Ahora
vamos a ver un caso de conflicto entre libertad de expresión y derecho al
honor, pero no en el ámbito penal, sino en el plano civil y dirimiéndose si hay
o no hay intromisión ilegítima en el derecho a honor y, en consecuencia,
obligación de indemnizar al así dañado. Comprobaremos, de paso, que el Tribunal
Supremo tampoco es inmune a la fiebre ponderadora y que, una vez asumido que si
no pondera le da pretexto al TC para “casarle” las sentencias, hace de la
necesidad virtud y pondera para no tener que argumentar tan exigentemente como
demandaría el viejo proceder interpretativo-subsuntivo.
Manejaremos
la sentencia 742/2012 del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, de fecha 4 de
abril de 2012. El magistrado ponente fue Juan Antono Xiol Ríos.
El
demandado tenía y administraba un blog. En ese blog se criticaba a la Sociedad
General de Autores (en adelante SGAE) y en los comentarios de algunas entradas
hubo terceros que vertieron contra la SGAE expresiones problemáticas, por
ejemplo diciendo que son ladrones. La SGAE presenta demanda por intromisión
ilegítima en su derecho al honor, de conformidad con la Ley Orgánica 1/1982 de
Protección del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la
Propia Imagen. No se debatirá aquí, pues está perfectamente asentado en la
legislación y en la jurisprudencia constitucional, que una persona jurídica
también es titular del derecho fundamental al honor. Tampoco haremos cuestión
de lo que las sentencias del caso dan por bueno en cuanto a que el
administrador del blog es responsable civilmente no solo de las opiniones o
expresiones por él vertidas, sino también de las que se contengan en los
comentarios de otros y que él haya conocido y no haya eliminado, todo ello de
conformidad con la Ley 34/2002, de 11 de julio, de Servicios de la Información
y de Comercio Electrónico.
El
Juzgado de Primera Instancia estimó la demanda, consideró, pues, que había
habido intromisión ilegítima en el derecho al honor de la sociedad demandante y
condenó, entre otras cosas, a indemnizarla con nueve mil euros. La Audiencia
provincial confirmó tal sentencia, desestimando el recurso del así condenado.
El Tribunal Supremo, en esta sentencia de la que nos vamos a ocupar, casa la
anterior, dicta nueva sentencia sobre el fondo y absuelve al demandado e impone
las costas al demandante, la SGAE.
Cualquiera
con nociones de Derecho español sabe que esta materia del derecho al honor y
las intromisiones ilegítimas en él está regulada por la ya mencionada Ley
Orgánica 1/1982, que desarrolla el art. 18.1 de la Constitución. Ya hemos
recordado antes que, en lo referido a la intromisión ilegítima en el derecho al
honor, el artículo séptimo, apartado siete, define como tal “La imputación de
hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o
expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona,
menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”.
Se
diría que la situación constitucional y legal es tan clara como aquella de
antes referida a los delitos contra el honor. En el plano civil regulado por
esta LO 1/1982, si una expresión es subsumible en lo que ese apartado siete del
artículo séptimo tipifica o dibuja como intromisión ilegítima en el derecho al
honor, será intromisión ilegítima en el derecho al honor; si no, no. Y puesto
que conceptos como “fama” o “propia estimación” y expresiones como “”menoscabo
de la fama” o “atentado contra la estimación propia” son altamente
indeterminados, y no digamos, la noción de “dignidad”, tales expresiones
tendrán que ser interpretadas, y, aun así, quedará siempre un margen de
discrecionalidad para los casos más penumbrosos. Sabido es también que la
interpretación de tales conceptos está ya muy asentada en la jurisprudencia
constitucional y general.
