29 febrero, 2008

De cómo el TC se mete en casa ajena. Un ejemplo.

De nuevo esto va largo y para juristas y otros cultivadores de aficiones inconfesables.
Para ilustrar lo que se afirmaba en el post de ayer, vamos a ver ahora un ejemplo de cómo el TC valora, en los recursos de amparo, lo que dice que no debe valorar, por ser competencia de la jurisdicción ordinaria: los hechos y su calificación. Mañana pondremos el ejemplo complementario, el de cómo corrige las interpretaciones de la legalidad ordinaria que no es competente para corregir. Eso lo haremos a la luz de la reciente Sentencia del caso de los Albertos.
Análisis de la Sentencia del TC 176/1995, de 11 de diciembre.
Hechos del caso: recurre en amparo el autor de un comic titulado "Hitler=SS". Se presenta en dicho cómic a los judíos como seres odiosos por sus actitudes personales y morales, mientras que los guardianes de los campos, de las SS, aparecen como individuos de noble actitud y porte agradable.
Después de distintas vicisitudes a través de las correspondientes instancias judiciales, la última, la Audiencia Provincial de Barcelona, condenó al luego recurrente en amparo por un delito de injurias.
El TC denegará el amparo.
Análisis:
El conflicto se da entre la libertad de expresión (en sus facetas combinadas de libertad de opinión, de libertad de expresión artística de las propias opiniones, etc.) de los autores del cómic y el derecho al honor de los judíos. El TC reconoció (como en otros casos) la legitimación activa de las asociaciones judías que denunciaron y se querellaron. Prescindimos aquí de esos extremos). Haremos un doble análisis de esta sentencia. En primer lugar, el análisis de su clave decisoria. En segundo lugar, el análisis de su argumentación. Con el primero trato de mostrar que esa clave decisoria es puramente fáctica y supone, reconózcase o no (no se reconoce, se niega), que el TC se eleva a suprema instancia judicial que valora los hechos, aunque diga que eso es competencia exclusiva del juez y que él, el TC, no hace más que juzgar si han sido adecuadamente considerados los derechos. Con el segundo se pretende poner de relieve a qué panoplia de contradicciones y aporías se ve llevado el TC por su intento de ocultar el carácter fáctico de su juicio.
a) Análisis del núcleo decisorio de la STC 176/1995.
Podemos reducir ese núcleo a las siguientes afirmaciones.
i) El conflicto se da entre libertad de expresión del recurrente en amparo, autor del cómic, y el derecho al honor de los denunciantes y querellantes, en cuanto judíos.
ii) En principio el cómic cae dentro de la esfera “lícita” de la libertad de expresión , pues “es evidente que al resguardo de la libertad de opinión cabe cualquiera, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático (...) La libertad de expresión comprende la de errar y otra actitud al respecto entra en el terreno del dogmatismo”.
iii) El concepto de honor es “jurídicamente indeterminado”, difícil de definir y poseedor de plurales acepciones, pero “el denominador común de todos los ataques o intromisiones ilegítimas en el ámbito de protección de este derecho es el desmerecimiento en la consideración ajena (artículo 7.7 LO 1/1982) como consecuencia de expresiones proferidas en descrédito o menosprecio de alguien o que fueren tenidas en el concepto público por afrentosas”.
iv) El derecho a la libertad de expresión (al igual que el de libertad de información) poseen una gran relevancia por su significado para que sea posible “la efectiva consecución del pluralismo político como valor esencial del sistema democrático”.
v) Aun con lo anterior, es necesario ponderar en caso de conflicto como el que aquí se da. “El análisis para sopesar los derechos en tensión ha de hacerse atendiendo a las circunstancias concurrentes en cada caso”.
vi) La libertad de expresión tiene “un límite insalvable impunemente”, como es la emisión de apelativos injuriosos que supongan ”un daño injustificado a la dignidad de las personas y al prestigio de las instituciones”, y “la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería por lo demás incompatible con la dignidad de la persona”.
vii) El tebeo o cómic que se enjuicia es injurioso, lo que queda acreditado a la vista de con qué aspecto físico se dibuja a los judíos y cómo a sus guardianes, cuánta agresividad hay en cada viñeta, qué burdo y grosero es el mensaje. En consecuencia, en dicho cómic “late un concepto peyorativo de todo un pueblo, el judío, por sus rasgos étnicos y sus creencias”, hay una “actitud racista” y “habla el lenguaje del odio, con una densa carga de hostilidad que incita a veces directa y otras subliminalmente a la violencia por la vía de la vejación”.
viii) En conclusión, el castigo de su autor por el delito de injurias no supone atentado contra su libertad de expresión, pues en su ejercicio se había excedido ilegítimamente en detrimento del derecho al honor de los judíos. No procede, pues, el amparo.
