Estoy temiendo el día en que mi tía Obdulia me pida que le explique qué es lo de la resocialización de los presos y cómo funciona. Lo de ser de Derecho es lo que tiene, que la gente piensa que sabes. Y saber, saber, sabemos poco más que salir del paso con una larga cambiada. Voy a entrenarme un poco y a tratar de pensar en el asunto como persona, sin las tenazas del dogma doctrinal.
El artículo 25.2 de la Constitución dice que “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Hasta ahí bien. Esa es una auténtica conquista civilizatoria, muy propia, por cierto, de esta civilización nuestra que es malvada y opresiva. Que ya te digo yo cómo reinsertan en Marruecos o Indonesia –o Guantánamo, ciertamente- a los presos. Pero dejemos eso, no vaya a hacer yo mal uso de la libertad de expresión y provocarle a alguno un síncope multiculturalista.
La filosofía resocializadora ha dejado atrás, por cruel e incivil, la función meramente retributiva de la pena, es decir, la pena concebida como simple venganza, esa que se aplica al grito de que el que la hace la paga y que ojo por ojo, diente por diente. Ha costado siglos, y milenios, que llegara la humanidad –bueno, sólo esta perversa parte occidental de la misma- a la convicción de que también el delincuente es un ser humano con derecho a replantearse sus valores, reajustar sus prioridades y asimilar las reglas de la convivencia en orden y respeto. Esto vale tanto como decir que el preso, al tiempo que purga su delito, tiene derecho también a una segunda oportunidad y que la sociedad no lo expulsa de su seno para siempre, sino que está dispuesta a recibirlo de nuevo y permitirle que rehaga su vida. Tal pensamiento subyace a la eliminación de las penas que no tienen vuelta de hoja, la pena de muerte y la cadena perpetua.
Esto es lo primero que tengo que hacerle ver a mi tía, que me preguntará cómo es posible que un señor o señora que ha asesinado cruelmente a unas docenas de conciudadanos y que es condenado a cuatro mil años de cárcel sólo pueda cumplir, como máximo treinta (o cuarenta ahora en ciertos casos). A ver si logro convencerla, pues yo estoy bastante de acuerdo con tales límites máximos del castigo.
Mas es de temer que, aún persuadida de la fuerza de esas razones, siga torturándome con sus dudas. Y me dirá que cómo es que de esos treinta años máximos se sigue descontando, de modo que con quince o veinte ya puede recobrar la libertad aquel asesino de mi ejemplo, que será el ejemplo suyo, seguro. Le diré que porque se aplican descuentos, ligados a ciertas labores y logros del preso, un sistema como los puntos de Alimerka. Ella me replicará que por qué hay que darles puntos que deducen años, y mi contestación será que porque ciertas actividades y trabajos son señal o indicio de resocialización, de que el que fue delincuente está ahora en el buen camino y muestra maneras ya de ciudadano adaptado y con buena disposición hacia sus semejantes. Y en este punto se me vendrá el mundo encima, pues mi tía volverá a la carga y me pedirá que le explique qué pasa si el preso hace en la cárcel tres carreras, lava la ropa de todos sus compañeros, sirve cada día en el comedor el arroz a la cubana y gana el campeonato de parchís, pero sigue en sus trece y proclama a los cuatro vientos que lo que hizo estuvo bien y que volvería hacerlo, o lo hará de nuevo en cuanto pueda. Añadirá mi tía: ése no está resocializado, ¿verdad? Y qué le contesto, cielo santo.
Llegados ahí, me vendría muy bien que mi tía fuera una colega y nuestro encuentro se desarrollara en un sesudo congreso académico. Pues entonces le explicaría cuan importantes son en el Derecho las ficciones y las presunciones de todo género. Pero con mi tía eso no va a colar, ni soñarlo. Yo sé muy bien dónde tiene el límite de su capacidad de asimilación jurídica: en el sentido común. En lo que le toque el sentido común me va a decir que somos los leguleyos una panda de descerebrados sin principios. Y tendré que reconocerle, con harto dolor, unas pocas cositas.
