23 febrero, 2006

Días

Hoy he viajado a Asturias en coche. El paisaje de atardecer era asombroso, con el sol inclinado que se reflejaba en los picos nevados, y el cielo azul en decadencia como fondo. Me paré en Oviedo para ver a una buena amiga que ha tenido estos días un problema de salud que le trastorna algunos planes de vida importantes. Estaba animada, fuerte. Me tomé dos cervezas mientras charlábamos.
Luego puse rumbo a Gijón. Justo cuando pasaba bajo uno de esos letreros luminosos que estos días dicen que hablar por el móvil te puede costar la vida, me sonó el móvil. Era mi prima Josefina, llamándome desde su casa en Madrid. Para contarme que a mi querida tía Obdulia habían vuelto a ingresarla ayer en el hospital. Ya tuvo cáncer de mama hace tiempo y le quitaron un pecho. Lleva no sé cuántas operaciones de no sé cuántas cosas. Parece que el problema vuelve a ser serio. El viernes por la tarde, a mi regreso a Asturias, tengo que pasar a visitarla.
Llamé a mi padre para recordarle que esta noche duermo en su casa y para advertirle de que llegaría tarde. Me fui al cine. Vi Crash, que está bien, pero no me puso el cuerpo mejor de lo que lo llevaba.
Estoy escribiendo esta cosa a la una de la madrugada y oigo a mi padre revolverse y toser en la habitación de al lado. Mañana por la mañana lo veré e iremos juntos a visitar a mi madre en su residencia. Me desazona ver a mi padre estos días. Tiene ochenta y ocho años y se ha deprimido porque últimamente percibe en demasía el bajón de sus fuerzas. Camina lento, está inseguro, intuye la enfermedad que ha de venir o el simple acabarse. Su fortaleza de cuerpo y espíritu siempre ha sido prodigiosa, tiene el alma montés de los rebeldes y los vividores. Por eso tiene derecho a entristecerse ahora, con la única depresión que los fuertes se pueden permitir, cuando intuyen la campana que pone fin a la pelea.
Pero mañana pasaremos un par de horas con mi madre y volverán a cantar juntos sus canciones de antes. A veces yo canto también con ellos. Tienen en sus cabezas las letras de todas aquellas canciones que se bailaban cuando se conocieron en el baile de Pinzales, a medio camino entre los pueblos del uno y la otra, Ruedes y Porceyo. A mí siempre me extraña un poco que no lloren cuando cantan esas cosas, pero ellos sonríen. Mi madre está contenta últimamente, pero cada día que la veo me dice que es mucha pena que la vida se le vaya a acabar pronto. Yo le pregunto que qué le gustaría hacer si pudiéramos volver atrás, y ella me contesta que todas las noches sueña que estamos en Ruedes, que aramos la tierra, que sembramos fabes, que vamos a la yerba, que cortamos flores y vamos a venderlas, en ramos, al mercado a Gijón. Eso hacía, eso hacíamos.
Después de estar con mi madre mañana, dejaré a mi padre y me iré al aeropuerto a tomar el avión. Por la tarde tengo en Madrid seminario con Luigi Ferrajoli. Sobre garantismo y Derecho. En el Colegio de Registradores. Manda güevos, ni yo mismo me explico por qué lo hago.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

emotivo, profesor. Aún soy muy joven, aunque no tanto como antes (vaya perogrullada eh!), sí, pero hay muchos de mi edad que aún no la han encajado. A veces me pregunto, si el ejercicio de nuestras profesiones (sea las que sean) sirven de algo, y si realmente nos llenan de satisfacción tanto como creemos. O por el contrario, nos hacemos creer a nosostros mismos que debemos trabajar en eso que nos gusta hacer, porque estamos completamente vacíos... No sé, leer su texto, me ha hecho pensar en cosas que no me apetece pensarlas, quizás otro día con mas ganas, escriba mas...

Anónimo dijo...

No, teté, no sirven de tanto como creemos y no nos llenan tanto, porque en la mayoría de las ocasiones acaban convirtiéndose en pesadas ruedas de molino que llevamos colgadas al cuello...

