02 enero, 2006

Un libro excelente, valiente y contra la matraca retroprogre.

A cualquier lector inquieto en los asuntos políticos y lingüísticos le recomiendo con entusiasmo el libro Lenguas en guerra, del que es autora Irene Lozano (Ed. Espasa, 2005). Es aire fresco, antídoto contra una de tantas vulgatas estúpidas que obnubilan la mente de muchos que se creen la avanzadilla del progreso y la rebeldía y que no son más que inadvertidos mamporreros de la reacción más canallesca y opresora, del clasismo, la exclusión y el sacrificio de las libertades individuales en pro de derechos de naciones que no esconden más que privilegios de grupúsculos de avispados y desaprensivos.
Pero en lugar de alargame yo en el exabrupto que se me impone, voy esta vez a recoger aquí literalmente unos cuantos párrafos bien contundentes del mencionado libro. Y que se animen los amigos de este blog a leerlo por entero y discutirlo con valentía. Citaré entre paréntesis las páginas de donde están tomados estos fragmentos que reproduzco.

“Uno de los grandes atractivos de los mitos nacionales es que nos dispensan del engorro de pensar, nos dan la realidad ordenada y nos ofrecen una guarida en la que estar a salvo de la hostilidad de un mundo variable. Prefiero al Stephen Dedalus de Joyce, que quería volar más allá del cielo irlandés, asumir los riesgos e incertidumbres que implicaba ejercer su libertad individual y seguir el rastro de sus aspiraciones íntimas: “nacionalidad, lengua, religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme”” (16).

Las lenguas, por esencia, están desnudas y entregadas a servir solamente a los hablantes, como seres pensantes y seres sociales. Sin embargo, en un momento de la historia, hace algo más de doscientos años, las naciones en formación, la política, la cultura, la religión y los mitos comienzan a revestirlas de ropajes, de valores simbólicos a los que, con el tiempo, se ha otorgado más importancia que a los valores genuinos. Esos apéndices, esas nuevas funciones de las lenguas, superpuestos sobre su esencia, tienen un lado oscuro. Las lenguas utilizadas con fines políticos, nacionales o religiosos, se convierten en la artillería pesada de un ejército que combate para reforzar la identidad, para diferenciar y alejar, es decir, por motivaciones radicalmente opuestas al carácter de las lenguas: servir al conocimiento de los otros, a la expresión y el entendimiento de los humanos” (37).
Hacer monolingües de una lengua minoritaria a hablantes de comunidades bilingües o proporcionarles un deficiente conocimiento de la lengua escrita, por no trabajar con ella en los textos escolares y relegarla a mera asignatura, equivale a restarles oportunidades de antemano, sin dejarles elección, por más que complazca a coleccionistas de especies endémicas o a extravagantes muñidores de hechos diferenciales (...). No es el idioma español quien necesita a los hablantes de estos territorios, sino justamente al revés: sin el español, su proyección peninsular, primero, e internacional, después, resulta poco menos que irrealizable” (73).
Ninguna identidad nacional debería anteponerse nunca al progreso de las personas. Si además resulta que el español permite a sus hablantes establecer contacto con otros 400 millones de seres humanos, fomentar el monolingüismo resulta, sencillamente, un desvarío cuyos máximos perjudicados son los habitantes de esa nación en construcción” (73).
Hasta la llegada de Franco al poder, ningún gobernante ejecutó de manera sistemática ni totalizadora la idea de la lengua como muñidora de la patria. Existió una presión en la Administración que operó a favor del castellano, pero en la burocracia catalana no se dejó de usar la lengua vernácula” (100).
Quienes explotan desde el primer momento el valor de la diferenciación lingüística son los movimientos ultraconservadores, que reivindican el catalán como uno más de los elementos de la vida tradicional campesina y de un orden social inamovible”. (108).
Esos movimientos ultraconservadores parecían dar por perdido a otro segmento de las masas populares, activo en la defensa de la igualdad y la justicia, cuya influencia es creciente en Barcelona desde finales del siglo XIX y sobre todo en el primer tercio del siglo XX: los obreros. Baste decir que el más poderoso sindicato que ha habido nunca en Barcelona, la CNT, jamás hizo suyas reivindicaciones nacionalistas, ni de tipo lingüístico ni de ningún otro, y su actitud hacia la lengua era de absoluta indiferencia, incluso entre quienes la hablaban, cuando no de hostilidad. // No podía ser de otra forma, dado que las reclamaciones catalanistas de carácter burgués chocaban con su espíritu internacionalista, y porque sus miembros veían la lengua castellana como un vínculo entre los obreros de toda España, sin que eso supusiera un obstáculo al carácter confederal y ampliamente descentralizado del sindicato” (109).
109).
Todavía en los años treinta, el ideal romántico, irracional y sentimental que abona los nacionalismos se ve como algo opuesto al progreso, la razón, la ilustración y la cultura de la libertad revolucionaria francesa. En la defensa de los idiomas vernáculos podía encontrarse, sobre todo, a reaccionarios locales con una parte de la burguesía, a la Iglesia e incluso a tradicionalistas españoles que, por acción u omisión, anteponían los principios doctrinarios y la comunidad religiosa a otros factores, como la lengua española. Incluso en la época republicana, asume la defensa de lo catalanista un partido como Esquerra Republicana, que, lejos de cosechar el voto obrero, representa fundamentalmente a pequeños empresarios y comerciantes” (111).
Algo tan simple como el viejo lema “los enemigos de mis enemigos son mis amigos” ayuda a explicar por qué para la izquierda pudo más la condición de perseguidas de las lenguas minoritarias que el origen capitalista y burgués de las reivindicaciones nacionalistas, o la vinculación histórica de la ultraderecha catalana y la Iglesia con la defensa de las lenguas vernáculas” (133).
La izquierda ha estado siempre en otro sitio, como señaló uno de los promotores del manifiesto (del colectivo Ciutadans de Catalunya), el periodista Iván Tubau: “Lo que nos gastamos en identidad no lo dedicamos al capítulo social”” (134).
No es difícil imaginar qué hubiera ocurrido si la Constitución hubiera atribuido al castellano una cuarta parte de los atributos de las lenguas minoritarias, si se hubiera asegurado que es la custodia de las esencias de la nación, la expresión del genio colectivo, la seña de identidad de los españoles o la lengua que cohesiona la nación. Habrían llovido las críticas al españolismo rancio y se habría clamado contra la voluntad de resucitar la lengua imperial entre pitos y cuchufletas. Pero cuando se trata de proclamas de los nacionalismos periféricos, las consignas patrióticas pasan por ser nobles discursos de defensa de las minorías y preservación del patrimonio cultural” (162).

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