En los viajes largos en avión suelo dormir plácidamente un montón de horas. Una bendición. Pero en uno de mis últimos trayectos transoceánicos no pegué ojo: ocho horas hablando, por lo menos, de las nueve y media que duró el viaje. Y conste que cuando me instalo para esos vuelos pongo cara de pocos amigos y de no tener ninguna gana de conversar con nadie. La experiencia es maestra de la vida y nada más angustioso que caer en poder de un plasta cuando no tienes refugio ni puedes salir por pies.
Pero esta vez fue distinto. A mi lado se sentó una muchacha la mar de curiosa. ¿Edad? Unos treinta, calculo. ¿Nacionalidad? De uno de esos queridos países, pero eso es bastante secundario en esta historia. ¿Motivo de su viaje? Pues a acabar de casarse con su amor del otro lado. Una relación telemática. Ya no es ninguna novedad. Cada vez que en una de esas salas de espera de aeropuerto pongo la oreja a las conversaciones o me fijo en las familias, ratifico que ahora el personal se apaña por internet. Pero nada de eso me llamó la atención en el caso de mi compañera vuelo. ¿Entonces?
Pues que desde el principio me causó la siguiente sensación contradictoria: esta persona es tan original y peculiar que tengo la impresión de que ya la he visto mil veces antes de ahora. Lo que me decía era a la vez tan llamativo e ingenuo, que me sonaba a recitado más que pensado. Como si estuviera leyendo un libro, ciertos libros. Detallemos ordenadamente.
¿Qué me decía, una vez que la conversación empezó a fluir? Pues por ejemplo explicaba que tenía poderes extrasensoriales y que captaba corrientes de energía y descargas positivas o negativas de las personas. Me encanta que me cuenten esas cosas. No por descreído, que lo soy, sino porque me chifla ver la originalidad de esos sujetos que son idénticos a otros miles que dicen lo mismo. También había tenido sus experiencias ufológicas y de la existencia de vida extraterrestre inteligente no le cabía ninguna duda. Algunas de las cosas que le pasaron con marcianos me las narró con lujo de detalles. A cada rato, dejaban de cerrárseme los ojos y recobraba yo la atención, ora porque surgía un venusino, ora porque una vez ella había adivinado el destino de alguien. Por supuesto, tenía la mujer su ángel de la guarda, al que veía cada tanto, con el que hablaba y con quien mantenía una relación muy fluida y confianzuda. Hasta su nombre me dijo, el de él. Se llamaba Olmedo. Cuando le expliqué que yo había estado allí, en Olmedo, no me entendió, pues desconocía que ése es el nombre de un recio pueblo castellano, de Valladolid. Del Caballero de Olmedo tampoco había oído, sólo del ángel, el suyo.
No sé si les he mencionado que ese tipo de conversaciones me estimula un montón. Debe de ser una perversión mía, no lo niego. Y les aseguro que no me pongo irónico en esos casos ni me mueve la mala idea o el colmillo retorcido. Al contrario, me quedo medio lelo pensando y pensando en lo que puede haber en las cabezas de según qué gentes y en las mil maneras tan diversas de montárselo en esta vida; o de ser feliz como si tal cosa.
Fue inevitable que acabara interesándose ella por mi propia vida, amablemente y seguro que admirada por la sensibilidad de la que hacía gala yo ante sus arrebatos místico-pucelanos. Así que me puse a relatarle algo de mis orígenes campesinos y de que me había criado en un pueblo con vacas y todo eso. Para qué queremos más, acabamos de liarla. Su entusiasmo fue inenarrable. Tuve que contradecirla muchísimo, con harto dolor de mi corazón. Mas creo que no le afectó mayormente. Quizá no quiso entenderme o me tomó a broma. Ahora les cuento, y al final puede que hasta saquemos moraleja, si no se les acaba la paciencia y siguen leyendo.
Comienzo por aclarar que la buena mujer era urbana del todo y había residido casi siempre en la capital de su Estado. Eso sí, de pequeña la habían llevado algún fin de semana al campo y, ya adulta, se había documentado muchísimo y por su cuenta sobre todo tipo de pormenores de la vida natural. Ahí fue donde empezamos a discrepar, en lo de la vida natural. Pues al saberme venido de la vida agraria casi premoderna, empezó a comentarme unas cosas preciosísimas sobre el modo como los campesinos aborígenes y las tribus de todo tipo aman la tierra, sobre cómo la respetan, sobre la forma mágica y sobrecogedora en que se acompasan con el medio ambiente y tal. Yo oía, la miraba y me preguntaba a mí mismo: ¿se lo digo o no se lo digo? Se lo dije, por qué no. Le dije que lo que han hecho los campesinos de toda laya y en cualquier parte ha sido desangrar la tierra y degradar el ecosistema cuanto estaba en su mano. Eso sí, cuando lo que estaba en su mano era poco, el sistema les sobrevivía; otras veces acababan ellos con él.
