16 diciembre, 2007

El diputado mudo. Por Francisco Sosa Wagner

Los periodistas parlamentarios, en los cierres de legislatura, acostumbran a publicar unos datos acerca de las intervenciones que los diputados han tenido en los plenos, las comisiones y, en general, en ese trajín que es propio de las Asambleas legislativas. Con nombres y apellidos, como debe ser. Ahí se ve al parlamentario clásico pero también al parlamentario mudo.
Esto del “parlamentario mudo” es uno de los oxímorones de mayor prestigio que existen, mucho mejor que los famosos de la “soledad sonora” o ese de la “dulce derrota” que tanto se maneja con ocasión de las elecciones.
Un diputado mudo es una maravilla por la aparente extravagancia que tiene el hecho de que un señor sea elegido para hablar y no hable. Claro es que aquellas personas conservadoras, a quienes gusta la corrección y que todo circule por el carril de la rutina, preferirán al diputado orador, al que interviene en los debates, redacta enmiendas o alza su voz contra esta o aquella tropelía que vea a su alrededor. Pero se comprenderá que, si todo en la vida estuviera ordenado, el aburrimiento se apoderaría de nosotros.
Lo previsible y predecible es bueno solo para los oficios porque a nadie le gusta ir al odontólogo y encontrar a un magistrado de lo penal o que la caja de ahorros se convierta de pronto en un club de alterne.
Pero lo que vale para ejercer una profesión no sirve sin embargo para el arte. En una novela de Eduardo Mendoza que, según recuerdo, se llama “El laberinto de las aceitunas” aparece un gobierno donde el ministro de marina se encarga de la agricultura y el de asuntos exteriores de la vivienda. Esto es lo que da color al libro pues se comprenderá que nadie escribe una obra imaginativa para poner a un ministro de hacienda que se desplaza con una cartera llena de papeles a las reuniones del Banco mundial y allí pronuncia un discurso. Para eso se escribe un tratado de derecho administrativo que es justamente locontrario de una novela.
No es ninguna casualidad que todos los movimientos artísticos iniciados en el siglo XX estén inspirados por esta idea fecunda que vengo desarrollando y por ello ni a Picasso le salía el retrato de nuestra tía, ni a Stravinsky le salía a derechas una sinfonía. Y, sin embargo, lo que producen es admirable y son precisamente sus aportaciones las que han cambiado nuestro sentido de la estética.
Pues bien, nadie en su sano juicio podrá negar que la política es un arte. En esto se hallan de acuerdo todos los sesudos ensayistas que se han ocupado de ella, desde Platón para acá. Se la llamará el arte de lo posible o de lo imposible, cada uno la adjetiva como quiere pero lo permanente es lo de arte.
Si esto es así y nadie está en condiciones de enmendar la plana a tantos siglos de reflexiones, se comprenderá que en ese mundo de la política lo que debe valorarse es lo inopinado, aquello que de pronto nos asombra. Por ello, en un parlamento, que es un gran taller artístico, encontrar a un diputado hablando es el espectáculo más vulgar del mundo y el más decepcionante porque se asemeja al hecho de confeccionar un merengue a base de batir claras de huevo con azúcar.
No. Lo que verdaderamente resulta meritorio en un parlamento es el diputado mudo. Este es el artista que se sale de los moldes y rompe con la tradición, a la que se atreve a estampar contra el muro de las inercias y de los lugares comunes.
Distinguido así, gracias a mi razonamiento, al profesional del artista se comprende que el diputado mudo tenga tantas oportunidades de permanecer en el escaño y el que habla y se pronuncia corra el riesgo de verse expulsado de él. Yo votaré solo a diputados que me garanticen su silencio a lo largo de toda la legislatura y pido a todos que, callados, contemplemos con admiración su obra de arte.

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