Recordemos
que, en lo esencial, en el caso de autos se trataría de ver si hay intromisión
ilegítima en el derecho al honor de la SGAE por afirmar reiteradamente que los
de esa sociedad son unos “ladrones”. Despejadas otras dudas, como aquella de si
tienen honor las personas jurídicas o la de la responsabilidad del
administrador de un blog por las expresiones que otros vierten en él, el caso
parece sencillo: o esa expresión es subsumible en el concepto de intromisión
ilegítima del art. séptimo de la LO 1/1982, vista la interpretación asentada de
sus términos, o no. Si es que sí, procede la condena a indemnizar, a tenor del
artículo noveno, debiendo tenerse en cuenta el daño moral; si es que no, habrá
que desestimar la demanda de la SGAE.
Lo
realmente llamativo de la sentencia es que toma en muy escasa consideración
normativa vigente para el caso, la de la Ley Orgánica 1/1982, así como
cualquier problema o doctrina sobre la interpretación de sus términos. Se va a
decidir el caso como si la regulación legal del derecho al honor y su
protección civil no existiera o no importara nada, pues lo único que se toma en
consideración son los preceptos constitucionales, los derechos en su
formulación constitucional, y su supuesto peso en el caso concreto, peso
establecido, supuestamente, por vía de ponderación. ¿Qué se logra así? Una
exención de la carga argumentativa, a efectos prácticos. Es mucho más difícil
argumentar sobre los porqués de la interpretación elegida para términos como
“fama” o “estimación” o “dignidad” o sobre la apreciación de los efectos
fácticos de ciertas expresiones o sobre los daños reales acontecidos por ellas,
que argumentar sobre cuánto pesan en estas circunstancias el derecho al honor y
el derecho a la libertad de expresión. ¿Por qué? Porque todos sabemos que los
derechos no pesan y que las normas, llámense principios o como se quiera,
tampoco. Tendrán los derechos o sus normas distintas propiedades o se les
podrán atribuir cualidades diferentes, como importancia, antigüedad, relevancia
social, efectos, etc., pero hablar de pesos y ponderaciones como de algo
distinto de esas otras cualidades elementales atribuidas, y muchas veces muy
discutibles, es una pura metáfora. Ningún problema hay por usar metáforas
sabiendo que lo son y con fines de facilitación expresiva, nada hay de
reprochable en decir, por ejemplo, el derecho D pesa más que el derecho D´,
significando que yo o muchos consideramos más importante el primero que el
segundo. Pero si un juez razona en una sentencia como si de verdad y
objetivamente y de modo comprobable en el caso que se juzga D tiene un peso
mayor que D´, está dando gato por liebre, está exonerándose del deber de
argumentar racionalmente so pretexto de que lo objetivo no necesita de
argumentos y basta con mostrar esa su objetividad. Está, en suma, haciendo algo
en el fondo tan engañoso como si dijera “Tus dientes son perlas” y pretendiera
convencernos de que la dentadura de esa señora o señor está compuesta por
perlas de verdad y que aquello no era un decir.
Ciertamente,
la sentencia (FJ 8) cita la definición de honor que da el art. 7.7 de la LO
1/1982, así como algunas consideraciones jurisprudenciales sobres ese concepto,
tanto del propio Tribunal Supremo como del Tribunal Constituciional.
Pero de ahí, y sin más, se salta a presentar el caso como de un puro conflicto
entre derechos constitucionales cuya resolución ha de hacerse ponderando y sin
ningún otro condicionamiento: como si la LO 1/1982 no existiera.
Se
nos informa de que “El derecho al honor, según reiterada jurisprudencia, se
encuentra limitado por las libertades de expresión e información” (FJ 8). Esta
frase, tan típica y habitual, se presta a dos equívocos. El primero, porque,
para que la idea fuera completa y congruente, debería ser de este tenor: “El
derecho al honor se encuentra limitado por las libertades de expresión e
información, y las libertades de expresión y formación se encuentran limitadas
por el derecho al honor”. Al recordar solo lo primero, se prepara retóricamente
el terreno para el fallo que vendrá: la absolución del demandado.
