalidad, que la Audiencia de Barcelona no extravasó las funciones de Juez de la apelación siendo razonable y razonada su decisión, y por ello carece de fundamento sólido tal reproche. Por lo tanto, el problema aquí y ahora, consiste en analizar la dimensión constitucional de tal decisión judicial” (f.j. 1. Los subrayados son míos).
Está bien claro todo hasta que llegamos a la última frase del párrafo anterior. En efecto, ¿cómo juzgar la dimensión constitucional del caso sin inmiscuirse en la valoración judicial de los datos fácticos concurrentes, valoración de la que se ha dicho con toda rotundidad que es competencia exclusiva de los jueces de instancia?
En el paso siguiente el TC hace hincapié en el amplio alcance de la libertad de expresión, que acoge incluso el derecho a equivocarse o a discutir los fundamentos mismos del sistema democrático, como ya hemos visto.
Luego insiste en el carácter indeterminado del derecho al honor, en que tiene su idea central en la de “desmerecimiento de la consideración ajena” y en que el contenido de ese derecho es “lábil y fluido” cambiante con la evolución de las normas, valores e ideas sociales. Y reitera que también los grupos sin personalidad jurídica tienen derecho al honor, como ya se estableció en la STC 214/1991 (caso Violeta Friedman).
¿Qué debieron hacer los tribunales que sentenciaron el caso aquí en discusión? Ponderar. Y así lo hizo, correctamente, la Audiencia Provincial de Barcelona, según el TC. Y esa ponderación, “privativa de los Jueces y Tribunales del Poder Judicial”, es parte de la labor normal de éstos, concretamente aquella parte que tiene que ver con “la libre valoración del acervo obtenido” mediante las pruebas practicadas. Que el TC entre a valorar tal valoración, para corregirla en su caso, supondría su indebida conversión en instancia casacional. Veámoslo en el texto.
La ponderación antedicha es, en su esencia, una operación de lógica jurídica que, en principio, forma parte del conjunto de las facultades inherentes a la potestad de juzgar, privativa de los Jueces y Tribunales del Poder Judicial por mandato de la propia Constitución (artículo 117.3). En efecto, tal potestad comprende la selección de la norma jurídica aplicable al caso concreto, incluso en su dimensión temporal, la interpretación y la subsunción en ella de los hechos, la determinación de éstos a través de la actividad probatoria, con la admisión y pertinencia de los medios propuestos y la libre valoración del acervo obtenido mediante los efectivamente utilizados. Si a lo dicho se añade la posibilidad de ejecutar lo juzgado, para hacer así efectiva la tutela judicial (artículo 24.1 CE) queda claro, en un rápido esbozo, el perfil constitucional de la función judicial. Pues bien, esto que resulta inconcuso por haberlo dicho así, una y otra vez, este Tribunal, veda en efecto que actuemos aquí como una tercera instancia o como una supercasación, pero no coarta el ejercicio de nuestra propia perspectiva jurisdiccional (art. 123 CE)” (f.j. 4).
Vuelve todo a estar perfectamente claro hasta que llegamos a la última línea y, con ello, de nuevo a la pregunta crucial: ¿cómo configuramos la perspectiva jurisdiccional propia del TC sin convertirlo en una “supercasación”? Creo que la respuesta más pertinente y coherente sería la de que su juicio no puede entrar en el análisis de fondo de la ponderación, sino que tiene que quedarse en el control de la corrección procedimental, formal y “lógica” del razonamiento del tribunal ordinario. Pero el TC quiere entrar en el fondo y para ello se tiene que autoasignar la posibilidad de una ponderación revisora de la judicial, disimulando ese carácter revisor mediante la presentación de tal ponderación revisora como ponderación de derechos ajena a la valoración de los hechos. Una quimera, un imposible. Continuemos con el análisis de su razonamiento y veamos esto.
En tal línea discursiva, cuando entran en conflicto o colisión dos derechos fundamentales, como ahora es el caso, resulta evidente que la decisión judicial ha de tener como premisa mayor una cierta concepción de aquellos derechos y de su recíproca relación o interconexión y, por tanto, si tal concepción no fuera la constitucionalmente aceptable, en un momento dado, esa decisión «como acto del poder público, habrá de reputarse lesiva», del uno o del «otro derecho fundamental, sea por haber considerado ilícito su ejercicio, sea por no haberle otorgado la protección que, de acuerdo con la Constitución y con la Ley, debería otorgarle», (STC 171/1990). De ahí que la vía de amparo no ya permita sino imponga, en esta sede, el revisar la ponderación de los derechos colindantes hecha por el juzgador, desde la sola perspectiva de la Constitución y limitando nuestro enjuiciamiento a la finalidad de preservar o restablecer el derecho fundamental en peligro o ya lesionado (artículo 41.3 LOTC) (f.j. 4).
En el anterior párrafo está la clave del regate teórico que el TC nos hace para justificar su capacidad para enmendar las ponderaciones del tribunal de instancia. Podemos esquematizar así su razonamiento:
i) Antes quedó dicho que los jueces y tribunales ordinarios ponderan los derechos en tensión “atendiendo a las circunstancias concurrentes en cada caso” (f.j.4) y que tal ponderación se reconduce a la valoración de las pruebas, de los hechos acreditados, facultad exclusiva de jueces y tribunales.
ii) Cuando se trata de un conflicto entre derechos fundamentales tampoco puede el TC corregir esa valoración de las pruebas realizada por los tribunales, pues supondría convertir al TC en una instancia de casación y vulnerar aquella exclusividad de la competencia judicial para apreciar los hechos.
iii) La ponderación que los tribunales ordinarios llevan a cabo tiene como base o “premisa mayor una cierta concepción de aquellos derechos y de su recíproca relación e interconexión”.
iv) Si esa concepción de base sobre los derechos que tiene el tribunal ponderador no es la adecuada, se producirá un daño indebido para alguno de esos derechos en pugna. Esto es, si la premisa mayor es errónea, el fallo conclusivo será inadecuado.
v) Al TC compete entonces “revisar la ponderación de los derechos colindantes hecha por el juzgador, desde la sola perspectiva de la Constitución”.
Y la pregunta que de inmediato nos surge es ésta: ¿no habíamos quedado en que la ponderación judicial consistía en la valoración de pruebas, en la calificación de hechos? ¿Por qué aparece aquí esa tarea transformada, de pronto, en ponderación de derechos? ¿Cómo se justifica ese salto argumentativo que da el TC?
Creo que esto aún podemos salvarlo con el uso de la noción de criterios de ponderación. Puede estar establecido, por ejemplo, que las circunstancias relevantes para el caso de libertad de expresión y que el juez ha de valorar son las que tienen que ver con el carácter público o privado del ofendido o con la presencia o no de expresiones que son mero insulto y no se justifican por ninguna otra función en el discurso. Es decir, el control del TC consistiría en comprobar si el juez seleccionó las circunstancias relevantes y todas las circunstancias relevantes, si bien sobre la valoración en concreto de esas circunstancias (por ejemplo, la valoración de si la expresión “x” fue proferida o no con ánimo de insultar o injuriar) el TC ya no podría pronunciarse y debería darla por buena. Pero no se queda ahí el TC y da el último paso, el paso propio de la instancia judicial revisora de la valoración de los hechos.
En efecto, después de sentar todo lo anterior, el TC ha dejado bien patente también lo siguiente: i) que la condena por injurias será válida y lícita si el acusado rebasó los límites legítimos de su libertad de expresión; ii) que tales límites habrán de considerarse rebasados si el texto o los dibujos del cómic en cuestión cumplen dos condiciones: si son ofensivos para los judíos (carácter objetivamente insultante o injurioso) y si el autor procedió con animus iniuriandi, con propósito y deliberación de ofender, vilipendiar y degradar a los judíos. La primera condición, por lo que se ve, se ha dado por supuesta en todo este litigio y no se ha discutido: objetivamente se presenta a los judíos como seres escasamente atractivos, con cualidades negativas, y más por contraste con las virtudes con que se dibuja a sus guardianes en los campos. Todo el peso del caso recae sobre si se cumple o no la segunda condición, el animus iniuriandi.
¿Y cómo podemos saber si ese animus iniuriandi existió o no? La respuesta sólo puede ser una: valorando los hechos que han sido probados y tal como aparecen en las pruebas. Y tal cosa, es lo que hace el TC aquí, ni más ni menos. No está sopesando derechos, pues ya quedó muy claro, y estaba perfectamente establecido en su jurisprudencia anterior, cuál es en términos generales y abstractos el valor relativo de la libertad de expresión y el derecho al honor. No es eso lo que está en discusión y la sentencia que en amparo se revisa no puso en ningún modo en duda ese valor relativo de uno y otro de tales derechos. ¿Entonces? Lo que hizo la Audiencia de Barcelona fue valorar las viñetas, los textos y las declaraciones del acusado para en esas pruebas apreciar sin hubo o no el propósito injurioso del que totalmente depende si el acusado se extralimitó o no en su libertad de expresión y en detrimento del honor de los judíos.
