27 febrero, 2013

También se espía en las universidades. Un caso real.



                Cuando anteayer leí que “Guardiola ordenó a Método 3 espiar a Piqué cuando comenzó a salircon Shakira", lo primero que pensé fue que no podía ser y que a dónde vamos a parar. Lo de que no podía ser venía porque yo me había hecho la idea de que el tal Guardiola era un santo de nuestro tiempo, un catalán íntegro e integral, un virtuoso de pantorrilla apretada y corbatín que jamás caerá en iniquidad ni dirá cosa que a nadie ofenda, querubín balompédico y autodeterminado. Pero al fin no sé y me da igual, aunque ahora entrena el equipo de una ciudad que quiero y llevo en mis mejores recuerdos, Múnich.

                Lo del acabose era porque de un mes para acá nos enteramos de que aquí todo zurrigurri espía a toda zorragurra, y a la inversa. Pero al rato me dije que de qué me sorprendo, pues buen tiempo hace que tengo yo mismo noticia de detectivescos seguimientos y de confidenciales informes sobre la vida y andanzas de mortales de lo más común. Y lo voy a contar aquí ahora mismo, como está mandado.

                Sucedió en una Universidad de las nuestras. Permítanme que no explique en cuál, pues ni quiero hacerme más enemigos ni deseo que algún decano se pregunte cómo me enteré de estos sucedidos y si no habré yo mismo encargado controles y acechanzas. Esa parte la dejamos de lado y créanme en lo que de verdad importa, los puros hechos del caso.

                Fue el mismísimo rector el que hizo el encargo a una agencia de sabuesos con sede en la capital de la Comunidad Autónoma. Ya se sabe lo que pasa, que una cosa lleva a la otra y que un tema saca otro tema. Pides un poco de información sobre tal o cual cuestión y acabas desenredando un ovillo entero. Así que narremos la historia con orden y por sus pasos, si bien resumida.

                Comenzó todo en una sobremesa. Se había celebrado el santo patrono de una de las facultades, como corresponde a la naturaleza laica de nuestro Estado, y se hallaban el rector, una vicerrectora, dos directores de área, el decano del centro en fiestas y varios profesores leales tomando café y en grata tertulia. Fue cuando alguno dejó caer que Loli ya no sale con Benito y que todo el lío es por una becaria. Qué me dices, replicó el rector, hombre que presume de estar siempre bien informado y de saberse hasta la talla de cada miembro del claustro. Como te cuento, replicó la otra parte. Y se enzarzaron en una contienda de dimes y diretes, de afirmaciones y dudas, de sorpresas e incredulidades.

                Al poco, ya estaba el magnífico llamando a un sobrino de su asistenta. Ella, Camino Encina Pardales, que llevaba la casa del mandatario académico desde la muerte de la tía soltera con la que él vivía antes, le había dejado las señas de ese pariente que acababa de abrir una agencia de detectives en la capital autonómica, tras desengañarse sobre las salidas de la licenciatura en Geografía y después de conseguir con la máxima nota un máster en Seguridad e Higiene. Varias veces nuestro rector había estado tentado de ponerse en contacto con el investigador privado, no sólo por el mucho respeto que a la investigación profesaba, tal como en sus programas electorales había figurado siempre, sino también y más que nada por ver si le sacaba algún dato curioso sobre el campus y las andanzas de su personal.

                Ahora no podía esperar más. Si era cierto que Loli ya no estaba con Benito, ya resultaría evidente que Benito engaña a Espe al insistirle en que tiene que darle tiempo para romper con Loli, y en cuanto Espe se entere de esas triquiñuelas de Benito tendrá que hacerme caso a mí de una vez, pensó nuestro hombre en el rectorado. Así que procedió a hacerle el encargo a la agencia del sobrino de la asistenta y el personal de la misma realizó los oportunos seguimientos, grabaciones y fotos y entregó el informe al cabo de unas pocas semanas.

                Resultó que no, que era un rumor infundado. Benito y Loli seguían encontrándose todos los miércoles en el apartamento de ella y era cierto, por tanto, que él todavía no había tenido ganas o hallado la manera de irse con Espe. Mejor será dejarlo correr y esperar a ver qué pasa, se dijo nuestro rector. Pero en el informe había un detalle que no le pasó desapercibido: Benito había estado dos días encerrado y sin apenas hablar con nadie, y todo para preparar la documentación y rellenar la aplicación informática para pedir un tramo de investigación. Al rector le dio un vuelco el corazón al conocer este detalle, detalle que, por cierto, los detectives habían averiguado al grabar una conversación telefónica entre Benito y su compañero de pádel, ante el que se disculpaba porque esa semana y por esa razón no podrían echar el habitual partidillo.

                Es que si Benito conseguía su segundo sexenio investigador podría presentarse a las elecciones para la Mesa del Claustro y desde ahí tendría acceso a las documentación empleada para la preparación de las sesiones ordinarias de aprobación de las reformas parciales de los Estatutos provisionales. Un sudor frío corrió por la espalda del rector, notó un hormigueo en las piernas y un ligero temblor en la mano operada. ¿Estará Benito conchabado con Eulogio Dorantes, eterno candidato de la oposición? Nuevo trabajo para la agencia de detectives, evidentemente.

