02 diciembre, 2008

Amigos para siempre. Por Avelino Fierro G.

Estimado Juan Antonio: te envío lo último que he escrito. Verás que no es nada jurídico, es un cuento. Te explico: unos conocidos del trabajo despedían a una compañera y me encargaron que les escribiese algo para leer a los postres. Me dio bastante que hacer porque lo redacté “en tiempo real” y los personajes se apuntaban o borraban hasta el último momento.
Les he cobrado a 6 € por barba; son unos 20. También ofrezco una versión personalizada en la que incluyo una ilustración; sale a 10 €. Tengo apalabrados otros dos textos para unas bodas de plata y una jura de bandera. Y estoy ilusionado porque un amigo madrileño parece que va a conseguir presentarme el proyecto en Moncloa. ¡Te imaginas, con lo que viaja esa gente, que puedan acabar leyendo algo mío en la próxima reunión del G20 en el sitio ese de la cúpula del Barceló! No sé que les puedo pedir por eso, aunque tampoco será mucho porque lo vamos a pagar entre todos. Bueno, te tendré informado. Un abrazo.

AMIGOS PARA SIEMPRE
De aquello ha pasado tiempo, pero sigue siendo un tema recurrente en nuestras conversaciones. Seguimos indagando, buscando un motivo, la causa, el agente exógeno que precipitó la ilíada, aquella noche coral.

Hay varias teorías. Yo sostengo algo bien simple, que tuvo que ser algo bacteriano: los primeros vinos de La Ruta. Los tasqueros buscando margen sin preocuparles la salud de los parroquianos, la madre mal raspada de una cuba de Valdevimbre, ¡la madre que la parió! Si allí estuvo el epicentro –algo que nunca sabremos- tardó en hacer efecto, porque todos estuvimos bastante bien hasta después de la cena.

Luis Alberto tiene una explicación, digamos paranormal. Imagino que influye que Isa- a la que a veces se le va la olla- , a falta de lambadas, le regaló el libro de un maestro tibetano que tan pronto tiene un apéndice sobre “cultive su propio herbario” como capítulos del tipo “Evolución, karma y renacimiento”. Luis, digo, crédulo y entregado a esas lecturas y otras similares que le reducían el estrés postjurisdiccional, insiste en que la confluencia de la ansiedad y los deseos de todos precipitó una simbiosis, desató una oscura fuerza, casi maligna, que no pudimos controlar. Bueno, yo le concedo que las raíces fisiológicas del comportamiento antisocial residen en un defecto del circuito en la corteza prefrontal y el sistema límbico. Algo de eso pudo haber.

Es cierto que cada uno teníamos claro que Clara se merecía lo mejor. “No, si será un rato, unos vinos, y, si se tercia, picamos algo” era la frase intrascendente, demasiado repetida, los días antes. Pero en el fondo, para todos, sin excepción, era algo más. Y lo escondíamos. Nadie decía que iba a poner todo de su parte, más que su granito de arena, para que todo saliera bien y Clara tuviera su noche inolvidable, de esos amigos -como dice el poeta- que se reconocen por encima de la voz o de la seña.

A Marta –como siempre- se le notaba demasiado. “Si yo la veo todos los días”, repetía con un gesto de desdén.

Nada está claro. Roberto, que se retiró pronto y pidió cerveza, me dicen que amaneció bien. En cambio, Bea, que vino tarde, después de la clase de piano, y tampoco consumió el bebedizo, llegó a la cena y –ella misma lo dijo cuando aún era consciente- empezó a sentirse rarita. Tiraba migas de pan y hablaba bajito al oído de Tejerina, que fumaba y fumaba, se ruborizaba y reía picarón.

La cena en el Cuervo estuvo bien. Vicente, como Pedro por su casa, entró hasta la cocina y se puso a freír unas truchas pescadas furtivamente en el Orbigo, como aquellas que le habíamos alabado en Corbillos. Maite, la cocinera, iba a pegarle dos leches, pero Vicen empezó a darle conversación como si le conociera de toda la vida y le apartaba para ella los mejores ejemplares. Sólo los de Pucela, Inma y Carlos, pusieron reparos al vino, que donde esté el cigales se quite el prieto picudo.

No sé a quien se le ocurrió, después de la primera copa, ir a aquel local de señoras que fuman. Allí algo nos transformó, como en esa película del bar de carretera en la que sale el Banderas y todos se convierten en vampiros.

