10 mayo, 2008

Impacientes electrónicos

Sigamos con el fin de semana intimista y vamos a perder unos pocos amigos más. Hoy tocan los plastas del correo electrónico. A ver, a ver, aclaremos bien las cosas desde el principio, que quedarse sin algunos interlocutores es una cosa y perderlos a todos, otra bien distinta. Pues no todos son del mismo palo.
Me tengo por entusiasta del correo electrónico y uno más de los que viven con el síndrome de consultarlo cada diez minutos. Cuando en la pantalla veo el aviso de que ha llegado mensaje nuevo ensalivo como el perro de Pavlov y me excito como pijo-progre ante Zapatero y sus girls. Luego, como es bien sabido, la cosa se queda en conato, la revolución en florero de todas a cien y lo que se nos ofrece es un alargamiento de penes de pena o los vídeos completos de Corrupción en Coslada y Tiresias de alcalde uno y trino.
A veces llegan cartas con sabor a gloria, llenas de esperanza, cantaba Julio Iglesias, antes de la laicidad con pompones que nos trae Tere. Perdón por la cita, pero es que estoy entrenándome para lo de Bolonia. Ahora, a veces llegan mensajes de correo electrónico que no están nada mal y otros que vaya por Dios. Entre los últimos, en mi leonina universidad se cuentan los que nos envía Gerencia para comunicarnos el fallecimiento de parientes de compañeros. Apasionante. Se comunica que ha fallecido don Torcuato Guijuelo Cuatrojotas, padre político de doña Eduvigis Santo y Seña, que presta sus servicios como auxiliar en el Laboratorio Universitario de Cata y Plines del Campus de Ponferrada. Mira qué interesante. A mí esos mensajes me despiertan unas ganas horribles de fumar, pero supongo que ésas serán perversiones de uno, sin más historia.
No menos numerosos son los mensajes institucionales que te comunican que hace ochenta y tres días que finalizó el plazo para que presentes la memoria de aquel congreso que desorganizaste y que algún ente autonómico financió con sesenta y nueve euros y la cama para los ponentes; o que en el curriculum que mandaste para el fondo ministerial de intelectuales al peso no haces constar claramente si eres diestro o siniestro; o que te ruegan que rellenes una encuesta sobre tu grado de satisfacción con el género y sus políticas en los cursos de extensión universitaria. Por lógicos requerimientos de eficiencia administrativa, te ordenan que las respuestas las mandes por vía electrónica entrando en un programa padre de pura madre que ha parido la Consejería de Tócala Otra Vez, Sam, pero que adjuntes igualmente nueve copias en papel en las que figure tu huella dactilar y la talla de los juanetes de tu equipo, firmado esto último por todos los miembros.
Quieras que no, esto del correo electrónico, que tanto te gustaba, empieza a darte un poco de yuyu. Menos mal que, cada tanto, también entra algún mensaje en que un amigo te cuenta algo entretenido sobre su inminente divorcio o te informa de que la plaza de no sé dónde la ha sacado, contra todo pronóstico, el conejo de la Loles. Son pequeñas alegrías, amenas distracciones.
Pero a lo que aquí quería referirme es a ciertos pelmazos, ésos que te remiten un correo a propósito de cualquier cosa, a veces incluso interesante. Como uno no da abasto a responder a tanta cosa, puede que no conteste inmediatamente. A las dos horas tu interlocutor virtual te reenvía de nuevo el mensaje, al día siguiente te lo manda repetido, manifestando su preocupación por tu silencio, y al otro día una vez más, en esta ocasión con un reproche más o menos sutil por tu pasividad. Acabas con un agobio monumental e implorando que se convierta en delito el acoso informático. Las cosas de palacio van despacio, pero, por lo visto, la comunicación electrónica no admite calma, reflexión ni demora. Paciencia.
Espero que ningún amigo se tome a mal este post, francamente. Hablo de una minoría, de habas contadas, por supuesto. Porque la mayor parte de los que a uno le escriben son gentes comprensivas, que te dicen cosas que te importan y que tienen más que hacer que esperar tu respuesta delante de su ordenador y sin levantarse ni a mear. Pero a los otros, a los sádicos insistentes, más les valdría comprarse un perrillo o, al menos, un tamagochi de aquellos.

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