Eso que se llama conciencia ecológica es algo estrictamente moderno, de hace cuatro días y, además, puramente ciudadano y burgués; dicho sea lo de burgués sin ánimo peyorativo en este caso. El campesino de aquí o de allá nunca ha tenido conciencia ecológica. ¿Cuál es la teoría científica más acreditada sobre la desaparición de la civilización en la Isla de Pascua? Aquellos tipos se cargaron todos los árboles. ¿Por qué se extinguieron muchas de las pujantes civilizaciones precolombinas? Porque aquellos elementos acababan con la vegetación o esquilmaban la tierra o modificaban el curso de las aguas y terminaban éstas llevándose todo por delante. Pues claro que no tenían conciencia ecológica ni intimidad con la tierra ni leches. No podían tenerla, no se había inventado aún. Por supuesto que sabían lo que había que hacer para que creciera una patata o cuál era la mejor manera de cultivar el maíz con los medios que tenían. Pero eso no es conciencia ecológica. Eran los mismos que se daban a los sacrificios humanos y se comían las vísceras de sus enemigos. ¿Unos salvajes? No, estaban en su papel y en su tiempo. Mientras, los de aquí, se entretenían quemando herejes o, después, con la Inquisición y sus amables ritos. ¿Sin conciencia del valor de los derechos humanos? Pues claro que sin ella, eso aún no tocaba. Eso lo inventaron unos repulidos burguesotes con pelucón, y bien está.
Es falso que los campesinos y los grupos más o menos primitivos tengan la famosa conciencia. Su apego a la tierra es de otro tipo. Es como el apego que le tiene a su pareja el mismo que le pega si no lo obedece o que la mata si ya no le da hijos. Tal cual. Lo que pasa que al burguesito citadino de nuestros días le encanta imaginarse arcadias felices, armónicas culturas, paraísos de beatitud con pajaritos, peces y danzas tribales al son de la ocarina. Desconociendo que la danza de marras era para comerse a uno de la tribu de al lado o para invocar suerte en la próxima expedición a robar y violar a los del poblado vecino.
Salvando las distancias, es como cuando oigo eso de la famosa actitud ecologista de los cazadores. Pues será. Supongo que Delibes, don Miguel, la tenía de verdad. Pero yo debo de haber padecido malísima suerte al tratar con cazadores, sea en mi juventud asturiana o en mi madurez castellana (perdón, leonesa). Porque todos los cazadores que yo he conocido, todos, cuando se sienten impunes y no temen que ande cerca el Seprona o el guardamontes, le disparan a todo bicho que se mueva, sea un simple gorrión o una especie protegidísima. Y si pueden cazar fuera de la veda, lo hacen. El noventa y nueve por ciento de los cazadores que conozco le dispararían a un oso pardo de la Cordillera Cantábrica si se les apareciera mientras van por el monte y si estuvieran completamente seguros de que nadie los va a descubrir o denunciar. ¿Que era el último oso que quedaba? Tanto da. Y si van en coche por la noche y se les pone quieto un conejo en la calzada, pegan un volantazo para atropellarlo. Y así todo. Le encuentran gusto a matar, y punto. ¿Que hay excepciones? Segurísimo, usted mismo será una. Lo único que afirmo es que la generalización aquella sobre los cazadores y su extraordinaria sensibilidad ante el hermano lobo es demasiada generalización; una patraña, vamos. Una patraña inventada por los cazadores para seguir cazando.
También hablamos en aquel viaje de los animales, precisamente. Mi interlocutora adoraba los animales y a mí también me gustan, y no sólo para comerlos, aunque algunos también. Sí, como usted, no me ponga esa cara, salvo que sea usted un vegetariano en condiciones. Me pedía que le contara cómo era en mi pueblo nuestra relación con los animales, que ella se imaginaba idílica, llena de ternura y de mutua entrega. Sí le hablé de mis recuerdos de aquel perro con el que sigo soñando, de algunos gatos que acompañaron mis siestas de entonces, de tantas vacas a las que llegué a entender mejor que a la mayoría de los catedráticos que traté más tarde. Pero, fuera eso, no me quedó honestamente más remedio que narrarle algunos otros detallitos.
