En días pasados he estudiado un poco la que se conoce como Ley de Memoria Histórica y que tanto revuelo ha levantado. Un buen amigo y muy apreciado colega edita un libro sobre el tema y amablemente me ha pedido una colaboración. No voy a soltar aquí todo el rollo, sino sólo a mencionar algunas impresiones y perplejidades.
Vaya por delante que me parecen muy bien todos los derechos que concede o amplía a las víctimas de la Guerra Civil o del franquismo. También estoy de acuerdo con las obligaciones que para la Administración la Ley establece, a efectos de que se faciliten las exhumaciones de los que fueron inicuamente fusilados o la investigación objetiva y documentada de esa parte del pasado.
Lo que no se entiende sin alguna hipótesis más o menos arriesgada es el temporal que el anuncio y los preparativos de la Ley han desatado. En realidad, en términos de derechos tangibles, efectivos, sólo va un poco más allá de lo que medidas anteriores, algunas muy anteriores, habían previsto en cuanto a pensiones y compensaciones para las aquellas víctimas y sus descendientes, así como para los que en la Guerra Civil lucharon. Y dichas leyes previas no habían levantado semejante polvareda. ¿Por qué?
Muchos estiman que esta Ley se queda corta, sobre todo porque no dispone la nulidad de las sentencias políticas de determinados tribunales que bajo el franquismo ayudaron a la represión de quienes intentaron plantar cara o resistir a aquel régimen mandón y meapilas. No entro en tal asunto, pues para hablar de él con propiedad se requiere una competencia técnica de la que carezco. En cualquier caso, ni quito ni pongo razones al respecto.
Dicha Ley incurre en el vicio, muy habitual en estos tiempos, de sacarse de la manga derechos que ni fu ni fa, derechos puramente nominales, de imposible ejercicio y que son puros brindis al sol, retórica política sin más valor que el propagandístico. Un ejemplo muy claro de esto me parece el que la Exposición de Motivos califica como “derecho individual a la memoria personal y familiar de cada ciudadano”, del cual se afirma que queda en la Ley reconocido. Más adelante, en la propia Exposición de Motivos, se afirma que es “deber del legislador” y “cometido de la ley” “consagrar y proteger, con el máximo vigor normativo, el derecho a la memoria personal y familiar como expresión de plena ciudadanía democrática”. ¿Hacía falta andarse con semejantes zarandajas? Los derechos en la Ley efectivamente reconocidos y garantizados son los que son: ciertos derechos a pensiones, a la nacionalidad, a indemnizaciones o a exhumar los cuerpos de los asesinados y enterrados en fosas comunes. Pero, ¿qué es eso del “derecho a la memoria personal y familiar”? ¿Tengo derecho yo a que el Estado me facilite la averiguación de los secretos de mis antepasados o de algún dato oculto de mi familia? ¿Me garantiza la Ley algún derecho a hurgar en las andanzas de mis ancestros o de los que con ellos tuvieron relaciones? No. ¿Entonces? Entonces no hay tal derecho a la memoria personal y familiar, así, con esos alcances generales. Lo que la Ley contiene son medidas para que quien tenga parientes que hayan sido represaliados o ejecutados por el franquismo, durante o después de la Guerra, pueda aclarar las circunstancias de tales hechos y, sobre todo, recuperar los cadáveres. También para que los descendientes de las víctimas de tribunales y consejos de guerra por razones políticas puedan obtener una declaración puramente simbólica de la ilegitimidad de tales decisiones. Pero un derecho genérico a “la memoria personal y familiar” o a la “memoria histórica” es una tontería, como lo sería que una ley afirmara mi derecho a la digestión satisfactoria, a la reflexión provechosa o al amor romántico. Palabrería. No hay más cera que la que arde ni más derechos que los que pueden ejercerse con sentido frente a posibles obstáculos o impedimentos reales.