¿Y qué hace el TC? Exactamente lo mismo. Vuelve a valorar las viñetas, textos y declaraciones del acusado recurrente en amparo. Puesto que esa su valoración de tales hechos relevantes dio el mismo resultado que la valoración de la Audiencia, no otorgó el amparo. Si la valoración que el TC hizo de tales datos fácticos relevantes hubiera sido distinta de la de la Audiencia, habría dejado sin efecto la sentencia de ésta. Y puesto que no se discute en ningún momento cuáles son los hechos relevantes para el caso y dado que lo que hace el TC es una nueva valoración de esos hechos cuya relevancia no se discute, su proceder en este caso, como en tantos, es exactamente el propio de una suprema instancia casacional. Pero veamos en el texto de la sentencia del TC cómo éste no hace sino valorar los hechos relevantes.
“La lectura pone de manifiesto la finalidad global de la obra, humillar a quienes fueron prisioneros en los campos de exterminio, no sólo pero muy principalmente los judíos.
Cada viñeta -palabra y dibujo- es agresiva por sí sola, con un mensaje tosco y grosero, burdo en definitiva, ajeno al buen gusto, aun cuando no nos corresponda terciar en esta cuestión, que se trae aquí como signo externo de ese su talante ofensivo. Ahora bien, importa y mucho, en este análisis de contenidos, bucear hasta el fondo para obtener el auténtico significado del mensaje en su integridad. En tal contexto, en lo que se dice y en lo que se calla, entre líneas, late un concepto peyorativo de todo un pueblo, el judío, por sus rasgos étnicos y sus creencias. Una actitud racista contraria al conjunto de valores protegidos constitucionalmente”.
“A lo largo de sus casi cien páginas se habla el lenguaje del odio, con una densa carga de hostilidad que incita a veces directa y otras subliminalmente a la violencia por la vía de la vejación”.
A partir de esas apreciaciones sobre el hecho intencional que mueve al autor del cómic, la conclusión del TC aparece clara: existió propósito injurioso y, por tanto, no cabe el amparo de la libertad de expresión.
Y, a todo esto, ¿no había dicho el TC en el f.j. 1, al comienzo de la argumentación de esta sentencia, que constatar la existencia de la intención o propósito de ofender, constitutiva del componente subjetivo del delito de injurias, forma parte de la competencia exclusiva de los tribunales ordinarios, como parte de la valoración de los hechos del caso, y que el TC no puede entrar en tales análisis que suplantarían los cometidos del poder judicial? ¿Y qué otra cosa sino la existencia de ese propósito es lo que acabamos de ver que analiza el TC en los hechos probados? Llegamos, pues, a la contradicción.
¿Qué hubiera debido hacer el TC en este caso? Como ya indiqué, si se quiere mantener la coherencia entre la función que para el TC se proclama y proclama él mismo, esto es, si no puede ni quiere ser una suprema instancia casacional que revise el juicio sobre los hechos de la instancia inmediatamente inferior, en este caso debería haberse limitado a decir que no procedía el amparo porque la Audiencia emitió una sentencia formalmente intachable, en la que para la solución del conflicto entre los dos derechos se atendió a los hechos propiamente relevantes y en la que esos hechos se valoraron sin que en el razonamiento correspondiente se aprecie ningún fallo lógico, estando, además, suficientemente motivado ese juicio sobre los hechos. Y que en lo demás nada puede añadir el TC, ya que no puede tornarse instancia casacional. Que sus magistrados hubieran podido realizar, en su caso, una valoración distinta de los hechos relevantes no autoriza a que valoren esos hechos en su sentencia de amparo, y lo mismo da que esa su valoración de los hechos ya valorados por la Audiencia sea coincidente con la de ésta o discrepante de la misma. El solo hecho de valorarlos ya significa que se asume en la práctica el papel casacional que en la teoría se niega.
28 febrero, 2008
Hay que poner al Tribunal Constitucional en su sitio (su sitio constitucional)
Conforme a la Constitución y a la legalidad correspondiente, al TC no le compete ni la valoración de las pruebas habidas en un proceso ni la interpretación de la legalidad ordinaria. Puesto que el TC no es cúspide de la jurisdicción ni, por tanto, supremo órgano de apelación o supercasación, la valoración de la prueba y la interpretación de la legalidad corresponden a los órganos propiamente jurisdiccionales, con el Tribunal Supremo en su cabeza. No hace falta que nos detengamos aquí en la mención o exégesis de las normas que así lo establecen, comenzando por el propio artículo 123 de la Constitución, pues es doctrina indiscutible, asentada –en teoría- y constantemente repetida por el propio TC. Ahora bien, el propio TC vulnera constantemente tales restricciones de su competencia.
Tratemos de aclarar estos extremos con suprema sencillez y espíritu didáctico.
La estructura de una decisión judicial “normal” y habitual puede explicarse con el siguiente esquema elemental:
También cabe la conclusión negativa “No se tiene por realizada la acción A o no se tiene por realizada por el sujeto S o no queda abarcada dicha acción A bajo la norma N, por lo que no cabe la imposición de la consecuencia jurídica C que dicha norma estipula”.
Pero, en aras de la simplicidad, quedémonos con la formulación positiva que hemos esquematizado primeramente.
Dos juicios previos anteceden necesariamente a la referida aserción positiva: (i) el de que A ha acontecido y es obra de o imputable a S y (ii) el de que A es subsumible bajo N, que A queda abarcada bajo la regulación contenida en N, es un caso de aquellos a los que N se refiere.
Ahora veamos lo que supone cada uno de esos dos juicios, siempre con arreglo a los requisitos mínimos que operan en un Estado de Derecho.
(i) La afirmación de que A ha acontecido y/o de que S es el autor de esa acción A (prescindamos de casos en que operen mecanismos más complejos de imputación a S de la responsabilidad por A) ha de estar basada en pruebas. Por regla general, en los casos que llegan a los tribunales la afirmación de que A ha ocurrido y S es su autor no se basa en pruebas perfectamente demostrativas y concluyentes, sino en indicios y datos que se aportan en la actividad procesal probatoria –confesiones, testimonios, dictámenes de peritos...-, actividad sometida por el Derecho a garantías y restricciones, dado que la averiguación de la verdad no es el único valor que aquí está en juego. Por esto último, por ejemplo, se ha de tener por no probada A o la autoría de S si la prueba existente y concluyente es una prueba ilícita con arreglo a Derecho.
En consecuencia, a la afirmación de que A ha ocurrido y/o de que S es su autor antecede un juicio previo en el que se contiene la valoración positiva de las pruebas concurrentes por parte del juez. Dicho juicio es reconducible al siguiente esquema básico:
"Yo, juez, valoradas las pruebas practicadas y que sean válidas con arreglo a Derecho, estimo que ha quedado probado A y/o la autoría de S".
Para que ese juicio pueda tener una base suficientemente fiable, el Derecho fija ciertas condiciones para la práctica de las pruebas en el proceso.
Para evitar la fácil arbitrariedad en la valoración de la prueba, el Derecho obliga a motivar el juicio del juez al respecto, a que exponga las razones de su conclusión sobre los hechos y sus pruebas.
Pues bien, el TC, a tenor de las normas que establecen sus competencias, no es competente para enmendar esa valoración de las pruebas, y el consiguiente juicio sobre los hechos acontecidos, que lleva a cabo la jurisdicción ordinaria.
ii) La afirmación de que la acción A del sujeto S encaja bajo la regulación contenida en la norma N y de que, en consecuencia, es merecedora de la consecuencia prevista en N para los casos bajo ella abarcados, presupone la interpretación de los términos de N.
Tampoco es el TC competente para corregir esa interpretación judicial de N, si N es una norma de la legislación ordinaria. Por legislación ordinaria entendemos la normativa jurídica infraconstitucional.
Por si algún lego en Derecho aún anda leyendo esta nota, pongamos un ejemplo aclaratorio de este asunto de la interpretación.
Supongamos que N dice lo siguiente: “Al que entrare en el recinto X vistiendo prendas de abrigo se le impondrá la sanción Y”. Es lo mismo que decir que queda prohibido entrar en el recinto X vistiendo penas de abrigo y que se impondrá a modo de sanción la consecuencia Y al que vulnere tal prohibición.