                Trece días tardó en llegar el nuevo informe, junto con la factura en concepto de trabajos de asesoría contable. Que no, que no hay ni rastro de relación entre Benito y Eulogio Dorantes, pero un sábado por la noche se juntaron en un motel Benito, Loli y Espe, los tres y sin lugar a dudas. El detective los había seguido y había logrado la habitación de al lado haciéndose pasar por un viajante de comercio agotado en plena ruta. Mecagoenlaputa, la que me traiciona es Espe. No hace falta que les aclare de quién era ese pensamiento. Urge espiar a Espe.

                Espe es Esperanza de Jesús Retuerta Conforcos, profesora de disciplina relacionada con las labores agrarias y viuda de Celedonio Compuerta, ingeniero naval de formación y durante décadas profesor asociado del Departamento de Matemáticas. Celedonio murió por ahogo debido a una almendra garrapiñada y Espe, o la profesora Retuerta, es cuarentona sobrada y entrada en carnes que preside la Comisión de Personal desde antes de su creación, pues es sabido que siendo rector Saturnino García de las Acacias la nombró para ese puesto sin esperar a que hubiera previsión estatutaria o legal de dicha Comisión. A la sazón era Saturnino Acacias amigo íntimo del esposo de ella, el mentado Celedonio Compuerta, ya que habían hecho juntos las milicias universitarias en Monte de la Reina. A nadie sorprendió, por tanto, que, muerto el marido, cobrara Esperanza afición a los rectores e intimidad con el personal.

                El nuevo encargo para los detectives fue por diez días, tan grande era la prisa del rector para acabar con sus académicas incertidumbres. Cuando tuvo en su mano al fin la carpeta con los documentos, se sentó y prendió un cigarrillo, nervioso. No, no había constancia de nuevos encuentros tumultuosos y ni siquiera se había visto esa temporada Espe con Benito. Podían descartarse conspiraciones o traiciones nuevas. Pero en la última parte del informe se contaba que había otro hombre en la vida de la profesora, se daban datos sobre un par de encuentros íntimos y se transcribían dos llamadas de móvil y una desde teléfono fijo. Al rector se le aceleró el pulso y sintió como si el suelo se moviera bajo el sofá. Cómo podía Espe ser tan puta y, lo que es peor, quién sabe en qué contubernio académico andaría metida y si no estaría trabajando para los enemigos o pasándoles informaciones delicadas sobre los proyectos de reforma de la zonas verdes del campus.

                Después de la última página había una foto y supo nuestro hombre que era la foto del amigo secreto de Espe. Estaba del revés y no se atrevía a darle vuelta. Respiró hondo tres veces y se animó al fin a contemplar la imagen dichosa. Tres segundos de estupor y una gran carcajada. Qué alivio, por Dios, qué manera de preocuparse sin necesidad. Con tanto trajín y semejantes quebraderos de cabeza se le habían olvidado esos ratos recientes con Espe. En la fotografía, que debió de ser tomada con teleobjetivo desde algún edificio cercano al rectorado, se le ve a él de pie con los pantalones bajados, con un ejemplar de los Estatutos de la Universidad en la mano y hablando por teléfono, mientras Espe, de rodillas y bien sumisa, juega con la lengua en sus partes, las de él.

                Ese mes tuvo que subirle el sueldo a la asistenta, otra vez consternado desde que se enteró de que limpia también el apartamento de Benito. Hay días en que, desde luego, dan ganas de mandarlo todo al carajo y no presentarse a las reelección.

24 febrero, 2013

De "la monja de las llagas" a Corinna. Por Francisco Sosa Wagner



A quienes desesperan y piensan que vamos de mal en peor les propongo reflexionar acerca de lo positiva que ha sido la evolución de los aledaños de la monarquía en España.

Porque en el siglo XIX, cuando sobre la hispana tierra gobernaba una señora bajo el nombre de la segunda Isabel, actuaba de asesora de su majestad nada menos que Sor Patrocinio, la “monja de las llagas” quien sostenía padecer llagas milagrosas en los lugares del cuerpo en que fue herido Jesús. Esta señora se llamaba en el siglo Rafaela Quiroga. Una vida la suya destilando engaños y acopiando beneficios, muchas veces era noticia en los periódicos, ora por sus murmuraciones sobre este o aquel gabinete, ora por las visitas que recibía del padre Fulgencio (otro eclesiástico palatino, confesor del rey) a horas tan desusadas que muchos llegaron a dudar ¡hasta de su virginidad! En 1861 hizo cierto ruido un libro titulado "Ejercicio mensual a María Santísima del Olvido, Triunfo y Misericordia" del que era autora la camandulera (que se decía muy devota de la Virgen del Olvido) y en el que ésta contaba por lo menudo sus milagros y sus charlas con Dios como quien cuenta lo que le dice una comadre.

Cuando se anunció la desamortización por don Pascual Madoz, se produjo gran alboroto en los medios eclesiásticos porque, aseguraban, se conculcaría el concordato si el Estado adoptaba esta medida de forma unilateral. Al fin doña Isabel II estampa su aniñada firma y, además, no puede impedir que se destierre a la de “las llagas” pues hasta el mismo papa, Pío IX, le previene de "alguien cuya presencia puede levantar sospechas y hacer disminuir el respeto debida a la soberana". La reina le contesta que no debe preocuparse, que todo son rumores, y que en cualquier caso el hecho de ser una reina constitucional hace inútil cualquier presión sobre ella en asuntos de gobierno. Porque la reina había insistido en varias ocasiones ante Su Santidad para que atendiera las demandas de la visionaria: fundación de nuevas casas (a lo que se accede), exención de los ordinarios y vida fuera del convento (a lo que no se accede).