El
segundo equívoco es por otra omisión poco inocente. Desde el momento en que el
derecho al honor ha sido concretado y desarrollado por la LO 1/1982, ya no hay
una situación parangonable entre derecho al honor y libertad de expresión, como
si los dos los menciona, como derechos fundamentales, el constituyente, pero
ninguno hubiera tenido concreción mayor en nuestro sistema jurídico. No es así,
puesto que al fijar dicha Ley Orgánica desarrolla un sistema de protección
civil
del honor y define, aunque sea con la inevitable indeterminación, qué se
entienda por honor. Dado que no ha sido
puesta en cuestión la constitucionalidad de dicha ley orgánica, resulta que es
la libertad de expresión (y la de información) la que queda limitada por el
derecho al honor: es ilícita e inconstitucional toda afectación del derecho al
honor que sea subsumible bajo la aquella categoría de “intromisión ilegítima”
en el derecho al honor. Deberíamos ver este tipo de legislación orgánica de
desarrollo de los derechos fundamentales como parte del bloque de
constitucionalidad.
Y
hay una razón más para no sucumbir a esa imagen de equiparidad entre derecho al
honor y derecho a la libertad de expresión. Mientras que un ejercicio directo e
inmediato de la libertad de expresión puede afectar negativamente (o
positivamente, por qué no) al honor de una persona, el derecho al honor es de
los que no admiten ejercicio positivo, sino defensivo o por reacción. No cabe
ejercer el derecho al honor haciendo con el honor nada que limite el derecho de
otro a expresarse libremente, sino que la única manera en que el honor limita
esas libertades de expresarse e informar es mediante normas o mediante
resoluciones judiciales que restrinjan las expresiones o informaciones posibles,
a fin de evitar el daño indebido al honor o de reparar dicho daño cuando ha
ocurrido. Eso exactamente es lo que hace el Código Penal con los delitos contra
el honor y, en el ámbito civil, la LO 1/1982. Y por eso, por el tipo de derecho
que es, susceptible de ejercicio activo y no meramente defensivo, no hace
ninguna falta algo así como una ley de libertad de expresión o de protección de
la libertad de expresión.
Los
derechos de ejercicio directo tienen que ser jurídicamente limitados a fin de
que tengan virtualidad real los derechos del otro tipo, los de ejercicio
defensivo o pasivo. Porque estos últimos no tienen otra manera de limitar
aquellos. Pongamos otro ejemplo: la libertad de movimientos o libertad
ambulatoria es un derecho de ejercicio activo, pero la inviolabilidad del
domicilio es un derecho de ejercicio pasivo o defensivo. Es decir, un sujeto
moviéndose, andando, puede entrar en el domicilio de otro, pero el domicilio de
alguien por sí no limita los movimientos de nadie, son las normas que amparan
ese derecho las que presentan dicha limitación, sin la cual sería papel mojado
el derecho a la inviolabilidad del domicilio.
Imaginemos
que hay normativa legal protectora de la inviolabilidad del domicilio, como
efectivamente la hay en las normas penales que tipifican el delito de
allanamiento de morada,
entre otros.
Y pongamos que cada vez que alguien entra en el domicilio de otro sin su
consentimiento o sin cualquier otro amparo legal, dijeran los jueces que hay
que ponderar en el caso concreto entre el derecho a la libertad del que entró y
el derecho a mantener inviolable su domicilio del otro. ¿Qué diríamos entonces?
Uno, que para qué vale, pues, la protección legal del domicilio; y dos, que en
qué queda el derecho fundamental si no puede ser protegido con carácter
general, sino que hay que ver caso por caso si el derecho del vecino a entrar
en la casa de uno pesa más o menos que el derecho de uno para dejarlo fuera e
impedir que entre.