¿Cuál de los números de la anterior lista de argumentos del TC envuelve la valoración decisiva, eso que se suele llamar la ponderación de los derechos en litigio? Sin duda, el vii). Y ahí lo que el TC hace es una valoración de los hechos. Aquellos hechos en los que el TC se fija son los determinados por los criterios de ponderación que he ido mencionando –o que se presumen válidos- (no considera relevantes otros, como podrían haber sido en qué partidos milita o militó el autor del cómic, cuál es su edad, de qué extracción social proviene, cómo fue educado, etc., etc., etc.), pero la valoración de los hechos la hace el Tribunal puramente como tal valoración de los hechos y no como otra cosa. El TC reconoce que su reconsideración de la sentencia de instancia que condenó al autor no se debe a que en la misma no se pondere o no se motive la decisión, sino que formalmente no tiene tacha. ¿Entonces? Lo que el TC hace es una nueva calificación de los hechos, en este caso coincidente con la del tribunal de instancia, pero que también pudo ser divergente, una vez que el TC se considera legitimado para tal reconsideración.
Podemos aún esquematizar más el razonamiento del TC y verlo del siguiente modo, que recoge su trama esencial:
(1) La libertad de expresión no ampara el derecho al insulto/la injuria, pues éstos atentan injustificadamente contra el derecho al honor.
(2) Las expresiones (gráficas y escritas) “x”, “y”, “z” son insultos/injurias.
(3) Las expresiones “x” “y”, “z” no están amparadas por la libertad de expresión.
Parece bien claro que el enunciado contenido en (2) envuelve el juicio del TC determinante de su decisión, expresada en (3), y que ese juicio contenido en (2) versa sobre hechos y no sobre derechos. Sobre derechos versa (1), en términos genéricos, no referidos inmediatamente al caso, y sobre derechos versa también (3), en términos referidos al derecho prevalente en el caso, pero esa prevalencia está determinada por el juicio sobre los hechos y su calificación, juicio que se contiene en (2). Nada distinto de lo que debe hacer y en el caso hizo el tribunal ordinario de última instancia. Así que si el TC hubiera realizado una valoración de los hechos diferente de la de aquél, habría actuado como se actúan en el proceso casacional habitualmente. Y, en cualquier caso, ha actuado como instancia revisora y con el esquema de las instancias judiciales revisoras ordinarias. El lenguaje de la ponderación no es más que el disfraz de tal proceder, el expediente bajo el que se oculta el hecho de que al revisar las “ponderaciones” realizadas por los tribunales ordinarios el TC actúa como instancia revisora, casacional; y no puede ser de otro modo, salvo que se abstuviera de tales revisiones y atendiera sólo a criterios formales y procedimentales.

b) Análisis de la trama argumentativa de la sentencia.
Acabo de formular la afirmación, muy rotunda y desafiante, de que el lenguaje de la ponderación más que para describir un proceder sui generis del TC en los supuestos de conflicto entre derechos fundamentales es el disfraz retórico del modo ordinario en que se resuelven tales conflictos, ya sea por los tribunales ordinarios, ya por el TC. Y si el lenguaje de la ponderación tiene una función eminentemente retórica u ocultadora, acabará llevando a sinsentidos o, incluso, contradicciones palmarias. Veámoslo en este caso.
El recurrente en amparo pretende la anulación de la condena por injurias que la última instancia judicial le ha impuesto, y tal pretensión se fundamenta en que con dicha condena se habría dado una restricción ilegítima de su libertad de expresión. Para proteger el honor de los demandantes (en realidad, del grupo étnico y racial judío), se habría vulnerado el otro derecho fundamental en tensión, la libertad de expresión.