Antes, en el 48, la monja había logrado acabar -provisionalmente- con Narváez pues de resultas de su piadosa gestión se constituyó el ministerio del conde de Cleonard, conocido como el ministerio relámpago -duró apenas veinticuatro horas- en medio de la juerga de los españoles y el asombro de las personas discretas. La reina no tuvo más remedio que llamar de nuevo a Narváez, quien se vengó de los trapisondas con inusual moderación: el padre Fulgencio, confesor del rey y cómplice de la impostora, ingresó en prisión; un tipo llamado Quiroga, hermano de la aviesa monja, que paseaba sus escasas luces en Palacio con  el desparpajo propio del memo, fue desterrado a Ronda y la misma monja a Talavera de la Reina. Al conde de Cleonard le despidió Narváez con aquellas palabras que se hicieron tan populares: "Puede su excelencia retirarse a descansar de sus fatigas".

Detalles novelescos de todo lo que estoy narrando deben buscarse en Valle Inclán.

Pues bien ¿quien en su sano juicio puede comparar a la “de las llagas” con Corinna zu Sayn-Wittgenstein?  Una princesa, es verdad que algo falsificada pero una princesa al fin y al cabo, con apellidos de esas casas alemanas de donde han salido las mejores testas coronadas e incluso un filósofo de campanillas que dejó libros magníficos que nadie ha logrado entender. 

Y lo que es más importante. La “de las llagas” era fea como un palimpsesto mientras que Corinna (¡ay, nombre encima de personaje de ópera!) es bella, tiene los ojos entre huidizos e incitantes, con su presencia adorna los escenarios más adustos, con mil vivacidades brilla en las selvas oscuras, y además no amaña gobiernos sino que se limita a vestir corona radiante, ella, ángel mágico de rubia cabeza ... de verdad ¿no hay un progreso y un progreso lleno de buenos presagios?  

21 febrero, 2013

La sentencia de la semana (otra), STS, 1ª, 742/2012. ¿Ponderación en pleitos civiles sobre derecho al honor?