Afirmado
en la sentencia que el derecho al honor está limitado por las libertades de
expresión e información, se pasa de inmediato a la habilitación de la
ponderación como vía resolutiva:
“La
limitación del derecho al honor por las libertades de expresión e información
tiene lugar cuando se produce un conflicto entre ambos derechos, el cual debe
ser resuelto mediante técnicas de ponderación, teniendo en cuenta las
circunstancias del caso ( SSTS de 12 de noviembre de 2008, RC
n.º 841/2005 , 19 de septiembre de 2008, RC n.º 2582/2002 , 5 de febrero
de 2009, RC n.º 129/2005 , 19 de febrero de 2009, RC n.º 2625/2003 , 6 de julio
de 2009, RC n.º 906/2006 , 4 de junio de 2009, RC n.º 2145/2005 , 25 de octubre
de 2010, RC n.º 88/2008 , 15 de noviembre de 2010 (RJ 2010, 8873), RC
n.º 194/2008 y 22 de noviembre de 2010 (RJ 2010, 8000), RC n.º
1009/2008)” (El subrayado es nuestro).
Es
muy importante este salto, resulta decisiva esta postura teórica y
metodológica. Porque resulta que se busca la ponderación como modo de resolver
lo que legislativamente ya está resuelto, resuelto en una ley orgánica que
desarrolla la protección de un derecho fundamental de modo plenamente
constitucional, sin violentar de modo inconstitucional otros derechos o
preceptos constitucionales. Y, así puestas jurídicamente las cosas, resulta que
podemos y debemos afirmar que la limitación del derecho al honor por las
libertades de expresión e información (¿por qué otras libertades podría ser
limitado?, dicho sea de paso) se produce siempre que hay lo que la ley define
como “intromisión ilegítima” en el derecho al honor, y para saber si
determinadas expresiones constituyen o no tal intromisión ilegítima hace falta
lo de siempre y es ineludible eso de siempre: interpretar la ley que regula
esas intromisiones y valorar los hechos y su prueba. Las ponderaciones en tales
casos sobran. ¿Por qué? Porque invitan a decidir cada caso como si la ley reguladora
del derecho fundamental al honor no existiera y como si la expresión
constitucionalmente ilícita por dañosa para el honor no fuera la que la ley
caracteriza como tal, sino la que resulte de la libre ponderación de las
circunstancias de cada caso. En otras palabras, intromisión ilegítima en el
derecho al honor ya no será la que la ley defina como tal, complementada por la
jurisprudencia que va asentando la interpretación de los términos legales, sino
la que en cada caso los jueces quieran considerar así, encaje o no encaje bajo
los términos legales.
Extrememos
el razonamiento, para mayor claridad. Supóngase que entre los supuestos de
intromisión ilegítima en el derecho al honor la ley expresamente tipificara el
llamar a alguien “cerdo” o con cualquiera de los sinónimos con que se nombra a
ese animal (puerco, cochino, etc.). Y pongamos que nadie duda de la
constitucionalidad de esa norma o que, incluso, ha sido expresamente salvada
por el TC al resolver recurso o cuestión. Ahora pongamos al Tribunal Supremo
resolviendo el caso en que A llamó a B cerdo ante toda la comunidad de vecinos,
siendo las circunstancias que A estaba muy enfadado con B porque este no pagaba
su cuota de la comunidad, porque B nunca saluda a nadie en la escalera y el
ascensor y porque B tiene sucísimo y asqueroso el felpudo de delante de su
puerta. ¿Qué debe hacer en ese caso el Tribunal Supremo, condenar a A porque
patentemente su expresión cae dentro de lo que la ley define como intromisión
ilegítima en el derecho al honor o ponderar y mirar a ver qué sale, con la
posibilidad de que resulte que la prohibición de llamar cerdo a otro sólo rige
si no hay buenas razones constitucionales para decirle que es un cerdo.
¿Qué
diferencia hay entre la situación del ejemplo y la que resuelve el Tribunal
Supremo en esta sentencia que estamos viendo? Diferencia sustancial, ninguna.
Lo único distinto es que en este caso de la sentencia hay mayores problemas
interpretativos, pues hay mayor indeterminación en la prohibición de atentar
contra la estima de alguien que en la prohibición de llamar cerdo a alguien.