Alega el demandante que no actuó con animus iniuirandi, sino con animus iocandi. Es un dato muy relevante, ya que el delito de injurias exige la presencia en el autor del propósito ofensivo, injurioso. Pero señala el TC que este asunto de la apreciación de la presencia o no de dicho animus en el acusado es un tema de apreciación de las pruebas, de valoración de los hechos concurrentes en el caso, y que tal cometido corresponde en exclusiva a los tribunales ordinarios, sin que el TC pueda ni deba inmiscuirse. Es un asunto de legalidad ordinaria, no de constitucionalidad.
“La existencia de esa intención o de ese propósito concreto de ofender, cuya intensidad enerva y puede llegar a volatilizar el talante jocoso, desde la sátira al humor, con todas sus gradaciones o matices, es un componente subjetivo del delito de injurias, con el trasfondo del honor como bien jurídico protegido –artículo 18.1 de la Constitución-, fundamento a su vez de la llamada antijuridicidad material. En suma, ese rasgo es un aspecto del <> o descripción estereotipada de los comportamientos punibles, contenidos en los arts. 453 y 457 del Código Penal. Decidir si se da o no se da forma, parte (sic) de la operación de encajar lo sucedido en la norma, subsunción en ella del supuesto de hecho, con la consiguiente calificación jurídica. Esta operación supone –por un lado- la selección de la norma, incluso en su dimensión temporal (vigencia, retroactividad, ultraactividad) y espacial (territorialidad) con su interpretación (STC 133/1995) y –por el otro- la acotación de la realidad por medio de la actividad probatoria, con el recibimiento a prueba la comprobación de su pertinencia la práctica y la valoración (sic) de la legitimidad de su obtención y de su fuerza convincente. Todo ello es en definitiva el contenido de la potestad de juzgar, tal y como ha sido diseñada por este Tribunal Constitucional, correspondiente con carácter exclusivo y excluyente a los Jueces y Tribunales titulares del Poder Judicial, que han de ejercer esa función jurisdiccional con absoluta independencia, vale decir con plena libertad de criterio, solamente sometidos al imperio de la Ley y el Derecho, sin interferencia alguna. En consecuencia caen fuera de nuestro ámbito tales cuestiones (...) y deben quedar excluidas desde ahora mismo, dejando tan sólo para el debate aquellas otras que tienen una dimensión constitucional” (f.j. 1. El subrayado es mío).
Ese carácter apreciativo de pruebas, valorativo de los hechos presentados, es lo que explica y hace normal la discrepancia entre sucesivas instancias judiciales. Y ahí es donde el TC no debe agregarse como una instancia judicial más que hace su valoración de los hechos concurrentes, a fin de decidir, por ejemplo –como en este caso- si existió o no existió el animus que conforma el elemento subjetivo del tipo penal de injurias. Bien claro lo dice el TC:
“En consecuencia, es tan posible como frecuente la disparidad de criterio entre los Jueces y Tribunales de primera y segunda instancia, sistema por otra parte irreprochable desde una perspectiva constitucional como se ha visto, y en tal disyuntiva la propia lógica del sistema da prevalencia a la decisión de quien resuelve el recurso de apelación (STC 124/1983). En cambio este Tribunal Constitucional, que no ejerce una tercera instancia ni tampoco funciones casacionales, inherentes una y otras al juicio de legalidad privativo de la potestad de juzgar que la Constitución encomienda a los órganos del Poder Judicial, no tiene por qué revisar las razones en virtud de las cuales un órgano judicial otorgue mayor peso específico a un elemento del tipo que a su antídoto o factor de exclusión de la ilicitud penal. Es claro, pues, desde esa perspectiva de la legalidad, que la Audiencia de Barcelona no extravasó las funciones de Juez de la apelación siendo razonable y razonada su decisión, y por ello carece de fundamento sólido tal reproche. Por lo tanto, el problema aquí y ahora, consiste en analizar la dimensión constitucional de tal decisión judicial” (f.j. 1. Los subrayados son míos).