Para empezar, que lo de haberse reeducado y resocializado debería ser objeto de comprobación estricta y no reconocimiento automático ligado a signos meramente externos que nada necesario indican sobre la disposición de ánimo y los contenidos de la conciencia del penado. Porque mi señora Obdulia es capaz de ponerme ejemplos terribles, como que qué pasa si el campeón mundial de degüellos hace un curso de metalurgia y afilado de dagas, sonriendo morbosamente mientras se entrega a sus estudios y perfecciona sus técnicas. ¿Le computaría para la reducción de pena?
No sigo. Ya el paciente lector habrá visto adónde queremos ir a parar mi tía y yo. A que tiene todo el sentido que la prisión proporcione al preso medios y acicates para la resocialización; a que deben contar para la reducción de penas todas las actividades que sean indicio de una voluntad de reeducarse y reinsertarse; a que, por mucho que haya hecho, no podemos considerarlo, pese a todas esas actividades, cuando existe constancia suficiente y clara de que no se ha resocializado, ni lo pretende; a que tratar lo desigual de modo igual es fuente de sangrantes injusticias; a que sustituir el estudio individualizado del delincuente por un cómputo automático de reducciones es tomar el pelo a la sociedad y a los delincuentes que sí se esmeran de buena fe en rehacer su vida sin volver a caer en el delito; a que el más puro, prístino e indubitado signo de rehabilitación es el reconocimiento expreso de la propia falta, la expresión del arrepentimiento y la explicitación del rechazo al crimen; a que la sociedad debe perdonar, sin duda, al que haga méritos para ser perdonado y pida perdón; a que es de idiotas perdonar al que no quiere ser perdonado, porque sólo espera una nueva oportunidad para volver a expresar con sus acciones todo su odio, el mismo que le hizo matar la vez o las veces anteriores; a que hay que cambiar la normativa de beneficios penitenciarios, para que sean mayores para el que en verdad por su actitud y su aptitud los merece, y nulos para el que se empecina en su sangrienta vocación.
Por cierto, mi tía y yo estábamos hablando en general, no sólo de terroristas presos. Pero para éstos también. Todos los beneficios para el que cambie su discurso y trate de enmendar su crimen, con palabras y hechos. Ninguno para los otros. Nada de automatismos ni de falsas igualaciones.
Y ya sé que los casos que están ahora en los periódicos se rigen, en lo que favorezca al penado, por la legislación vigente cuando se cometieron esos desmanes. Hablábamos en general y pro futuro. Y para tratar de que se entienda algo de lo que pasa y de lo que todavía puede pasar.
El artículo 25.2 de la Constitución dice que “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Hasta ahí bien. Esa es una auténtica conquista civilizatoria, muy propia, por cierto, de esta civilización nuestra que es malvada y opresiva. Que ya te digo yo cómo reinsertan en Marruecos o Indonesia –o Guantánamo, ciertamente- a los presos. Pero dejemos eso, no vaya a hacer yo mal uso de la libertad de expresión y provocarle a alguno un síncope multiculturalista.
La filosofía resocializadora ha dejado atrás, por cruel e incivil, la función meramente retributiva de la pena, es decir, la pena concebida como simple venganza, esa que se aplica al grito de que el que la hace la paga y que ojo por ojo, diente por diente. Ha costado siglos, y milenios, que llegara la humanidad –bueno, sólo esta perversa parte occidental de la misma- a la convicción de que también el delincuente es un ser humano con derecho a replantearse sus valores, reajustar sus prioridades y asimilar las reglas de la convivencia en orden y respeto. Esto vale tanto como decir que el preso, al tiempo que purga su delito, tiene derecho también a una segunda oportunidad y que la sociedad no lo expulsa de su seno para siempre, sino que está dispuesta a recibirlo de nuevo y permitirle que rehaga su vida. Tal pensamiento subyace a la eliminación de las penas que no tienen vuelta de hoja, la pena de muerte y la cadena perpetua.
Esto es lo primero que tengo que hacerle ver a mi tía, que me preguntará cómo es posible que un señor o señora que ha asesinado cruelmente a unas docenas de conciudadanos y que es condenado a cuatro mil años de cárcel sólo pueda cumplir, como máximo treinta (o cuarenta ahora en ciertos casos). A ver si logro convencerla, pues yo estoy bastante de acuerdo con tales límites máximos del castigo.