                Ahora vamos a ver un caso de conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor, pero no en el ámbito penal, sino en el plano civil y dirimiéndose si hay o no hay intromisión ilegítima en el derecho a honor y, en consecuencia, obligación de indemnizar al así dañado. Comprobaremos, de paso, que el Tribunal Supremo tampoco es inmune a la fiebre ponderadora y que, una vez asumido que si no pondera le da pretexto al TC para “casarle” las sentencias, hace de la necesidad virtud y pondera para no tener que argumentar tan exigentemente como demandaría el viejo proceder interpretativo-subsuntivo.
                Manejaremos la sentencia 742/2012 del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, de fecha 4 de abril de 2012. El magistrado ponente fue Juan Antono Xiol Ríos.
                El demandado tenía y administraba un blog. En ese blog se criticaba a la Sociedad General de Autores (en adelante SGAE) y en los comentarios de algunas entradas hubo terceros que vertieron contra la SGAE expresiones problemáticas, por ejemplo diciendo que son ladrones. La SGAE presenta demanda por intromisión ilegítima en su derecho al honor, de conformidad con la Ley Orgánica 1/1982 de Protección del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen. No se debatirá aquí, pues está perfectamente asentado en la legislación y en la jurisprudencia constitucional, que una persona jurídica también es titular del derecho fundamental al honor. Tampoco haremos cuestión de lo que las sentencias del caso dan por bueno en cuanto a que el administrador del blog es responsable civilmente no solo de las opiniones o expresiones por él vertidas, sino también de las que se contengan en los comentarios de otros y que él haya conocido y no haya eliminado, todo ello de conformidad con la Ley 34/2002, de 11 de julio, de Servicios de la Información y de Comercio Electrónico.
                El Juzgado de Primera Instancia estimó la demanda, consideró, pues, que había habido intromisión ilegítima en el derecho al honor de la sociedad demandante y condenó, entre otras cosas, a indemnizarla con nueve mil euros. La Audiencia provincial confirmó tal sentencia, desestimando el recurso del así condenado. El Tribunal Supremo, en esta sentencia de la que nos vamos a ocupar, casa la anterior, dicta nueva sentencia sobre el fondo y absuelve al demandado e impone las costas al demandante, la SGAE.
                Cualquiera con nociones de Derecho español sabe que esta materia del derecho al honor y las intromisiones ilegítimas en él está regulada por la ya mencionada Ley Orgánica 1/1982, que desarrolla el art. 18.1 de la Constitución. Ya hemos recordado antes que, en lo referido a la intromisión ilegítima en el derecho al honor, el artículo séptimo, apartado siete, define como tal “La imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”.
                Se diría que la situación constitucional y legal es tan clara como aquella de antes referida a los delitos contra el honor. En el plano civil regulado por esta LO 1/1982, si una expresión es subsumible en lo que ese apartado siete del artículo séptimo tipifica o dibuja como intromisión ilegítima en el derecho al honor, será intromisión ilegítima en el derecho al honor; si no, no. Y puesto que conceptos como “fama” o “propia estimación” y expresiones como “”menoscabo de la fama” o “atentado contra la estimación propia” son altamente indeterminados, y no digamos, la noción de “dignidad”, tales expresiones tendrán que ser interpretadas, y, aun así, quedará siempre un margen de discrecionalidad para los casos más penumbrosos. Sabido es también que la interpretación de tales conceptos está ya muy asentada en la jurisprudencia constitucional y general.
                Recordemos que, en lo esencial, en el caso de autos se trataría de ver si hay intromisión ilegítima en el derecho al honor de la SGAE por afirmar reiteradamente que los de esa sociedad son unos “ladrones”. Despejadas otras dudas, como aquella de si tienen honor las personas jurídicas o la de la responsabilidad del administrador de un blog por las expresiones que otros vierten en él, el caso parece sencillo: o esa expresión es subsumible en el concepto de intromisión ilegítima del art. séptimo de la LO 1/1982, vista la interpretación asentada de sus términos, o no. Si es que sí, procede la condena a indemnizar, a tenor del artículo noveno, debiendo tenerse en cuenta el daño moral; si es que no, habrá que desestimar la demanda de la SGAE.
                Lo realmente llamativo de la sentencia es que toma en muy escasa consideración normativa vigente para el caso, la de la Ley Orgánica 1/1982, así como cualquier problema o doctrina sobre la interpretación de sus términos. Se va a decidir el caso como si la regulación legal del derecho al honor y su protección civil no existiera o no importara nada, pues lo único que se toma en consideración son los preceptos constitucionales, los derechos en su formulación constitucional, y su supuesto peso en el caso concreto, peso establecido, supuestamente, por vía de ponderación. ¿Qué se logra así? Una exención de la carga argumentativa, a efectos prácticos. Es mucho más difícil argumentar sobre los porqués de la interpretación elegida para términos como “fama” o “estimación” o “dignidad” o sobre la apreciación de los efectos fácticos de ciertas expresiones o sobre los daños reales acontecidos por ellas, que argumentar sobre cuánto pesan en estas circunstancias el derecho al honor y el derecho a la libertad de expresión. ¿Por qué? Porque todos sabemos que los derechos no pesan y que las normas, llámense principios o como se quiera, tampoco. Tendrán los derechos o sus normas distintas propiedades o se les podrán atribuir cualidades diferentes, como importancia, antigüedad, relevancia social, efectos, etc., pero hablar de pesos y ponderaciones como de algo distinto de esas otras cualidades elementales atribuidas, y muchas veces muy discutibles, es una pura metáfora. Ningún problema hay por usar metáforas sabiendo que lo son y con fines de facilitación expresiva, nada hay de reprochable en decir, por ejemplo, el derecho D pesa más que el derecho D´, significando que yo o muchos consideramos más importante el primero que el segundo. Pero si un juez razona en una sentencia como si de verdad y objetivamente y de modo comprobable en el caso que se juzga D tiene un peso mayor que D´, está dando gato por liebre, está exonerándose del deber de argumentar racionalmente so pretexto de que lo objetivo no necesita de argumentos y basta con mostrar esa su objetividad. Está, en suma, haciendo algo en el fondo tan engañoso como si dijera “Tus dientes son perlas” y pretendiera convencernos de que la dentadura de esa señora o señor está compuesta por perlas de verdad y que aquello no era un decir.
                Ciertamente, la sentencia (FJ 8) cita la definición de honor que da el art. 7.7 de la LO 1/1982, así como algunas consideraciones jurisprudenciales sobres ese concepto, tanto del propio Tribunal Supremo como del Tribunal Constituciional[1]. Pero de ahí, y sin más, se salta a presentar el caso como de un puro conflicto entre derechos constitucionales cuya resolución ha de hacerse ponderando y sin ningún otro condicionamiento: como si la LO 1/1982 no existiera.
                Se nos informa de que “El derecho al honor, según reiterada jurisprudencia, se encuentra limitado por las libertades de expresión e información” (FJ 8). Esta frase, tan típica y habitual, se presta a dos equívocos. El primero, porque, para que la idea fuera completa y congruente, debería ser de este tenor: “El derecho al honor se encuentra limitado por las libertades de expresión e información, y las libertades de expresión y formación se encuentran limitadas por el derecho al honor”. Al recordar solo lo primero, se prepara retóricamente el terreno para el fallo que vendrá: la absolución del demandado.