Pongamos ahora que alguien entra en el recinto X vistiendo una gabardina. ¿Es una gabardina una “prenda de abrigo”? Depende de lo que entendamos por “prenda de abrigo”, de cómo definamos “prenda de abrigo”. Hay prendas que sin duda no encajan bajo esa definición (por ejemplo, un bikini tipo tanga), otras que sin duda encajan (por ejemplo, un grueso abrigo) y otras que pueden encajar o no, en función de la extensión que demos a esos términos sin dar patadas a la semántica usual de nuestro lenguaje; por ejemplo, una gabardina.
Para llevar a cabo esa labor llamada interpretación, los jueces disponen de ciertos criterios, argumentos o métodos consolidados y generalmente admitidos, especialmente los llamados cánones de la interpretación, como el teleológico, el sistemático, etc.
A fin de evitar la fácil arbitrariedad, el Derecho obliga a que el juez exponga razonadamente, argumente con coherencia, seriedad y de manera razonable las razones por las que prefirió una interpretación u otra de N.
Pues bien, el problema clave está en que el TC no puede, a tenor de su carácter y sus competencias en nuestro sistema constitucional, ni entrar al valorar por su cuenta las pruebas de A (y/o de la autoría de S) ni la interpretación preferible de N. En eso la prioridad, la supremacía, la tienen los jueces ordinarios y, en última instancia, el Tribunal Supremo.
¿Entonces qué le queda al TC, puesto que a él le corresponde velar porque en la sentencia del juez no se vulnere un derecho fundamental de los que son protegibles por vía de recurso de amparo ante el TC? La respuesta nos guste o no, es ésta: si se atiene a ese diseño de sus propias competencias, a ese reparto de competencias entre la jurisdicción ordinaria y el propio TC, le queda muy poca cosa. En concreto: (i) respecto del juicio sobre los hechos (sobre el acaecimiento de A y/o la autoría de S), velar porque la práctica de las pruebas se haya realizado con las debidas garantías procesales y con respeto a los imperativos legales y porque la motivación del juicio del juez sobre este extremo sea suficiente y no contenga conclusiones claramente erróneas; (ii) respecto del juicio sobre la interpretación de la norma aplicable, velar porque dicha interpretación no sea totalmente irrazonable por atentatoria contra el significado evidente de las palabras y porque esté suficientemente motivada, sin errores lógicos o conceptuales graves.
Téngase en cuenta que estamos pensando en casos en que no se planteen dudas sobre la constitucionalidad de la norma N o en que dicha constitucionalidad haya quedado previamente sentada de modo irrebatible (por ejemplo, en una sentencia de constitucionalidad previa del propio TC).
Y ahora viene la gran cuestión: ¿cómo puede el TC proteger frente a las sentencias judiciales los derechos fundamentales susceptibles de amparo? La respuesta, otra vez guste o no, es sencilla: sólo del modo descrito; o sea, sólo frente a casos de evidente arbitrariedad del juez al valorar las pruebas (o al admitirlas o rechazarlas o dirigir su práctica) o a la hora de interpretar la norma y aplicarla al caso.
¿Qué viene haciendo, en cambio, el TC? Saltarse esos límites de su competencia. ¿Cómo? Mediante la combinación de dos vías o artimañas. Una, enjuiciando aquello que no puede enjuiciar y que él miso dice que no enjuicia: los hechos del caso y su prueba y la interpretación de las normas de legislación ordinaria aplicables. Y, dos, entendiendo que el contenido de los derechos fundamentales susceptibles de amparo no viene dado por el sentido o los sentidos posibles de las palabras de los preceptos constitucionales que recogen tales derechos, sino que dicho contenido es, en su fondo o esencia, un contenido axiológico, que tal contenido axiológico es mucho más preciso de lo que precisas puedan ser las palabras del correspondiente precepto y dando por sentado que sólo es admisible la valoración de los hechos del caso y la interpretación de la norma (ordinaria) del caso que sirva para maximizar la realización de ese contenido axiológico de ese derecho fundamental que esté en juego. De esa manera se autoatribuye el TC la competencia que no tiene y que dice no tener: la de revisar la interpretación de N llevada a cabo por la jurisdicción ordinaria y la de enmendarla o anularla cuando no sirva para dar al derecho fundamental en el caso el alcance que según el TC debe tener. Por eso, además de afirmar en la práctica el TC una competencia que en la teoría –y en su propia teoría- no tiene, la jurisprudencia del TC es estrepitosamente casuística e imprevisible: porque sólo él (¿habría que decir Él?) sabe en cada caso cuál es el contenido constitucionalmente necesario del correspondiente derecho fundamental para ese caso. Y sólo lo sabe él (¿Él?) por una simple razón, expresada sin tapujos: porque ese contenido se lo inventa él. La condición de supremo intérprete de la Constitución se ha mutado, por obra de tal jurisprudencia constitucional –y de la correspondiente doctrina “neoconstitucionalista” que la jalea- en la de supremo sacerdote de los valores exactos que subyacen bajo cada derecho fundamental y oráculo de lo que exactamente prescriben para cada caso esos valores. La cuestión ha dejado de ser de interpretación (entendiendo por tal la elección entre sentidos posibles de un término o enunciado), y ha pasado a ser de adivinación; o de legislación constitucional pura y dura.
Así podemos entender que el TC afirme simultáneamente (en la Sentencia de “los Albertos” lo hace de nuevo) que no le corresponde a él la interpretación de la legislación ordinaria (en el caso de “los Albertos” qué haya de entenderse por “procedimiento” en el art. 114 del Código Penal de 1973) y que sí le corresponde a él procurar que en la respectiva sentencia judicial que revisa se respete el “contenido constitucional necesario” del derecho fundamental en juego. Puesto que “por contenido constitucional necesario” no se alude a los posibles significados de la respectiva norma constitucional, sino a los contenidos axiológicos que constituyen, según esa visión materializada de la Constitución, la esencia invulnerable del derecho fundamental en cuestión, al final no le queda más remedio que enmendar la interpretación judicial que ha dicho que no puede enmendar: anulará la sentencia que no interprete la norma de la manera que, a juicio del TC, suponga la mejor realización de esos contenidos axiológicos del derecho fundamental o, al menos, que no vulnere esos contenidos axiológicos.
Como si dijéramos, es como si el TC nos contara que no corrige la interpretación del tribunal ordinario porque la cuestión no es de palabras, sino de correspondencia con esencias axiológicas. Lo malo es que esas esencias axiológica sólo las conoce él, el TC, en su exacto contenido; que su labor de más alto intérprete de la Constitución la concibe como labor de supremo develador de las esencias axiológicas de la Constitución y que en tal tarea se atribuye un monopolio que choca frontalmente con la separación de poderes y los presupuestos de una Constitución que también ampara como supremo valor el pluralismo y como principios básicos de funcionamiento político los de soberanía popular y separación de poderes.
Mañana o más tarde ilustraremos lo principal de lo anterior con buenos ejemplos y acabaremos viendo la sentencia de “los Albertos”. Sentencia, que como al principio hemos indicado, no es más que culminación de un camino ya muy transitado por el TC y que no lleva más que a un destino: a que el TC haga impunemente lo que le dé la gana en cada caso. Al fin y al cabo, nadie puede controlar –al menos jurídicamente- al supremo controlador. Si, además, van apareciendo en la jurisprudencia del TC preocupantes indicios de clasismo y de sumisión a imperativos que caritativamente podemos llamar sistémicos, será indicio de que sí caben otros controles de ese órgano jurídicamente incontrolable. Un desastre.
¿Derecho penal del amigo?
Es uno de los mayores escándalos judiciales, y por ende políticos, de la historia de la democracia española. Me refiero a la ‘Operación Rescate’ puesta en marcha por la Sala Segunda del Tribunal Constitucional para librar de la cárcel a los Albertos. Una operación diseñada con mimo desde arriba, seguramente con la supervisión del CNI, cuyo desarrollo ha durado varios años, y que ha introducido en nuestra jurisprudencia un concepto jurídico absolutamente novedoso, llamado ‘tutela judicial reforzada’. Entiéndase: tutela judicial reforzada para los ricos del lugar, las mayores fortunas del país. Los dos grandes partidos, cooperantes algo más que involuntarios en la farsa, callan sobre el asunto, y ello en pleno vendaval de acusaciones varias provocadas por la disputa electoral en curso.