Mas es de temer que, aún persuadida de la fuerza de esas razones, siga torturándome con sus dudas. Y me dirá que cómo es que de esos treinta años máximos se sigue descontando, de modo que con quince o veinte ya puede recobrar la libertad aquel asesino de mi ejemplo, que será el ejemplo suyo, seguro. Le diré que porque se aplican descuentos, ligados a ciertas labores y logros del preso, un sistema como los puntos de Alimerka. Ella me replicará que por qué hay que darles puntos que deducen años, y mi contestación será que porque ciertas actividades y trabajos son señal o indicio de resocialización, de que el que fue delincuente está ahora en el buen camino y muestra maneras ya de ciudadano adaptado y con buena disposición hacia sus semejantes. Y en este punto se me vendrá el mundo encima, pues mi tía volverá a la carga y me pedirá que le explique qué pasa si el preso hace en la cárcel tres carreras, lava la ropa de todos sus compañeros, sirve cada día en el comedor el arroz a la cubana y gana el campeonato de parchís, pero sigue en sus trece y proclama a los cuatro vientos que lo que hizo estuvo bien y que volvería hacerlo, o lo hará de nuevo en cuanto pueda. Añadirá mi tía: ése no está resocializado, ¿verdad? Y qué le contesto, cielo santo.
Llegados ahí, me vendría muy bien que mi tía fuera una colega y nuestro encuentro se desarrollara en un sesudo congreso académico. Pues entonces le explicaría cuan importantes son en el Derecho las ficciones y las presunciones de todo género. Pero con mi tía eso no va a colar, ni soñarlo. Yo sé muy bien dónde tiene el límite de su capacidad de asimilación jurídica: en el sentido común. En lo que le toque el sentido común me va a decir que somos los leguleyos una panda de descerebrados sin principios. Y tendré que reconocerle, con harto dolor, unas pocas cositas.
Para empezar, que lo de haberse reeducado y resocializado debería ser objeto de comprobación estricta y no reconocimiento automático ligado a signos meramente externos que nada necesario indican sobre la disposición de ánimo y los contenidos de la conciencia del penado. Porque mi señora Obdulia es capaz de ponerme ejemplos terribles, como que qué pasa si el campeón mundial de degüellos hace un curso de metalurgia y afilado de dagas, sonriendo morbosamente mientras se entrega a sus estudios y perfecciona sus técnicas. ¿Le computaría para la reducción de pena?
No sigo. Ya el paciente lector habrá visto adónde queremos ir a parar mi tía y yo. A que tiene todo el sentido que la prisión proporcione al preso medios y acicates para la resocialización; a que deben contar para la reducción de penas todas las actividades que sean indicio de una voluntad de reeducarse y reinsertarse; a que, por mucho que haya hecho, no podemos considerarlo, pese a todas esas actividades, cuando existe constancia suficiente y clara de que no se ha resocializado, ni lo pretende; a que tratar lo desigual de modo igual es fuente de sangrantes injusticias; a que sustituir el estudio individualizado del delincuente por un cómputo automático de reducciones es tomar el pelo a la sociedad y a los delincuentes que sí se esmeran de buena fe en rehacer su vida sin volver a caer en el delito; a que el más puro, prístino e indubitado signo de rehabilitación es el reconocimiento expreso de la propia falta, la expresión del arrepentimiento y la explicitación del rechazo al crimen; a que la sociedad debe perdonar, sin duda, al que haga méritos para ser perdonado y pida perdón; a que es de idiotas perdonar al que no quiere ser perdonado, porque sólo espera una nueva oportunidad para volver a expresar con sus acciones todo su odio, el mismo que le hizo matar la vez o las veces anteriores; a que hay que cambiar la normativa de beneficios penitenciarios, para que sean mayores para el que en verdad por su actitud y su aptitud los merece, y nulos para el que se empecina en su sangrienta vocación.
Por cierto, mi tía y yo estábamos hablando en general, no sólo de terroristas presos. Pero para éstos también. Todos los beneficios para el que cambie su discurso y trate de enmendar su crimen, con palabras y hechos. Ninguno para los otros. Nada de automatismos ni de falsas igualaciones.