Está bien claro todo hasta que llegamos a la última frase del párrafo anterior. En efecto, ¿cómo juzgar la dimensión constitucional del caso sin inmiscuirse en la valoración judicial de los datos fácticos concurrentes, valoración de la que se ha dicho con toda rotundidad que es competencia exclusiva de los jueces de instancia?
En el paso siguiente el TC hace hincapié en el amplio alcance de la libertad de expresión, que acoge incluso el derecho a equivocarse o a discutir los fundamentos mismos del sistema democrático, como ya hemos visto.
Luego insiste en el carácter indeterminado del derecho al honor, en que tiene su idea central en la de “desmerecimiento de la consideración ajena” y en que el contenido de ese derecho es “lábil y fluido” cambiante con la evolución de las normas, valores e ideas sociales. Y reitera que también los grupos sin personalidad jurídica tienen derecho al honor, como ya se estableció en la STC 214/1991 (caso Violeta Friedman).
¿Qué debieron hacer los tribunales que sentenciaron el caso aquí en discusión? Ponderar. Y así lo hizo, correctamente, la Audiencia Provincial de Barcelona, según el TC. Y esa ponderación, “privativa de los Jueces y Tribunales del Poder Judicial”, es parte de la labor normal de éstos, concretamente aquella parte que tiene que ver con “la libre valoración del acervo obtenido” mediante las pruebas practicadas. Que el TC entre a valorar tal valoración, para corregirla en su caso, supondría su indebida conversión en instancia casacional. Veámoslo en el texto.
La ponderación antedicha es, en su esencia, una operación de lógica jurídica que, en principio, forma parte del conjunto de las facultades inherentes a la potestad de juzgar, privativa de los Jueces y Tribunales del Poder Judicial por mandato de la propia Constitución (artículo 117.3). En efecto, tal potestad comprende la selección de la norma jurídica aplicable al caso concreto, incluso en su dimensión temporal, la interpretación y la subsunción en ella de los hechos, la determinación de éstos a través de la actividad probatoria, con la admisión y pertinencia de los medios propuestos y la libre valoración del acervo obtenido mediante los efectivamente utilizados. Si a lo dicho se añade la posibilidad de ejecutar lo juzgado, para hacer así efectiva la tutela judicial (artículo 24.1 CE) queda claro, en un rápido esbozo, el perfil constitucional de la función judicial. Pues bien, esto que resulta inconcuso por haberlo dicho así, una y otra vez, este Tribunal, veda en efecto que actuemos aquí como una tercera instancia o como una supercasación, pero no coarta el ejercicio de nuestra propia perspectiva jurisdiccional (art. 123 CE)” (f.j. 4).
Vuelve todo a estar perfectamente claro hasta que llegamos a la última línea y, con ello, de nuevo a la pregunta crucial: ¿cómo configuramos la perspectiva jurisdiccional propia del TC sin convertirlo en una “supercasación”? Creo que la respuesta más pertinente y coherente sería la de que su juicio no puede entrar en el análisis de fondo de la ponderación, sino que tiene que quedarse en el control de la corrección procedimental, formal y “lógica” del razonamiento del tribunal ordinario. Pero el TC quiere entrar en el fondo y para ello se tiene que autoasignar la posibilidad de una ponderación revisora de la judicial, disimulando ese carácter revisor mediante la presentación de tal ponderación revisora como ponderación de derechos ajena a la valoración de los hechos. Una quimera, un imposible. Continuemos con el análisis de su razonamiento y veamos esto.
En tal línea discursiva, cuando entran en conflicto o colisión dos derechos fundamentales, como ahora es el caso, resulta evidente que la decisión judicial ha de tener como premisa mayor una cierta concepción de aquellos derechos y de su recíproca relación o interconexión y, por tanto, si tal concepción no fuera la constitucionalmente aceptable, en un momento dado, esa decisión «como acto del poder público, habrá de reputarse lesiva», del uno o del «otro derecho fundamental, sea por haber considerado ilícito su ejercicio, sea por no haberle otorgado la protección que, de acuerdo con la Constitución y con la Ley, debería otorgarle», (STC 171/1990). De ahí que la vía de amparo no ya permita sino imponga, en esta sede, el revisar la ponderación de los derechos colindantes hecha por el juzgador, desde la sola perspectiva de la Constitución y limitando nuestro enjuiciamiento a la finalidad de preservar o restablecer el derecho fundamental en peligro o ya lesionado (artículo 41.3 LOTC) (f.j. 4).