Mismamente, que en esos sistemas de vida mata uno mismo lo que se come. ¿Ha visto usted alguna vez cómo se mata una gallina, un conejo o un cerdo? Yo sí. Se matan tranquilamente y sin pararse en disquisiciones sobre si tendrán o no derechos los animales. Sin ir más lejos, en los pueblos hay gatas y perras, pero la gente sabe que no se puede dejar que sobrevivan todas sus camadas. ¿Ha matado usted, querido lector, gatitos recién nacidos, de dos o tres días? Yo sí, muchos, docenas y docenas. Mi padre decía: “Ha parido la gata en la tenada, hay que matarle las crías antes de que se las lleve a otro lado”. Y me mandaba a mí que lo hiciera. Y yo lo hacía, entre otras cosas, porque, si no, el comentario general en la familia y en toda la “tribu” iba a ser tal que así: “Este niño no vale para nada, es un flojo, una piltrafilla”. Porque en las tribus, entre los aborígenes, en las comunidades originarias, se dice eso y se piensa así. No: “huy, qué maravilla que Fulano se niega a sacrificar conejos o cerdos o a cazar zorros con un cepo atroz”; sino: “A ese inútil que no vale ni para cazar una maldita alimaña hay que echarlo del pueblo o de la comunidad por cretino y para que no nos avergüence ante nuestros dioses y nuestros antepasados”. O se le dice marica, que allí es peor. Allí, es peor. Eso, amigo capitalino, querida burguesa, es la vida “natural” de los que están en contacto íntimo y diario con la tierra y sus criaturas y los que respetan a muerte sus seculares tradiciones, no lo que ustedes se imaginan mientras leen el último boletín de ADENA o las últimas reflexiones de un catedrático de ética que no sabe distinguir una azada de un queso. De ahí que siempre que en una aldea se ha instalado una comuna de alemanes, los nativos los han visto como una panda de gilipollas sin remisión. Los de la comuna piensan que hacen vida natural y los que hacen vida natural, los de allí, piensan que esos guiris son unos imbéciles. Tal cual.
Y conste que mi padre era una de las personas más sensibles que cabía topar en aquel pueblo. Por eso cuando mataba o mandaba matar unos gatitos decía que había que hacerlo con un golpe seco contra una piedra, ¡zas! Porque, ¿saben, amigos, cómo lo hacía la mayoría de los vecinos? Pues unos cavaban un poco y los enterraban vivos, u otros buscaban un charco grande y los tiraban allá para que se ahogaran.
¿Ustedes han matado alguna vez un perro adulto? Yo sí. Pero de un tiro. Hubo que matarlo porque atacaba a las gallinas y acababa con ellas. Y en el pueblo a las gallinas hay que defenderlas, pero no porque tengan derechos, sino porque ponen huevos y esos huevos hacen falta para comerlos o venderlos. ¿Y no duele matar al perro? Pues, allí y entonces, casi no. Porque allí y entonces, porque en esas comunidades tan idílicas, matar es absolutamente natural. Es en la ciudad donde para "eutanasiar" al perro o al gato se los lleva uno al veterinario para que les aplique la inyección letal. En Ruedes no era así; entre las tribus amazónicas tampoco, se lo aseguro. Así que no me duele aquel tiro, ¿saben además por qué? Pues porque era la manera menos cruel de ejecutarlo, pues de una ejecución se trataba. ¿Les cuento cómo lo hacían allá y cómo lo hacen aún en medio mundo muchos de esos arcádicos indígenas? Les voy a ahorrar el mal trago y sólo les menciono que hay un árbol, una cuerda y un palo.
¿Sensibilidad con los animales de la gente sencilla y las poblaciones no desarrolladas? Pero vamos a ver, alma cándida, ¿ha estado usted alguna vez, en alguna parte del mundo, en un poblado un poco primitivo? ¿Ha visto los perros que pululan por allí? Sí, ya sé, la mirada es selectiva y cada uno ve lo que quiere ver. Por eso muchos asesinos de sus esposas siguen diciendo que lo suyo es puro amor y que no ven el delito de género por ningún lado: la maté porque la quería y era mía. Pues así, tal cual, mutatis mutandis, suele ser el burguesito que va de excursión o que lee lo que escribió un catedrático de California sobre la intensa comunión entre el campesino y su medio natural: qué armonía, qué respeto, qué equilibrio, qué sabiduría antigua. Pamplinas, pamplinas y pamplinas.