Pero, precisamente por eso, el esfuerzo argumentativo en este caso real
requerido tiene que ser mucho mayor y tiene que ser un esfuerzo para justificar
la interpretación que se elija, no para justificar cuánta razón tiene o deja de
tener el que a otro llama ladrón o cerdo.
Acto
seguido, la sentencia aclara que “La técnica de ponderación exige valorar, en
primer término, el peso en abstracto de los respectivos derechos fundamentales
que entran en colisión”. En abstracto, se dice, es mayor el peso de la libertad
de expresión y de información que el del derecho al honor. Supongo que quiere
decir que en abstracto es mayor la importancia de aquellas libertades que la
del derecho al honor. La razón está en su función esencial “como garantía para
la formación de una opinión pública libre”.
Ese
es un tópico ya muy establecido, el del mayor peso de dichas libertades, y,
como todos los tópicos, superado el hechizo retórico resulta un tanto
discutible. Tampoco hay opinión pública libre donde el honor y la imagen de las
personas puede ser desfigurado o menoscabado por un ejercicio de tales
libertades llevado con intenciones aviesas. Basta pensar en cuánto de poco
libre le queda a la opinión pública cada vez que los medios de comunicación
emprenden una campaña de linchamiento sistemático y prejudicial de algún
delincuente sexual o de algún líder político poco integrado en el establishment. Va siendo hora, tal vez,
de que nuestros altos tribunales mediten sobre si el privilegio de las
libertades expresivas no se está convirtiendo en un instrumento para fines bien
opuestos a esos muy nobles de formación de una libre opinión pública. ¿O acaso
no se manipula también mediante la palabra y el modo de administrar y presentar
las informaciones?
Lo
segundo que según el Tribunal Supremo se debe considerar es que “la libertad de
expresión, según su propia naturaleza, comprende la crítica de la conducta de
otro, aun cuando sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a aquel
contra quien se dirige”. Bien, pero esto nadie lo ha dudado nunca, que se sepa.
El problema que debemos resolver, Constitución y ley en mano no es el de si
está permitido o no criticar a alguien, sino el de si llamar a uno ladrón
constituye una crítica, aunque un poco “desabrida” o un epíteto que, por
insultante, cae dentro del atentado al honor, se subsume en el concepto de
intromisión ilegítima en el derecho al honor y no puede, en consecuencia,
recibir amparo bajo el manto de la libertad de expresión.
Hechas
tales precisiones, el Tribunal se dispone a ponderar. Mejor dicho, la
ponderación ya había empezado, pues uno de sus elementos consiste en determinar
el peso en abstracto de los derechos en pugna, y quedó dicho que lo tiene mayor
la libertad de expresión. El segundo paso será el de “valorar… el peso relativo
de los respectivos derechos fundamentales que entran en colisión. ¿Atendiendo a
qué? En primer lugar, a “si la información o la crítica tiene relevancia
pública o interés general o notoriedad y proyección pública”. ¿La tiene? Hace
un magnífico regate el Alto Tribunal, pues afirma que, en el caso de autos y en
los hechos enjuiciados, “la crítica se proyecta sobre aspectos de indudable
interés público, al recaer sobre una sociedad privada española, reconocida
legalmente, como de gestión colectiva de los derechos de autor de sus socios,
que gestiona el cobro y distribución de los derechos de autor y respecto a la
cual, a la fecha de emisión de las expresiones controvertidas, eran numerosos
las [sic] publicaciones editoriales que reflejaban el malestar social que
generaba el cobro de un canon por copia para uso privado”. Claro que sí, esta
es una magnífica justificación de por qué se ha de poder criticar a la SGAE o
de por qué se tiene que poder criticar al gobierno o hasta a los mismos jueces, o al Rey, cómo no. Pero lo que en el juicio se ventila no es si resulta
constitucionalmente legítimo criticar y nadie ha demandado por considerar que
una crítica dañe su honor, tampoco la SGAE. ¿Entonces de qué hablamos y de
qué trata el caso? De si atenta o no contra el honor llamar ladrón a alguien,
en este caso a la SGAE. Volviendo a aquel elemental ejemplo de antes que nos
servía para comparar, es como si alguien escribe en los periódicos que yo soy
un cerdo, yo digo que se ha dañado mi honor y un juez me responde que qué mal tomo
las críticas y que cómo vamos a tener opinión pública libre si no se puede
criticar ni un poco. Criticar sí, pero me dijeron cerdo. No es lo mismo.