Tribunal Supremo (TS) y Tribunal Constitucional (TC) compiten un día sí y otro también en poner de relieve ante la pasmada ciudadanía eso que algunos llaman la España dual, pulso que genera un creciente descrédito institucional capaz de convertir en mera entelequia eso que llamamos Estado de Derecho. Hablamos de la España de los poderosos y de la otra. Hace unas semanas asistimos al penoso espectáculo de las cesiones de crédito y su corolario, la doctrina Botín, que se asienta sobre la supuesta modificación de una norma legal que, sencillamente, no ha sido modificada. Como Napoleón arengando a sus mamelucos ante las pirámides, más de 40.000 millones defraudados al Erario os contemplan. En el camino se ha quedado doña Acusación Popular, magullada y llena de polvo de las togas de los hombres de negro, a quienes la Justicia importa lo mismo que importaba la ecología a Búffalo Bill Cody. Luego se da marcha atrás (caso Atucha, por ejemplo) y a otra cosa mariposa. La España dual.
Dispuestos a impedir que el TS hiciera ostentación de tanta magnanimidad con los ricos, los hombres del Constitucional vinieron pronto al quite, prestos a disputar el crédito, y el poder, que el trato de favor a los poderosos comporta. Manos a la obra. Desde hacía tiempo estaba pendiente un asuntillo relacionado con unos 4.500 millones de pesetas que unos conocidos empresarios, cuyo core business inicial no era otro que la recogida de basuras, habían estafado a sus accionistas minoritarios, honrada gente que tuvo la ocurrencia de asociarse con tales señores. Es verdad que los 4.500 kilos eran una fruslería comparados con la cifra en juego en las cesiones, indiscutible número 1 en el hit parade del fraude al Erario público, pero, a cambio, el caso de los Albertos, que así se les conoce, tenía morbo suficiente como para disputar la parrilla al extinto Tomate. Porque uno de los dos convictos de quedarse con lo ajeno era y es amigo de entretenimientos cinegéticos varios del actual Jefe del Estado. ¿Quién no recuerda el caso de Mitrofán, un oso demasiado aficionado al vodka con miel?
Pues bien, a pesar de que, en su momento, los tribunales ordinarios impusieron a los señores de la basura una pena tan reducida que roza lo simbólico, castigando con poco más de tres años la monumental estafa, la cárcel se alzó de repente ante ellos como si de unos delincuentes cualesquiera se tratara. ¡Horrible situación! Cortina y Alcocer junto a vulgares chorizos sin alcurnia, sin pedigrí, sin desodorante siquiera, al lado mismo de cualquier robagallinas o del subsaja sorprendido intentado colarse por la puerta de atrás de la octava potencial industrial del mundo y su esplendorosa democracia. Intolerable. Los hombres de negro del TC habían encontrado la oportunidad soñada para demostrar que su magnanimidad con los poderosos era tan grande como la del TS. Y recurrieron a una innovación en el mundo de lo jurídico capaz de dejar patidifusos a propios y extraños. Los cimientos de la ciencia jurídica no conocían innovación parecida desde el Siglo de Oro. El padre Vitoria habrá aplaudido desde de su tumba. La nueva contribución española a la justicia penal universal se llama, tomen buena nota, “tutela judicial reforzada”.
Pues sí. Resulta que en la España dual existe la tutela judicial normal, la que se aplica al común de los mortales, la que podríamos llamar tutela judicial clase turista, y la tutela judicial reforzada, válida solo para gente tan principal como los empresarios de la gabardina, también conocida como tutela judicial Gran Clase. ¿O es que acaso creían que todos los españoles son merecedores a la misma tutela judicial efectiva? Ni mucho menos. Y algunos se preguntaran: ¿cuál es la diferencia? No puede ser más clara: los Albertos no van a la cárcel, a pesar de que, en etapas sucesivas, la Audiencia Provincial de Madrid, el Supremo y el mismísimo TC han dejado establecido que se quedaron con la pasta del prójimo y que han sido condenados en un proceso con todas las garantías ¿Les parece poca la diferencia?
En el voto discrepante del magistrado Rodríguez Arribas, esa diferencia se expone con precisión encomiable al referirse a la prescripción que libra de la trena a esos dos afortunados timadores. “...ni estimo que en tal defecto (el de falta de la tutela judicial reforzada) incurra la interpretación formulada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, ni tampoco creo que sean constitucionalmente imponibles a la jurisdicción ordinaria interpretaciones tan estrictas que puedan conducir a privar a la victima de un delito de su derecho a que el Estado actúe, dentro del plazo legal pero en toda su extensión, contra quien la convirtió en perjudicada por una conducta ilícita...” Y añade que “de generalizarse esta doctrina, podría resentirse el sistema judicial, convirtiendo una garantía a favor del reo en instrumento, o al menos causa involuntaria, de impunidad de las infracciones penales...” Pierda cuidado el Sr. Magistrado discrepante. Solo los poderosos son dignos de delinquir impunemente. La tutela judicial reforzada solo se aplica en España a los cazadores con aldabas.
Dicho lo cual, solo cabe calificar de maquiavélica ironía el hecho de que la Sentencia de los hombres de negro del TC venga encabezada en nombre de SM El Rey. Pura cuestión formal, se nos dirá. Precisamente. Si, como se ha dicho, uno de los empresarios favorecidos por esa tutela judicial efectiva reforzada es compañero de lances cinegéticos varios del Jefe del Estado, no parece muy acorde con las formas que la Sentencia que le permite eludir la prisión se administre en su nombre. En fin, sigue lloviendo sobre mojado, porque la lista de empresarios y financieros de tronío (Botín, Ybarra, Benjumea, Prado y Colón de Carvajal, etc.) que han logrado dar esquinazo a la trena no deja de crecer en España.
Y mientras doña Justicia huye despavorida, con la saya hecha jirones, los abogados permanecen mudos ante tanta ofensa. La postración de la profesión es total. Es obvio que los poderosos que delinquen tienen pleno derecho a la asistencia letrada, faltaría más, del mismo modo que lo tienen narcotraficantes, violadores, pederastas y otros criminales. Lo censurable es que muchos abogados de renombre se presten de buen grado a su defensa, y no por turno forzoso. Porque ¿sabían que el letrado del señor de las basuras, amigo del Jefe del Estado, es ahora Decano del Colegio de Madrid? ¿Y que dicho Decano fue durante mucho tiempo secretario del Consejo del banco del que eran dueños los señores de la basura? Según el Estatuto General de la Abogacía Española, entre los fines esenciales de los Colegios de Abogados está “la defensa del Estado social y democrático de derecho proclamado en la Constitución y la promoción y defensa de los Derechos Humanos, y la colaboración en el funcionamiento, promoción y mejora de la Administración de Justicia”. Por cierto, ¿alguien ha oído estos días a algún partido político lamentarse de la forma en que la Administración de Justicia trata a los poderosos...?
Ramón Sacristán es abogado.
27 febrero, 2008
Debatiendo sobre el debate
Camparon a sus anchas. Zapatero se enrocó en una utilización frívola y sonrojante del pasado (llegó a aludir a la abstención de Alianza Popular en el Estatuto Catalán del 78) que su adversario le toleró, exhibiendo los graves problemas que la derecha tiene con la memoria, más bien una mala conciencia. Y eludieron asuntos claves que el periodismo habría puesto sobre la mesa. Un ejemplo: la instrumentalización política de la Justicia, el escándalo más formidable de la legislatura y uno de los índices claves de la baja calidad de la democracia española. Ni una palabra dijeron. Otro ejemplo: la alianza con los nacionalistas. Fue patético el cuidado con que Rajoy administraba la crítica a las alianzas del Gobierno. Obviamente trataba de evitar que su adversario pudiera clavarle a la mesa exigiéndole, si tan feroz era su crítica, que se comprometiera a no gobernar con nacionalistas, compromiso que Rajoy no aceptará jamás. Y hay decenas de ejemplos más. Un debate electoral no pueden organizarlo los políticos. Cuando un debate electoral se convierte en un sucedáneo de debate parlamentario (y malo) se acaba corriendo un riesgo: que, como en el hemiciclo, los políticos acaben votándose entre ellos.
(Coda: «Incluso perdiendo se debe querer alcanzar la gloria». Maquiavelo.)
26 febrero, 2008
Nostalgia (ma non troppo)
Recibí hace unos días un libro que me envía Don Armando Torrent, un libro sobre “Fundamentos del Derecho Europeo”. Me vino con él un vaho de nostalgia. Será que se acerca la astenia primaveral o será que seguimos siendo algo humanos entre tanto guantazo.