En el anterior párrafo está la clave del regate teórico que el TC nos hace para justificar su capacidad para enmendar las ponderaciones del tribunal de instancia. Podemos esquematizar así su razonamiento:
i) Antes quedó dicho que los jueces y tribunales ordinarios ponderan los derechos en tensión “atendiendo a las circunstancias concurrentes en cada caso” (f.j.4) y que tal ponderación se reconduce a la valoración de las pruebas, de los hechos acreditados, facultad exclusiva de jueces y tribunales.
ii) Cuando se trata de un conflicto entre derechos fundamentales tampoco puede el TC corregir esa valoración de las pruebas realizada por los tribunales, pues supondría convertir al TC en una instancia de casación y vulnerar aquella exclusividad de la competencia judicial para apreciar los hechos.
iii) La ponderación que los tribunales ordinarios llevan a cabo tiene como base o “premisa mayor una cierta concepción de aquellos derechos y de su recíproca relación e interconexión”.
iv) Si esa concepción de base sobre los derechos que tiene el tribunal ponderador no es la adecuada, se producirá un daño indebido para alguno de esos derechos en pugna. Esto es, si la premisa mayor es errónea, el fallo conclusivo será inadecuado.
v) Al TC compete entonces “revisar la ponderación de los derechos colindantes hecha por el juzgador, desde la sola perspectiva de la Constitución”.
Y la pregunta que de inmediato nos surge es ésta: ¿no habíamos quedado en que la ponderación judicial consistía en la valoración de pruebas, en la calificación de hechos? ¿Por qué aparece aquí esa tarea transformada, de pronto, en ponderación de derechos? ¿Cómo se justifica ese salto argumentativo que da el TC?
Creo que esto aún podemos salvarlo con el uso de la noción de criterios de ponderación. Puede estar establecido, por ejemplo, que las circunstancias relevantes para el caso de libertad de expresión y que el juez ha de valorar son las que tienen que ver con el carácter público o privado del ofendido o con la presencia o no de expresiones que son mero insulto y no se justifican por ninguna otra función en el discurso. Es decir, el control del TC consistiría en comprobar si el juez seleccionó las circunstancias relevantes y todas las circunstancias relevantes, si bien sobre la valoración en concreto de esas circunstancias (por ejemplo, la valoración de si la expresión “x” fue proferida o no con ánimo de insultar o injuriar) el TC ya no podría pronunciarse y debería darla por buena. Pero no se queda ahí el TC y da el último paso, el paso propio de la instancia judicial revisora de la valoración de los hechos.
En efecto, después de sentar todo lo anterior, el TC ha dejado bien patente también lo siguiente: i) que la condena por injurias será válida y lícita si el acusado rebasó los límites legítimos de su libertad de expresión; ii) que tales límites habrán de considerarse rebasados si el texto o los dibujos del cómic en cuestión cumplen dos condiciones: si son ofensivos para los judíos (carácter objetivamente insultante o injurioso) y si el autor procedió con animus iniuriandi, con propósito y deliberación de ofender, vilipendiar y degradar a los judíos. La primera condición, por lo que se ve, se ha dado por supuesta en todo este litigio y no se ha discutido: objetivamente se presenta a los judíos como seres escasamente atractivos, con cualidades negativas, y más por contraste con las virtudes con que se dibuja a sus guardianes en los campos. Todo el peso del caso recae sobre si se cumple o no la segunda condición, el animus iniuriandi.
¿Y cómo podemos saber si ese animus iniuriandi existió o no? La respuesta sólo puede ser una: valorando los hechos que han sido probados y tal como aparecen en las pruebas. Y tal cosa, es lo que hace el TC aquí, ni más ni menos. No está sopesando derechos, pues ya quedó muy claro, y estaba perfectamente establecido en su jurisprudencia anterior, cuál es en términos generales y abstractos el valor relativo de la libertad de expresión y el derecho al honor. No es eso lo que está en discusión y la sentencia que en amparo se revisa no puso en ningún modo en duda ese valor relativo de uno y otro de tales derechos. ¿Entonces? Lo que hizo la Audiencia de Barcelona fue valorar las viñetas, los textos y las declaraciones del acusado para en esas pruebas apreciar sin hubo o no el propósito injurioso del que totalmente depende si el acusado se extralimitó o no en su libertad de expresión y en detrimento del honor de los judíos.