Pero esta vez fue distinto. A mi lado se sentó una muchacha la mar de curiosa. ¿Edad? Unos treinta, calculo. ¿Nacionalidad? De uno de esos queridos países, pero eso es bastante secundario en esta historia. ¿Motivo de su viaje? Pues a acabar de casarse con su amor del otro lado. Una relación telemática. Ya no es ninguna novedad. Cada vez que en una de esas salas de espera de aeropuerto pongo la oreja a las conversaciones o me fijo en las familias, ratifico que ahora el personal se apaña por internet. Pero nada de eso me llamó la atención en el caso de mi compañera vuelo. ¿Entonces?
Pues que desde el principio me causó la siguiente sensación contradictoria: esta persona es tan original y peculiar que tengo la impresión de que ya la he visto mil veces antes de ahora. Lo que me decía era a la vez tan llamativo e ingenuo, que me sonaba a recitado más que pensado. Como si estuviera leyendo un libro, ciertos libros. Detallemos ordenadamente.
¿Qué me decía, una vez que la conversación empezó a fluir? Pues por ejemplo explicaba que tenía poderes extrasensoriales y que captaba corrientes de energía y descargas positivas o negativas de las personas. Me encanta que me cuenten esas cosas. No por descreído, que lo soy, sino porque me chifla ver la originalidad de esos sujetos que son idénticos a otros miles que dicen lo mismo. También había tenido sus experiencias ufológicas y de la existencia de vida extraterrestre inteligente no le cabía ninguna duda. Algunas de las cosas que le pasaron con marcianos me las narró con lujo de detalles. A cada rato, dejaban de cerrárseme los ojos y recobraba yo la atención, ora porque surgía un venusino, ora porque una vez ella había adivinado el destino de alguien. Por supuesto, tenía la mujer su ángel de la guarda, al que veía cada tanto, con el que hablaba y con quien mantenía una relación muy fluida y confianzuda. Hasta su nombre me dijo, el de él. Se llamaba Olmedo. Cuando le expliqué que yo había estado allí, en Olmedo, no me entendió, pues desconocía que ése es el nombre de un recio pueblo castellano, de Valladolid. Del Caballero de Olmedo tampoco había oído, sólo del ángel, el suyo.
No sé si les he mencionado que ese tipo de conversaciones me estimula un montón. Debe de ser una perversión mía, no lo niego. Y les aseguro que no me pongo irónico en esos casos ni me mueve la mala idea o el colmillo retorcido. Al contrario, me quedo medio lelo pensando y pensando en lo que puede haber en las cabezas de según qué gentes y en las mil maneras tan diversas de montárselo en esta vida; o de ser feliz como si tal cosa.
Fue inevitable que acabara interesándose ella por mi propia vida, amablemente y seguro que admirada por la sensibilidad de la que hacía gala yo ante sus arrebatos místico-pucelanos. Así que me puse a relatarle algo de mis orígenes campesinos y de que me había criado en un pueblo con vacas y todo eso. Para qué queremos más, acabamos de liarla. Su entusiasmo fue inenarrable. Tuve que contradecirla muchísimo, con harto dolor de mi corazón. Mas creo que no le afectó mayormente. Quizá no quiso entenderme o me tomó a broma. Ahora les cuento, y al final puede que hasta saquemos moraleja, si no se les acaba la paciencia y siguen leyendo.
Comienzo por aclarar que la buena mujer era urbana del todo y había residido casi siempre en la capital de su Estado. Eso sí, de pequeña la habían llevado algún fin de semana al campo y, ya adulta, se había documentado muchísimo y por su cuenta sobre todo tipo de pormenores de la vida natural. Ahí fue donde empezamos a discrepar, en lo de la vida natural. Pues al saberme venido de la vida agraria casi premoderna, empezó a comentarme unas cosas preciosísimas sobre el modo como los campesinos aborígenes y las tribus de todo tipo aman la tierra, sobre cómo la respetan, sobre la forma mágica y sobrecogedora en que se acompasan con el medio ambiente y tal. Yo oía, la miraba y me preguntaba a mí mismo: ¿se lo digo o no se lo digo? Se lo dije, por qué no. Le dije que lo que han hecho los campesinos de toda laya y en cualquier parte ha sido desangrar la tierra y degradar el ecosistema cuanto estaba en su mano. Eso sí, cuando lo que estaba en su mano era poco, el sistema les sobrevivía; otras veces acababan ellos con él.