                El segundo equívoco es por otra omisión poco inocente. Desde el momento en que el derecho al honor ha sido concretado y desarrollado por la LO 1/1982, ya no hay una situación parangonable entre derecho al honor y libertad de expresión, como si los dos los menciona, como derechos fundamentales, el constituyente, pero ninguno hubiera tenido concreción mayor en nuestro sistema jurídico. No es así, puesto que al fijar dicha Ley Orgánica desarrolla un sistema de protección civil[2] del honor y define, aunque sea con la inevitable indeterminación, qué se entienda por honor.  Dado que no ha sido puesta en cuestión la constitucionalidad de dicha ley orgánica, resulta que es la libertad de expresión (y la de información) la que queda limitada por el derecho al honor: es ilícita e inconstitucional toda afectación del derecho al honor que sea subsumible bajo la aquella categoría de “intromisión ilegítima” en el derecho al honor. Deberíamos ver este tipo de legislación orgánica de desarrollo de los derechos fundamentales como parte del bloque de constitucionalidad.
                Y hay una razón más para no sucumbir a esa imagen de equiparidad entre derecho al honor y derecho a la libertad de expresión. Mientras que un ejercicio directo e inmediato de la libertad de expresión puede afectar negativamente (o positivamente, por qué no) al honor de una persona, el derecho al honor es de los que no admiten ejercicio positivo, sino defensivo o por reacción. No cabe ejercer el derecho al honor haciendo con el honor nada que limite el derecho de otro a expresarse libremente, sino que la única manera en que el honor limita esas libertades de expresarse e informar es mediante normas o mediante resoluciones judiciales que restrinjan las expresiones o informaciones posibles, a fin de evitar el daño indebido al honor o de reparar dicho daño cuando ha ocurrido. Eso exactamente es lo que hace el Código Penal con los delitos contra el honor y, en el ámbito civil, la LO 1/1982. Y por eso, por el tipo de derecho que es, susceptible de ejercicio activo y no meramente defensivo, no hace ninguna falta algo así como una ley de libertad de expresión o de protección de la libertad de expresión.
                Los derechos de ejercicio directo tienen que ser jurídicamente limitados a fin de que tengan virtualidad real los derechos del otro tipo, los de ejercicio defensivo o pasivo. Porque estos últimos no tienen otra manera de limitar aquellos. Pongamos otro ejemplo: la libertad de movimientos o libertad ambulatoria es un derecho de ejercicio activo, pero la inviolabilidad del domicilio es un derecho de ejercicio pasivo o defensivo. Es decir, un sujeto moviéndose, andando, puede entrar en el domicilio de otro, pero el domicilio de alguien por sí no limita los movimientos de nadie, son las normas que amparan ese derecho las que presentan dicha limitación, sin la cual sería papel mojado el derecho a la inviolabilidad del domicilio.
                Imaginemos que hay normativa legal protectora de la inviolabilidad del domicilio, como efectivamente la hay en las normas penales que tipifican el delito de allanamiento de morada[3], entre otros[4]. Y pongamos que cada vez que alguien entra en el domicilio de otro sin su consentimiento o sin cualquier otro amparo legal, dijeran los jueces que hay que ponderar en el caso concreto entre el derecho a la libertad del que entró y el derecho a mantener inviolable su domicilio del otro. ¿Qué diríamos entonces? Uno, que para qué vale, pues, la protección legal del domicilio; y dos, que en qué queda el derecho fundamental si no puede ser protegido con carácter general, sino que hay que ver caso por caso si el derecho del vecino a entrar en la casa de uno pesa más o menos que el derecho de uno para dejarlo fuera e impedir que entre.
                Afirmado en la sentencia que el derecho al honor está limitado por las libertades de expresión e información, se pasa de inmediato a la habilitación de la ponderación como vía resolutiva:
                La limitación del derecho al honor por las libertades de expresión e información tiene lugar cuando se produce un conflicto entre ambos derechos, el cual debe ser resuelto mediante técnicas de ponderación, teniendo en cuenta las circunstancias del caso ( SSTS de 12 de noviembre de 2008, RC n.º 841/2005 , 19 de septiembre de 2008, RC n.º 2582/2002 , 5 de febrero de 2009, RC n.º 129/2005 , 19 de febrero de 2009, RC n.º 2625/2003 , 6 de julio de 2009, RC n.º 906/2006 , 4 de junio de 2009, RC n.º 2145/2005 , 25 de octubre de 2010, RC n.º 88/2008 , 15 de noviembre de 2010 (RJ 2010, 8873), RC n.º 194/2008 y 22 de noviembre de 2010 (RJ 2010, 8000), RC n.º 1009/2008)” (El subrayado es nuestro).
                Es muy importante este salto, resulta decisiva esta postura teórica y metodológica. Porque resulta que se busca la ponderación como modo de resolver lo que legislativamente ya está resuelto, resuelto en una ley orgánica que desarrolla la protección de un derecho fundamental de modo plenamente constitucional, sin violentar de modo inconstitucional otros derechos o preceptos constitucionales. Y, así puestas jurídicamente las cosas, resulta que podemos y debemos afirmar que la limitación del derecho al honor por las libertades de expresión e información (¿por qué otras libertades podría ser limitado?, dicho sea de paso) se produce siempre que hay lo que la ley define como “intromisión ilegítima” en el derecho al honor, y para saber si determinadas expresiones constituyen o no tal intromisión ilegítima hace falta lo de siempre y es ineludible eso de siempre: interpretar la ley que regula esas intromisiones y valorar los hechos y su prueba. Las ponderaciones en tales casos sobran. ¿Por qué? Porque invitan a decidir cada caso como si la ley reguladora del derecho fundamental al honor no existiera y como si la expresión constitucionalmente ilícita por dañosa para el honor no fuera la que la ley caracteriza como tal, sino la que resulte de la libre ponderación de las circunstancias de cada caso. En otras palabras, intromisión ilegítima en el derecho al honor ya no será la que la ley defina como tal, complementada por la jurisprudencia que va asentando la interpretación de los términos legales, sino la que en cada caso los jueces quieran considerar así, encaje o no encaje bajo los términos legales.
                Extrememos el razonamiento, para mayor claridad. Supóngase que entre los supuestos de intromisión ilegítima en el derecho al honor la ley expresamente tipificara el llamar a alguien “cerdo” o con cualquiera de los sinónimos con que se nombra a ese animal (puerco, cochino, etc.). Y pongamos que nadie duda de la constitucionalidad de esa norma o que, incluso, ha sido expresamente salvada por el TC al resolver recurso o cuestión. Ahora pongamos al Tribunal Supremo resolviendo el caso en que A llamó a B cerdo ante toda la comunidad de vecinos, siendo las circunstancias que A estaba muy enfadado con B porque este no pagaba su cuota de la comunidad, porque B nunca saluda a nadie en la escalera y el ascensor y porque B tiene sucísimo y asqueroso el felpudo de delante de su puerta. ¿Qué debe hacer en ese caso el Tribunal Supremo, condenar a A porque patentemente su expresión cae dentro de lo que la ley define como intromisión ilegítima en el derecho al honor o ponderar y mirar a ver qué sale, con la posibilidad de que resulte que la prohibición de llamar cerdo a otro sólo rige si no hay buenas razones constitucionales para decirle que es un cerdo.
                ¿Qué diferencia hay entre la situación del ejemplo y la que resuelve el Tribunal Supremo en esta sentencia que estamos viendo? Diferencia sustancial, ninguna. Lo único distinto es que en este caso de la sentencia hay mayores problemas interpretativos, pues hay mayor indeterminación en la prohibición de atentar contra la estima de alguien que en la prohibición de llamar cerdo a alguien. Pero, precisamente por eso, el esfuerzo argumentativo en este caso real requerido tiene que ser mucho mayor y tiene que ser un esfuerzo para justificar la interpretación que se elija, no para justificar cuánta razón tiene o deja de tener el que a otro llama ladrón o cerdo.
               