Armando Torrent fue mi profesor de Derecho Romano en la Universidad de Oviedo y el que a mi grupo le dictó la primera clase que recibió. Era el año 75 (¡del siglo pasado!) y algo más de un mes después murió el dictador. Mejor dicho, murió un dictador, Franco, aunque quedaron muchos. Uno de los últimos se resiste esta temporada a morir, igual que se resistía Franco. Son pertinaces y duros. Pero ya caerá y que se preparen en el Averno para sus discursos. No va a aguantar allí ni el diablo, o tendrá que hacerse jinetera hasta Belcebú.
Recuerdo aquellas primeras clases en aquella aula Clarín, enorme y atestada de estudiantes. Qué tiempos, qué masas. Hijos de familias que todavía no le habían echado candado al aparato reproductor, pues, por paradójico que parezca, no les había llegado el Estado del bienestar, ése que mata el hambre y las ganas de alimentar hijos. El profesor Torrent fumaba cigarrillo tras cigarrillo, mientras explicaba sentado y nos mencionaba autores rarísimos para nosotros (Arangio Ruíz, Koschaker, Volterra, Fuenteseca...) y que vuelven a ser exóticos ahora en nuestras facultades, pues ya no se lleva citar doctrina ni citar nada: mola más comentar el periódico y hacerse unas risas con los estudiantes a la boloñesa. Al final de algunas clases era difícil divisar al profesor desde la mitad del aula para atrás, pues también los estudiantes fumábamos y aquello era una neblina más densa que ignorancia de pedagogo.
Notable curso aquel. Nos explicaba Derecho Natural Elías Díaz y yo me dije: de mayor quiero ser como ese señor. Supe a qué quería dedicarme, una vez que ya era bien marcada mi vocación primera, la de desertor del arado. Hablaba con tanta pausa como contundencia, con tanto compromiso, y hasta riesgo, como buen talante (él sí, no como otros). Su condición progresista no era ni impostada ni alimenticia, sino estructural, biológica casi, no como tantos que después aprendieron a fingirla para alcanzar prebendas, vivir del cuento y dárselas de puros y santos, que manga güevos. Elías Díaz invitaba a conferenciantes, otra cosa que acabó siendo insólita, y, para más sorpresa, se llenaban a rebosar los mayores salones para oír a hablar a Renato Treves o Juan José Linz, que son los que más recuerdo. Con lo que cuesta hoy que asistan más de cuatro gatos matriculados. Convocas a una conferencia y te piden un crédito o sospechan que vas a preguntar algo de eso en el examen. Sólo van por esas causas nobles; si no, no. Alguna excepción hay, ya sé.
Antes era diferente, pues los entonces jóvenes pensábamos dos cosas bien curiosas: que el mundo convenía cambiarlo y que echándole ganas se podía cambiar. Ahora ya no se opina así. Los jóvenes no ven por qué se ha de cambiar lo que tan bien les da de comer y de beber, y los viejos hemos constatado que no se podía cambiar gran cosa, más allá de la superficie y el barniz. Y así andamos los unos y los otros, viendo debates de campaña igual que las vacas miran pasar el tren: por hacer algo mientras se rumia.
En las aulas surgían asambleas para tratar de asuntos políticos e ir organizando la revolución. Llevaban la voz cantante unos chicos de gabardina y unas chicas de anorak que luego acabaron casi todos en el PSOE, y algunos hasta en el PP. Ellos vieron antes que nadie que la revolución no era posible, pero se habían acostumbrado a ser vanguardia, del proletariado o de lo que tocase. Ahora están con lo que tocase. Los demás seguimos donde entonces, en la retarguardia y a ver qué nos cuentan, ellos que saben. Como con nosotros ya no se hablan, los escuchamos en la tele. Uno de aquellos líderes innatos era Álvaro Cuesta, que lleva de diputado del PSOE más tiempo que la rosa en el puño. Lo que hace una vocación, oiga.
En fin, que nadie se desanime. Al fin y al cabo, si de los entusiasmos de entonces acabó saliendo lo de ahora, por qué no pensar que de la indiferencia de ahora acabe naciendo algo bueno. Al menos los jóvenes de hoy ni engañan tanto. No es mal comienzo.
25 febrero, 2008
"Críticos"
Ese “crítico” académico está por todas partes, medra en departamentos universitarios y engorda en mil foros. En España hay bastantes; en Latinoamérica, más. En nombre de la autenticidad viste uniformes nuevos, pero uniformes. Se despeina minuciosamente antes de cada comparecencia pública, se esmera con los rizos de la barba, se sienta sobre su cazadora cara para darle un aspecto raído. Engola la voz para fingirla sensible, puede que muestre en distintos lugares de su indumentaria anagramas y símbolos de un montón de luchas nobles. Fuera de los cuarteles y los sínodos, en ningún otro lugar se ve tanta uniformidad como en los congresos de “críticos”.
Manso antiimperialista feroz, da la vuelta al mundo para decir civilizadas pestes contra la globalización. Denostador agudo de los norteamericanos, desliza en su premioso discurso expresiones en inglés con acento gringo. Sabe de lo que habla, pues los títulos que más exhibe los consiguió en universidades yanquis que menciona con delectación. Quiere a sus hijos bilingües y prefiere a los de sus compatriotas hablando nada más que sus lenguajes nativos.
Ecologista de fin de semana, pacifista por aversión al riesgo físico, pone voz nada más donde los otros, pacifistas y ecologistas propiamente dichos, se entregan en cuerpo y alma y gastan algo más que palabras.
Se abona al multiculturalismo y predica el respeto con las costumbres de ese otro con el que nunca habla, pues casualmente sus amigos y colegas son todos de su origen, clase y condición. Unos los hizo en el colegio de pago, los otros se los encontró en sus andanzas por los departamentos norteamericanos de estudios culturales.
Su muy civilizada filípica prefiere exponerla en las universidades más caras, en los clubes privados, en algún think thank, si llega el caso y la invitación, donde faltan los negros y los gitanos y los pobres todos; pero, al fin y al cabo, lo que importa es la palabra y los profetas están nada más que para mostrar el camino, antes de que un carro de fuego se los lleve a algún despacho de caoba. Asume el sacrificado destino de las vanguardias, la soledad de los faros, la estela huidiza de las estrellas errantes y sonantes.
Pertinaz desenmascarador de los medios de comunicación de masas, por alienantes y manipuladores, vende su alma por una columnita en algún periódico dominante y se esponja si el dueño de la empresa le pone la mano en el hombro. Tan cómodamente instalado, acaba por descubrir esencias nacionales, ancestrales virtudes del pueblo soberano, valores inmarcesibles de la academia local, y así lo proclama con verbo encendido y fervor de neófito. El mismo fervor con que sigue advirtiendo de las acechanzas exteriores, de las envidias de los otros, de la radical incomprensión de los que no saben apreciar la envergadura moral de sus compatriotas.
Abomina las guerras, pero sólo toma partido en las lejanas, más que nada para no contribuir al enconamiento del conflicto en las cercanas. Pues a las que tiene próximas las llama conflicto para que no lo salpiquen tanto y seguir poniendo cara de perpetuo mediador a cubierto. Se compadece de las víctimas, pero en lo que le toca de cerca prefiere la muy ecuánime postura del que no sabe con seguridad quiénes son los culpables, salvo los que estén bien alejados. Adora el diálogo como remedio universal para todos los enfrentamientos, menos para los que amenacen a su situación personal o su influencia social. Cuando le mueven la silla o le cuestionan la estudiada pose, no dialoga; insulta y llama a la guerra santa por el mancillado honor de la nación y la dignidad de sus compatriotas. Porque es a sus compatriotas a quienes, al parecer, se ofende siempre que al "crítico" se le sacan los colores un poquito.
Del burgués que siempre ha sido conserva la habilidad para el cálculo de conveniencias propias. De su tranquilo pasado de panfletos y militancias alternativas guarda una retórica preñada de falacias. El que diga pestes de la impostura de los de su especie volverá a ser tildado de representante de poderes colonialistas e imperiales; el que ironice sobre lo poco atrevido de ese su compromiso con los oprimidos, que defiende a buen precio, será calificado como explotador y ciego; el que se tome a broma su progresismo de diseño y cinco estrellas recibirá el anatema de la insensibilidad.
Nuestro “crítico” rechaza la crítica afeando las condiciones personales, reales o supuestas, de su interlocutor. Si éste pone en solfa el hermoso mundo en que el “crítico” vive, debe callar porque él, el crítico del “crítico, es parte de ese mundo y, en consecuencia, carece de legitimidad para hablar y rebelarse o porque él tampoco es tan ejemplar como debiera o porque la crítica sin miramientos le hace el juego a ese misterioso “sistema” tan horrible en el que los dos, el “crítico” y el crítico, están placenteramente instalados. El “crítico” se indigna con la crítica porque de ella pretende el monopolio, el usufructo vitalicio.