Eso que se llama conciencia ecológica es algo estrictamente moderno, de hace cuatro días y, además, puramente ciudadano y burgués; dicho sea lo de burgués sin ánimo peyorativo en este caso. El campesino de aquí o de allá nunca ha tenido conciencia ecológica. ¿Cuál es la teoría científica más acreditada sobre la desaparición de la civilización en la Isla de Pascua? Aquellos tipos se cargaron todos los árboles. ¿Por qué se extinguieron muchas de las pujantes civilizaciones precolombinas? Porque aquellos elementos acababan con la vegetación o esquilmaban la tierra o modificaban el curso de las aguas y terminaban éstas llevándose todo por delante. Pues claro que no tenían conciencia ecológica ni intimidad con la tierra ni leches. No podían tenerla, no se había inventado aún. Por supuesto que sabían lo que había que hacer para que creciera una patata o cuál era la mejor manera de cultivar el maíz con los medios que tenían. Pero eso no es conciencia ecológica. Eran los mismos que se daban a los sacrificios humanos y se comían las vísceras de sus enemigos. ¿Unos salvajes? No, estaban en su papel y en su tiempo. Mientras, los de aquí, se entretenían quemando herejes o, después, con la Inquisición y sus amables ritos. ¿Sin conciencia del valor de los derechos humanos? Pues claro que sin ella, eso aún no tocaba. Eso lo inventaron unos repulidos burguesotes con pelucón, y bien está.
Es falso que los campesinos y los grupos más o menos primitivos tengan la famosa conciencia. Su apego a la tierra es de otro tipo. Es como el apego que le tiene a su pareja el mismo que le pega si no lo obedece o que la mata si ya no le da hijos. Tal cual. Lo que pasa que al burguesito citadino de nuestros días le encanta imaginarse arcadias felices, armónicas culturas, paraísos de beatitud con pajaritos, peces y danzas tribales al son de la ocarina. Desconociendo que la danza de marras era para comerse a uno de la tribu de al lado o para invocar suerte en la próxima expedición a robar y violar a los del poblado vecino.
Salvando las distancias, es como cuando oigo eso de la famosa actitud ecologista de los cazadores. Pues será. Supongo que Delibes, don Miguel, la tenía de verdad. Pero yo debo de haber padecido malísima suerte al tratar con cazadores, sea en mi juventud asturiana o en mi madurez castellana (perdón, leonesa). Porque todos los cazadores que yo he conocido, todos, cuando se sienten impunes y no temen que ande cerca el Seprona o el guardamontes, le disparan a todo bicho que se mueva, sea un simple gorrión o una especie protegidísima. Y si pueden cazar fuera de la veda, lo hacen. El noventa y nueve por ciento de los cazadores que conozco le dispararían a un oso pardo de la Cordillera Cantábrica si se les apareciera mientras van por el monte y si estuvieran completamente seguros de que nadie los va a descubrir o denunciar. ¿Que era el último oso que quedaba? Tanto da. Y si van en coche por la noche y se les pone quieto un conejo en la calzada, pegan un volantazo para atropellarlo. Y así todo. Le encuentran gusto a matar, y punto. ¿Que hay excepciones? Segurísimo, usted mismo será una. Lo único que afirmo es que la generalización aquella sobre los cazadores y su extraordinaria sensibilidad ante el hermano lobo es demasiada generalización; una patraña, vamos. Una patraña inventada por los cazadores para seguir cazando.
También hablamos en aquel viaje de los animales, precisamente. Mi interlocutora adoraba los animales y a mí también me gustan, y no sólo para comerlos, aunque algunos también. Sí, como usted, no me ponga esa cara, salvo que sea usted un vegetariano en condiciones. Me pedía que le contara cómo era en mi pueblo nuestra relación con los animales, que ella se imaginaba idílica, llena de ternura y de mutua entrega. Sí le hablé de mis recuerdos de aquel perro con el que sigo soñando, de algunos gatos que acompañaron mis siestas de entonces, de tantas vacas a las que llegué a entender mejor que a la mayoría de los catedráticos que traté más tarde. Pero, fuera eso, no me quedó honestamente más remedio que narrarle algunos otros detallitos.