Se presenta como memoria histórica lo que es meramente memoria de la represión franquista después de 1936. A algo así de particular y que, desde luego, no critico, se le pone la etiqueta pomposa de un derecho general a la memoria. Puede que incluso se quiera compensar con lo ampuloso del nombre lo limitado de los efectivos derechos.
¿Y por qué ha sembrado tanta polémica dicha Ley? Mi hipótesis es la siguiente. Muchas declaraciones del Gobierno y de los partidos y grupos que en esto lo apoyan son fácilmente interpretables como intentos de dotar de un nuevo fundamento de legitimidad a la Constitución del 78, enlazándola con la Constitución del 31 y presentándola como heredera y desembocadura de la lucha antifranquista. Con ello se pone en duda que el origen de la legitimidad de la Constitución se halle en los pactos de la Transición, en concesiones mutuas de izquierda y derecha y en el borrón y cuenta nueva y los propósitos de mirar sólo al futuro que se expresaron entonces. La Transición estaría empañada por ese silencio acordado, silencio oprobioso para las víctimas del franquismo y para los luchadores antifranquistas. Ese oprobio contaminaría de ilegitimidad a la propia Constitución y haría necesario poner sus raíces más atrás, presentándola como continuación de aquella legitimidad del 31 interrumpida por el golpe de Estado de Franco o como logro y obra solamente del antifranquismo. No es casual, me parece, que la mayor parte de las asociaciones y movimientos sociales que reclaman esa llamada memoria histórica mantengan posiciones muy críticas con la Transición y, especialmente, con la Constitución misma, presentada por unos como continuidad más o menos larvada del mismo franquismo y, por otros, como plasmación de los intereses del capitalismo nacional más conservador e ignominioso.
Es ese cuestionamiento de fondo de la Transición y de la Constitución lo que explica tanta discusión, pues se interpreta que con la Ley de Memoria Histórica o, más aún, con las declaraciones que rodean su gestación, se reabre el debate sobre los fundamentos normativos de nuestra convivencia actual. Si toca remover los pactos de la Transición, cada grupo y cada partido se realinean en sus posturas preconstitucionales y tratan de llevar el agua a su molino. Retorna bajo ropajes fantasmales el viejo dilema entre ruptura y reforma.
En realidad, el régimen de Franco había sido claramente condenado por la resolución aprobada por unanimidad por la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados el 20 de noviembre de 2002, que decía cosas tales como que “nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes parlamentarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”, o que es “deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista”. Si ese acuerdo había sido posible, y también el de ir dando derechos a las víctimas y sus herederos, ¿por qué tanto lío ahora que sólo se trataba de extender tales derechos? Insisto en mi hipótesis: porque por primera vez a este propósito se han puesto en debate, desde el poder gobernante, el prestigio de la Transición y la legitimidad de la Constitución. Revisionismo histórico y cuestionamiento de la Constitución van de la mano en estos tiempos y el primero se coloca al servicio del segundo y de las relecturas constitucionales que a cada parte interesan. Los extremos vuelven a tocarse y coinciden sospechosamente en su creciente deslealtad a la norma máxima. Cierta derecha añora el franquismo; cierta izquierda añora el antifranquismo, trae a colación cuentas pendientes y se declara nostálgica de la República del 31. Unos beatifican a sus mártires, otros destapan ofensas y lamentan amnistías.
Por eso, y sólo por eso, no considero acertado el modo en que se ha usado la Ley de Memoria Histórica, por mucho que me parezcan correctos sus contenidos, al margen de esos vacuos elementos retóricos ya señalados. Para ese viaje tan corto, en términos de reales derechos, no hacían falta alforjas tan amplias.