24 febrero, 2008
Llamo a las llamas. Por Francisco Sosa Wagner
Lo malo es que para comprar un libro es preciso recurrir a una librería o enredar por internet. ¿Qué es lo que se siente entonces, no bien iniciamos ese trance? Vértigo, una suerte de mareo ante la oferta desparramada que se amontona en los anaqueles. Me estoy refiriendo al amante de los libros, a quien piensa que en ellos se encuentra la parte de la vida que no podemos vivir, no por supuesto a quien vegeta de espaldas a la letra impresa engolfado en necedades.
Ahora bien, para el bibliófilo la entrada en una librería es tortura parecida a la que sufre la víctima del colesterol y el ácido úrico cuando entra en una charcutería: allí las ofrendas de los chorizos, los jamones, la sobrasada, ponen cerco a sus ojos glotones que vuelan desalentados de un producto a otro, imitando a esas oscuras voces que nos llaman desde lugares solitarios o a esos sueños que siempre se vuelven a soñar y que se confunden con el mismo despertar.
También recuerda al sufrimiento del rijoso a la puerta de un camerino de bailarinas por donde entran y salen las artistas como mariposas de papel que buscan su sitio bajo el sol alto de la danza.
El desconcierto del buscador de libros y su agitación se asemeja en fin a la del amante que tropieza en unos de esos ojos que se nos clavan como alfileres porque nos conducen a su encrucijada de misterios.
¿Qué hacer ante los disparos que proyectan sobre nosotros miles de libros y que nos pillan solos, cegados por los resplandores del fuego abierto, perdidos como un “sinpapeles” que pide la caridad de un salvavidas que nos auxilie en la batalla?
Una solución sería dotar a los libros de una orientación parecida a la de los productos que compramos en los supermercados que nos advierte el porcentaje de grasa de cerdo, de proteínas, de carbohidratos, etc. En los libros se debería informar de otros componentes y así pondríamos tanto de sexo, tanto de aventura, tanto de amoríos, tanto de imaginación, tanto de plagio. ¿No sería esta una buena aguja de marear, una brújula elemental pero eficaz?
Otro sistema sería volver al Índice de libros prohibidos. El más conocido es el de la Iglesia católica que llegó a contener miles de títulos pero las autoridades civiles no han andado a la zaga de las persecuciones papales y han organizado a lo largo de la historia sus propios índices para albergar en ellos sus fantasmas hasta llegar a las quemas de libros por los nazis en Berlín o por los comunistas en Moscú en los años treinta.
¿Quién duda de la virtud de este método para orientar al lector despistado? Si el “Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam se vendió por toda Europa se debió a que fue objeto del dicterio de los padres conciliares de Trento. La verdad es que Erasmo tuvo mucha suerte porque en su auxilio para el negocio vinieron también los luteranos quienes se apuntaron al deporte de perseguir al holandés y a aquella ironía tan suya que él bruñía como a la plata.
En la actualidad, los versos satánicos de Rushdie han alcanzado en Occidente cifras mágicas de venta gracias a que en los países musulmanes fueron prohibidos y se quemaron en la plaza pública junto a la efigie del autor.
No veo pues más solución para hacer una caridad al lector ansioso que el índice o las llamas. Sueño ya con ver mis obras perseguidas por el Arzobispo o el Consejero de Cultura y ardiendo en una noche de botellón entre los gritos sin alma de las hordas.
23 febrero, 2008
Que los vea debatir su tía
Esto se parece a una de esas culturas que hay que defender en aras de la pluralidad y el qué majos somos y en las que le imponen a uno el matrimonio mientras es menor de edad. Y si no nos da la gana de casarnos con ninguno de los dos, ¿por qué hay que contemplar tan desmoralizador espectáculo como si fuera el evento del siglo? Además, desde que he descubierto lo de Pocoyó mis opciones están claras: yo voto a Pato.
De lo que no es tan fácil huir es de la campaña electoral. Maldición, ¿por qué no la hacen de veinticuatro horas y luego otras veinticuatro de jornada de reflexión entre cacerolas y gritos? Cuesta creer que alguien vaya a decidir su voto por lo que digan los partidos durante estos días. ¿Seremos tan inmaduros, tan frívolos, tan cantamañanas? Y si al menos dijeran algo digno de ser oído, aunque fuera para pasar el rato. Pero no, frasecitas, posturitas, guiños perversos, ideas de baratillo, quincalla ideológica.
¿De verdad será el electorado tal como lo suponen los linces que organizan las campañas? Apaga y vámonos. Resulta que lo que en cuatro años ha hecho y dicho este Gobierno y lo que en el mismo tiempo ha hecho y dicho la oposición no nos basta para tener las cosas claras, hay que pasar por este trámite insoportable para que el pueblo medite y decida con fundamento. Que si este debate lo ganó fulano, que si en el otro estuvo más firme mengano. Sería más divertido que, ya puestos, les colocaran una barra de night club y se retorcieran en ella refrotándose los colgajillos. Daría gusto escuchar los comentarios de los sesudos periodistas y ver los resultados de las encuestas: éste giraba mejor el torso, aquél tenía las carnes más firmes. Luego que nos pidan que les metamos el voto en el escote.
Y los medios de comunicación poniendo de sus partes. No hay forma de escuchar o ver un noticiario sin que lo bombardeen a uno con las lindezas de campaña. De campaña de los partidos mayoritarios, por supuesto, de los que tienen que ser, de los que tienen que ganar. Un marciano que leyera nuestros periódicos pensaría que sólo concurren dos partidos a las elecciones. Vivan el pluralismo y la opinión pública informada y libre.
Días ideales para encerrarse en la torre de marfil, para no leer periódicos, para no escuchar la radio, para no dejarse comer el coco ni la moral por el impúdicos desfile de zombies que, al parecer, tienen que representarnos. Quizá es que todos estamos definitivamente muertos.
Conmigo que no cuenten.
22 febrero, 2008
Neoconstitucionalismo. III.b.
El planteamiento de Dürig tiene consecuencias prácticas importantes y que él mismo explicita. En primer lugar, deja abierta la posibilidad de normas constitucionales inconstitucionales. Serían aquellas normas de la Constitución que permiten al legislador una configuración incompatible con ese contenido axiológico previo y prepositivo del derecho en cuestión. Pero al juez le toca evitar tal inconstitucionalidad de la norma constitucional, interpretando sus términos en clave de tales valores previos y haciendo que el poder de disposición que dichos términos otorguen al legislador sea sólo en lo que no se vulnere ese contenido moral que es propio y constitutivo del Derecho (M-D Art. 1 Abs.1, nm. 83). Vemos cómo el eje de la interpretación constitucional, por tanto, son esos contenidos morales, contenidos de esa moral bien determinada que es la esencia de la Constitución.
En segundo lugar, en el sistema de derechos fundamentales no hay lagunas, sea cual sea la lista de concretos derechos que la Constitución enumere y sean cuales sean los términos con que los recoja, pues, como sabemos, el art. 1 posee fuerza y alcance regulativo -plasmado en primer lugar en el derecho principal de libertad (art. 2. I) y en el derecho principal de igualdad (art. 3. I)- como para convertir en violación de derecho fundamental cualquier atentado contra la dignidad humana (M-D. Art. 1 Abs.II, nm. 86). Aunque sólo existiera el artículo 1 y ni una cáusula más de derechos fundamentales, el sistema de derechos fundamentales no tendría lagunas.
Esa sumisión de la práctica a los valores queda bien a las claras también desde el primer párrafo del comentario de Dürig al apartado III del art. 1[1]: “El sentido del artículo 1. III es el de transformar de cualquier modo posible en un sistema indiscutible de pretensiones el sistema de valores preestablecido a
Cuando Dürig comenta la vinculación del legislador a los derechos fundamentales comienza con un párrafo que es toda una declaración de principios que el neoconstitucionalismo posterior seguirá al pie de la letra y elevará a uno de sus tópicos principales. Dice Dürig: “Desde un punto de vista intelectual y de historia jurídica, la extensión al legislador de la vinculación a los derechos fundamentales es una clara ruptura con la fe en el poder omnímodo del legislador que era propia del positivismo jurídico”[2] (Art. 1 Abs. III, nm. 103). Y añade que no se trata sólo de desconfianza, sino de un cambio en el modo de ver la relación entre la ley y el Derecho.