Mismamente, que en esos sistemas de vida mata uno mismo lo que se come. ¿Ha visto usted alguna vez cómo se mata una gallina, un conejo o un cerdo? Yo sí. Se matan tranquilamente y sin pararse en disquisiciones sobre si tendrán o no derechos los animales. Sin ir más lejos, en los pueblos hay gatas y perras, pero la gente sabe que no se puede dejar que sobrevivan todas sus camadas. ¿Ha matado usted, querido lector, gatitos recién nacidos, de dos o tres días? Yo sí, muchos, docenas y docenas. Mi padre decía: “Ha parido la gata en la tenada, hay que matarle las crías antes de que se las lleve a otro lado”. Y me mandaba a mí que lo hiciera. Y yo lo hacía, entre otras cosas, porque, si no, el comentario general en la familia y en toda la “tribu” iba a ser tal que así: “Este niño no vale para nada, es un flojo, una piltrafilla”. Porque en las tribus, entre los aborígenes, en las comunidades originarias, se dice eso y se piensa así. No: “huy, qué maravilla que Fulano se niega a sacrificar conejos o cerdos o a cazar zorros con un cepo atroz”; sino: “A ese inútil que no vale ni para cazar una maldita alimaña hay que echarlo del pueblo o de la comunidad por cretino y para que no nos avergüence ante nuestros dioses y nuestros antepasados”. O se le dice marica, que allí es peor. Allí, es peor. Eso, amigo capitalino, querida burguesa, es la vida “natural” de los que están en contacto íntimo y diario con la tierra y sus criaturas y los que respetan a muerte sus seculares tradiciones, no lo que ustedes se imaginan mientras leen el último boletín de ADENA o las últimas reflexiones de un catedrático de ética que no sabe distinguir una azada de un queso. De ahí que siempre que en una aldea se ha instalado una comuna de alemanes, los nativos los han visto como una panda de gilipollas sin remisión. Los de la comuna piensan que hacen vida natural y los que hacen vida natural, los de allí, piensan que esos guiris son unos imbéciles. Tal cual.
Y conste que mi padre era una de las personas más sensibles que cabía topar en aquel pueblo. Por eso cuando mataba o mandaba matar unos gatitos decía que había que hacerlo con un golpe seco contra una piedra, ¡zas! Porque, ¿saben, amigos, cómo lo hacía la mayoría de los vecinos? Pues unos cavaban un poco y los enterraban vivos, u otros buscaban un charco grande y los tiraban allá para que se ahogaran.
¿Ustedes han matado alguna vez un perro adulto? Yo sí. Pero de un tiro. Hubo que matarlo porque atacaba a las gallinas y acababa con ellas. Y en el pueblo a las gallinas hay que defenderlas, pero no porque tengan derechos, sino porque ponen huevos y esos huevos hacen falta para comerlos o venderlos. ¿Y no duele matar al perro? Pues, allí y entonces, casi no. Porque allí y entonces, porque en esas comunidades tan idílicas, matar es absolutamente natural. Es en la ciudad donde para "eutanasiar" al perro o al gato se los lleva uno al veterinario para que les aplique la inyección letal. En Ruedes no era así; entre las tribus amazónicas tampoco, se lo aseguro. Así que no me duele aquel tiro, ¿saben además por qué? Pues porque era la manera menos cruel de ejecutarlo, pues de una ejecución se trataba. ¿Les cuento cómo lo hacían allá y cómo lo hacen aún en medio mundo muchos de esos arcádicos indígenas? Les voy a ahorrar el mal trago y sólo les menciono que hay un árbol, una cuerda y un palo.
¿Sensibilidad con los animales de la gente sencilla y las poblaciones no desarrolladas? Pero vamos a ver, alma cándida, ¿ha estado usted alguna vez, en alguna parte del mundo, en un poblado un poco primitivo? ¿Ha visto los perros que pululan por allí? Sí, ya sé, la mirada es selectiva y cada uno ve lo que quiere ver. Por eso muchos asesinos de sus esposas siguen diciendo que lo suyo es puro amor y que no ven el delito de género por ningún lado: la maté porque la quería y era mía. Pues así, tal cual, mutatis mutandis, suele ser el burguesito que va de excursión o que lee lo que escribió un catedrático de California sobre la intensa comunión entre el campesino y su medio natural: qué armonía, qué respeto, qué equilibrio, qué sabiduría antigua. Pamplinas, pamplinas y pamplinas.
A la mayoría de esos pequeños cretinos los curaba un servidor con una receta infalible: ven, guapetón, a vivir un mes en esa aldea o ese poblado, pero no en plan turista con Coronel Tapioca o antropólogo con libretita, sino a pie de obra. Y luego hablamos. Ah, y si te viene la diarrea, ya sabes, remedios naturales de los que sacan los nativos de los árboles y no el Imodium o el Fortasec que llevas en la mochila, so pillín.
Bueno, todo eso le expliqué con mi inevitable vehemencia, pero no se quedó nada impresionada ni se apeó tanto así de la burra. Es tan bonito creer en ángeles, arcángeles, bondadosos indígenas y prístinas comunidades originarias, mientras la azafata del Airbus nos sirve la cena a nueve mil metros de altura y vamos a convivir con el hombre que hemos conocido vía internet. Es todo de lo más natural, ¿verdad Olmedo?
PD.- Escrito todo con sincero afecto y grato recuerdo de aquella buena persona que con su charla y su simpatía hizo cortas las largas horas de aquel vuelo. Pero los que venimos de la naturaleza somos así, brutos y sinceros.