                Acto seguido, la sentencia aclara que “La técnica de ponderación exige valorar, en primer término, el peso en abstracto de los respectivos derechos fundamentales que entran en colisión”. En abstracto, se dice, es mayor el peso de la libertad de expresión y de información que el del derecho al honor. Supongo que quiere decir que en abstracto es mayor la importancia de aquellas libertades que la del derecho al honor. La razón está en su función esencial “como garantía para la formación de una opinión pública libre”.
                Ese es un tópico ya muy establecido, el del mayor peso de dichas libertades, y, como todos los tópicos, superado el hechizo retórico resulta un tanto discutible. Tampoco hay opinión pública libre donde el honor y la imagen de las personas puede ser desfigurado o menoscabado por un ejercicio de tales libertades llevado con intenciones aviesas. Basta pensar en cuánto de poco libre le queda a la opinión pública cada vez que los medios de comunicación emprenden una campaña de linchamiento sistemático y prejudicial de algún delincuente sexual o de algún líder político poco integrado en el establishment. Va siendo hora, tal vez, de que nuestros altos tribunales mediten sobre si el privilegio de las libertades expresivas no se está convirtiendo en un instrumento para fines bien opuestos a esos muy nobles de formación de una libre opinión pública. ¿O acaso no se manipula también mediante la palabra y el modo de administrar y presentar las informaciones?
                Lo segundo que según el Tribunal Supremo se debe considerar es que “la libertad de expresión, según su propia naturaleza, comprende la crítica de la conducta de otro, aun cuando sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a aquel contra quien se dirige”. Bien, pero esto nadie lo ha dudado nunca, que se sepa. El problema que debemos resolver, Constitución y ley en mano no es el de si está permitido o no criticar a alguien, sino el de si llamar a uno ladrón constituye una crítica, aunque un poco “desabrida” o un epíteto que, por insultante, cae dentro del atentado al honor, se subsume en el concepto de intromisión ilegítima en el derecho al honor y no puede, en consecuencia, recibir amparo bajo el manto de la libertad de expresión.
                Hechas tales precisiones, el Tribunal se dispone a ponderar. Mejor dicho, la ponderación ya había empezado, pues uno de sus elementos consiste en determinar el peso en abstracto de los derechos en pugna, y quedó dicho que lo tiene mayor la libertad de expresión. El segundo paso será el de “valorar… el peso relativo de los respectivos derechos fundamentales que entran en colisión. ¿Atendiendo a qué? En primer lugar, a “si la información o la crítica tiene relevancia pública o interés general o notoriedad y proyección pública”. ¿La tiene? Hace un magnífico regate el Alto Tribunal, pues afirma que, en el caso de autos y en los hechos enjuiciados, “la crítica se proyecta sobre aspectos de indudable interés público, al recaer sobre una sociedad privada española, reconocida legalmente, como de gestión colectiva de los derechos de autor de sus socios, que gestiona el cobro y distribución de los derechos de autor y respecto a la cual, a la fecha de emisión de las expresiones controvertidas, eran numerosos las [sic] publicaciones editoriales que reflejaban el malestar social que generaba el cobro de un canon por copia para uso privado”. Claro que sí, esta es una magnífica justificación de por qué se ha de poder criticar a la SGAE o de por qué se tiene que poder criticar al gobierno o hasta a los mismos jueces,  o al Rey, cómo no. Pero lo que en el juicio se ventila no es si resulta constitucionalmente legítimo criticar y nadie ha demandado por considerar que una crítica dañe su honor, tampoco la SGAE. ¿Entonces de qué hablamos y de qué trata el caso? De si atenta o no contra el honor llamar ladrón a alguien, en este caso a la SGAE. Volviendo a aquel elemental ejemplo de antes que nos servía para comparar, es como si alguien escribe en los periódicos que yo soy un cerdo, yo digo que se ha dañado mi honor y un juez me responde que qué mal tomo las críticas y que cómo vamos a tener opinión pública libre si no se puede criticar ni un poco. Criticar sí, pero me dijeron cerdo. No es lo mismo.
                Claro que el derecho al honor no puede entenderse como mermado por la crítica, pero si consideramos que llamar a alguien ladrón es mera crítica y no insulto atentatorio contra la ajena consideración y la estima propia, hay que argumentarlo en condiciones, no darlo por sentado de mano resolviendo el caso talmente como si caso no hubiera.
                Lo segundo que para ponderar el peso relativo de los derechos el liza se ha de mirar, según el Tribunal, es si la información transmitida es veraz, tal como para la trasmisión libre de información requiere el art. 20 CE. Al respecto se concluye que “El requisito de la veracidad no parece en el caso examinado relevante para el resultado de la ponderación que debe efectuarse”, no estamos ante un caso de ejercicio de la libertad de informar, sino ante uno de emisión de opiniones personales, un asunto de libertad de expresión nada más. Excelente, pero ¿si no viene a cuento por qué se trae? ¿Por qué se pone en la balanza de ponderar un derecho que no cuenta y un requisito que no toca?
                Tercero, y dentro de lo que al ponderar en concreto debe considerarse, “la protección del derecho al honor debe prevalecer frente a la libertad de expresión cuando se emplean frases y expresiones ultrajantes u ofensivas sin relación con las ideas u opiniones que se expongan, y por tanto, innecesarias a este propósito, dado que el artículo 20.1.a) CE no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería, por lo demás, incompatible con ella”.
                Acabáramos. Acabamos donde siempre, en una cuestión de subsunción. Si es un insulto, no hay nada que pesar, el insulto atenta contra el derecho al honor. ¿Será que el insulto entra de lleno, en el núcleo de significado, de la definición que de intromisión ilegítima en el derecho al honor da el artículo séptimo de la Ley Orgánica 1/1982. Será, pero no se dice así, ya que andamos ponderando y no perdiendo el tiempo con leyes. Pero, si ponderamos de verdad, ¿no deberíamos concluir que un insulto pequeñito pesa menos que un insulto grandísimo y que al reprimir al que insulta nada más que un poco se le hace mayor gasto a la libertad de expresión que al tener por ilegítimo el insulto brutal?
                Como quiera que sea, estábamos con que el demandado llamó “ladrones” a los de la SGAE y eso parece un insulto. Así que tendrá razón la sociedad demandante y saldrá así en la ponderación, subsunción o lo que sea. Pues no. Porque se nos aclara que Las expresiones utilizadas son de cierta gravedad, pero este factor no es suficiente en el caso examinado para invertir el carácter prevalente que la libertad de expresión ostenta. Las expresiones que resalta la demanda están en relación directa o indirecta con los hechos denunciados y se producen en una situación de conflicto, con trascendencia pública, de tal manera que la valoración jurídica no puede hacerse al margen del contexto social en que se produce, destacando que los términos empleados y recogido en la página web controvertida, coinciden con la críticas sociales que en ese momento existían en relación al comportamiento mercantil de la entidad demandante”.
                Entonces, una de dos: o llamar a alguien ladrón no es insultar, o es falso aquello tan repetido de que la libertad de expresión no ampara el derecho a insultar. Y, en todo caso, ¿estamos ponderando algo? No, estamos subsumiendo, pues subsuntivo del todo es el razonamiento que tiene su clave en la calificación de los hechos. Se nos viene a decir que no es insultar a los de la SGAE llamarlos ladrones porque ya todo el mundo los estaba poniendo de vuelta y media y porque, además, parece que lo son. Fijémonos en la última frase de la parte de motivación de esta sentencia: “En conclusión, de conformidad con el informe del Ministerio Fiscal, las críticas controvertidas sobre el modo de actuar de la SGAE, fueron recogidas por diversos medios de comunicación, y existen en la actualidad procedimientos abiertos contra directivos de la entidad por lo que tenían un fondo de realidad que debe conocer la opinión pública, es lo que hace que en el presente caso deba prevalecer el derecho fundamental a la libertad expresión”.
                Esto último es bastante llamativo, ya que, primero, no sé si, en boca de unos magistrados, queda muy acorde con la presunción de inocencia; segundo, porque se usan datos posteriores para juzgar de la licitud de epítetos pronunciados antes. Es decir, parece que llamar ladrona a la SGAE no atenta contra su honor porque un tiempo después algunos de sus directivos fueron procesados por delitos patrimoniales relacionados con la gestión de esa sociedad.
                La conclusión de la ponderación quedó así: “esta Sala considera que los términos empleados pudieran resultar literal y aisladamente inadecuados, pero al ser puestos en relación con la información difundida y con el contexto en el que se producen, de crítica a la actividad desarrollada por una entidad, hacen que proceda declarar la prevalencia del ejercicio de la libertad de expresión frente el derecho al honor del demandante”. Ya se había advertido un poco antes de que “de acuerdo con una concepción pragmática del lenguaje adaptada a las concepciones sociales, la jurisprudencia mantiene la prevalencia de la libertad de expresión cuando se emplean expresiones que, aun aisladamente ofensivas, al ser puestas en relación con la información que se pretende comunicar o con la situación política o social en que tiene lugar la crítica experimentan una disminución de su significación ofensiva y sugieren un aumento del grado de tolerancia exigible, aunque puedan no ser plenamente justificables (el artículo 2.1 LPDH se remite a los usos sociales como delimitadores de la protección del derecho al honor)”
                Sépase pues y tomemos nota. Llamarme a mí, por ejemplo, cerdo malnacido parece insultarme y atentado ilegítimo contra mi honor. Ahora bien, si se me dice tal en el contexto de una crítica generalizada porque ando sucio y porque soy muy zafio, entonces gana la libertad de expresión. Esas son las ventajas de la ponderación: que con ella el juzgador no queda atado a nada, tampoco a la letra de ninguna ley ni a interpretaciones establecidas no a doctrinas asentadas ni a precedentes vinculantes ni a nada. Se construye el caso como de conflicto de derechos y se pondera mirando los detalles del caso y talmente como si en el sistema jurídico no hubiera más normas ni trabas ni necesidad de saber a qué atenerse.