Y ya sé que los casos que están ahora en los periódicos se rigen, en lo que favorezca al penado, por la legislación vigente cuando se cometieron esos desmanes. Hablábamos en general y pro futuro. Y para tratar de que se entienda algo de lo que pasa y de lo que todavía puede pasar.
2 comentarios:
Querida doña Obdulia:
Espero que al recibo de la presente se encuentre usted bien. Yo también tengo una tía Obdulia (Obdulia María, en realidad), por lo que si no le importa, le llamaré yo también “tía”
Sobre lo del trabajo: Lo de que la mano ociosa es instrumento del diablo ya lo sabían bien nuestros tatarabuelos, así (o sea: sus bisabuelos, tía). Ante una delincuencia de miseria como la más importante de los años 70 y 80, la cualificación profesional era un camino indicadísimo para reducir las cifras de criminalidad a la salida del preso (para lo que llaman los yanquis la “prisoner reentry”). Así que incentivo al canto: trabajas y te reducimos pena (un día por cada dos de trabajo).
¿Qué pasaba? Que la ley la escribió un señor muy bueeeeno, muy bueeno, y la votó todo el parlamento por aclamación, pero su ejecución la hicieron los de siempre (los políticos pasan, la administración permanece). Sacar de la nada miles de puestos de trabajo para todos esos a quienes se les había reconocido un derecho, e inspeccionar si hacen algo de provecho o no, era carísimo (las labores de inspección son siempre lo más caro). Solución: hacer la vista gorda, pasar a entender incluso limpiar la celda era trabajar… y así no había ni que inspeccionar, porque se daba por supuesto que todo el mundo la limpiaba.
Con eso, las cifras de las penas eran de broma, porque siempre significaban un 66 % de lo que se había impuesto realmente. Así que en 1995 el último y agonizante gobierno del GranGato acabó con ese sistema, elevando las penas y eliminando esa disminución automática. Lo que pasa es que en los sitios civilizados no aplicamos las nuevas leyes perjudiciales a casos antiguos: a cada caso, su ley. No puede ser que el Estado te prometa: “si haces esto, te doy 10 años de cárcel”, pero que cuando ya lo has hecho se lo piense y diga “mejor ahora 20 años”. Tendríamos que salirnos de la Unión Europea y del Convenio Europeo de Derechos Humanos para hacerlo, porque Europa no nos dejaría hacerlo, tía. Es la cosa del Estado de Derecho.
En resumen: las pifias del pasado no se pueden arreglar. Sólo se puede evitar que no se repitan. Y ya no puede pasar que alguien mate a más de dos personas y salga antes de los 40 años.
Sobre lo de las penas de miles de años que se quedan en décadas: hágale caso a su sobrino, tía, que ya sabe que le quiere bien. En España no existen penas de miles de años. El Estado, por tonto que sea, sabe que nadie vive miles de años. Eso es tan tonto como calcular el precio de un coche sumando el valor de todas los repuestos que lo componen. Pero ya sabe, tía, que los periodistas tienen que vivir de algo, y sacar un titular con “piden 15 años de prisión para Mario Conde” no da tanto parné como publicar “piden 7500 años de prisión para MarioConde”.
Las penas máximas en la actualidad para terrorismo son de 40 años (con que tenga un solo delito de sangre, es jodido que no llegue ahí: art. 76 CP) y de cumplimiento en encierro total, sin posibilidad de libertad condicional ni de terceros grados a menos que declare que renuncia al terrorismo, a sus medios y a sus fines (art. 72 de la Ley Penitenciaria: y olé el artículo 16 de la Constitución). Quienes piden que se suban las penas porque las existentes son cortas, le quieren liar a usted como los comerciales de Guanadú que le vinieron el otro día. Ellos ya saben que se han subido las penas y que para los casos futuros ya no puede pasar lo que pasa con Parots y compañía, porque hoy un Parot se jala 40 años como Felipón. Y a quien le diga que la sociedad española no aguanta que un preso salga tras 40 años de prisión solamente, ni caso: habla de lo que no sabe, porque no ha pasado nunca que alguien haya salido tras una sola condena de 40 años (no existían condenas de 40 años; sí había gente que iba enlazando condenas, pero no de una sola).