Bueno, todo eso le expliqué con mi inevitable vehemencia, pero no se quedó nada impresionada ni se apeó tanto así de la burra. Es tan bonito creer en ángeles, arcángeles, bondadosos indígenas y prístinas comunidades originarias, mientras la azafata del Airbus nos sirve la cena a nueve mil metros de altura y vamos a convivir con el hombre que hemos conocido vía internet. Es todo de lo más natural, ¿verdad Olmedo?
PD.- Escrito todo con sincero afecto y grato recuerdo de aquella buena persona que con su charla y su simpatía hizo cortas las largas horas de aquel vuelo. Pero los que venimos de la naturaleza somos así, brutos y sinceros.
10 comentarios:
El sucedido de la primera parte de la entrada es gracioso, pero no comporta particular riesgo. Lo que es peligroso de cojones, hablando de pelucones, es esto. Ahí sí que de veras se queda uno al puritito borde de dar el mal paso.
De creer.
En cuanto al bah (bucolismo acritico hipertrofizado), bueno, veo que comparte una concausa con lo narrado antes, a saber, reblandecimiento de meninges. Extremo es que, en su inconsistencia, me cae algo más simpático que el opuesto - del que Goldman Brothers, aunque muy manido, podría valer quizás como ejemplo.
Salud,
Yo soy urbana de nacimiento, crecimiento y hasta hace poco viví siempre en ciudades grandes. Hace unos años me mudé a un pueblo, no realmente porque me entusiasmara la vida rural, para qué mentirme, sino porque me gustó una casa que compramos y donde vivimos. He vivido a gusto en este pueblo, encajando más o menos en la comunidad, pero entiendo perfectamente todo lo que cuenta el autor sobre el trato a la naturaleza y los animales (incluyendo los humanos), que a mí se me antoja especialmente cruel. Lo de los gatitos es práctica común, como lo es tener a los perros sueltos para que campen a sus anchas y puedan matar gatos, gallinas, o atacar a niños como les parezca. Total, luego se les mata, o les atropella un coche, qué más da. A mí me causa especial malestar lo que ocurre con las garduñas(se me puede tachar, y se me ha tachado, de burguesa que va de progue y ecologista, pero que no sabe cómo funciona el campo de verdad). Si alguien no sabe lo que son (yo no lo sabía) que busque en internet, donde figura como especie altamente protegida. Las garduñas molestan un montón: se pasean por los tejados, te levantan las tejas de las casas, orinan en los techos, etc... Estuve una temporada fuera de mi casa y quedaron unos vecinos en echar un ojo de vez en cuando. A mi vuelta, los encontré entusiasmados porque habían cazado a una famosa garduña que se paseaba por allí. La cogieron gracias a una trampa casera, la ahogaron y luego expusieron su cuerpo a puertas abiertas para que los niños del pueblo que nunca habían visto una vinieran a verla. Por allí pasaron todos, niños y mayores. Le hicieron fotos que me enseñaron con orgullo mientras a mí se me atragantaban las palabras. Yo tuve pesadillas durante mucho tiempo y se rieron de mí por melindrosa. Pero quizá es que la vida de campo no es para mí.
Si partimos del axioma de que todo el mundo es o imbécil o malvado (menos ustedes y yo, claro, y nuestras primas), el panorama es aún más desolador.
Tenemos coroneltapiocas que creen en buenos salvajes arcádicos que dan besos en la boca a las vacas y que son ecológicos y biodegradables. Estos son gilipollas, pero salvo dolor de cabeza no producen muchos más efectos secundarios.
Pero los jodidos son los que destruyen lo que no es suyo para obtener magro beneficio. Los que destruyen el entorno porque es la única manera que conocen de producir. Los que destruyen el entorno porque es una manera más barata de producir. Y los que destruyen el entorno porque no hacerlo es de nenazas.
Es cierto que todo eso lo decimos HOY, y que no se puede reprochar al bisabuelo lo que hacía a principios del pasado siglo. Pero sería un grave error pasar del "los coroneltapiocas son gilipollas" al "destruye: conservar es de nenazas".
Don GA tiene razón: el que destruye su entorno es como el que pega a su familia. Y el que construye su mierda de galpón invadiendo terreno común, un ladrón.
Mi experiencia sobre la relación entre el campesino y su entorno es que resulta asimilable a la relación entre un granjero y su gallina: la cuida lo justo para que no deje de producir.