Claro
que el derecho al honor no puede entenderse como mermado por la crítica, pero
si consideramos que llamar a alguien ladrón es mera crítica y no insulto
atentatorio contra la ajena consideración y la estima propia, hay que
argumentarlo en condiciones, no darlo por sentado de mano resolviendo el caso
talmente como si caso no hubiera.
Lo
segundo que para ponderar el peso relativo de los derechos el liza se ha de
mirar, según el Tribunal, es si la información transmitida es veraz, tal como
para la trasmisión libre de información requiere el art. 20 CE. Al respecto se
concluye que “El requisito de la veracidad no parece en el caso examinado
relevante para el resultado de la ponderación que debe efectuarse”, no estamos
ante un caso de ejercicio de la libertad de informar, sino ante uno de emisión
de opiniones personales, un asunto de libertad de expresión nada más.
Excelente, pero ¿si no viene a cuento por qué se trae? ¿Por qué se pone en la
balanza de ponderar un derecho que no cuenta y un requisito que no toca?
Tercero,
y dentro de lo que al ponderar en concreto debe considerarse, “la protección
del derecho al honor debe prevalecer frente a la libertad de expresión cuando
se emplean frases y expresiones ultrajantes u ofensivas sin relación con las
ideas u opiniones que se expongan, y por tanto, innecesarias a este propósito,
dado que el artículo 20.1.a) CE no reconoce un pretendido derecho al insulto,
que sería, por lo demás, incompatible con ella”.
Acabáramos.
Acabamos donde siempre, en una cuestión de subsunción. Si es un insulto, no hay
nada que pesar, el insulto atenta contra el derecho al honor. ¿Será que el
insulto entra de lleno, en el núcleo de significado, de la definición que de
intromisión ilegítima en el derecho al honor da el artículo séptimo de la Ley
Orgánica 1/1982. Será, pero no se dice así, ya que andamos ponderando y no perdiendo
el tiempo con leyes. Pero, si ponderamos de verdad, ¿no deberíamos concluir que
un insulto pequeñito pesa menos que un insulto grandísimo y que al reprimir al
que insulta nada más que un poco se le hace mayor gasto a la libertad de
expresión que al tener por ilegítimo el insulto brutal?
Como
quiera que sea, estábamos con que el demandado llamó “ladrones” a los de la
SGAE y eso parece un insulto. Así que tendrá razón la sociedad demandante y
saldrá así en la ponderación, subsunción o lo que sea. Pues no. Porque se nos
aclara que “Las
expresiones utilizadas son de cierta gravedad, pero este factor no es
suficiente en el caso examinado para invertir el carácter prevalente que la
libertad de expresión ostenta. Las expresiones que resalta la demanda están en
relación directa o indirecta con los hechos denunciados y se producen en una
situación de conflicto, con trascendencia pública, de tal manera que la
valoración jurídica no puede hacerse al margen del contexto social en que se
produce, destacando que los términos empleados y recogido en la página web
controvertida, coinciden con la críticas sociales que en ese momento existían
en relación al comportamiento mercantil de la entidad demandante”.
