La familia es la institución más antinatural, de eso no cabe duda. Yo quiero mucho a la mía, pero las cosas son como son. Por eso la familia es célula básica de esta sociedad, por eso. Porque si no fuera por la domesticación que de la libertad y el gusto se hace en la familia, el personal no iba aguantar ni la cuarta parte de lo que aguanta a jefes, guardias o telediarios. Es en la familia donde aprendemos a pasar por el aro, concretamente por el aro ardiendo; y sin rechistar. Luego ya puedes actuar en cualquier circo y plegarte, moviendo la colita, a lo que ordene el rector, disponga el secretario general o se le ocurra al presidente de la comunidad de vecinos. Ya tienes holgura, como quien dice, y las órdenes y los caprichos ajenos te entran sin dolor. Vamos, es que ni lo notas.
No me refiero a los efectos perdurables de la educación infantil. Eso se pasa, se olvida. ¿O acaso seguimos de mayores haciendo algo de lo que nuestros padres trataron de inculcarnos? Raramente y sólo si padecemos elevados grados de complejo de Edipo o del de Electra, según toque por razón de género. No, no, la familia sí nos educa, pero de mayores. Digo educar por decir algo.
Vean si no la situación de un ser humano adulto y en la flor de la vida. Puede ser mujer u hombre, da igual, pero yo voy a ponerlo en masculino porque me cae más cerca. Ese varón tiene por ejemplo sus treinta años, ha pillado un trabajo que le da buenos cuartos, se ha montado su propia casa, es el dueño de su vida y de su tiempo, con leves concesiones al horario laboral. Por no hablar, ay, de cómo se lo puede montar en cuestión de nefandos placeres de la carne. Y ahí comienza la presión social porque no tiene familia. Digo más, es cuando empieza la traición de los allegados. Los padres: “Hijo, nos gustaría tanto tener nietos, esos nietos que serían consuelo de nuestra vejez y orgullo por la perpetuación de nuestra sangre”. Caray. Los amigos que han sucumbido, que son siempre los peores y más ladinos: “Chico, qué quieres que te diga, todo tiene una edad, pero después de los veintitantos el cuerpo ya te pide una estabilidad”. Mentira cochina, el cuerpo no te pide eso. A ellos tampoco se lo pedía, pero fueron víctimas de otros amigos. Esa amiga de los viernes: “¿Te importa si dejo el camisón en tu armario por si vuelvo el próximo fin de semana?” Ella también está sometida a muchas presiones, hay que entenderla antes de decirle que no de mala manera y que viva la anarquía en el hogar y camisón para qué. El compañero en el curro: “No sabes qué bonitas vacaciones hemos pasado en la playa y en familia, menos mal que me he quitado de los trasnoches y los excesos de antes, pues estaban acabando conmigo”. Falso de toda falsedad, el muy cabronazo tiene una nostalgia de tres pares de narices y ha vuelto con esa urticaria por pasar veinte días en la costa entre llantos infantiles y reproches de la parte contraria, formada por la suegra, el cónyuge, los cuñados y los propios niños, que no soportan ver a un progenitor tan sumiso y también ellos se ensañan con el más débil.
Total, que el sujeto feliz acaba convenciéndose de que tanto goce seguro que no es más que disfraz de su alienación y de que tiene que buscarse urgentísimamente una novia que comparta sus gustos. El problema es que se trata de un imposible conceptual, pues cuando el gusto de uno se comparte deja de ser gusto porque se torna disciplina y orden. Gusto no hay más que uno, para placer, el propio. Lo demás es renuncia y resignación.
En menos que canta un gallo tenemos al protagonista de nuestra historia echándose una novia y quemando sus agendas entre contenidos sollozos. Y llega la boda, que, ya puestos a complacer al mundo y para librarse para siempre de la etiqueta de bicho raro y asocial, celebra según los cánones establecidos: tarta nupcial y legión de invitados cuyo nombre ni recuerda y que, para colmo, le cortan la corbata cara y se desahogan cantándole procacidades y que se besen, oé.
Nuestro hombre (que también podría ser mujer, insisto) se ha dicho a sí mismo muchas veces que su convivencia matrimonial puede ser muy diferente de lo común y que todo se puede hablar si hay confianza bastante. Pero no. Durante el noviazgo aún no era tiempo para delicadas confidencias y a partir de la boda ya pasó el plazo. Con todo, piensas que a dos y sólo dos también puede ser intenso el disfrute y allá te vas la mar de animoso. Hasta que se descubre que no han terminado las presiones normalizadoras, la jaula de los estándares oficiales.
Antes se encargaba la religión de ponerte en tu sitio y en tu postura. Estabas con tu consorte en pleno desmelene erótico y, de pronto, sonaba aterradora la voz de tu conciencia, que era la voz del párroco: ¡así no! ¡apaga la luz! ¡por ahí no es! A amoldarse tocan. Ahora es peor la represión y más sutil el engaño. Pongámonos en situación. Es viernes por la noche y estás con tu señora, solos los dos y a media luz. En una mano la copichuela, en la otra el porrete (bueno, hoy ya sería hazaña un simple cigarrillo), en la tele la peli porno y desparramada sobre el sofá una batería de condones de sabores. Cielo santo, es verdad que no es tan mala cosa el matrimonio. Y, de repente, esa voz, que puede salir de la boca de tu pareja o de la conciencia ambos, convenientemente trabajada por conocidos y familiares: ¿no será ya buen momento para ir pensando en tener unos hijos? Te lo han repetido en las comidas familiares de los domingos, en la oficina y en el bar: oye, mira, mientras no vienen los hijos hay como un vacío, los hijos te colman, te compensan, te llenan de felicidad y vosotros estáis en el momento ideal para ser padres.