¿En qué positivismo jurídico estará pensando Dürig al decir esto? Sin duda, en el mismo en que pensará siempre, después de él, el neoconstitucionalismo, en el positivismo metafísico del siglo XIX, al estilo de
Al comentar cómo el poder ejecutivo queda también vinculado a los derechos fundamentales, hace Dürig una llamativa excepción, pese a su insistencia anterior en el carácter absoluto de tales derechos, unido a la afirmación de su efecto horizontal. Dice que, por razón misma de otros derechos fundamentales, el Estado no puede dejar de reconocer la autonomía normativa de las asociaciones privadas y las iglesias y no puede entrar a hacer valer los derechos fundamentales dentro de ellas (Cfr. M-D. Art. 1 Abs III, nm. 114). O sea, y si entendemos bien, que si una asociación o iglesia viola ad intra, en sus normas y actuaciones internas, la dignidad de los individuos, tal violación no compromete al Estado ni lo obliga a actuar, como sí estaría obligado a actuar si aconteciera ese limitación de la dignidad en otras relaciones jurídico-privadas, como un contrato, por ejemplo. ¿Por qué esa diferencia? Me parece que no hace falta dar muchas vueltas para dar con la respuesta. Dejemos que el lector, sabedor ya de la fe y las prioridades de Dürig, la imagine.
Por fin, cuando se refiere a la vinculación de los jueces a los derechos fundamentales, y muy especialmente en el recurso ante el Tribunal Constitucional por vulneración de los derechos fundamentales, sienta Dürig algo que será determinante para la autoatribución posterior de la condición de superinstancia de apelación por parte de las cortes constitucionales, atribución tan negada de palabra como afirmada en los hechos. La sentencia judicial cuestionada habrá de verse como inconstitucional por atentatoria contra el derecho fundamental afectado cuando contenga una limitación del mismo constitucionalmente injustificable. Y eso ocurrirá no sólo cuando el juez haya aplicado una norma inconstitucional, sino también cuando, al aplicar una norma perfectamente constitucional que contenga una limitación –no inconstitucional- de un derecho fundamental, la interprete de un modo constitucionalmente insostenible (M-D. Art. 1 Abs. III, nm. 125). El neoconstitucinalismo sólo necesitará añadir ulteriormente que siempre que el juez que aplique una ley no inconstitucional no dé, sin embargo, con la interpretación de la misma que para el caso el derecho fundamental en juego exige, esa sentencia debe ser anulada en vía constitucional, aun cuando para nada vulnere el tenor de la norma que aplica y cuya constitucionalidad, repetimos, no se cuestiona. Por supuesto, un modo tal de razonar presupone dos cosas: que la respuesta más acorde con el derecho fundamental existe y que es cognoscible por el Tribunal Constitucional con más fundamento y rigor que por el juez ordinario. Y, en consecuencia, que la discrecionalidad no existe, o no existe apenas, en materia de derechos fundamentales.
Vamos ahora con algunas consideraciones sobre la sentencia del Tribunal Constitucional Alemán en el caso Lüth[5], seguramente la decisión que más ha influido sobre los tribunales constitucionales, al menos sobre los europeos. Su párrafo más importante es el que a continuación traducimos: “Sin duda, los derechos fundamentales se orientan en primer lugar a asegurar una esfera de libertad de los particulares frente a las agresiones del poder público. Son derechos defensivos del ciudadano frente al Estado. Así resulta tanto del desarrollo intelectual de la idea de derechos fundamentales como de los procesos históricos que han llevado a que las constituciones de los distintos estados recojan los derechos fundamentales. Ése es también el sentido que tienen los derechos fundamentales en
Se mezclan en la decisión y en ese párrafo dos asuntos y tal entremezclamiento será, en mi opinión, fatídico para el futuro. Por un lado, se trata de fundar la eficacia horizontal (Drittwirkung) de los derechos fundamentales. Si se hubiera negado tal eficacia de los derechos fundamentales también en las relaciones jurídico-privadas, habría tenido que rechazarse la pretensión que en el caso se planteaba y que el Tribunal aceptó. Por otro lado, como razón para admitir tal eficacia horizontal se da la de que
Permítaseme aquí una pequeña comparación, a modo de excurso y para que se aprecie mejor lo que venimos debatiendo. Pensemos en el reglamento que preside la práctica oficial del fútbol en competición. Qué duda cabe de que detrás de sus normas subyace una determinada moral del juego, una idea del fair play vinculada a las peculiaridades prácticas del fútbol como deporte de competición. También es perfectamente admisible que ese trasfondo “material” puede ayudar a la interpretación de las normas del reglamento en los casos dudosos. Ahora bien, seguramente nos escandalizaría que la letra del reglamento se pudiese saltar en nombre de consideraciones meramente morales sobre el sentido del deporte o de ese deporte. Por ejemplo, un defensa central hace lo que formalmente debería sin duda ser calificado como penalti, pero el árbitro no lo pita porque tiene en cuenta las siguientes razones conjuntamente: a) ese defensa es mucho más pequeñito que el delantero centro al que echó la zancadilla; b) el defensa cobra mucho menos en su equipo que el delantero centro en el suyo; c) el defensa está pasando por una difícil crisis personal que a veces lo pone inexplicablemente agresivo; d) el defensa se está acabando de recuperar de una grave lesión y todavía no es capaz de coordinar bien sus movimientos. ¿Qué pensaríamos de ese árbitro y de su decisión así justificada? Que es un pésimo árbitro y que la decisión es absolutamente antirreglamentaria. ¿Por qué ha de ser distinto un tribunal constitucional? Y no digamos si confundimos la aplicación del reglamento con la predeterminación del resultado de los partidos de fútbol. ¿Qué opinaríamos si se entendiera que las normas del reglamento futbolístico, que velan por el fair play, tienen como cometido último el de ayudar a que cada partido lo gane el equipo que más lo merece y las utilizáramos como disculpa para que
Pero sigamos con el Lüth-Urteil. Recojamos un segundo párrafo importantísimo de esta sentencia: “El Tribunal Constitucional ha de examinar si el tribunal ordinario ha juzgado correctamente el alcance y el efecto del derecho fundamental en el el Derecho civil. De ahí resulta, al mismo tiempo, la limitación de su revisión: no es asunto del Tribunal Constitucional el examinar las sentencias del juez civil desde el punto de vista de todos sus posibles defectos. El Tribunal Constitucional tiene meramente que juzgar del <
El Tribunal Constitucional español, por ejemplo, a día de hoy sigue pronunciando similares palabras unos cientos de veces al año, al resolver recursos de amparo. Pero con ese planteamiento estamos ante una de las más insondables aporías de la justicia constitucional y una de sus supremas paradojas. Traducido al lenguaje de los tribunales constitucionales, como el Tribunal Constitucional español, tenemos que, puesto que no pueden ser instancias de superrevisión y supercasación, les está vedado dirimir sobre la valoración de la prueba o sobre la interpretación de la legislación que haya hecho el tribunal ordinario en la decisión que se juzga. Sin embargo, puesto que han de medir el resultado de esa decisión para ver si en ella se hace a los hechos del caso la justicia que el contenido constitucional del derecho fundamental en juego requiere, lo que el Tribunal Constitucional acaba necesariamente por realizar es una nueva valoración de esos hechos e, incluso, una nueva interpretación de la norma, por mucho que lo niegue para disimular el hecho de que en realidad se ha convertido en esa superrevisión que, conforme a la legalidad constitucional, no debería ser. Y todo ello es consecuencia de una creencia de fondo, que ya se apuntó en este caso Lüth: la creencia de que para cada caso está en
El esquema que en la sentencia del caso Lüth queda diseñado puede sintetizarse así. El juez ha de ver si en la aplicación de un precepto legal a un caso queda afectado negativamente un derecho fundamental. Si resulta que sí, debe el juez modificar “la interpretación y la aplicación de ese derecho fundamental”[7]. No estamos hablando meramente de que haga prevaler la interpretación más favorable a los derechos fundamentales, sino de que en nombre del núcleo de valor de ese derecho fundamental que resulta afectado se haga una excepción a la aplicación de esa norma legal que es constitucional y que vale, se supone, con carácter general. Todo esto estaría bien si esa afectación negativa del derecho y su alcance exacto fuera algo que el juez pudiera conocer con certeza y objetividad. Pero nos tememos que no es así. El juez ve una luz, capta un destello, percibe el efecto de irradiación (Austrahlungswirkung) del valor-derecho sobre el caso. Más precisión que la que pueda haber en esa metáfora naturalista, de tanto éxito posterior, no se detecta aquí. Con idéntico rigor se podría haber dicho que el juez oye voces o dialoga con espíritus. Se nos dice en la sentencia que es “el específico valor” del derecho fundamental lo que ata y determina al juez. Como si ese valor específico de un derecho fundamental en un caso dado fuera una magnitud objetiva de la que el juez levanta acta.