Entonces, una de
dos: o llamar a alguien ladrón no es insultar, o es falso aquello tan repetido
de que la libertad de expresión no ampara el derecho a insultar. Y, en todo
caso, ¿estamos ponderando algo? No, estamos subsumiendo, pues subsuntivo del
todo es el razonamiento que tiene su clave en la calificación de los hechos. Se
nos viene a decir que no es insultar a los de la SGAE llamarlos ladrones porque
ya todo el mundo los estaba poniendo de vuelta y media y porque, además, parece
que lo son. Fijémonos en la última frase de la parte de motivación de esta sentencia:
“En conclusión, de conformidad con el informe del Ministerio Fiscal, las
críticas controvertidas sobre el modo de actuar de la SGAE, fueron recogidas
por diversos medios de comunicación, y existen en la actualidad procedimientos
abiertos contra directivos de la entidad por lo que tenían un fondo de realidad
que debe conocer la opinión pública, es lo que hace que en el presente caso
deba prevalecer el derecho fundamental a la libertad expresión”.
Esto último es
bastante llamativo, ya que, primero, no sé si, en boca de unos magistrados,
queda muy acorde con la presunción de inocencia; segundo, porque se usan datos
posteriores para juzgar de la licitud de epítetos pronunciados antes. Es decir,
parece que llamar ladrona a la SGAE no atenta contra su honor porque un tiempo
después algunos de sus directivos fueron procesados por delitos patrimoniales
relacionados con la gestión de esa sociedad.
La conclusión de
la ponderación quedó así: “esta Sala considera que los términos empleados
pudieran resultar literal y aisladamente inadecuados, pero al ser puestos en
relación con la información difundida y con el contexto en el que se producen,
de crítica a la actividad desarrollada por una entidad, hacen que proceda
declarar la prevalencia del ejercicio de la libertad de expresión frente el
derecho al honor del demandante”. Ya se había advertido un poco antes de que
“de acuerdo con una concepción pragmática del lenguaje adaptada a las
concepciones sociales, la jurisprudencia mantiene la prevalencia de la libertad
de expresión cuando se emplean expresiones que, aun aisladamente ofensivas, al
ser puestas en relación con la información que se pretende comunicar o con la
situación política o social en que tiene lugar la crítica experimentan una
disminución de su significación ofensiva y sugieren un aumento del grado de
tolerancia exigible, aunque puedan no ser plenamente justificables (el artículo
2.1 LPDH se remite a los usos sociales como delimitadores de la protección del
derecho al honor)”
Sépase pues y
tomemos nota. Llamarme a mí, por ejemplo, cerdo malnacido parece insultarme y
atentado ilegítimo contra mi honor. Ahora bien, si se me dice tal en el
contexto de una crítica generalizada porque ando sucio y porque soy muy zafio,
entonces gana la libertad de expresión. Esas son las ventajas de la
ponderación: que con ella el juzgador no queda atado a nada, tampoco a la letra
de ninguna ley ni a interpretaciones establecidas no a doctrinas asentadas ni a
precedentes vinculantes ni a nada. Se construye el caso como de conflicto de
derechos y se pondera mirando los detalles del caso y talmente como si en el
sistema jurídico no hubiera más normas ni trabas ni necesidad de saber a qué
atenerse.
Dos observaciones
finales quisiera hacer al hilo de esta sentencia. La primera, que no discrepo
del contenido del fallo, sino de la fundamentación, pues me parece que el
recurso fácil a la ponderación, y más sin seguir siquiera los pasos de la
receta metodológica de Alexy y compañía, implica un alarmante descenso en la
exigencia de rigor, congruencia y exhaustividad de la argumentación, amén de
alejar considerablemente la impresión de que las decisiones judiciales
correspondientes se basen en el Derecho y no en el libérrimo gusto o interés
del juzgador.