En cuanto a los coroneltapioca de todas clases los hay. Hasta conocí a uno que exigió a un ganadero retirar las cencerras y las esquilas de sus vacas porque le impedían dormir por las mañanas, cuando los animales volvían a la cuadra.
Pero sin duda el más peligroso es el coroneltapioca que firma en papel con membrete oficial. Pongo algunos ejemplos:
-En los tiempos de crisis que corren en que, a la vista está, sobra dinero por todas partes, nuestra querida Junta anda gastándose parte de sus fondos en financiar unos cursos –obligatorios para los ganaderos- sobre “confort animal” (sic). En ellos se enseña la conveniencia de no agredir a los animales –lo que podríamos llamar utilizar varas y cordeles-, conveniencia reforzada por la correspondiente norma sancionadora. Atendida por los ganaderos una sesión de ese curso uno de ellos dijo: “Mi cuadra está a 10 minutos de aquí y cuando salga tengo que cargar en el camión seis vacas para bajar mañana al mercado de León. Ahora venís y las cargáis vosotros sin palos ni cordeles, a ver si podéis”. Evidentemente, puesto que una cosa es predicar y otra dar trigo, los expertos en trato animal alegaron convenientes problemas de tiempo para poder dar la clase práctica.
-Dentro de esa política de “confort animal” (sic, reitero) se han dictado normas fijando el tiempo máximo que pueden estar en un camión de transporte ganadero. Pasado éste deben descargarse, dejar que se esparzan unas horas, volver a cargarlas y continuar el viaje. Pues bien, el año pasado en la feria de San Andrés –la más importante de la provincia en cuanto a mercadeo de caballar se refiere - apenas se vendió. El motivo fue que los principales compradores solían ser del Levante español y, puesto que cargados los animales en León deberían hacer una o dos paradas antes de llegar al destino, el negocio dejaba de ser rentable. Era mejor conseguir la mercancía en Francia. Eso es apoyar la economía local…de Toulouse.
Y así se podría seguir y seguir.
No sabe cómo le entiendo, profesor, yo que también he tenido que matar gatos y perros, porque era lo que tocaba. Y lo que convenía.
La mujer de Nick Clegg es de Olmedo. ¡A ver si es verdad que existen los ángeles de la guarda!
Muy graciosa la entrada y muy acertada en muchas de sus afirmaciones.
A veces encuentro entradas en este blog que me resultan muy sustanciosas.
La entrada además de describirnos a la una chica de película disparatada sirve para conocerte un poco. Yo nací en un pueblo pero no en el campo. Nunca vi matar gatitos ni esas cosas que cuenta, pero si que es verdad todo lo que cuenta de las ideas que se monta la gente en la cabeza del respeto a la naturaleza y de la vida campesina y demás. Yo no hubiese aguantado las fantasias de la chica mucho tiempo, excusa a dormir, que bueno es usted.Lo mejor de todo es que se las creen de verdad. La entrada, simplemente genial.
En Ecuador, hoy por hoy existe una impresionante corriente de los indigenas por "defender" la Tierra, la Pacha Mama, sin embargo, cada verano cuando los campos están secos, les prenden fuego, sin piedad!!!, creen que esta practica hará llover....
Parecería que se estuviera hablando de gatines, pero otras son las implicaciones.
¿Formamos parte de la naturaleza? ¿O, por el contrario, contemplándola desde fuera, tenemos derechos ilimitados sobre ella?
Creo que la ciencia ha dado una respuesta apabullantemente unánime a esta preguntita de nada, desde Darwin (mira tú qué coincidencia, el científico que haya jamás despertado mayores histerias y convulsiones) en adelante. No digamos ya con el descubrimiento del DNA, el desarrollo de la genética, y la descripción de los genomas.
Entonces, si formamos parte de esa extraña construcción llamda 'naturaleza', como la evidencia indica a cualquiera menos los comehostias más acérrimos, un equilibrio de deberes y derechos lo tenemos que encontrar. Incluidos los gatines. Equilibrio lejano de las molicies mentales sentimentaloides, más lejano todavía de la orgía suicida de estupro y abuso siempre crecientes del entramado básico sobre el que se asienta nuestra propia vida.
Ignorar el problema significa jugar con nuestras (ya pocas) probabilidades de supervivencia como especie. No que cuente mucho, la hijueputa y canalla como ninguna otra ...
Salud,
p.s. Curiosamente, una buena parte de los que afirman que está fenomenal la intervención y explotación sin límites ni tasas se ponen taaaan nerviosos cuando se habla de conceder a un familiar o amigo mortalmente enfermo la amorosa merced última de un empujoncito indoloro hacia la nada. ¿Alguien me lo podría explicar?
Salud de nuevo,
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