                Dos observaciones finales quisiera hacer al hilo de esta sentencia. La primera, que no discrepo del contenido del fallo, sino de la fundamentación, pues me parece que el recurso fácil a la ponderación, y más sin seguir siquiera los pasos de la receta metodológica de Alexy y compañía, implica un alarmante descenso en la exigencia de rigor, congruencia y exhaustividad de la argumentación, amén de alejar considerablemente la impresión de que las decisiones judiciales correspondientes se basen en el Derecho y no en el libérrimo gusto o interés del juzgador.
                La segunda observación es de cierto calado y apunta al que podría ser tema para una investigación extensa y rigurosa. La fiebre ponderativa viene de los tribunales constitucionales y tiene seguramente su explicación en el deseo de sus magistrados para aumentar el alcance de su competencia y revestirse de facultad revisora de cualquier tipo de sentencias y por todo tipo de razones. En España, durante algunas décadas el Tribunal Supremo o los Tribunales Superiores no ponderaban, sino que se mantenían fieles al viejo estilo interpretativo-subsuntivo y, con mayor o menor esmero, argumentaban sobre valoraciones de pruebas e interpretaciones de normas, de todo tipo de normas que vinieran al caso, fueran constitucionales, legales o reglamentarias. Mas el Tribunal Constitucional vio ahí un nuevo pretexto y se dedicó a anular sentencias con el argumento de que al no ponderar los derechos en litigio se vulneraban esos derechos en las sentencias, pues sin ponderar no podía la jurisdicción ordinaria calar en el verdadero contenido constitucional que para cada caso presentaban las normas iusfundamentales. En un tercer paso, relativamente reciente y del que esta sentencia que hemos visto es buena muestra, el Tribunal Supremo, al menos él, ha aprendido la lección: si es por ponderar, ponderamos, no hay problema. Sólo hace falta cambiar el modo de argumentar y bajar el nivel de exigencia técnica en la motivación de las sentencias. En vez de extenderse en disquisiciones interpretativas y apreciaciones sobre precedentes a propósito de qué querrá decir la expresión “honor” en la Constitución o qué significado tendrán “fama” o “estimación” en la ley, peso y digo que hay que ver el caso y argumentar sobre las circunstancias del caso. Argumentar una decisión personal y muy libre como si estuviera amarrada a los resultados objetivos de un pesaje con una balanza.
                En cuanto se coge el truco sólo hace falta entrenar un poco más y echarle alegría. En realidad es menos trabajo y, para colmo de dicha, ya no es tan fácil que el Tribunal Constitucional te “case” las sentencias por no ponderar como él.
                No faltará mucho tiempo para que el Tribunal Constitucional renuncie al método de ponderativo a fin de recuperar su dominio frente a estos tribunales ordinarios que ya han aprendido lo fácil que es ponderar. Antes de una década veremos sentencias del Constitucional en las que se argumentará que el mero ponderar derechos, sin argumentos sobre interpretaciones y sin cuidado de las leyes y de la seguridad jurídica, es atentado contra el debido proceso del art. 24 CE y contra la igualdad en la aplicación del derecho del art. 14 CE e incumplimiento del deber de motivar conforme a  Derecho del art. 120 CE. Al tiempo.