Luego están esos listos de “es que a partir del segundo asesinato, los siguientes le salen gratis: a Parot 50 asesinatos de los 52 le han salido gratis”. Ya sé que lo dice Pedrojota y que usted le tiene mucha Ley, pero son unos listos, tía. Porque ellos lo máximo que pueden proponer es que sólo le salgan gratis 49. ¿Por qué? Porque el Parot no va a vivir para siempre. Hoy un asesinato como los de Parot se lleva entre 20 y 30 años por cada uno. Con dos, alcanza el máximo (40 años). Ellos quieren ponerle perpetua (que para un señor de 25 años supone una media de 52 años de prisión, hasta los 77 años de media que vivimos los varones; y para una señora de 25 años supone una media de 54, porque las mujeres viven por término medio 79 años, 2 más que los hombres… ¡y usted está hecha una rosa!).
En resumen, tía: que no se pueden aplicar las leyes nuevas a los hechos viejos. Y la ley nueva ya prevé que un señor que cometa dos asesinatos se come 40 años a pulso. Es como si liberasen ahora a un asesino condenado en el año 66, cuando se compraron usted y el tío el Biscuter. Entonces…¿por qué Pedrojota monta todo este lío? Pues ya lo sabe, mujer: porque quiere más teles, y los del Zapatitos no le van a dar tantas. También va diciendo que estas reducciones de pena las hace el gobierno … Que “hay dos posibilidades de interpretación de la Ley y los fiscales del gobierno optan por la más favorable para el etarra” (cuando nunca hubo otra interpretación distinta, y menos con Aznar)… Que “estas reducciones las inventaron cuando pensaban que ETA se iba a extinguir y había que ser generosos, pero ya sabemos que no va a ser así” (cuando estas reducciones ya se aplicaban durante el franquismo, y no se aplican a ETA sino a todos los delitos, mayores y menores)… No le tenga tanta ley al Pedrojota, tía.
¿Sabe, por cierto, por qué se me llevan los demonios con todas estas cosas? Porque los presos de ETA constituyen alrededor de un 1’4 % de los presos en España. Pero cuando los Pedrojotas se dedican a sacar estas mierdas (dispensando, tía) a quien acaban fastidiando es al ratero, al choro, a ese 78% de la población penitenciaria que está en prisión por delitos contra el patrimonio o contra la salud pública.
Bueno, tía. Un fuerte abrazo y cuando me pase por León no dejaré de visitarla.
Su sobrino que no lo es,
AnteTodo
Otro día podemos hablar acerca de por qué la gente se empeña en decir que el retribucionismo es malo, por qué comparan retribución y venganza (¿se venga Alcampo cuando al salir con los donuts nos pide que paguemos lo que dice la etiqueta?)...
Otra: ¿por qué la gente sigue empeñada en que la pena talionar es desproporcionada? La proporción talionar es muy baja: nadie castigaría obligando a devolver 100 euros a quien robe 100 euros (porque entonces sólo es cuestión de probar: lo peor que puede pasar es perderlos). Lo brutal es acudir AL CUERPO del condenado (y da igual en qué proporción: no hay proporción de daño físico que no sea en sí inaceptable); pero si excluimos los castigos físicos, la pena talionar resulta... ¡DEMASIADO SUAVE!.
Pero da igual: en el bajocontinuo de la corrección política, "retribución" es malo, y "prevención" es bueno. Pero si el Estado no puede subirle de nuevo la pena al Parot es porque el pensamiento de la retribución ata las manos del estado con garantías: "NO TE PUEDO COBRAR MÁS DE LO QUE TE DIJE QUE TE IBA A COBRAR". Y eso, te reinsertes o no. ¿Que la retribución es blanda? El pensamiento de la retribución es el modo más digno de dirigirse al condenado: que "pague a la sociedad lo que debe" y se acabó.
Siempre los cantianos... Aquí son un poco taraskas, pero repito: siempre serán los cantianos los que nos saken del hoyo.
Publicar un comentario