La izquierda gobernante va camino de prescindir de la Transición y de regalársela a la derecha, igual que antes le regaló cualquier idea de España o el uso de los símbolos constitucionales del Estado español. La derecha más ultramontana ve ahí la ocasión para lavarse el pasado, ya que de memorias históricas se trata y ya que cada uno usa su memoria como quiere o como la tiene. Incapaces o poco deseosos unos y otros para mantenerse en aquellos acuerdos fundantes del presente constitucional, agitan las aguas que parecían calmadas y procuran inestabilidad para el sistema jurídico-político. La memoria histórica es el pretexto mejor, los historiadores propiamente dichos quedan desplazados y se construyen historias para consumo gustoso de cada bando. Aquel pacto de la Transición, que fue un pacto de mero silencio político, pacto para no usar el pasado como arma arrojadiza y como factor de inestabilidad, salta por los aires y se abre la veda para que cada cual ponga sobre la mesa sus muertos y los pretéritos agravios. El afán de ganancia política a base de hacer de las historias pura propaganda partidista acaba imperando sobre cualquier deseo de objetividad. Y hasta sobre la aparente intención de hacer justicia a las víctimas. El ruido acaba siendo mucho más que las nueces. Los acuerdos para reparar rectamente a las víctimas ceden ante el deseo de reabrir debates constitucionales que parecían felizmente sellados.
En la Exposición de Motivos de la Ley 24/2006, de 7 de julio, sobre declaración del año 2006 como Año de la Memoria Histórica se decía lo siguiente: “En el 75.º aniversario de su proclamación, esta ley pretende recordar también el legado histórico de la Segunda República Española. Aquella etapa de nuestra historia constituyó el antecedente más inmediato y la más importante experiencia democrática que podemos contemplar al mirar nuestro pasado y, desde esa perspectiva, es necesario recordar, con todos sus defectos y virtudes -con toda su complejidad y su trágico desenlace-, buena parte de los valores y principios políticos y sociales que presidieron ese período y que se han hecho realidad en nuestro actual Estado social y democrático de Derecho, pero, sobre todo, a las personas, a los hombres y mujeres que defendieron esos valores y esos principios. El esfuerzo de todos ellos culminó en la Constitución Española de 1978, como instrumento de concordia y convivencia para el futuro, y que nos ha llevado a disfrutar del período democrático más estable de la historia de nuestro país”. Y en abril de 2006 el Presidente del Gobierno afirmaba que la Constitución de la Segunda República “iluminó” la actual, que “la España de hoy mira a la España de la Segunda República con reconocimiento y satisfacción", que “muchos de los objetivos, grandes aspiraciones y de las conquistas que imprimieron los mejores valores de aquella época están hoy en plena vigencia y alto grado de desarrollo en nuestro país”, o que los valores de la Segunda República siguen hoy “plenamente vigentes”.
Por entonces Pío Moa y compañía ya andaban haciendo de las suyas. Entiéndase la comparación con todas las reservas necesarias y sólo en relación con lo que estamos diciendo sobre revisionismos y legitimidades.
¿Por qué no se callan? ¿Por qué no dejan a los verdaderos historiadores hacer su trabajo y a nosotros en paz? ¿Acaso era necesario tanto jaleo para acabar en la Ley reconociendo tan pocos y tan simples derechos? Honren los descendientes a sus muertos y dénseles las reparaciones que merezcan, pero no juguemos tanto con las cosas de comer. Que se anulen juicios y sentencias –cosa que la Ley no hace-, por qué no, pero que no sea en nombre del descrédito de la Constitución y con desdoro de la Transición. Ni la Constitución ni los acuerdos previos impidieron que se hiciera antes más y mejor justicia a los inocentes asesinados y perseguidos. Que cada palo aguante su vela y que los historiadores nos expliquen lo que es responsabilidad de cada cual en cada momento.
Estamos en lo de siempre, en lo habitual en los últimos tiempos: hablan de cosas que son puro pretexto para otras que no reconocen a las claras.
Pues eso, que se callen, que legislen lo que haya de ser legislado, pero que no nos alteren más el gallinero y que nos dejen tranquilos con nuestra Constitución. Y el que para ella busque alternativas, que lo diga claramente y ya veremos qué nos parece.