Da igual si lo que nos pudo fue algo vírico o el ansia de protagonismo, de quedar bien con Clara. El caso es que , sin premeditación aparente, Vicenta y Begoña les sacudieron dos mamporros a las ecuatorianas de la barra fija y ocuparon su lugar contoneándose como profesionales. “Clara, Clara, va por ti”, le gritaban y hacían una pirueta cada vez más arriesgada. Raquel empezó a recoger billetes entre los clientes. “¿Son buenas, eh?”, les decía y se los ponía en el canalillo o en la goma de la braga de aquellas auténticas suripantas. Luis Angel y las yolandas no daban crédito; vamos, menos que el Banesto.

Teodoro estuvo más previsible porque agarró a Enrique del brazo, lo llevó al escenario lateral y se arrancaron con una ranchera a grito pelado y vivas a Clara. Ella se lo agradecía dando saltitos e insistía en pedirles el Bolero de Algodre.

Yo estaba con picazón en la testuz, de mala hostia. Quería sorprender también, pero no se me ocurría nada lo bastante estrambótico para competir con los demás espontáneos. Qué ganas de agradar, dios, y qué frustración.

Vi que Luis estaba en la barra grande, con una sonrisa beatífica mirando a Irina, una bielorrusa a la que yo conocía de camarera en el Miserias, pero no sabía que hiciera doblete nocturno. Se la presenté, le dijo que eran los ojos más azules, tristes y transparentes del noroeste. Que tenía un niño chico y que buscaba a alguien que la retirase de la noche. Sebas, el dueño, seboso, repeinado y con una sonrisa fría como de aire chino estaba al tanto.

Emilio tenía agarrado y levantado un palmo al camarero cubano que se había atrevido a ponerle una piedra de hielo en el cubata. “Te dije bien clarito que del tiempo, gilipollas”, le recriminaba.

Fueron los babianos los que la mangaron. Andaban eléctricos, como si les corrieran arañones por la espalda.

En el escenario grande estaba el instrumental de la orquesta. Al día siguiente celebraba el San Pantaleón la junta vecinal de Carrocera. Vienen todos los años. Montan tal timba que el barrio tarda en recuperar el ser y el estar un par de semanas.

Y allá fueron Gema, Carlos y Alberto. Que si ellos eran de verbenas de prao y, además, en cuesta, que cuántas veces acababan los músicos en el río y que aquello estaba decayendo. Así que se van arriba y empiezan, “cagon mi manto”, como los de la cuenca, a enchufar guitarras, a pegarle al cuadro de luces y a todas la manivelas para que aquello sonara bien alto.

Pero hasta para eso hay que estar estudiao, porque a los primeros chirridos, tipo radio pirenaica, siguieron unos pitidos que taladraban los oídos y, luego, un apagón. Para colmo, faltaba por manipular la palanca madre y allí uno de los tres metió la mano. Los relámpagos, las chispas atravesaban zigzagueantes el local, el aparato eléctrico reventó focos, incendió cortinas y llenó todo de humo.

Sebas es un sentimental, pero sólo con el “somos novios” de Manzanero porque le recuerda a su Marga antes de fugarse con un secretario de ayuntamiento. Por desgracia, allí y ahora, nadie le puso esa música para apaciguarlo. Y resolutivo lo fue siempre. Cogió la pipa de detrás de la registradora y empezó a pegar tiros sin especial rencor hacia nadie, indiscriminadamente. Los dos porteros de la entrada, kosovares ellos, se unieron encantados al fregao con los bates y tan pronto enganchaban las costillas de una sombra fugitiva como aprovechaban para joderle inadvertidamente la botellería y los apliques al Sebas que se les retrasaba todos los meses en la paga.

Yo conocía algo el tugurio y pude salir de los primeros tirando de Clara hasta el servicio de señoras. Allí había un ventanuco que da a un patio estrecho y maloliente. Fuimos de cabeza al suelo. Alguien cayó detrás. Era el cubano que había estado cruzando miraditas con ella toda la noche. Empezó a musitarle algo en un sonsonete zumbón. Clara lo miraba y decía “Ay, qué majo”. Pero Cupido lo tenía un poco crudo sobre aquella alfombra de papeles grasientos, compresas, restos de espaguetis y palomas muertas. Vi que ella, con la barra de labios, escribía un número de teléfono en la camisa de él.

Todos salimos bastante bien. Sólo fracturas, quebrantos y casquería de soldar y coser sin necesidad de salir de la seguridad social. Pero el Valentinos quedó enrasao con la calle, a nivel. Al día siguiente algunos curiosos decían que había sido como lo de la explosión de Palencia, pero con menos boquete.

A Clara no la volvimos a ver. Hicimos nuestra pesquisas y, al final, desistimos. Una tía suya, zamorana, en una de las últimas llamadas parece que le dijo a alguien que se había metido monja. Pero todos sospechábamos que lo que había hecho era cruzar el charco.

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