[1]El artículo 7.7 LPDH define el derecho al honor en un sentido negativo, desde el punto de vista de considerar que hay intromisión por la imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación. Doctrinalmente se ha definido como dignidad personal reflejada en la consideración de los demás y en el sentimiento de la propia persona. Según reiterada jurisprudencia ( SSTS de 16 de febrero de 2010 (RJ 2010, 1782) y 1 de junio de 2010) «...es preciso que el honor se estime en un doble aspecto, tanto en un aspecto interno de íntima convicción -inmanencia- como en un aspecto externo de valoración social -trascendencia-, y sin caer en la tendencia doctrinal que proclama la minusvaloración actual de tal derecho de la personalidad».
Como ha señalado reiteradamente el Tribunal Constitucional ( SSTC 180/1999, de 11 de octubre ( RTC 1999, 180 ) , FJ 4, 52/2002, de 25 de febrero, FJ 5 y 51/2008, de 14 de abril, FJ 3) el honor constituye un «concepto jurídico normativo cuya precisión depende de las normas, valores e ideas sociales vigentes en cada momento». Este Tribunal ha definido su contenido afirmando que este derecho protege frente a atentados en la reputación personal entendida como la apreciación que los demás puedan tener de una persona, independientemente de sus deseos ( STC 14/2003, de 28 de enero, FJ 12), impidiendo la difusión de expresiones o mensajes insultantes, insidias infamantes o vejaciones que provoquen objetivamente el descrédito de aquella ( STC 216/2006, de 3 de julio, FJ 7)”.

[2] La protección penal ya la brindan los delitos contra el honor en el Código Penal.
[3] Vid. arts. 202 a 204 C. Penal.
[4] Vid., por ejemplo, art. 534 C.Penal.