Lo ha dicho hace poco Jennifer López: “los españoles se obsesionan con el culo”. No tengo autoridad para enmendar a esta imponente musa pero, desde mi pequeñez, me permito indicarle que yerra, que los españoles solo se obsesionan con determinados culos, no con el culo genéricamente considerado, es decir, con ese “conjunto de las dos nalgas” según la árida y triste definición que nos proporciona la Real Academia.
Vamos a entendernos: claro que todos los culos merecen un respeto, faltaría más, incluso aquellos que representan tan solo un instante de la humana arquitectura, los que no pasan de la consideración de abreviatura, de manojillo de romero, de breve rocío de los prados, también esos son acreedores de nuestra educada consideración. Ahora bien, la obsesión hacia ellos, la chifladura recia y sostenida, esa, querida Jennifer, solo se tributa a algunos que fabrica la Naturaleza como una expresión de su natural (para eso es Naturaleza) caprichoso y magnánimo, y además lo hace como quien alarga una dádiva desmesurada, como quien sabe que está fabricando un tesoro.
Sabemos que estos culos, cuando los vemos pasar erguidos y distantes en su firme entereza, nos proporcionan sudores y temblores pero los vivimos con alegría dirigiéndoles parecidas alabanzas a las que reservamos para esa rosa efímera que es la vida, nuestra vida. Y cosa curiosa: a la vista de uno de ellos, todo lo demás que nos rodea, el resto de los seres humanos, los edificios, las cotizaciones de la Bolsa, las sentencias del Tribunal constitucional, todo eso, de tan aparente consistencia, se nubla, dijérase que adquiere un aire fantasmal, como esos seres que se pasean entre bosques umbrosos y respecto de los que nos resulta difícil precisar sus exactos contornos.
Es decir, cuando un culo de obsesión comparece en escena es como si se abriera un claustro escondido y nos mostrara sus flores, sus hierbas, que son huchas de olores, sus guirnaldas y se oyera además el canto medido de un coro vibrante y seductor. Obsérvese que estamos en un momento refulgente ante el que todo debe quedar como suspendido pues es la hora del disfrute del prodigio, la hora en la que hasta nuestra manía por descifrar los enigmas del mundo debe quedar aplazada.
No es una casualidad que los grandes escritores hayan cantado estos milagros. La Fontaine nos cuenta cómo hubo en Grecia dos siracusanas “que tenían un trasero portentoso. Y por saber cuál de las dos hermanas lo tenía más gentil, duro y carnoso, desnudas se mostraron a un perito que, después de palpar con dulce apremio, ofreció a la mayor su mano, en premio”. Pero la menor no le andaba a la zaga (nunca mejor empleada la expresión) y por eso fue tomado el suyo por el hermano del perito y ambos se casaron y se concertaron para edificar un templo dedicado a “Venus, nalga recia” y “fuera aqueste el templo de la Grecia al que más devoción se ha tenido”.
Y así es porque el culo -cuando no es frívolo sino que alega hechuras imperecederas- tiene algo de roca emergente, pero también de un cielo abierto que nos confiara su indescifrable abismo, de antorcha que portara un fuego de sobresaltos.
Por eso La Fontaine lo lleva a los altares del templo. Más laico, yo lo llevo a algún escondite pleno de melodías, a una cueva profunda donde solo el júbilo del goce esté soleado.
Vamos a entendernos: claro que todos los culos merecen un respeto, faltaría más, incluso aquellos que representan tan solo un instante de la humana arquitectura, los que no pasan de la consideración de abreviatura, de manojillo de romero, de breve rocío de los prados, también esos son acreedores de nuestra educada consideración. Ahora bien, la obsesión hacia ellos, la chifladura recia y sostenida, esa, querida Jennifer, solo se tributa a algunos que fabrica la Naturaleza como una expresión de su natural (para eso es Naturaleza) caprichoso y magnánimo, y además lo hace como quien alarga una dádiva desmesurada, como quien sabe que está fabricando un tesoro.
Sabemos que estos culos, cuando los vemos pasar erguidos y distantes en su firme entereza, nos proporcionan sudores y temblores pero los vivimos con alegría dirigiéndoles parecidas alabanzas a las que reservamos para esa rosa efímera que es la vida, nuestra vida. Y cosa curiosa: a la vista de uno de ellos, todo lo demás que nos rodea, el resto de los seres humanos, los edificios, las cotizaciones de la Bolsa, las sentencias del Tribunal constitucional, todo eso, de tan aparente consistencia, se nubla, dijérase que adquiere un aire fantasmal, como esos seres que se pasean entre bosques umbrosos y respecto de los que nos resulta difícil precisar sus exactos contornos.
Es decir, cuando un culo de obsesión comparece en escena es como si se abriera un claustro escondido y nos mostrara sus flores, sus hierbas, que son huchas de olores, sus guirnaldas y se oyera además el canto medido de un coro vibrante y seductor. Obsérvese que estamos en un momento refulgente ante el que todo debe quedar como suspendido pues es la hora del disfrute del prodigio, la hora en la que hasta nuestra manía por descifrar los enigmas del mundo debe quedar aplazada.
No es una casualidad que los grandes escritores hayan cantado estos milagros. La Fontaine nos cuenta cómo hubo en Grecia dos siracusanas “que tenían un trasero portentoso. Y por saber cuál de las dos hermanas lo tenía más gentil, duro y carnoso, desnudas se mostraron a un perito que, después de palpar con dulce apremio, ofreció a la mayor su mano, en premio”. Pero la menor no le andaba a la zaga (nunca mejor empleada la expresión) y por eso fue tomado el suyo por el hermano del perito y ambos se casaron y se concertaron para edificar un templo dedicado a “Venus, nalga recia” y “fuera aqueste el templo de la Grecia al que más devoción se ha tenido”.
Y así es porque el culo -cuando no es frívolo sino que alega hechuras imperecederas- tiene algo de roca emergente, pero también de un cielo abierto que nos confiara su indescifrable abismo, de antorcha que portara un fuego de sobresaltos.
Por eso La Fontaine lo lleva a los altares del templo. Más laico, yo lo llevo a algún escondite pleno de melodías, a una cueva profunda donde solo el júbilo del goce esté soleado.
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