¿Y qué hace el TC? Exactamente lo mismo. Vuelve a valorar las viñetas, textos y declaraciones del acusado recurrente en amparo. Puesto que esa su valoración de tales hechos relevantes dio el mismo resultado que la valoración de la Audiencia, no otorgó el amparo. Si la valoración que el TC hizo de tales datos fácticos relevantes hubiera sido distinta de la de la Audiencia, habría dejado sin efecto la sentencia de ésta. Y puesto que no se discute en ningún momento cuáles son los hechos relevantes para el caso y dado que lo que hace el TC es una nueva valoración de esos hechos cuya relevancia no se discute, su proceder en este caso, como en tantos, es exactamente el propio de una suprema instancia casacional. Pero veamos en el texto de la sentencia del TC cómo éste no hace sino valorar los hechos relevantes.
“La lectura pone de manifiesto la finalidad global de la obra, humillar a quienes fueron prisioneros en los campos de exterminio, no sólo pero muy principalmente los judíos.
Cada viñeta -palabra y dibujo- es agresiva por sí sola, con un mensaje tosco y grosero, burdo en definitiva, ajeno al buen gusto, aun cuando no nos corresponda terciar en esta cuestión, que se trae aquí como signo externo de ese su talante ofensivo. Ahora bien, importa y mucho, en este análisis de contenidos, bucear hasta el fondo para obtener el auténtico significado del mensaje en su integridad. En tal contexto, en lo que se dice y en lo que se calla, entre líneas, late un concepto peyorativo de todo un pueblo, el judío, por sus rasgos étnicos y sus creencias. Una actitud racista contraria al conjunto de valores protegidos constitucionalmente”.
“A lo largo de sus casi cien páginas se habla el lenguaje del odio, con una densa carga de hostilidad que incita a veces directa y otras subliminalmente a la violencia por la vía de la vejación”.
A partir de esas apreciaciones sobre el hecho intencional que mueve al autor del cómic, la conclusión del TC aparece clara: existió propósito injurioso y, por tanto, no cabe el amparo de la libertad de expresión.
Y, a todo esto, ¿no había dicho el TC en el f.j. 1, al comienzo de la argumentación de esta sentencia, que constatar la existencia de la intención o propósito de ofender, constitutiva del componente subjetivo del delito de injurias, forma parte de la competencia exclusiva de los tribunales ordinarios, como parte de la valoración de los hechos del caso, y que el TC no puede entrar en tales análisis que suplantarían los cometidos del poder judicial? ¿Y qué otra cosa sino la existencia de ese propósito es lo que acabamos de ver que analiza el TC en los hechos probados? Llegamos, pues, a la contradicción.
¿Qué hubiera debido hacer el TC en este caso? Como ya indiqué, si se quiere mantener la coherencia entre la función que para el TC se proclama y proclama él mismo, esto es, si no puede ni quiere ser una suprema instancia casacional que revise el juicio sobre los hechos de la instancia inmediatamente inferior, en este caso debería haberse limitado a decir que no procedía el amparo porque la Audiencia emitió una sentencia formalmente intachable, en la que para la solución del conflicto entre los dos derechos se atendió a los hechos propiamente relevantes y en la que esos hechos se valoraron sin que en el razonamiento correspondiente se aprecie ningún fallo lógico, estando, además, suficientemente motivado ese juicio sobre los hechos. Y que en lo demás nada puede añadir el TC, ya que no puede tornarse instancia casacional. Que sus magistrados hubieran podido realizar, en su caso, una valoración distinta de los hechos relevantes no autoriza a que valoren esos hechos en su sentencia de amparo, y lo mismo da que esa su valoración de los hechos ya valorados por la Audiencia sea coincidente con la de ésta o discrepante de la misma. El solo hecho de valorarlos ya significa que se asume en la práctica el papel casacional que en la teoría se niega.

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