La segunda
observación es de cierto calado y apunta al que podría ser tema para una
investigación extensa y rigurosa. La fiebre ponderativa viene de los tribunales
constitucionales y tiene seguramente su explicación en el deseo de sus
magistrados para aumentar el alcance de su competencia y revestirse de facultad
revisora de cualquier tipo de sentencias y por todo tipo de razones. En España,
durante algunas décadas el Tribunal Supremo o los Tribunales Superiores no
ponderaban, sino que se mantenían fieles al viejo estilo interpretativo-subsuntivo
y, con mayor o menor esmero, argumentaban sobre valoraciones de pruebas e
interpretaciones de normas, de todo tipo de normas que vinieran al caso, fueran
constitucionales, legales o reglamentarias. Mas el Tribunal Constitucional vio
ahí un nuevo pretexto y se dedicó a anular sentencias con el argumento de que
al no ponderar los derechos en litigio se vulneraban esos derechos en las
sentencias, pues sin ponderar no podía la jurisdicción ordinaria calar en el
verdadero contenido constitucional que para cada caso presentaban las normas
iusfundamentales. En un tercer paso, relativamente reciente y del que esta
sentencia que hemos visto es buena muestra, el Tribunal Supremo, al menos él,
ha aprendido la lección: si es por ponderar, ponderamos, no hay problema. Sólo
hace falta cambiar el modo de argumentar y bajar el nivel de exigencia técnica
en la motivación de las sentencias. En vez de extenderse en disquisiciones
interpretativas y apreciaciones sobre precedentes a propósito de qué querrá
decir la expresión “honor” en la Constitución o qué significado tendrán “fama”
o “estimación” en la ley, peso y digo que hay que ver el caso y argumentar
sobre las circunstancias del caso. Argumentar una decisión personal y muy libre
como si estuviera amarrada a los resultados objetivos de un pesaje con una
balanza.
En cuanto se coge
el truco sólo hace falta entrenar un poco más y echarle alegría. En realidad es
menos trabajo y, para colmo de dicha, ya no es tan fácil que el Tribunal
Constitucional te “case” las sentencias por no ponderar como él.
No faltará mucho
tiempo para que el Tribunal Constitucional renuncie al método de ponderativo a
fin de recuperar su dominio frente a estos tribunales ordinarios que ya han
aprendido lo fácil que es ponderar. Antes de una década veremos sentencias del
Constitucional en las que se argumentará que el mero ponderar derechos, sin
argumentos sobre interpretaciones y sin cuidado de las leyes y de la seguridad
jurídica, es atentado contra el debido proceso del art. 24 CE y contra la
igualdad en la aplicación del derecho del art. 14 CE e incumplimiento del deber
de motivar conforme a Derecho del art.
120 CE. Al tiempo.
“
El artículo 7.7 LPDH define el derecho al honor en un sentido negativo, desde el
punto de vista de considerar que hay intromisión por la imputación de hechos o
la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de
cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o
atentando contra su propia estimación. Doctrinalmente se ha definido como
dignidad personal reflejada en la consideración de los demás y en el
sentimiento de la propia persona. Según reiterada jurisprudencia ( SSTS de 16 de febrero de 2010 (RJ 2010,
1782) y 1 de junio de 2010) «...es preciso que el honor se estime en
un doble aspecto, tanto en un aspecto interno de íntima convicción -inmanencia-
como en un aspecto externo de valoración social -trascendencia-, y sin caer en
la tendencia doctrinal que proclama la minusvaloración actual de tal derecho de
la personalidad».
Como ha
señalado reiteradamente el Tribunal
Constitucional ( SSTC 180/1999, de 11 de octubre ( RTC 1999, 180 ) , FJ 4, 52/2002, de 25 de febrero, FJ 5 y 51/2008, de 14 de abril, FJ 3) el honor constituye un «concepto jurídico normativo cuya
precisión depende de las normas, valores e ideas sociales vigentes en cada
momento». Este Tribunal ha definido su contenido afirmando que este derecho
protege frente a atentados en la reputación personal entendida como la
apreciación que los demás puedan tener de una persona, independientemente de
sus deseos ( STC 14/2003,
de 28 de enero, FJ 12),
impidiendo la difusión de expresiones o mensajes insultantes, insidias
infamantes o vejaciones que provoquen objetivamente el descrédito de aquella ( STC 216/2006, de 3 de julio, FJ 7)”.