Y esos valores objetivos dónde viven? El Bundesverfassungsgericht en esta sentencia se apunta a una de las doctrinas al respecto y difiere en esto de Dürig. Dice que “se ha de partir ante todo de la totalidad de las ideas de valor ha alcanzado en un determinado momento de su desarrollo espiritual y cultural y que ha fijado en su Constitución”[1]. Y se añade que la vía de entrada en el derecho privado de esos contenidos valorativos propios de los derechos fundamentales está en las cláusulas generales del tipo de las que apelan a la buena fe o las buenas costumbres.[1] Tiene gracia que esto se escriba en serio en Alemania en
Neoconstitucionalismo. III.a.
No ha habido tiempo para escribir nada nuevo ayer ni meterse con nadie. Así que a esta hora tempranera va post larguísimo para colegas de Derecho y masoquistas en general. Es un trocillo más del trabajo en curso sobre neoconstitucionalismo. Como ya habrán visto los lectores más osados y ociosos, me gusta poco dicha corriente, salida del complejo académico-judicial para ir haciendo de los jueces los jefes mientras sean de los nuestros, y para pararles los pies con nuestra personal lectura de la Constitución "axiológica" cuando sean de los otros.
Suelen los llamados neoconstitucionalistas repetir ideas y frases enteras de las que en 1958 y en Alemania expresaron Günter Dürig, en la teoría, y el Tribunal Constitucional Alemán en su sentencia del caso Lüth. Eso analizamos críticamente y para que conozcamos todos un poco mejor ese contexto originario y con quien nos las habemos.
Alguna servidumbre del servidor hace que no me entre aquí entero este capítulo. Así que lo parto en dos notas separadas, ésta y la de más arriba.
Más tarde hablamos de otros asuntos, de cosas normales para gentes como es debido.
Para el neoconstitucionalismo, la muy relevante presencia de ese tipo de normas, que conformarían la constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, en una determinada moral.
La idea de que
El comentario de Dürig comienza con un párrafo ya bien significativo: “En la conciencia de que la vinculatoriedad y la fuerza obligatoria de una Constitución también y en última instancia sólo puede fundarse en valores objetivos, el legislador constitucional, una vez que la referencia a Dios como el origen de todo lo creado no pudo ser mantenida, ha hecho profesión de fe en el valor moral de la dignidad humana. Mediante tal asunción del valor moral de la dignidad humana en
Desde el principio insiste Dürig en que un valor así existe por sí mismo y atribuye, por sí y al margen de cualquier juicio o transacción, a los seres humanos una propiedad moral irrenunciable e ineliminable. El carácter absoluto de tal valor moral hace que, una vez que el derecho positivo constitucional lo ha recogido, rija como obligación absoluta para el Estado de evitar toda mácula de la dignidad humana, y de ahí que haya de protegerlo también en lo referido a las relaciones interpersonales en la sociedad y no sólo respecto de las actuaciones directas del propio Estado (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 3). De esta tesis nacerá
Lo que en el artículo 1 se ha recogido es “el más alto principio constitutivo de todo derecho objetivo” (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 4). Lo que así se dispone es la “base para un completo sistema de valores” (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 5). Como es difícil fundar en la enunciación de ese solo valor todo un sistema de pretensiones, dicho valor se ha desplegado y subdividido en los derechos fundamentales particulares, por obra del apartado II del artículo 1[4]. Eso tiene dos consecuencias: esos derechos fundamentales poseen valor puramente declaratorio en el texto constitucional, pues son emanación de ese valor dignidad reconocido en el primer enunciado de
Según Dürig, lo que los artículos 2 y siguientes hacen es desarrollar más precisamente ese contenido que ya está por entero presente en el art. 1.I, y tal desarrollo[8] se da dividido en derechos de libertad y derechos de igualdad. Y aquí otra vez esa relación de más a menos general. El supremo derecho de libertad, primera concreción de la libertad y núcleo desarrollado en las demás libertades, es el presente en el art. 2.I, el derecho al libre desarrollo de la personalidad (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 11).
En cuanto a los derechos de igualdad, son todos desarrollo o despliegue del “derecho principal de igualdad” contenido en el art. 3. I[9]. Ese derecho funciona como “lex generalis” respecto de los demás derechos de igualdad recogidos bajo la forma de concretas normas constitucionales positivas.
Tanto aquel derecho generalísimo de libertad del art. 2. I como este derecho generalísimo de igualdad del 3. I guardan en sí los contenidos tanto de esos otros concretos derechos que son meras concreciones de esos dos, como capacidad para rellenar cualquier laguna en el sistema de derechos, respectivamente, de libertad y de igualdad. A lo que se suma que han de guiar la interpretación de esos concretos derechos positivados de libertad y de igualdad, pues ninguna interpretación de éstos puede contradecir esos contenidos materiales objetivos de la libertad y de la igualdad en aquellos dos artículos recogidos (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 11). Pocas veces podremos ver mejor y más coherentemente reflejado ese planteamiento antipositivista de las normas constitucionales de derechos, planteamiento que luego se apropiará el neoconstitucionalismo. Por debajo de los enunciados constitucionales de derechos está un sistema completo de valores, con su jerarquía. Esa jerarquía tiene en su vértice la dignidad y en su escalón inmediatamente inferior, como primeras concreciones de ese valor omniabarcador y generalísimo, la libertad y la igualdad. El contenido de los sucesivos derechos constitucionales no puede ser otro que el dictado desde esos valores “objetivos”; más aún, también son contenidos constitucionales necesarios aquellos que sean despliegue ineludible de tales valores presentados en los arts. 1, 2. I y 3. I, de forma que: a) hay más derechos constitucionales que los plasmados en el resto de los enunciados de derechos o subsumibles bajo ellos desde un punto de vista semántico; c) en el sistema de derechos, por tanto, no hay lagunas y todo lo que sea desarrollo de la dignidad tendrá su conrrespondiente derecho fundamental, lo recoja expresamente o no
Perdidos en esos pantanos infestados de valores, el razonamiento se hace sumamente curioso, y así se aprecia en Dürig. En puridad, si el art. 1, con su derecho a la dignidad, acoge en sí ya todos los derechos, sus ulteriores concreciones son propiamente prescindibles, pues los derechos de
Ahora bien, ¿de dónde viene el contenido necesario de esos valores que son “objetivos” y cuyo papel no es meramente formal, como categorías a rellenar contingentemente, sino de determinación “material” de los contenidos posibles de la ley? Dürig no se oculta, aunque suela explayarse más bien a pie de página. Se trata de la ética cristiana, presente en el iusnaturalismo cristiano. Sus razonamientos a este respecto son bien curiosos. Mantiene que “no se debería debatir sobre los conceptos de esa impregnación valorativa” y que se puede afirmar que el art. 1 es la plasmación del iusnaturalismo moderno. En
Mención aparte merece la idea de Dürig, que maneja también el Bundesverfassungsgericht en su Lüth-Urteil, de que el mandato de respeto a la dignidad humana no se plantea sólo frente a los posibles atentados del Estado contra la misma, sino que también rige en las relaciones entre particulares, debiendo los órganos del Estado velar porque en las relaciones jurídico-privadas la dignidad no se vea dañada. Obviamente, serán los jueces los que, en nombre de la dignidad, tendrán que excepcionar la aplicación del principio de autonomía de la voluntad o cualquier otra regla de derecho privado que se use con esos fines o esos resultados de menoscabar la dignidad. Estamos hablando, obviamente, del llamado Drittwirkung o efecto frente a terceros de los derechos fundamentales. Pero aquí hay que distinguir dos cosas que a menudo se entremezclan. Una, si los derechos fundamentales también ponen límite a los contenidos posibles de las relaciones jurídicas entre particulares; hoy es prácticamente unánime la respuesta afirmativa a esta cuestión. Otra, distinta, es la de con qué grado de precisión pueden los jueces controlar el respeto a los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares. Bajo una perspectiva positivista, se podría decir que en lo que los enunciados constitucionales de derechos no determinen funcionaría una especie de principio pro autonomía de los particulares, pues aquello que en
Seamos justos con las tesis de Dürig y, de paso, clasifiquemos el grado y la forma en que las cláusulas de derechos determinan las decisiones de los operadores jurídicos y hasta las decisiones admisibles de los particulares. Distingamos tres posturas. La primera sería la de la plena determinación y se podría adscribir, al menos en principio, a aquellos autores que sostienen la teoría de una única respuesta correcta para los asuntos jurídicos en que está implicada la moral de los derechos. La segunda sería la de quienes sostienen que la vinculación de los derechos a valores objetivos que forman el cimiento de