Escogemos (al menos en mi caso) una profesión que nos gusta, que nos ilusiona, que me da satisfacciones y convierto esas satisfacciones en la meta profesional, por encima del dinero. Por eso valoro más los mensajes de agradecimiento de antiguos alumnos cuando han abandonado la facultad (que alguno me ha llegado y alguno conservo) que la subida del IPC que nos llega con lustros de retraso.

Pero hay un punto en el camino en el que la carga comienza a hacerse insoportable y te apabullan las tonterías, los papeleos, las burocracias, las rencillas del día a día, las zancadillas, las hipocresías, las palmaditas en la espalda y el triunfo de los mediocres que no han currado ni la mitad que tú pero tienen apellidos que suenan mejor o padrinos que caen mejor que tú... Y es entonces cuando en lugar de ir de satisfacción en satisfacción vas de convicción en convicción, convenciéndote diariamente de que lo que has hecho, algo de lo que has hecho ese día tiene algún sentido.

Lo peor debe de ser, imagino, que llegue el día en que uno pierda toda esperanza y no le vea sentido a nada de lo que hace...

Anónimo dijo...

Melancólico el post, y melancólicos los comentarios. ¿Qué decir? ¿Disquisir sobre el sentido de la vida? ¿Sobre la impermanencia? ¿Citar al príncipe Gautama, o a Ibn al-Alawi?

No; diré simplemente una banalidad suave. Que lo profesional, cualquiera que sea su expresión, es la pieza -y subrayo pieza- menos importante del tablero. Cuando se enfrenta con algún peoncillo, suele dejarnos grande satisfacción. Pero cuando se ilusiona en plantar cara, por nuestro conformismo o rutina, a las piezas mayores, es fatal que tarde o temprano nos invada esta sensación de vacía amargura. Porque no tiene nada que hacer.

Ánimo, Juan Antonio, chavalón. Tienes buena respuesta, pero pasa porque juegues otras piezas.

Un abrazo,

Anónimo dijo...

Más que sobre el sentido de la vida un amigo, deberíamos meditar acerca del por qué es para tanta gente tan horrible la muerte. Sólo un rico puede temerla pues pierde un sinfín de placeres (si muere joven)materiales. Los demás cuando nos llegue nos llegó, ahora bien, si existe la posibilidad de la clonación el que quiera tiene derecho a que exista la posibilidad legal de clonarse.

Anónimo dijo...

Huy, qué mezcla de ideas sobre riqueza, placeres, juventud, muerte, materialidad, vida y clonación.

Pódelas y ordénelas, Anonymous, por amor de quienes por aquí transitan.

Anónimo dijo...

Basicamente un amigo, opino que hay un miedo excesivo a algo que convive con nosotros desde siempre como es la muerte. Pero ya sabemos que el miedo es libre.

Anónimo dijo...

Esa poda ya me gusta más, Anónimo; de siete elementos ha dejado dos: el miedo a la muerte, y cuál sea su justa medida (habla usted de un "excesivo miedo", de donde se colige que estime usted que pueda haber un miedo "no excesivo").

Sobre eso se puede hablar, pues.

Le propongo el siguiente esquema de análisis, para no dejarnos distraer ni desviar en nuestro pensamiento.

1) Consideremos que un individuo ha de pasar de un estado A a un estado B.
2) Consideremos que dicho individuo tiene miedo.

El primer punto es una constatación de las ciencias físicas que vale para todo individuo.
El segundo es una constatación de las ciencias humanas que vale para un número no nulo de individuos.

¿A qué se puede deber el miedo?
De nuevo esquemáticamente, a dos posibilidades, que no son excluyentes entre sí:

x) a que el individuo estime que el cambio del estado A al B es desventajoso. En palabras pobres, que en B se está peor que en A. Esta estima, a su vez, puede adoptar dos variantes (compatibles)
x.1) desventajoso para sí
x.2) desventajoso para otros individuos que permanezcan en A

y) a que el individuo estime que la mecánica del paso de A a B, incluyendo un cierto intervalo de tiempo inmediatamente anterior, sea, o pueda ser, sumamente poco deseable.

Según este esquema, el miedo a la muerte sería un caso particular -admito que muy especial- de un caso general, que es el miedo al cambio.

¿Admite el esquema como está planteado hasta el momento? Si no, haga sus objeciones, y poco a poco iremos haciendo camino.

Atentamente,