Repárese en cuál es la noción social de “momento ideal para ser padre”: cuando tienes un buen trabajo y dinero suficiente para darte unos lujos, cuando puedes viajar, comprarte de todo y concederte los caprichos soñados, cuando te llevas estupendamente con tu pareja y te lo montas de cine con ella. Tanta felicidad no puede resultar impune y para eso están los amigos, que te insisten en que ellos no vieron la luz hasta que no tuvieron tres churumbeles y que no te imaginas qué satisfacción al verlos gatear o montarse en el primer triciclo. Cabrones. Los amigos, digo.
Un día de ésos llega la decisión a dúo: sí, vamos a buscar descendencia, mi amol. Es el principio del fin, pues desde el comienzo cambian cosas: no fumemos, no sea que se dañe el semen; deja ese vaso de ron, que a lo mejor se nos desorientan los espermatozoides; así no, que en los cursillos prematrimoniales le han dicho a mi prima Cuqui que si te retuerces te puede salir la descendencia miope; hoy tres veces aunque sea sin ganas, que me he tomado la temperatura y creo que toca; quita ese vídeo, que debemos concentrarnos en la poesía del momento. Robots reproduciéndose, fabricación de niños de granja.
Preparto, parto, postparto y cuarentena. Volverán las cosas al fin a ser como antes, igual que vuelven las oscuras golondrinas. No, no vuelven. Ni golondrinas ni leches. Los puntos duelen dos años, mes arriba o mes abajo. Los amigos empiezan a sincerarse, a buenas horas. La familia extensa monta una delegación en tu casa, más que nada por echar una mano. La criatura desarrolla en cuestión de meses un prodigioso sexto sentido que le indica que debe llorar exactamente cuando acababa de dormirse y tu mujer al fin ha accedido a probarse aquel salto de cama que habéis reencontrado después de mucho buscar por estantes y cajones llenos de pañales y toallitas. Y si no llora da igual, pues justo entonces se le va a caer al vecino de arriba un vaso y los dos papás creéis que el pequeñín se ha bajado de la cuna y salís despavoridos para allá, malamente cubiertos con una sábana. O suena el teléfono a esas horas y es tu tía para interesarse por el catarro del bebé y que si te acordaste de darle Apiretal y que no vuelvas a dejarlo dormir destapado.
Como todavía hay buen rollo de pareja, aunque parezca increíble con la que está cayendo, lo habláis, decidís que no puede ser y os animáis a volver a salir con los amigos un sábado al mes. Un sueño: charlar animadamente, tomarse unas traguitos, echar unos bailes y regresar a casa como de novios comidos por la pasión. Pero los amigos os están esperando agazapados. Tremendo cambio en el ambiente. Los varones le cuentan al reciente papá que menudo peñazo lo de los niños, las damas le explican a la mamá que cuánto estrés esto de la maternidad y que vaya esclavitud. Sí, sí, son exactamente los mismos que os decían aquello de que en tu vida falta algo muy serio si no tienes niños y que los hijos dan sentido y plenitud a la existencia. Cabrones. Tú respondes que vale, pero que esta noche habéis salido a romper y a relajar y que viva la fiesta. ¿Y con quién habéis dejado al bebé?, os preguntan. Si contestas que con los abuelos, que como se te ocurre, que los malcrían y luego no hay quien los domine; si dices que con una canguro, te sacarán de inmediato la lista de crímenes perpetrados por cuidadoras; si has colocado a tu hijo con unos vecinos, que a ver si el señor va a ser pedófilo y su mujer una meretriz vengativa. Resultado: regrasáis a casa mucho antes de lo previsto, cargados de angustia, con un remordimiento paralizante y sin ganas de juergas de alcoba.
Ése es, poco más o menos, el momento en que tomas una decisión terminante: buscas algún amigo soltero, quedas con él para tomar unos vinos y, justo cuando comienza a contarte su último viaje de placer con un par de novias de Cádiz que se agenció vía internet, lo paras y le sueltas eso de, chico, yo también era así, hasta que me di cuenta de que se trataba de una vida vacua que no me llevaba a ningún lado y que sin una familia propia está uno incompleto y engañándose a sí mismo, pues no hay placer comparable al de darle el biberón a tu bebé por la noche o al de ver con él un capítulo de Pocoyó y comentárselo. Y le explicas cómo es Pocoyó y qué simpático Pato y cómo te ríes con Ely y cuánta dicha hogareña disfrutas. Urge convencerlo y que se joda bien jodido. O qué se ha creído el muy cretino.
Por eso la familia subsiste pese a la crisis de la religión y el descrédito de los curas: porque para eso están los amigos.